El custodio supremo
Eran las seis de la mañana y aún estaba oscuro. Habían transcurrido diez años desde el día en que Silas encontrara el fardo.
Al final del corredor 223, detrás de la gran puerta negra con el número 16 grabado en ella por la patrulla numérica, el hogar de los Heap dormía plácidamente. Jenna yacía cómodamente acurrucada en la camita que Silas le había hecho con la madera que el río había arrastrado hasta la orilla. La cama se encontraba completamente empotrada en un enorme armario a la entrada de una gran habitación, que era en realidad la única habitación que los Heap poseían.
Jenna adoraba su camita del armario. Sarah le había hecho unas alegres cortinas de patchwork que Jenna corría alrededor de la cama para resguardarse del frío y de sus revoltosos hermanos. Lo mejor de todo era el ventanuco en la pared, encima de la almohada, que daba al río. Si Jenna no podía dormir, miraba por la ventana durante horas enteras y contemplaba la incesante variedad de barcos que iban y venían del Castillo, y a veces en las noches oscuras le encantaba contar las estrellas hasta quedarse dormida.
La gran habitación era el lugar donde todos los Heap vivían, cocinaban, comían, hablaban y, en ocasiones, hacían sus deberes, por lo que estaba hecha una leonera. Estaba abarrotada de todo lo que habían ido acumulando durante los veinte años que hacía desde que Sarah y Silas fundaran su hogar. Había cañas de pescar y carretes, zapatos y calcetines, cuerdas y trampas para ratones, bolsas y ropa de cama, redes y tejidos de punto, ropas, cacharros de cocina y libros, libros, libros y más libros.
Si eras lo bastante estúpido como para echar una ojeada a la habitación de los Heap con la esperanza de encontrar un lugar donde sentarte, había muchas posibilidades de que lo hubiera ocupado antes un libro. Había libros por doquier. En estanterías combadas, en cajas, colgando en bolsas del techo, sobresaliendo de la mesa y apilados en altas columnas tan precarias que amenazaban con derrumbarse en cualquier momento. Había libros de cuentos, libros de hierbas, de cocina, de barcos, de pesca, pero sobre todo había cientos de libros de Magia que Silas había hurtado de la escuela cuando la Magia fue prohibida algunos años atrás.
En medio de la habitación, un gran hogar, desde el que partía una alta chimenea que serpenteaba hasta el tejado, contenía los rescoldos de un fuego, ahora apagado, alrededor del cual los seis niños Heap y un perro grandote dormían en una caótica montaña de colchas y mantas.
Sarah y Silas también estaban profundamente dormidos, refugiados en el pequeño espacio del altillo que Silas había construido pocos años antes gracias al sencillo método de hacer un agujero en el techo, después de que Sarah dijera que no podía resistir más tiempo la convivencia con seis niños en pleno crecimiento en una sola habitación.
Pero en medio del caos de la gran habitación destacaba una pequeña isla de pulcritud: una mesa larga, y bastante desvencijada, cubierta con un mantel limpio de tela blanca. Encima de ella había nueve platos y tazas, y en la cabecera de la mesa una sillita decorada con bayas de invierno y hojas. Sobre la mesa, ante la silla, habían colocado un regalo, cuidadosamente envuelto en un papel de alegres colores y atado con una cinta roja, para que Jenna lo abriera en su décimo cumpleaños.
Todo estaba silencioso y tranquilo mientras el hogar de los Heap dormía pacíficamente durante las tres horas de oscuridad previas al amanecer invernal.
Sin embargo, al otro lado del Castillo, en el palacio de los custodios, el sueño, plácido o no, se había acabado.
El custodio supremo había sido levantado de su lecho y, con la ayuda del criado nocturno, se había puesto a toda prisa la túnica negra ribeteada de pieles y un manto negro y dorado. Después había instruido al criado nocturno sobre la manera de atar los zapatos de seda con bordados. Luego él mismo se había colocado cuidadosamente una hermosa corona en la cabeza. El custodio supremo nunca había sido visto en público sin la corona, que estaba mellada desde el día que se cayó de la cabeza de la reina y chocó contra el suelo de piedra. Tenía la corona ladeada en su cabeza calva y levemente puntiaguda, pero el criado nocturno, que era nuevo y estaba aterrorizado, no se atrevía a decírselo.
El custodio supremo caminaba con paso presuroso por el pasillo que conducía a la sala del trono. Era un hombre pequeño de aspecto ratonil, con ojos pálidos y casi descoloridos y una complicada barba de chivo a la que tenía la costumbre de dedicar varias felices horas de cuidados. Casi desaparecía bajo la voluminosa capa que tenía prendidas varias medallas militares, y su aspecto era bastante ridículo debido a la corona ladeada y ligeramente femenina. Pero si lo hubieseis visto aquella mañana, no os habría provocado risa. Os habríais escabullido en las sombras con la esperanza de pasar desapercibidos, pues el custodio supremo tenía un aire poderosamente amenazador.
El criado nocturno ayudó al custodio supremo a tomar asiento en el ornado solio de la sala del trono. Luego, le indicó con un gesto que podía retirarse y desapareció agradecido, pues su turno casi había acabado.
El helado aire de la mañana entraba pesadamente en la sala del trono. El custodio supremo se sentaba impasible en el solio, pero su respiración, que empañaba el aire frío en pequeños y rápidos estallidos, delataba su nerviosismo.
No tuvo que esperar mucho tiempo hasta que una joven alta, enfundada en el severo manto negro y la túnica roja de un Asesino, entrara a paso raudo e hiciera una reverencia, barriendo el suelo de piedra con sus largas y anchas mangas.
—Han encontrado a la Realicia, señor —anunció la Asesina en voz baja.
El custodio supremo se sentó y la contempló con sus pálidos ojos.
—¿Estás segura? Esta vez no quiero errores —advirtió amenazadoramente.
—Nuestra espía, señor, llevaba tiempo sospechando de esa niña. La considera una extraña en su familia. Ayer nuestra espía descubrió que la niña tiene la misma edad.
—¿Qué edad exactamente?
—Hoy ha cumplido diez años, señor.
—¿De veras? —El custodio supremo se recostó en el trono y meditó sobre lo que la Asesina le había dicho.
—Aquí tengo un retrato de la niña, señor. Considero que se parece mucho a su madre, la antigua reina.
Del interior de su túnica, la Asesina sacó un pedacito de papel en el que había dibujado a una niña con ojos violeta oscuro y un largo cabello negro. El custodio supremo cogió el dibujo. Era cierto. La niña se parecía notablemente a la reina muerta. Tomó una rápida decisión y chasqueó fuerte los huesudos dedos.
La Asesina inclinó la cabeza.
—¿Señor?
—Hoy a medianoche. Irás a hacerle una visita a… ¿dónde está?
—Habitación dieciséis, corredor doscientos veintitrés.
—¿Cuál es el apellido?
—Heap, señor.
—¡Ah! Llévate la pistola de plata… ¿Cuántos son en la familia?
—Nueve, señor, incluida la niña.
—Y nueve balas por si hay problemas. Plata para la niña. Y tráemela, quiero pruebas.
La joven palideció. Era su primera y única prueba. No había segundas oportunidades para un Asesino.
—Sí, señor.
Hizo una breve inclinación y se retiró; le temblaban las manos.
En un tranquilo rincón del salón del trono, el fantasma de Alther Mella se levantó del frío banco de piedra en el que estaba sentado. Suspiró y estiró las viejas piernas de fantasma. Luego se envolvió en sus raídas vestimentas de color púrpura, respiró hondo y atravesó la gruesa pared de piedra del salón del trono.
Una vez fuera, se encontró a sí mismo colgado a veinte metros del suelo en el frío aire de la mañana y, en lugar de retirarse de una manera digna, como correspondería a un fantasma de su edad y condición, Alther desplegó los brazos como un pájaro y descendió grácilmente en picado a través de la nieve que caía.
Volar era casi lo único que a Alther le gustaba de ser un fantasma. Desde que se convirtió en fantasma, había perdido su paralizador miedo a las alturas y se pasaba muchas electrizantes horas perfeccionando sus movimientos acrobáticos. Pero, aparte de eso, no le gustaban muchas más cosas de ser un fantasma, y sentarse en el salón del trono, donde en realidad se había convertido en uno y en consecuencia había tenido que pasar el primer año y un día de su fantasmez, era una de sus ocupaciones menos predilectas. Pero tenía que hacerlo; Alther consideraba su obligación saber lo que planeaban los custodios e intentaba tener a Marcia al corriente. Con su ayuda, Marcia había conseguido estar un paso por delante de los custodios y mantener a Jenna a salvo. Hasta el momento.
A lo lejos, en su lejano escondite de las montañas fronterizas, DomDaniel había intentado seguirle la pista a Jenna desde que el primer Asesino dejó incompleta su tarea hacía diez años. Después de que DomDaniel asesinara a la reina, envió a su emisario, el custodio supremo, junto con sus esbirros, los custodios, y un ejército de guardias custodios, a tomar el Castillo y dar caza a la princesa, o la Realicia, como desdeñosamente la llamaba DomDaniel. Habían transcurrido diez largos y frustrantes años durante los cuales cualquier intento de encontrarla había sido abortado por Alther Mella.
Sin embargo, DomDaniel no se percataba de que su viejo aprendiz aún intentaba impedirlo. Ninguno de los fantasmas del Castillo se le aparecía, dadas sus conexiones con la Oscuridad, y DomDaniel no era consciente de su presencia, ni siquiera de la de Alther. Culpaba a la exasperante Marcia Overstrand de su fracaso en la tarea de encontrar a la princesa y estaba cada vez más impaciente. No obstante, aunque DomDaniel no lo sabía, hacía poco había tenido un golpe de suerte.
Cuando el custodio supremo tomó el Castillo, una de las primeras cosas que hizo fue prohibir a las mujeres entrar en el juzgado. El tocador de señoras, que ya no se necesitaba, se había convertido en la pequeña sala de reuniones del comité. Durante el mes pasado, que había sido especialmente frío, el comité de los custodios se reunía en el tocador de señoras, que tenía la gran ventaja de contar con una estufa de madera, en lugar de reunirse en la cavernosa sala de reuniones del comité de custodios, donde silbaba un viento helado que convertía sus pies en bloques de hielo.
Y así, sin saberlo, por una vez los custodios iban un paso por delante de Alther Mella; porque, como fantasma, Alther solo podía ir a los lugares en los que había estado en vida. Y, como joven mago bien educado, Alther no había puesto jamás un pie en el tocador de señoras. Lo máximo que podía hacer era merodear por los alrededores y esperar, tal como había hecho cuando estaba vivo y cortejaba a la juez Alice Nettles.
A última hora de una tarde particularmente fría de hacía unas semanas, Alther había observado al comité custodio mientras se trasladaba al tocador de señoras. La pesada puerta con el cartel de SEÑORAS aún visible en desgastadas letras doradas se cerró en sus narices y Alther se quedó fuera, con la oreja pegada a la puerta, tratando de escuchar lo que sucedía. Pero, por mucho que lo intentara, no pudo oír la decisión del comité de enviar a su mejor espía, Linda Lane, con el pretexto de su «interés» por las hierbas y la curación, a vivir en la habitación 17, corredor 223. Eso estaba justo en la puerta contigua a los Heap.
Así que ni Alther ni los Heap tenían la menor idea de que su nueva vecina era una espía. Y muy buena.
Mientras Alther Mella volaba por el aire nevado pensando en cómo salvar a la princesa hizo dos dobles rizos casi perfectos, antes de bajar rápidamente en picado a través de los copos de nieve para alcanzar la pirámide dorada que coronaba la Torre del Mago.
Alther aterrizó con desenvoltura sobre sus pies. Por un momento permaneció en perfecto equilibrio de puntillas. Luego levantó los brazos por encima de la cabeza y empezó a girar, cada vez más rápido, hasta que se hundió lentamente a través del tejado y entró en la habitación que había abajo, donde erró el aterrizaje y cayó en el dosel de la cama de Marcia Overstrand.
Marcia se sentó, asustada. Alther estaba espatarrado sobre la almohada con aspecto azorado.
—Lo siento Marcia. Sé que es poco galante. Bueno, al menos no tenías los rulos puestos.
—Mi pelo es rizado natural, gracias, Alther —respondió Marcia enojada—. Deberías haber esperado a que me despertara.
Alther tenía un aspecto grave y se volvió algo más transparente que lo habitual.
—Me temo, Marcia —dijo muy serio—, que esto no pueda esperar.