La gran helada
Los restos de la fiesta del invierno —col hervida, cabezas de anguila estofada y cebollas adobadas— descansaban desperdigados sobre la mesa mientras tía Zelda intentaba atizar el chisporroteante fuego de la casa de la conservadora. El interior de las ventanas estaba empañado por la escarcha y la temperatura en la casa descendía en picado, pero aun así tía Zelda no conseguía avivar el fuego. Bert se tragó su orgullo y se acurrucó junto a Maxie para entrar en calor. Todos los demás se sentaron envueltos en sus colchas, contemplando el díscolo fuego.
—¿Por qué no me dejas que pruebe con el fuego, Zelda? —preguntó Marcia enojada—. No veo por qué tenemos que sentarnos aquí y congelarnos cuando todo lo que tengo que hacer es esto. —Marcia chasqueó los dedos y el fuego prendió en llamaradas en la chimenea.
—Ya sabes que no estoy de acuerdo con interferir en los elementos, Marcia —objetó tía Zelda—. Vosotros los magos no respetáis a la madre naturaleza.
—No cuando la madre naturaleza me está convirtiendo los pies en bloques de hielo —refunfuñó Marcia.
—Bueno, si llevaras unas botas prácticas y cómodas en lugar de pavonearte por ahí con esas cositas púrpura de serpiente, tendrías los pies en condiciones —observó tía Zelda.
Marcia no le hizo caso. Se sentó para calentarse los pies serpentinos junto al fuego, ahora vivo, y notó con cierta satisfacción que tía Zelda no había hecho intento alguno de devolver el fuego a su chisporroteante y lamentable estado natural.
Fuera de la casa, el viento del norte aullaba con grito lastimero. Las ráfagas de nieve de primera hora del día se habían espesado, y ahora el viento traía consigo una tupida y borrascosa ventisca que soplaba sobre los marjales Marram y empezaba a cubrir la tierra con altas masas de nieve. A medida que avanzaba la noche y el fuego de Marcia por fin empezaba a calentarlos, el rumor del viento iba quedando amortiguado por los ventisqueros que se amontonaban en el exterior. Pronto el interior de la casa se llenó de un silencio blando, como de nieve. El fuego ardía sin cesar en la chimenea y, uno a uno, siguieron el ejemplo de Maxie, y cayeron dormidos junto al fuego.
Tras haber dejado la casa sepultada en la nieve hasta el tejado, la gran helada prosiguió su viaje. Viajaba por encima de los marjales, cubriendo la salobre agua de la marisma con una gruesa capa blanca de hielo, helando ciénagas y lodazales, haciendo que las criaturas del marjal escarbaran hasta las profundidades del lodo, donde el hielo no pudiera alcanzarlas. Barría el río y se esparcía por la tierra de ambas riberas, enterrando establos de vacas y casas y a algunas ovejas.
A medianoche llegó al Castillo, donde todo estaba preparado.
Durante el mes anterior a la llegada de la gran helada, los habitantes del Castillo habían hecho acopio de comida, se habían aventurado a internarse en el Bosque y recogido tanta leña como pudieron acarrear, y habían invertido una buena cantidad de tiempo tricotando y tejiendo mantas. Era la época del año en que llegaban los mercaderes del norte, trayendo sus provisiones de pesadas telas de lana, gruesas pieles del Ártico y pescados en salazón, sin olvidar los sabrosos alimentos que tanto gustaban a las brujas de Wendron. Los mercaderes del norte tenían un instinto asombroso para adivinar el advenimiento de la gran helada; llegaban un mes antes y se iban justo antes de que comenzara. Los cinco mercaderes que se habían sentado en el café de Sally Mullin la noche del incendio habían sido los últimos en marcharse, así que por eso nadie en el Castillo se sorprendió del arribo de la gran helada. En realidad, la opinión general era que se había retrasado un poco, aunque la verdad era que los últimos mercaderes del norte se habían ido un poco antes de lo esperado, debido a circunstancias imprevistas.
Silas, como siempre, había olvidado que la gran helada estaba a las puertas y se encontró aislado en la taberna El Agujero de la Muralla después de que un inmenso ventisquero bloqueara la entrada. Como no tenía ningún otro lugar adónde ir, decidió acomodarse y pasarlo lo mejor posible, mientras Alther y unos pocos de los Antiguos perseveraban en su tarea de buscar a Simón.
La rata negra de la Oficina de Raticorreos, que estaba aguardando con impaciencia el regreso de Stanley, se encontró aislada encima de la helada torre de vigilancia de la puerta este, después de que el bajante se llenara de agua de una tubería reventada y rápidamente se helara, bloqueándole la salida. Las ratas de la oficina de información de la planta baja la dejaron allí y se fueron a casa.
El custodio supremo también aguardaba el regreso de Stanley. No solo quería cierta información de la rata, sino que también esperaba ansioso el resultado del mensaje que la rata tenía que entregar. Pero nada ocurría. Desde el día en que enviaron a la rata, un pelotón de guardias custodios armados quedó apostado a la puerta del palacio, dando patadas con sus congelados pies y contemplando la ventisca, esperando a que apareciera la maga extraordinaria. Pero Marcia no regresaba.
La gran helada llegó. El custodio supremo, que se había pasado muchas horas jactándose ante DomDaniel de su brillante idea de arrebatar a la rata mensaje su estatus confidencial y enviar un falso mensaje a Marcia, ahora hacía lo posible por evitar a su amo. Pasaba tanto tiempo como podía en el lavabo de señoras. El custodio supremo no era un hombre supersticioso, pero tampoco era estúpido y no se le había escapado el detalle de que cualquier plan que tramase mientras estaba en el tocador de señoras solía funcionar, aunque no tenía ni idea de por qué. También disfrutaba de la comodidad de una pequeña estufa, pero sobre todo aprovechaba la oportunidad para espiar. Al custodio supremo le encantaba espiar. Había sido uno de esos niños que siempre anda escuchando por las esquinas las conversaciones de la gente y, en consecuencia, siempre tenía información sobre alguien, y no temía utilizarla en su favor. Le había sido de gran utilidad durante su ascenso por las filas de la guardia custodia y había desempeñado un papel muy importante en su nombramiento como custodio supremo.
Y así, durante la gran helada, el custodio supremo se había refugiado en el tocador, encendido la estufa y había espiado con fruición a la gente que pasaba, ocultándose detrás de la puerta aparentemente inocente con sus descoloridas letras doradas. ¡Era tan grande el placer de verlos mudar el color del rostro cuando se plantaba ante ellos de un salto y los confrontaba con cualquiera que fuese el comentario insultante que acababan de hacer sobre él! Y aún más placentero era llamar a la guardia y hacer que los llevara directamente a las mazmorras, sobre todo si suplicaban un poco. Al custodio supremo le gustaba que le suplicaran un poco. Hasta el momento habían arrestado a veintiséis personas y los habían arrojado a los calabozos por hacer comentarios groseros sobre él, pero nunca, ni siquiera una vez, se le había pasado por la imaginación preguntarse por qué aún no había sorprendido ningún comentario favorable sobre su persona.
Pero el proyecto más interesante que ocupaba al custodio supremo era Simón Heap. Simón había sido llevado directamente desde la capilla hasta el tocador de señoras y encadenado a una tubería. Como hermano adoptivo de Jenna, el custodio supremo suponía que sabría adonde había ido y esperaba con ilusión persuadir a Simón para que se lo dijera.
Mientras la gran helada se asentaba y ni la rata mensaje ni Marcia regresaban al Castillo, Simón languidecía en el tocador de señoras, interrogado constantemente sobre el paradero de Jenna. Pero estaba demasiado asustado para hablar. El custodio supremo era un hombre sutil y se intentaba ganar la confianza de Simón. Siempre que tenía un momento libre, el desagradable hombrecito desfilaba hasta el tocador y parloteaba, dale que te pego, con Simón sobre su tedioso día, y Simón lo escuchaba educadamente, al principio demasiado asustado como para hablar. Al cabo de un tiempo, Simón se atrevió a hacer unos pocos comentarios, y el custodio supremo parecía encantado de obtener una respuesta de él, y empezó a darle comida y bebida extra. Así que Simón se relajó un poco y no tardó en confiarle su deseo de convertirse en el próximo mago extraordinario y su decepción ante el modo en que Marcia había huido. No era, le dijo al custodio supremo, el tipo de cosa que él hubiera hecho.
El custodio supremo escuchaba con aprobación. Al menos había un Heap con sentido común. Y cuando ofreció a Simón la posibilidad de un aprendizaje con el nuevo mago extraordinario —«Verás, y sé que esto quedará solo entre tú y yo, joven Simón: el actual chico está demostrando ser muy poco satisfactorio, a pesar de las grandes esperanzas que habíamos depositado en él…»—, Simón Heap empezó a vislumbrar un nuevo futuro para él. Un futuro en que podía ser respetado y utilizar su talento mágico, y no tratado como a «uno de esos miserables Heap». Así que, una noche, ya tarde, después de que el custodio supremo se sentara amigablemente a su lado y le ofreciera una bebida caliente, Simón Heap le dijo al custodio supremo lo que quería saber: que Marcia y Jenna habían ido a casa de tía Zelda en los marjales Marram.
—Y exactamente, ¿dónde está eso, chaval? —preguntó el custodio supremo con una afilada sonrisa en el rostro.
Simón tuvo que confesar que no lo sabía exactamente.
En un ataque de furia, el custodio supremo montó en cólera y fue a ver al cazador, quien le escuchó en silencio despotricar contra la estupidez de todos los Heap en general y de Simón Heap en particular.
—Quiero decir, Gerald… (pues así se llamaba el cazador. Era algo que le gustaba callar, pero, para su irritación, el custodio supremo lo usaba siempre que tenía ocasión), quiero decir —empezó el custodio supremo indignado, mientras deambulaba de un lado a otro del barracón escasamente amueblado del cazador, gesticulando teatralmente con los brazos—, ¿cómo puede alguien no saber exactamente dónde vive su tía? ¿Cómo, Gerald, pueden visitarla si no saben exactamente dónde vive?
El custodio supremo era un visitante, muy cumplidor, de sus numerosas tías, la mayoría de las cuales hubieran preferido que su sobrino no supiera exactamente dónde vivían.
Pero Simón le había proporcionado suficiente información al cazador. En cuanto el custodio supremo se hubo marchado, el cazador se puso a trabajar con detallados mapas y planos de los marjales Marram y enseguida localizó el paradero aproximado de la casa de tía Zelda. De nuevo estaba preparado para la cacería.
Y de este modo, con cierta inquietud, el cazador fue a ver a DomDaniel.
DomDaniel merodeaba en lo alto de la Torre del Mago, dedicándose durante la gran helada a desenterrar los viejos libros de nigromancia que Alther había encerrado en el armario y convocando a sus bibliotecarios, dos bajitos y absolutamente asquerosos Magogs. DomDaniel había encontrado a los Magogs después de saltar desde la torre. Normalmente viven en las profundidades de la tierra y, por lo tanto, se parecen mucho a enormes luciones, con unos brazos largos y sin huesos. No tienen piernas, pero reptan por el suelo sobre un reguero de babas con un movimiento parecido al de una oruga y son sorprendentemente rápidos cuando quieren. Los Magogs no tienen pelo, son de un color de un amarillo blanquecino y parecen no tener ojos. En realidad tienen un ojo pequeño, también amarillento blanquecino, justo encima de los únicos rasgos de su cara, que son dos brillantes agujeros redondos donde debería estar la nariz y una rajita por boca. La baba que sueltan es desagradablemente pegajosa y apestosa, aunque a DomDaniel le parecía bastante agradable.
Cada Magog mediría un metro de alto más o menos si lo extendiéramos en toda su longitud, aunque eso era algo que nadie había intentado nunca. Había mejores maneras de matar el tiempo, como arañar una pizarra con las uñas o comerse un cubo de huevos de rana. Nadie había tocado nunca a un Magog, salvo por error. Su baba tenía una textura repugnante, y el mero recuerdo de su olor era suficiente para hacer que mucha gente vomitara en el acto. Los Magogs nacían bajo tierra de larvas que anidaban en desprevenidos animales en hibernación, como erizos o lirones. Evitaban las tortugas, pues a los Magogs pequeños les costaba mucho salir de sus caparazones. En cuanto los primeros rayos del sol de primavera calentaban la tierra, salían las larvas, se comían lo que quedaba del animal y luego escarbaban hondo en la tierra hasta alcanzar la cámara Magog. DomDaniel tenía cientos de cámaras Magogs alrededor de su escondite en las Malas Tierras y siempre tenía gran provisión de ellos. Eran formidables guardianes, podían dar un mordisco capaz de envenenar con la mayor rapidez la sangre de la mayoría de la gente y se deshacían de sus víctimas en pocas horas, y aunque estas no murieran, una herida de colmillo de Magog se infectaba tanto que nunca llegaba a sanar. Pero su mayor elemento disuasorio era su aspecto: la bulbosa cabeza amarilla, aparentemente ciega, y el constante movimiento de mandíbula, con sus hileras de dientes afilados y amarillos, resultaban horripilantes y mantenían a raya a la mayoría de la gente.
Los Magogs habían llegado justo antes de la gran helada. Habían dado al aprendiz un susto de muerte, cosa que había proporcionado a DomDaniel cierta diversión y una excusa para dejar al chico temblando en el descansillo mientras él intentaba, otra vez, aprender las Trece Contrahazañas.
Al cazador también le producían una cierta aprensión. Mientras llegaba a lo más alto de la escalera espiral y, una vez en el descansillo, pasaba a grandes zancadas por delante del aprendiz sin prestarle atención al chico deliberadamente, el cazador resbaló en el reguero de baba de Magog que conducía al aposento de DomDaniel. Recuperó el equilibrio justo a tiempo, no sin antes oír una risita procedente del aprendiz.
Poco después el aprendiz tuvo aún más motivos para reírse, pues por fin DomDaniel estaba gritando a alguien que no era él. Escuchaba con deleite la furiosa voz de su maestro, que traspasaba con toda nitidez la maciza puerta de púrpura.
—¡No, no y no! —gritaba DomDaniel—. Debes pensar que estoy completamente loco si crees que voy a dejarte ir otra vez de caza por tu cuenta. Eres un idiota incompetente y si pudiera enviar a otro a hacer el trabajo, créeme que lo haría. Esperarás hasta que yo te diga cuándo ir. Y luego irás bajo mi supervisión. ¡No me interrumpas! ¡No! ¡No pienso escucharte! Ahora vete, ¿o prefieres que te ayude uno de mis Magogs?
El aprendiz contempló cómo la puerta púrpura se abría y el cazador salía corriendo, patinando sobre las babas y bajando a trompicones la escalera tan rápido como podía. Después de eso, el aprendiz casi consiguió aprender la tabla del trece. Bueno, consiguió aprender hasta trece veces siete, que era lo máximo a lo que había llegado.
Alther, que había estado ocupado mezclando los pares de calcetines de DomDaniel, lo oyó todo. Apagó el fuego y siguió al cazador fuera de la torre, donde hizo que una gran nevada cayera desde el gran arco justo cuando el cazador pasaba debajo de él. Pasaron horas antes de que nadie se molestara en desenterrar al cazador, pero esto sirvió de poco consuelo para Alther. Las cosas no pintaban bien.
En lo más profundo del Bosque helado, las brujas de Wendron ponían sus trampas con la esperanza de cazar uno o dos zorros desprevenidos con los que arreglárselas durante los malos tiempos que se les avecinaban. Luego se retiraron a su cueva de invierno comunal en la cantera de pizarra, donde se enterraban en pieles, se contaban historias y mantenían un fuego encendido día y noche.
Los ocupantes de la casa del árbol se reunían alrededor de la estufa de leña en la cabaña grande y se comían las provisiones de nueces y bayas de Galen. Sally Mullin se acurrucaba en una montaña de pieles de zorro y se lamentaba en silencio por la pérdida de su café, mientras se consolaba comiendo de un montón enorme de avellanas. Sarah y Galen mantenían la estufa funcionando y hablaban sobre hierbas y pociones durante los largos días de frío.
Los cuatro chicos Heap hicieron un campamento en la nieve, en el suelo del Bosque, a cierta distancia de la casa del árbol, y vivían como salvajes. Atrapaban y asaban ardillas y todo lo que pillaban, para la soberana desaprobación de Galen, que sin embargo no decía nada. A fin de cuentas, eso mantenía a los niños ocupados y fuera de la casa del árbol, al tiempo que conservaba intactas sus provisiones para el invierno, que estaban mermando rápidamente por obra y gracia de Sally Mullin. Sarah visitaba a los niños a diario y, aunque al principio le preocupaba que vivieran solos en el Bosque, le impresionaba la red de iglús que habían construido y se había percatado de que algunas de las brujas de Wendron más jóvenes solían dejarse caer por allí con pequeños regalos de comida y bebida. Pronto a Sarah se le hizo raro ver a sus hijos sin al menos dos o tres jóvenes brujas ayudándolos a preparar la comida o simplemente sentadas alrededor de la hoguera riendo y contando chistes. A Sarah le sorprendió cómo el hecho de tener que valerse por sí mismos había cambiado a los chicos; todos parecían haber crecido de repente, incluso el más pequeño, Jo-Jo, que solo tenía trece años. Después de un rato, Sarah empezó a sentirse un poco como una intrusa en su campamento, pero siguió visitándolos todos los días, en parte para vigilarlos y en parte porque había desarrollado cierto gusto por la ardilla asada.