Alas
Aquella noche, el viento del este sopló sin cesar, golpeando los postigos, zarandeando las puertas y turbando a toda la casa. Cada poco, una gran ráfaga de aire aullaba alrededor de la casa, volviendo a meter otra vez el humo negro por la chimenea y haciendo toser y escupir a los tres ocupantes de las colchas de al lado.
Arriba, Maxie se había negado a abandonar la cama de su amo y roncaba tan fuerte como siempre, para irritación de Marcia y de tía Zelda, impidiéndoles pegar ojo.
Tía Zelda se levantó en silencio y miró por la ventana, como siempre hacía las noches de tormenta, desde que su hermano menor, Theo, un transmutador como su hermano mayor, Benjamín Heap, decidiera que se había acabado eso de vivir bajo las nubes. Theo quería atravesarlas volando y elevarse hasta la luz del sol que estaba encima de ellas para siempre. Un día de invierno fue a despedirse de tía Zelda, y al alba del día siguiente tía Zelda se había sentado junto al Mott y observado cómo se transmutaba por última vez en su forma elegida: un petrel. Lo último que tía Zelda vio de Theo fue la poderosa ave volando por encima de los marjales Marram hacia el mar. Mientras miraba el pájaro alejarse sabía que era improbable que volviera a ver a su hermano, pues los petreles pasan toda su vida sobrevolando los océanos y rara vez regresan a tierra, a menos que un viento de tormenta los arrastre… Tía Zelda suspiró y volvió de puntillas a la cama.
Marcia acababa de taparse la cabeza con la almohada, en un esfuerzo por ahogar los ronquidos del perro y el aullido estridente del viento que barría los marjales y que, al encontrar la casa en su camino, intentaba abrirse paso a través de ella y salir por el otro lado. Pero no solo era el ruido lo que la mantenía desvelada. Había algo más en su mente. Algo que había visto aquella tarde y le había infundido cierta esperanza de futuro. Un futuro que se desarrollaría de nuevo en el Castillo, libre de la magia negra. Allí tumbada, planeaba su próximo movimiento.
Abajo, el Muchacho 412 no conseguía pegar ojo. Desde que había hecho el hechizo se había sentido extraño, como si un enjambre de abejas zumbara dentro de su cabeza. Imaginó que pequeños fragmentos de Magia que quedaban del hechizo se habían pegado en su cabeza y daban vueltas y más vueltas. Se preguntó por qué Jenna, que dormía a pierna suelta, no estaba despierta, por qué no tenía también ese zumbido en la cabeza. Se puso el anillo y el resplandor dorado iluminó la habitación y le dio una idea. Debía de ser el anillo. Por eso le zumbaba la cabeza y por eso había podido hacer el hechizo con tanta facilidad. Había encontrado un anillo mágico.
El Muchacho 412 empezó a pensar en lo que había ocurrido después de que él hubiera hecho el hechizo. Cómo se había sentado con Jenna a hojear el libro de hechizos, hasta que Marcia se había dado cuenta y los había echado, diciendo que no quería que anduvieran enredando, muchas gracias. Luego, más tarde, cuando no había nadie cerca, Marcia lo había llevado a un rincón y le había dicho que quería hablar con él al día siguiente a solas. Para el modo de pensar del Muchacho 412 eso solo significaba problemas.
El Muchacho 412 se sintió desgraciado; no podía pensar con claridad, así que decidió hacer una lista. La lista de hechos del ejército joven. Antes siempre le había funcionado.
Hecho uno: no pasaban revista por la mañana temprano. BUENO.
Hecho dos: comida mucho mejor. BUENO.
Hecho tres: tía Zelda agradable. BUENO.
Hecho cuatro: princesa simpática. BUENO.
Hecho cinco: tenía un anillo mágico. BUENO.
Hecho seis: maga extraordinaria enfadada. MALO.
El Muchacho 412 estaba sorprendido. Nunca en su vida los «buenos» habían superado a los «malos». Pero de algún modo, eso hacía el único «malo» aún peor, porque por primera vez en su vida el Muchacho 412 sentía que tenía algo que perder. Al final cayó en un sueño intranquilo y se despertó temprano con el alba.
A la mañana siguiente el viento del este se había extinguido y la casa reinaba un aire de expectación generalizado.
Tía Zelda ya estaba fuera al amanecer comprobando si la noche ventosa había traído petreles de tormenta. No había ninguno, como era de esperar, aunque siempre tenía la esperanza de lo contrario.
Marcia esperaba que Silas volviera con su mantente a salvo.
Jenna, Nicko y Marcia esperaban un mensaje de Silas.
Maxie esperaba su desayuno.
El Muchacho 412 esperaba problemas.
—¿No quieres tu plato de gachas? —le preguntó en el desayuno tía Zelda al Muchacho 412—. Ayer te serviste dos veces y hoy apenas las has tocado.
El Muchacho 412 sacudió la cabeza.
Tía Zelda parecía preocupada.
—Estás un poco paliducho. ¿Te encuentras bien?
El Muchacho 412 asintió, aunque no era así.
Después del desayuno, mientras el Muchacho 412 doblaba cuidadosamente su colcha como siempre había hecho con las mantas del ejército todas las mañanas de su vida, Jenna le preguntó si quería salir en el Muriel 2 con ella y Nicko a esperar el regreso de la rata mensaje. Negó con la cabeza. A Jenna no le sorprendió; sabía que al Muchacho 412 no le gustaban los barcos.
—Nos vemos luego entonces —le gritó alegremente mientras corría para ir con Nicko en la canoa.
El Muchacho 412 observó a Nicko guiar la canoa por el Mott y adentrarse en los marjales. El pantano parecía inhóspito y frío aquella mañana, pensó, como si el viento de levante nocturno le hubiera dejado en carne viva. Se alegraba de quedarse en casa, junto al fuego.
—¡Ah, estás ahí! —dijo la voz de Marcia a su espalda. El Muchacho 412 dio un brinco—. Me gustaría tener unas palabras contigo.
Al Muchacho 412 se le encogió el corazón. «Bueno, eso era —pensó—. Va a echarme, a enviarme de vuelta con el ejército joven». Debería haberse percatado de que todo era demasiado bonito para que durara.
Marcia notó lo pálido que se había puesto el Muchacho 412 de repente.
—¿Estás bien? —le preguntó—. ¿Ha sido el pastel de pie de cerdo de anoche? Yo lo encontré un poco indigesto. Tampoco he dormido mucho, sobre todo con ese horrible viento de levante. Y, hablando de viento, no sé por qué ese asqueroso perro no puede dormir en otro sitio.
El Muchacho 412 sonrió. Por una vez se alegraba de que Maxie durmiera arriba.
—Creo que deberías enseñarme la isla —prosiguió Marcia—. Espero que ya te conozcas los alrededores.
El Muchacho 412 miró a Marcia alarmado. ¿Qué sospechaba? ¿Sabía que había encontrado el túnel?
—No pongas esa cara de preocupación —sonrió Marcia—. Vamos, ¿por qué no me enseñas la ciénaga del Boggart? Nunca he visto dónde vive un Boggart.
Dejando atrás con pesar la calidez de la casa, el Muchacho 412 partió con Marcia hacia la ciénaga del Boggart.
Juntos formaban una extraña pareja: al Muchacho 412, un ex prescindible del ejército joven, una pequeña y liviana figura incluso con su abultada chaqueta de borreguillo y sus pantalones anchos de marinero con la pernera enrollada, se le reconocía al instante gracias a su sombrero rojo vivo, que por el momento se negaba a quitarse, ni siquiera ante tía Zelda. Descollando sobre él, Marcia Overstrand, maga extraordinaria, caminaba a un paso tan ligero que el Muchacho 412 a veces tenía que ponerse a trotar para seguir su ritmo. Su cinturón de oro y platino destelleaba bajo la débil luz del sol de invierno, y sus pesadas ropas de seda y piel flotaban tras de sí como una rica estela púrpura.
Pronto llegaron a la ciénaga del Boggart.
—¿Es esto? —preguntó Marcia ligeramente impresionada por que una criatura pudiera vivir en un lugar tan frío y lleno de lodo.
El Muchacho 412 asintió, orgulloso de poder enseñarle a Marcia algo que ella no supiera.
—Bien, bien —comentó Marcia—. Todos los días se aprende algo. Y ayer… —dijo mirando al Muchacho 412 a los ojos, antes de que le diera tiempo a rehuir su mirada—, ayer aprendí algo también. Algo muy interesante.
El Muchacho 412 arrastraba los pies nervioso, y esquivaba la mirada. No le gustaba cómo sonaba.
—Aprendí —dijo Marcia en tono grave— que tienes un don mágico natural. Hiciste ese hechizo con tanta facilidad como si llevaras años estudiando Magia, pero nunca habías estado cerca de un hechizo en tu vida, ¿verdad?
El Muchacho 412 sacudió la cabeza y se miró los pies. Aún se sentía como si hubiera hecho algo malo.
Exactamente —dijo Marcia—, no lo creía. Supongo que has estado en el ejército joven desde que tenías… ¿qué?… ¿dos años y medio? A esa edad es cuando suelen llevárselos.
El Muchacho 412 no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba en el ejército joven. No recordaba nada más de su vida así que Marcia debía de tener razón. Volvió a asentir.
—Bueno, todos sabemos; que el ejército joven es el último sitio donde encontrar la Magia. Y sin embargo, de alguna manera tú tienes tu propia energía mágica. Casi me da un pasmo cuando anoche me diste el amuleto.
Marcia sacó algo pequeño y brillante de un bolsillo de su cinturón y lo colocó en la mano del Muchacho 412. El Muchacho 412 bajó la vista y vio unas minúsculas alitas de plata en su mano sucia. Las alas brillaban a la luz; parecía como si pudieran echar a volar en cualquier momento. Las observó de cerca y vio unas letras minúsculas incrustadas en oro en cada ala. El Muchacho 412 sabía lo que eso significaba; estaba sosteniendo un amuleto, pero esta vez no era solo un trozo de madera, era una hermosa joya.
—Algunos amuletos para la alta Magia pueden ser muy hermosos —le explicó Marcia—. No todo son trozos de tostada reblandecidos. Recuerdo cuando Alther me enseñó este por primera vez; pensé que era uno de los más simples y hermosos amuletos que había visto en mi vida. Y aún lo creo.
El Muchacho 412 contempló las alas. En una preciosa ala de plata estaban las palabras VUELA LIBRE, y en la otra ala la palabra: CONMIGO.
Vuela conmigo, se dijo para sus adentros el Muchacho 412, encantado con el sonido de las palabras en el interior de su cabeza. Y entonces…
No pudo evitarlo. Realmente sabía que lo estaba haciendo.
Simplemente dijo las palabras para sus adentros, el sueño de volar se le metió en la cabeza y…
—¡Sabía que lo harías! —exclamó Marcia emocionada—. ¡Lo sabía!
El Muchacho 412 se preguntó a qué se refería. Hasta que se dio cuenta de que parecía ser de la misma estatura que Marcia o incluso algo más alto… En realidad, estaba flotando por encima de ella. El Muchacho 412 miró hacia abajo sorprendido, esperando a que Marcia lo echara, como había hecho la tarde anterior, o que le dijera que dejara de hacer el tonto y descendiera en aquel mismo instante, pero, para su sorpresa, tenía una gran sonrisa y sus ojos verdes centelleaban de emoción.
—¡Es sorprendente! —Marcia se protegió los ojos del sol de la mañana con la mano mientras los entornaba para mirar al Muchacho 412 flotando sobre la ciénaga del Boggart—. Esto es Magia avanzada. Esto es algo que tardas años en hacer. No me lo puedo creer.
Lo que probablemente era un error confesar, porque el Muchacho 412 tampoco lo creía. Realmente.
Con una gran salpicadura, el Muchacho 412 aterrizó en mitad de la ciénaga del Boggart.
—¡Ay! ¿Esss que no puede un pobre Boggart tener un poco de paz? —Un indignado par de ojos negros como botones miraban llenos de reproche al jadeante Muchacho 412.
—¡Aaaj…! —exclamó el Muchacho 412, luchando por salir a la superficie y cogerse al Boggart.
—Ayer essstuve despierto todo el día… —se quejó el Boggart mientras empujaba al resoplante Muchacho 412 sobre la orilla del lodazal— y todo lo que esssperaba era dormir un poco hoy No quiero visssitasss. Sssolo quiero dormir. ¿Lo comprendesss? ¿Estásss bien, chaval?
El Muchacho 412 asintió, resoplando todavía.
Marcia se había arrodillado y limpiaba la cara del Muchacho 412 con un pañuelo de seda púrpura bastante exquisito. El cegato Boggart pareció sorprendido.
—¡Oh, buenosss díasss, majestad! —saludó el Boggart con mucho respeto—. No esssperaba verla por aquí.
—Buenos días, Boggart. Siento mucho molestarte. Muchas gracias por tu ayuda. Ahora nos iremos y te dejaremos en paz.
—No ha sssido nada, ha sssido un placer.
Y diciendo eso, el Boggart se hundió hasta el fondo de la ciénaga, dejando solo unas pocas burbujas en la superficie.
Marcia y el Muchacho 412 regresaron despacito a la casa. Marcia decidió no hacer caso al hecho de que el Muchacho 412 iba cubierto de barro de la cabeza a los pies. Había algo que quería preguntarle, se había preparado mentalmente y no quería esperar.
—Me pregunto —empezó— si considerarías la posibilidad de ser mi aprendiz…
El Muchacho 412 se detuvo en seco y miró fijamente a Marcia: el blanco de sus ojos brillaba desde el rostro cubierto de barro. ¿Qué había dicho?
—Serías el primero. Nunca he encontrado a nadie apropiado.
El Muchacho 412 se limitó a mirar a Marcia con incredulidad.
—Lo que quiero decir es —trató de explicar Marcia— que nunca he encontrado a nadie con tanta chispa Mágica como tú. No sé por qué la tienes ni cómo la conseguiste, pero la tienes. Y con tu poder y el mío juntos creo que podemos disipar la Oscuridad, el Otro lado. Tal vez para siempre. ¿Qué dices, serás mi aprendiz?
El Muchacho 412 estaba aturdido. ¿Cómo podía él ayudar él a Marcia, la maga extraordinaria? Lo tenía muy mal. Él era un fraude: era el anillo del dragón el que era mágico, no él. Por mucho que anhelara decir «Sí», no podía.
El Muchacho 412 sacudió la cabeza.
—¿No? —Marcia parecía conmocionada—. ¿Quieres decir que no?
El Muchacho 412 asintió lentamente.
—No…
Por una vez, Marcia no tenía palabras. Nunca se le había ocurrido que el Muchacho 412 no aceptara. Nadie rechazaba la oportunidad de ser aprendiz de un mago extraordinario, salvo ese idiota de Silas, claro.
—¿Eres consciente de lo que estás diciendo? —le preguntó.
El Muchacho 412 no respondió. Se sentía desdichado. Se las había arreglado para volver a hacer algo malo otra vez.
—Te estoy pidiendo que lo pienses —dijo Marcia con una voz más amable. Había notado lo asustado que parecía el Muchacho 412—. Es una decisión importante para ambos… y para el Castillo. Espero que cambies de idea.
El Muchacho 412 no veía cómo iba a cambiar de idea. Le tendió el amuleto a Marcia para devolvérselo. Resplandecía limpio y brillante en medio de la mano llena de barro del chico.
Esta vez fue Marcia quien sacudió la cabeza.
—Es un símbolo de la oferta que te he hecho y que aún sigue en pie. Alther me lo dio cuando me pidió que fuera su aprendiz. Claro que yo dije «Sí» de inmediato, pero veo que para ti es diferente. Necesitas tiempo para pensarlo. Me gustaría que te quedaras el amuleto mientras lo meditas.
Marcia decidió cambiar de tema.
—Bueno —dijo con brío—, ¿qué tal se te da cazar insectos?
Al Muchacho 412 se le daba muy bien cazar insectos. En el transcurso de los años había tenido numerosos insectos como mascota. Ciervi, un ciervo volante, Milly, un milpiés, y Tije una gran tijereta, habían sido sus favoritos, pero también había tenido una gran araña viuda negra con patas peludas que recibió el nombre de Siete Patas Joe. Siete Patas Joe vivía en el agujero de la pared que había encima de su cama. Eso fue hasta que el Muchacho 412 sospechó que Joe se había comido a Tije y probablemente a toda la familia de Tije también. Después de eso, a Joe le tocó vivir debajo de la cama del cadete jefe, al que le daban pánico las arañas.
Marcia estuvo muy satisfecha de la redada de insectos. Cincuenta y siete insectos surtidos estaban muy bien y eran casi tantos como el Muchacho 412 podía acarrear.
—Sacaremos los tarros de conserva cuando regresemos y los meteremos enseguida —le explicó Marcia.
El Muchacho 412 tragó saliva. «Así que para eso son: mermelada de insecto».
Mientras seguía a Marcia de regreso hacia la casa, el Muchacho 412 esperaba que el cosquilleo que le subía por el brazo no fuera algo con demasiadas patas.