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Sarah y Silas

El fardo se crió en el hogar de los Heap y se llamo Jenna, como la madre de Silas.

El más pequeño de los chicos, Nicko, solo tenía dos años cuando Jenna llego y pronto se olvidó de su hermano Septimus. Los chicos mayores poco a poco también lo olvidaron; querían a su hermanita y llevaban a casa todo tipo de tesoros para ella de las clases de Magia que recibían en el colegio.

Por supuesto, Sarah y Silas no podían olvidar a Septimus. Silas se maldijo a si mismo por dejar a Sarah sola y salir a buscar hierbas para el bebé por consejo de la médico. Sarah se culpaba a si misma por lo ocurrido. Aunque apenas podía recordar lo sucedido aquel terrible día, Sarah sabía que había intentado devolverle la vida al bebé y había fracasado. Recordaba ver a la comadrona vendar a su pequeño Septimus de la cabeza a los pies y luego correr hacia la puerta, mientras gritaba por encima del hombro: «¡Muerto!». Sarah recordaba bien todo aquello.

Pero Sarah pronto empezó a querer a su niñita tanto como había querido a Septimus. Durante un tiempo temió que viniera alguien a llevarse a Jenna también, pero, a medida que pasaban los meses y Jenna se convertía en un bebé regordete y gorjeante que gritaba «Mamá» más fuerte que ninguno de los chicos, Sarah se relajó y casi dejó de preocuparse.

Hasta el día que su mejor amiga, Sally Mullin, llegó sin resuello a la puerta de su casa. Sally Mullin era una de esas personas que estaban al corriente de todo lo que sucedía en el Castillo. Era una mujer menuda y revoltosa cuyo ralo cabello pelirrojo sobresalía siempre de algo parecido a un mugriento gorro de cocinero. Tenía una agradable cara redonda, un poco rechoncha de comer tantos pasteles, y sus ropas solían estar salpicadas de harina.

Sally dirigía un pequeño café situado abajo, en el pontón junto al río. El cartel de la puerta anunciaba:

Salón de te y cervecería Sally Mullin

Habitaciones limpias

Gentuza no

No había secretos en el café de Sally Mullin; todo aquello o todo aquel que llegase al Castillo por agua era advertido y se convertía en objeto de comentarios, y la mayoría de la gente que se dirigía al Castillo prefería llegar por barco. A nadie le gustaban las oscuras sendas que atravesaban el Bosque que rodeaba el Castillo. El Bosque estaba infestado de árboles carnívoros, y los zorros lo invadían por la noche. Y luego estaban las brujas de Wendron, que siempre andaban escasas de dinero y de las que se sabía que tendían trampas para esquilar al viajero incauto y lo dejaban con poco más que la camisa y los calcetines.

El café de Sally Mullin era una cabaña bulliciosa y humeante que colgaba precariamente sobre el agua. Barcos de todas las formas y tamaños amarraban frente al pontón del café y de ellos salía todo tipo de personas y animales; la mayoría, decididos a recuperarse de su viaje tomándose al menos una de las potentes cervezas de Sally y un pedazo de pastel de cebada e intercambiando las ultimas habladurías. Y cualquiera del Castillo que dispusiera de media hora libre y a quien le rugieran las tripas pronto se encontraban en el hollado sendero que atravesaba Port Gate, pasado el vertedero de basuras de la orilla del río y a lo largo del pontón que daba al salón de té y cervecería de Sally Mullin.

Sally tenía la costumbre de visitar a Sarah todas las semanas y mantenerla al corriente de todo. En opinión de Sally, Sarah era una victima, con siete hijos que cuidar, por no hablar de Silas Heap, que poco contribuía, por lo que ella podía comprobar. Las historias de Sally solían referirse a personas de las que Sarah nunca había oído hablar y a las que ni conocía, pero aún así esperaba con ilusión las visitas de Sally y disfrutaba escuchando lo que pasaba a su alrededor. Sin embargo, esta vez lo que Sally tenía que decirle era distinto. Esta vez era más serio que el chismorreo cotidiano y esta vez concernía a Sarah. Y, por primera vez, Sarah sabía algo que Sally ignoraba.

Sally entró y cerró la puerta con aire conspirador.

—Tengo noticias terribles —susurró.

Sarah, que intentaba limpiar los restos del desayuno que embadurnaban la cara de Jenna y que el bebé había esparcido por todas partes, y al mismo tiempo recoger la suciedad del nuevo cachorro de perro lobo, no estaba realmente escuchando.

—Hola, Sally —la saludó—. Aquí tienes un sitio limpio. Ven y siéntate. ¿Una taza de té?

—Si, por favor. Sarah, ¿tú te crees…?

—¿Qué ocurre, Sally? —le preguntó Sarah, esperando oír algo sobre el último que había armado una bronca en el café.

—La reina. ¡La reina ha muerto!

—¿Qué? —exclamó Sarah. Sacó a Jenna de la silla y la llevó hasta un rincón de la habitación donde estaba su cuna. Sarah acostó a Jenna para que echara una siesta. Creía que los bebés debían ser mantenidos al margen de las malas noticias.

—Muerta —repitió Sally con tristeza.

—¡No! —Exclamó Sarah—. No puedo creerlo. No se encuentra bien desde el nacimiento de su bebé, por eso no la hemos visto desde entonces.

—Eso es lo que han dicho los guardias custodios, ¿no es cierto? —preguntó Sally.

—Bueno, si —admitió Sarah, sirviendo el té—. Pero son sus guardaespaldas, ellos deben saberlo. Aunque no entiendo por qué la reina de repente ha querido ser custodiada por semejante hatajo de matones.

Sally tomó la taza de te que Sarah le había puesto delante.

—Gracias. Hum… que bueno. Bien, exactamente… —Sally bajó la voz y miró a su alrededor como si esperase que le saliera un guardia custodio de un rincón o no se hubiera dado cuenta de que había uno en medio de la sala desordenada de los Heap—. Son un puñado de matones. En realidad, ellos la han asesinado.

—¿Asesinado? ¿La han asesinado? —exclamó Sarah.

—Chis… Bueno, veamos… —Sally acercó la silla a la de Sarah—. Bueno, circula una historia, y yo la sé de boca de la interesada…

—¿A que boca te refieres? —preguntó Sarah con una sonrisa pícara.

—Solo puede ser la de la señora Marcia —respondió Sally triunfante. Se recostó y cruzó los brazos—. Esa boca es.

—¿Qué? ¿Cómo es que te codeas con la maga extraordinaria? ¿Fue a tomar una taza de té?

—Casi. Terry Tarsal lo hizo. Había estado en la Torre del Mago entregando unos zapatos realmente extraños que había hecho para la señora Marcia. Así que, cuando dejó de lamentarse de su mal gusto para los zapatos y de lo mucho que odiaba las serpientes, me dijo que había sorprendido a Marcia hablando con una de las otras magas. Endor, la pequeña gordita, creo. ¡Bueno, dijeron que habían matado a la reina de un disparo! Los guardias custodios. Uno de sus Asesinos.

Sarah no daba crédito a lo que estaba oyendo.

—¿Cuándo? —exclamó.

—Bueno, esto es lo realmente horrible —susurró con excitación Sally—. Dicen que le dispararon el día que nació su bebé. Hace seis meses de esto y no sabíamos nada. Es terrible… terrible. Y también dispararon al señor Alther. Lo mataron. Así es como Marcia asumió…

—¿Alther muerto? —Se lamentó Sarah—. No puedo creerlo. Realmente no puedo… Todos pensábamos que se había retirado. Silas fue su aprendiz hace años. Era encantador…

—¿Ah, si? —preguntó distraídamente Sally, ansiosa por seguir con el relato—. Bueno, eso no es todo, veras. Porque Terry creyó entonces que Marcia había rescatado a la princesa y la había llevado a algún lugar seguro. Endor y Marcia estaban charlando, preguntándose como se las habría arreglado. Pero claro, cuando se percataron de que Terry estaba allí con los zapatos, dejaron de hablar. Marcia fue muy grosera con él, según me contó Terry. Al rato se sintió un poco raro y creyó que le habían echado un hechizo para olvidar, pero se escabulló detrás de un pilar cuando la vio murmurar y no funcionó del todo. Está realmente disgustado por eso, pues no puede recordar si le pago los zapatos. —Sally Mullin hizo una pausa para tomar aliento y beber un largo sorbo de té—. Esa pobre princesita… ¡Dios asista a la chiquitina! Me pregunto donde estará ahora. Probablemente consumiéndose en alguna mazmorra. No como tu angelito… ¿Cómo está la pequeña?

—¡Oh, esta bien! —respondió Sarah, que normalmente se hubiera explayado sobre los resfriados de Jenna, el diente que le había salido y cómo se sentaba y sujetaba su propia taza. Pero en aquel momento Sarah quería desviar la atención de Jenna, porque Sarah se había pasado los últimos seis meses preguntándose de quien era realmente su bebé y ahora lo sabía.

Jenna era, pensó Sarah, sin duda debía de ser… ¡la princesa!

Por una vez en su vida, Sarah se alegraba de despedirse de Sally Mullin. La observó cruzar afanosamente el pasillo y, cuando cerró la puerta, respiró aliviada. Luego corrió hacia la cuna de Jenna.

Sarah cogió a Jenna en brazos, Jenna sonrió a Sarah y extendió la mano para coger su collar amuleto.

—Bueno, princesita —murmuró Sarah—, siempre supe que eras especial, pero nunca soñé que fueras nuestra princesa.

Los ojos violeta oscuro del bebé miraron fija y solemnemente a Sarah como si le dijera: «Bueno, ahora ya lo sabes».

Sarah volvió a dejar con cuidado a Jenna en su cuna. Le daba vueltas la cabeza y le temblaban las manos cuando se sirvió otra taza de té. Le resultaba duro creer todo lo que había oído. La reina estaba muerta y Alther también. Su Jenna era la heredera del Castillo, la princesa. ¿Qué estaba ocurriendo?

Sarah pasó el resto de la tarde repartiéndose entre contemplar a Jenna, la princesa Jenna, y preocupándose por lo que sucedería si alguien descubría donde estaba. ¿Y donde andaba Silas cuando lo necesitaba?

Silas estaba disfrutando de un día de pesca con los chicos.

Había una pequeña playa de arena en la curva del río, justo a continuación de los Dédalos. Silas les enseñaba a Nicko y a Jo-Jo, los dos más pequeños, como atar sus tarros de mermelada al final de un palo y hundirlos en el agua. Jo-Jo ya había pescado tres pececillos, pero Nicko seguía hundiendo el suyo y estaba empezando a enfadarse.

Silas cogió a Nicko en brazos y lo llevo a ver a Erik y a Fred, los gemelos de cinco años. Erik estaba perdido en felices ensoñaciones con los pies metidos en el agua cálida y cristalina. Fred hurgaba con un palito debajo de una piedra; era un enorme escarabajo de agua. Nicko lloriqueó y se agarró con fuerza al cuello de Silas.

Sam, que tenía casi siete años, era todo un pescador. Le habían regalado una caña de pescar de verdad en su último cumpleaños y tenía dos pequeños peces plateados sobre una roca a su lado. Estaba a punto de pescar otro cuando Nicko soltó un grito de emoción.

—Llévatelo, papá, que espantará la pesca —pidió Sam contrariado.

Silas se alejó de puntillas con Nicko y fue a sentarse junto a su hijo mayor, Simón, Simón tenía una caña de pescar en una mano y un libro en la otra. La ambición de Simón era llegar a ser mago extraordinario y estaba muy ocupado leyendo todos los viejos libros de Magia de Silas. Silas pudo observar que estaba leyendo El perfecto encantador de peces.

Silas esperaba que todos sus hijos fueran algún tipo de mago; les venía de familia. La tía de Silas había sido una famosa bruja blanca y tanto el padre como el tío de Silas habían sido transmutadores, una rama muy especializada que Silas esperaba que sus hijos evitasen, pues los transmutadores de éxito se vuelven cada vez más inestables al hacerse mayores; a veces son incapaces de mantener su propia forma durante más de unos minutos. El padre de Silas acabó desapareciendo en el Bosque transformado en árbol, pero nadie sabía en cual. Ese era uno de los motivos por los que Silas disfrutaba de sus paseos por el Bosque: solía dirigir comentarios a algún árbol de aspecto desaliñado con la esperanza de que fuera su padre.

Sarah Heap procedía de una familia de magos y hechiceros. De niña, Sarah había estudiado hierbas y curación con Galen, la médico en el Bosque, que era donde un día conoció a Silas. Silas había estado buscando a su padre en el Bosque; se sentía perdido y triste, y Sarah lo llevo a ver a Galen. Galen ayudó a Silas a comprender que si hacía unos años su padre, como transmutador que era, había elegido que su destino final fuera ser árbol, ahora debía de ser realmente feliz. Y Silas también, por primera vez en su vida, se percató de que se sentía realmente feliz sentado al lado de Sarah junto al fuego de la médico.

Cuando Sarah aprendió todo lo que pudo sobre hierbas y curación, se despidió cariñosamente de Galen y se fue con Silas a su cuarto de los Dédalos. Y allí se habían quedado desde entonces, apretujándose con cada vez más niños. Silas dejó de buena gana su aprendizaje y se puso a trabajar como mago ordinario eventual para pagar las facturas, mientras Sarah hacia tintes de hierbas en la mesa de la cocina cuando tenía un momento libre, lo cual no ocurría demasiado a menudo.

Aquella noche, mientras Silas y los chicos subían los escalones de la playa para volver a los Dédalos, un enorme y amenazador guardia custodio, vestido de negro de la cabeza a los pies, les cerró el paso.

—¡Alto! —bramó, y Nicko rompió a llorar.

Silas se detuvo y les dijo a los chicos que se portasen bien.

—¡Papeles! —gritó el guardia—. ¿Dónde están vuestros papeles?

Silas le miró perplejo.

—¿Qué papeles? —preguntó en voz baja, pues no quería causar problemas con seis niños cansados a su alrededor que necesitaban ir a casa a cenar.

—Vuestros papeles, escoria de magos. La zona de la playa esta prohibida para todo aquel que no tenga los papeles necesarios —se mofó el guardia.

Silas estaba asustado. De no haber estado con los chicos le habría replicado, pero había visto la pistola que llevaba el guardia.

—Lo siento —se disculpó—, no lo sabía.

El guardia los miró de arriba abajo como si estuviera decidiendo que hacer, pero por suerte para Silas tenía otras personas a quienes aterrorizar.

—Saca a tu patulea de aquí y no vuelvas —le espetó el guardia—. Vuelve a tu sitio.

Silas apremió a los impresionados chicos para que subieran la escalera y entraran en el abrigo de los Dédalos. Sam dejo caer su pescado y empezó a sollozar.

—Vamos, vamos —intentó tranquilizarlos Silas—, no pasa nada.

Pero Silas sentía que las cosas no iban precisamente bien. ¿Qué estaba ocurriendo?

—¿Por qué nos ha llamado escoria de magos, papa? —Preguntó Simón—. Los magos son los mejores, ¿verdad?

—Si —respondió Silas distraídamente—, los mejores.

Pero Silas pensó que el problema era que si eres mago, no puedes ocultarlo. Todos los magos, y solo ellos, tenían esa clase de problemas. Silas los tenía, Sarah los tenía y todos los niños, salvo Nicko y Jo-Jo, los tenían. Y en cuanto Nicko y Jo-Jo fueran a clase de Magia en la escuela, ellos también los tendrían. Lenta pero inexorablemente, hasta no dejar ningún género de dudas, los ojos de un niño mago se volvían verdes al exponerse al aprendizaje de la Magia. Siempre había sido algo de lo que sentirse orgulloso, hasta ahora, en que de repente resultaba peligroso.

Aquella noche, cuando por fin los niños se quedaron dormidos, Silas y Sarah conversaron hasta bien entrada la noche.

Hablaron de su princesa y sus niños magos y de los cambios que habían ocurrido en el Castillo. Debatieron sobre si escapar a los marjales o internarse en el Bosque y vivir con Galen, pero cuando rompió el alba y cayeron dormidos, Silas y Sarah decidieron hacer lo que solían hacer los Heap: pasar desapercibidos y esperar lo mejor.

Y de esta manera, durante los siguientes nueve años y medio, Silas y Sarah guardaron silencio. Cerraron su puerta a cal y canto, hablaron sólo con sus vecinos y con aquellos en quienes podían confiar y, cuando en el colegio cesaron las clases de Magia, enseñaron a sus hijos Magia en casa por las noches.

Ese es el motivo por el cual, nueve años y medio más tarde, todos los Heap, excepto uno, tenían unos penetrantes ojos verdes.