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Mensaje para Marcia

Stanley tuvo pronto un público expectante reunido a su alrededor. Renqueó hasta salir del almohadón, se puso de pie y respiró hondo. Entonces dijo con voz temblorosa:

—Primero debo preguntar si hay alguien que responda al nombre de Marcia Overstrand.

—Ya sabes que sí —contestó Marcia con impaciencia.

—Aun así debo preguntarlo, señoría. Es parte del procedimiento —explicó la rata mensaje y prosiguió—: He venido a entregar un mensaje a Marcia Overstrand, la ex maga extraordinaria.

—¿Qué? —exclamó Marcia—. ¿Ex? ¿Qué quiere decir esta rata idiota con ex maga extraordinaria?

—Cálmate, Marcia —la instó tía Zelda—. Espera a ver lo que tiene que decir.

Stanley continuó:

—El mensaje ha sido enviado a las siete en punto de la mañana… —La rata hizo una pausa para calcular cuántos días atrás había sido enviado. Como un verdadero profesional, Stanley mantuvo un recuento del tiempo que estuvo prisionero en la jaula, haciendo una raya por cada día que pasaba en uno de los barrotes. Sabía que había pasado treinta y nueve días con Jack el Loco, pero no tenía ni idea de cuántos días había pasado delirando delante del fuego en la casa de la cuidadora—. Esto… hace mucho tiempo, en representación de un tal Silas Heap, residente en el Castillo…

—¿Qué significa «en representación»? —le interrumpió Nicko.

Stanley daba golpecitos con el pie impacientemente. No le gustaban las interrupciones, sobre todo cuando el mensaje era tan antiguo que tenía miedo de no acordarse. Tosió con impaciencia.

—El mensaje empieza:

Querida Marcia:

Espero que estés bien. Yo estoy bien y en el Castillo. Te agradecería que te reunieras conmigo en el exterior del palacio lo antes posible. Ha ocurrido algo. Estaré en las puertas de palacio a medianoche, cada noche, hasta que llegues.

Con ganas de verte pronto, cordialmente:

Silas Heap

Fin del mensaje.

Stanley se volvió a sentar erguido en su almohadón y respiró con una señal de alivio. Trabajo concluido. Aunque había tardado más de lo que ninguna rata mensaje había tardado nunca en entregar un mensaje, al final lo había entregado. Se permitió una sonrisita aun estando de servicio.

Durante un momento hubo un silencio y Marcia explotó:

—¡Típico, es típico de él! Ni siquiera se esfuerza en volver antes de la gran helada. Luego, cuando por fin se digna enviar un mensaje, no se molesta siquiera en mencionar mi mantente a salvo. Me rindo. Tendré que ir yo.

—¿Y qué hay de Simón? ¿Lo ha encontrado papá? —Preguntó Jenna con ansiedad—. ¿Y por qué no nos ha enviado papá un mensaje a nosotros también?

—No parece papá —refunfuñó Nicko.

—No —coincidió Marcia—. Demasiado educado.

—Bueno, supongo que fue en representación —dijo tía Zelda insegura.

—¿Qué significa «en representación»? —repitió Nicko.

—Significa un sustituto. Otra persona entregó el mensaje a la Oficina de Raticorreos. Silas no debía de poder llegar hasta allí. Lo cual era de esperar, supongo. Me pregunto quién habrá sido el representante.

Stanley no dijo nada, aun cuando sabía perfectamente bien que el representante era el custodio supremo. Aunque ya no era una rata confidencial, aún se sentía obligado a cumplir con el código de la Oficina de Raticorreos. Y eso significaba que todas las conversaciones dentro de la Oficina de Raticorreos eran altamente confidenciales. Pero la rata mensaje se sentía incómodo; aquellos magos la habían rescatado, cuidado y probablemente le habían salvado la vida. Stanley cambió de postura y miró al suelo. Algo no iba bien, pensó, y no quería formar parte de ello. Aquel mensaje había sido una pesadilla desde el principio al fin.

Marcia se acercó al escritorio y dio un fuerte golpe con un libro.

—¿Cómo se atreve Silas a menospreciar algo tan importante como mi mantente a salvo? —observó enojada—. ¿No sabe que la misión de un mago ordinario es servir a la maga extraordinaria? No toleraré su insubordinada actitud ni un minuto más. Tengo la intención de ir a buscarlo y decirle lo que pienso.

—¿Es eso prudente, Marcia? —le preguntó tranquilamente tía Zelda.

—Aún soy la maga extraordinaria y no me mantendré al margen —declaró Marcia.

—Bueno, sugiero al menos que te quedes a dormir esta noche —le aconsejó tía Zelda con sensatez—. Las cosas siempre se ven mejor por la mañana.

Más tarde, esa misma noche, el Muchacho 412 estaba tumbado junto a la parpadeante luz del fuego, escuchando los resoplidos de Nicko y la respiración regular de Jenna. Le habían despertado los fuertes ronquidos de Maxie, que resonaban a través del techo. Maxie habría tenido que dormir abajo, pero seguía yendo a hurtadillas a dormir en la cama de Silas si creía que podía salirse con la suya. En realidad, cuando Maxie empezaba a roncar abajo, el Muchacho 412 solía darle al perro un codazo y lo ponía en camino. Pero esa noche, el Muchacho 412 se percató de que estaba escuchando otra cosa además de los ronquidos de un perro con problemas respiratorios.

Los tablones traqueteaban encima de su cabeza: pisadas furtivas en la escalera… el crujido estaba en el antepenúltimo escalón… ¿Qué era eso? ¿Qué era eso? Todas las historias de fantasmas que había oído acudieron a la mente del Muchacho 412, mientras escuchaba el amortiguado siseo de una capa arrastrándose sobre el suelo de piedra y sabía que quienquiera, o lo que quiera, que fuese, estaba en la misma habitación que él.

El Muchacho 412 se sentó muy despacio, con el corazón latiéndole fuerte, y miró hacia la penumbra. Una oscura figura se movía a escondidas hacia el libro que Marcia había dejado en el escritorio. La figura cogió el libro y lo metió bajo la capa; luego vio el blanco de los ojos del Muchacho 412 mirándola en la oscuridad.

—Soy yo —susurró Marcia, haciéndole señas para que se acercara. El Muchacho 412 se retiró la colcha en silencio y caminó sin hacer ruido por el suelo de piedra para ver qué quería.

—Cómo se supone que alguien pueda dormir en la misma habitación que ese animal, es algo que no entiendo —susurró Marcia enojada.

El Muchacho 412 sonrió tímidamente. Para empezar, no le dijo que había sido él quien había incitado a Maxie a subir la escalera.

—Esta noche voy a regresar —le anunció Marcia—. Voy a usar los minutos de la medianoche, solo para asegurarme. Recuerda que los minutos antes y después de la medianoche son el mejor momento para viajar sano y salvo. Sobre todo si hay alguien por ahí que desea hacerte daño, como sospecho que ocurre. Iré a las puertas de palacio y veré si Silas está realmente allí. Veamos qué hora es. —Marcia sacó su reloj—. Dos minutos para la medianoche. Volveré pronto. Tal vez podrías explicárselo a Zelda. —Marcia miró al Muchacho 412 y recordó que no había pronunciado palabra desde que les había dicho su rango y número en la Torre del Mago—. ¡Oh!, bueno, no importa si no se lo explicas. Adivinará adonde he ido.

De repente, el Muchacho 412 pensó en algo importante. Hurgó en el bolsillo de su jersey y sacó el amuleto que Marcia le había dado cuando le pidió que fuera su aprendiz. Sostuvo el pequeño par de alas de plata en la mano y las miró con cierto pesar. Despedían destellos de oro y plata bajo la mágica luz que empezaba a rodear a Marcia. El Muchacho 412 le ofreció el amuleto a Marcia; pensó que ya no debía tenerlo, pues no había manera de que alguna vez fuera su aprendiz, pero Marcia sacudió la cabeza y se arrodilló a su lado.

—No —susurró—. Aún tengo la esperanza de que cambies de opinión y decidas ser mi aprendiz. Piénsalo mientras yo estoy fuera. Bueno, falta un minuto para la medianoche… Apártate.

El aire alrededor de Marcia se enfrió; un estremecimiento de fuerte Magia se extendió a su alrededor y cargó el aire de electricidad. El Muchacho 412 se retiró hacia la chimenea, algo asustado pero fascinado. Marcia cerró los ojos y empezó a murmurar algo largo y complicado en un lenguaje que no había oído nunca y, mientras la observaba, el Muchacho 412 vio aparecer la misma neblina mágica que había visto por primera vez cuando estaba sentado en el Muriel en medio del Dique Profundo. De repente, Marcia se puso la capa por encima de manera que la cubría de la cabeza a los pies y, al hacerlo, el púrpura de la neblina mágica y el púrpura de su capa se mezclaron. Se produjo un fuerte sonido, como de agua cayendo sobre metal ardiente, y Marcia desapareció, dejando solo una débil sombra ondeando durante unos momentos.

En las puertas de palacio, veinte minutos antes de la medianoche, un pelotón de guardias hacían la ronda, tal como habían hecho todas las noches durante las últimas cincuenta heladoras noches. Los guardias estaban muertos de frío y esperaban otra larga y aburrida noche sin hacer nada más que dar patadas al suelo y burlarse del custodio supremo, que tenía la extraña idea de que la ex maga extraordinaria aparecería precisamente allí. Así de sencillo. Claro que nunca había aparecido ni esperaban que lo hiciese. Pero, aun así, cada noche los enviaba a esperarla y a que los dedos de los pies se les convirtieran en cubitos de hielo.

Así que, cuando una débil sombra púrpura empezó a surgir ante sus narices, ninguno de los guardias se creía realmente lo que estaba ocurriendo.

—Es ella —susurró uno, algo temeroso de la Magia que de repente se arremolinaba en el aire y enviaba incómodas descargas eléctricas a través de sus negros cascos metálicos. Los guardias desenvainaron las espadas y observaron cómo la sombra neblinosa formaba una alta figura envuelta en el manto púrpura de maga extraordinaria.

Marcia Overstrand había aparecido en mitad de la trampa del custodio supremo. La pilló por sorpresa, y sin su mantente a salvo ni la protección de los minutos de la medianoche —pues Marcia llegaba veinte minutos tarde—, no pudo impedir que el capitán de la guardia le arrancara el amuleto Akhentaten del cuello.

Diez minutos más tarde, Marcia yacía en el fondo de la mazmorra número uno, que era una honda y oscura chimenea enterrada en los cimientos del Castillo. Marcia yacía aturdida, atrapada en medio de un vórtice de sombras y espectros que DomDaniel, con gran placer, había preparado especialmente para ella. Aquella fue la peor noche de la vida de Marcia. Yacía indefensa en un charco de agua sucia, descansando sobre un montón de huesos de anteriores ocupantes de la mazmorra, atormentada por el lamento y el gemido de las sombras y espectros que giraban a su alrededor en el vórtice y la vaciaban de sus poderes mágicos. Hasta la mañana siguiente —cuando, por suerte, un fantasma Antiguo que se había perdido pasó por casualidad a través de la pared de la mazmorra número uno—, nadie salvo DomDaniel y el custodio supremo sabía que estaba allí.

El Antiguo llevó a Alther hasta ella, pero lo único que podía hacer era sentarse y alentarla a seguir viviendo. Alther necesitó de todas sus dotes de persuasión, pues Marcia estaba desesperada. En un arrebato contra Silas, supo que había perdido todo aquello por lo que Alther había luchado cuando derrocó a DomDaniel. Una vez más, DomDaniel tenía el amuleto Akhentaten colgado de su gordo cuello, y ahora él era, y no Marcia Overstrand, el mago extraordinario.