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Insectos escudo

Un horrible olor a rata cocida y pescado podrido salía de la casa cuando Jenna y Nicko remaban en el Muriel 2 de regreso por el Mott, después de haber pasado un largo día en el pantano sin hallar ningún rastro de la rata mensaje.

—¿No crees que la rata ha llegado antes que nosotros y tía Zelda la está cociendo para cenar? —bromeó Nicko mientras amarraban la canoa y se preguntaban si sería prudente aventurarse dentro de la casa.

—¡Oh, no, Nicko! Me gustaba la rata mensaje. Espero que papá la mande de vuelta pronto.

Tapándose firmemente la nariz con la mano, Jenna y Nicko caminaron sendero arriba hasta la casa. Con cierta preocupación, Jenna abrió la puerta.

—¡Puaj!

El olor era aún peor dentro. A los poderosos aromas a rata cocida y pescado podrido se añadía un definitivo pestazo caca de gato viejo.

—Entrad, queridos, precisamente estábamos cocinando. —La voz de tía Zelda salía de la cocina, de donde, Jenna se acababa de dar cuenta, procedía el espantoso olor.

Si aquello era la cena, Nicko pensó que preferiría comerse los calcetines.

—Llegáis justo a tiempo —anunció tía Zelda alegremente.

—¡Oh, estupendo! —exclamó Nicko, preguntándose si tía Zelda tenía algún sentido del olfato o si tantos años hirviendo coles se lo habían embotado.

Jenna y Nicko se acercaron a regañadientes a la cocina, preguntándose qué tipo de cena podía oler tan mal.

Para su sorpresa y alivio, no era la cena. Y ni siquiera era tía Zelda quien cocinaba: era el Muchacho 412.

El Muchacho 412 tenía un extraño aspecto. Vestía un traje de punto multicolor que le quedaba fatal y consistía en un jersey ancho de patchwork y unos pantalones cortos y holgados de punto. Pero conservaba su sombrero rojo firmemente calado en la cabeza y el vapor se le evaporaba ligeramente en el calor de la cocina, mientras el resto de sus ropas se secaba junto al fuego.

Tía Zelda había ganado por fin la batalla del baño, debido solo al hecho de que el Muchacho 412 se sentía tan incómodo cuando regresó cubierto de pegajoso barro negro de la ciénaga del Boggart, que se alegraba de veras de desaparecer en la cabaña del baño y quitarse el barro de encima. Pero no soltaba su sombrero rojo. Tía Zelda había perdido esa batalla. Aun así, estaba satisfecha de haberle lavado la ropa por fin y pensaba que le quedaba muy gracioso el viejo traje de punto de Silas, que había llevado cuando era niño. El Muchacho 412 pensaba que tenía un aspecto muy estúpido y evitaba mirar a Jenna cuando entró.

Estaba concentrado revolviendo la papilla hedionda, aunque no estaba del todo convencido de que tía Zelda no fuese a hacer mermelada de insecto, ya que estaba sentada a la mesa de la cocina con una pila de tarros vacíos delante. Estaba ocupada destapándolos y pasándole los tarros a Marcia, que se sentaba al otro lado de la mesa cogiendo amuletos de un libro de hechizos muy gordo titulado:

Conservas de insectos escudo.

Quinientos amuletos,

cada uno garantizado idéntico y cien por cien eficaz.

Ideal para el mago actual consciente de la seguridad.

—Venid y sentaos —los invitó tía Zelda, haciendo espacio en la mesa para ellos—. Estamos preparando tarros de conserva. Marcia está haciendo los amuletos y vosotros podéis encargaros de los insectos si queréis.

Jenna y Nicko se sentaron a la mesa, cuidándose mucho de respirar sólo por la boca. Se percataron de que el olor emanaba de la sartén con la papilla de intenso color verde que el Muchacho 412 estaba removiendo lentamente, con gran concentración y cuidado.

—Aquí estáis vosotros. Aquí están los insectos. —Tía Zelda puso un gran cuenco delante de Jenna y Nicko. Jenna miró su interior. El cuenco estaba lleno de insectos de todos los tamaños y formas posibles.

—¡Glups! —se estremeció Jenna, a quien no le gustaban en absoluto los bichos. Nicko tampoco estaba lo que se dice complacido; desde que Fred y Erik le habían metido un milpiés por el pescuezo cuando era pequeño, evitaba todo lo que reptara o correteara. Pero tía Zelda no les prestó atención.

—Qué tontería, solo son pequeñas criaturas con muchas patas. Y están más asustados de vosotros que vosotros de ellos. Vamos, primero Marcia os pasará el amuleto. Cada uno sostendremos el amuleto para que el insecto nos grabe y nos reconozca cuando sea liberado; luego ella meterá el amuleto en un frasco. Vosotros dos podéis añadir un insecto y pasárselo al… ejem… Muchacho 412. Él llenará el tarro con la conserva y yo los taparé otra vez para que queden bonitos y apretados. De esta manera acabaremos en un santiamén.

Y así lo hicieron, salvo que Jenna acabó tapando los tarros después de que el primer insecto que cogió se le subiera por el brazo y solo se le pudiese espantar cuando ella se puso a saltar profiriendo alaridos.

Fue un alivio cuando llegaron al último frasco. Tía Zelda lo destapó y se lo pasó a Marcia, que volvió la página del libro de hechizos y sacó aún otro pequeño amuleto en forma de escudo. Pasó el amuleto a los demás para que cada uno pudiera sostenerlo durante un momento; luego lo dejó caer en el frasco de mermelada y se lo pasó a Nicko. Nicko no esperaba uno así. En el fondo del cuenco se removía el último insecto, un gran milpiés rojo, precisamente igual que el que le habían metido por el pescuezo hacía años. Corría frenéticamente recorriendo el cuenco en círculos en busca de algún lugar donde esconderse. De no darle tanto repelús a Nicko, hubiera sentido mucha pena, pero solo podía pensar en que tenía que cogerlo. Marcia estaba esperando con el amuleto casi en el frasco. El Muchacho 412 estaba plantado con el último asqueroso cucharón de conserva de papilla y todo el mundo estaba aguardando.

Nicko respiró hondo, cerró los ojos y metió la mano en el cuenco. El milpiés vio que se acercaba y corrió al lado contrario, Nicko palpó alrededor del cuenco, pero el milpiés era demasiado rápido para él, se escabullía por aquí y por allá, hasta que vio el refugio de la manga colgante de Nicko y corrió por ella.

—¡Ya lo tienes! —Le indicó Marcia—. Está en tu manga. Rápido, al frasco.

Sin atreverse a mirar, Nicko sacudió frenéticamente la manga sobre el jarro y lo cerró de un golpe. El amuleto resbaló por la mesa, cayó al suelo y desapareció.

—Qué fastidio —dijo Marcia—, son un poco inestables.

Sacó otro amuleto y rápidamente lo echó en el tarro, olvidándose grabarle la impronta.

—Corre, hazlo —le instó Marcia con irritación—, la conserva se echa a perder rápido. Vamos.

Extendió la mano y hábilmente sacudió el milpiés de la manga de Nicko, directamente en el frasco. El Muchacho 412 lo cubrió rápidamente con la pegajosa conserva verde. Jenna lo tapó fuerte, dejó el frasco en la mesa con una floritura y todo el mundo observó transformarse el último tarro de conserva.

El milpiés estaba dentro del tarro de conserva en estado de choque. Estaba durmiendo bajo su piedra favorita cuando algo enorme con un sombrero rojo había levantado la piedra y lo había alzado. Lo peor estaba por llegar: el milpiés, que era una criatura solitaria, había sido arrojado a una montaña de insectos ruidosos, sucios y directamente groseros, que chocaban, empujaban e incluso intentaban morderle las patas. Al milpiés no le gustaba nada que le fastidiasen las patas; tenía un montón de patas y cada una debía mantenerse en perfecto funcionamiento, o de otro modo tendría problemas. Una pata mal y se acabó: te pasabas la vida corriendo en círculos. Así que el milpiés se había dirigido hacia el fondo de la montaña de insectos de dudosa reputación y se había enfurruñado. Hasta que de repente se dio cuenta de que todos los insectos se habían ido y no quedaba ningún lugar donde esconderse. Todo milpiés sabe que ningún lugar donde esconderse significaba el fin del mundo, y ahora el milpiés sabía que realmente era cierto, porque casi seguro que allí estaba, flotando en una espesa papilla verde, y algo terrible le estaba ocurriendo: una a una estaba perdiendo sus patas.

Y no solo eso, sino que ahora su largo y delgado cuerpo se hacía más corto y gordo, y el milpiés tenía ahora forma de un triángulo retacón con una cabecita apuntada. En su espalda tenía un robusto par de coriáceas alas verdes y por delante estaba cubierto de poderosas escamas verdes. Y por si eso fuera poco, el milpiés tenía ahora solo cuatro patas. Cuatro gruesas patas verdes, «Si a eso se le puede llamar patas», pensó el milpiés; ciertamente no eran lo que él llamaría patas. Tenía dos delante y dos detrás. Las patas de delante eran más cortas y acababan en cinco terminaciones afiladas que el milpiés podía mover, y una de las patas delanteras sostenía un palito metálico y afilado. Las dos patas de atrás tenían grandes cosas verdes y planas en el extremo y cada una de estas tenía cinco cositas más, verdes y puntiagudas. Era un completo desastre. ¿Cómo se podía vivir solo con cuatro patas planas que acababan en extremos picudos? ¿Qué clase de criatura era esa?

Esa clase de criatura, aunque el milpiés no lo supiera, era un insecto escudo.

El antiguo milpiés, ahora un insecto escudo de pies a cabeza, yacía suspendido en la espesa conserva verde. El insecto se movía despacio, como si estuviera probando su nueva forma. Con una expresión de sorpresa contemplaba el mundo a través de su neblina verde, esperando el momento de ser liberado.

—El perfecto insecto escudo —reconoció Marcia con orgullo, levantando el frasco de mermelada hacia la luz y admirando al antiguo milpiés. Este es el mejor que he hecho en mi vida. Bueno, buen trabajo a todos.

Pronto, los cincuenta y siete frascos de mermelada estaban alineados en los alféizares, guardando la casa. Constituían una misteriosa visión: sus ocupantes de color verde intenso flotaban de manera irreal en la papilla verde, durmiendo todo el tiempo hasta que alguien abriera la tapa de su frasco y los liberase. Jenna preguntó a Marcia qué ocurriría cuando destapara el tarro, y Marcia le dijo que el insecto escudo saltaría y la defendería hasta su último aliento, o hasta que consiguiera cazarlo y volver a meterlo en el tarro, lo cual no solía suceder. Un insecto escudo liberado no tenía intención de regresar a ningún frasco nunca más.

Mientras tía Zelda y Marcia limpiaban las ollas y sartenes de la cocina, Jenna se sentó junto a la puerta, escuchando el murmullo procedente de la cocina. Al caer la noche, observó los cincuenta y siete charquitos de luz verde reflejados en el pálido suelo de piedra, y vio en cada uno una pequeña sombra que se movía lentamente, aguardando a que llegara su momento de libertad.