El Boggart
La viscosa mano marrón tanteaba el costado de la canoa, avanzando hacia Jenna. Entonces le cogió el remo. Jenna forcejeó hasta liberar el remo y estaba a punto de golpear fuerte a la cosa pegajosa y marrón con él cuando una voz dijo:
—¡Aaay, no tienesss por qué hacer eso!
Una criatura parecida a una foca con un pegajoso pelaje marrón asomó la cabeza del agua. Dos brillantes ojos negros como botones miraban fijamente a Jenna, que aún sostenía el remo para asestar el golpe.
—Me gustaría que bajaras eso. Podrías herir a alguien. Y entonces, ¿adónde iríais? —Preguntó la criatura en una voz profunda y gorgoteante con un pronunciado acento de los pantanos—. Llevo horasss esperándoossss, helándome aquí. ¿Osss gustaría? Metidos en una zanja, esssperando y nada más.
Por toda respuesta Jenna solo pudo carraspear; su voz parecía haber dejado de funcionar.
—¿Qué pasa, Jen? —le preguntó Nicko, que estaba sentado detrás del Muchacho 412, solo para asegurarse de que no hacía ninguna estupidez, y no podía ver a la criatura.
—E… e… esto. —Jenna señalaba a la criatura, que parecía ofendida.
—¿A qué te refieres con «esssto»? —le preguntó—. ¿Te refieresss a mí? ¿Te refieresss a Boggart?
—¿Boggart? No. No he dicho eso —farfulló Jenna.
—Bueno, yo sssí, Boggart. Essse sssoy yo. Sssoy Boggart. Boggart, el Boggart. Buen nombre, ¿verdad?
—Encantador —respondió educadamente Jenna.
—¿Qué ocurre? —preguntó Silas, alcanzándolos—. Basta, Maxie. ¡He dicho que basta!
Maxie había visto al Boggart y ladraba frenéticamente. El Boggart echó un vistazo a Maxie y volvió a desaparecer bajo el agua. Desde las famosas cacerías del Boggart, hacía muchos años, en las cuales habían tomado parte tan brillantemente antepasados de Maxie, el Boggart de los marjales Marram se había convertido en una rara criatura, con una dilatada memoria.
El Boggart reapareció a una distancia prudencial.
—¿No pretenderéis traer essso? —dijo mirando torvamente a Maxie—. Ella no dijo nada de que vendría uno de ellosss.
—¿Es un Boggart lo que oigo? —preguntó Silas.
—Sí —dijo el Boggart.
—¿El Boggart de Zelda?
—Sí —confirmó el Boggart.
—¿Te ha enviado ella a buscarnos?
—Sí —volvió a decir el Boggart.
—Bien —exclamó Silas muy aliviado—. Entonces te seguiremos.
—Sí —le repitió el Boggart, que nadó por el Dique Profundo y tomó el penúltimo desvío.
El penúltimo desvío era mucho más estrecho que el Dique Profundo y se internaba culebreando como una serpiente en los marjales nevados e iluminados por la luna. La nieve caía sin cesar y todo estaba callado y sereno, salvo por los gorjeos y salpicaduras del Boggart, que nadaba delante de las canoas, sacando de vez en cuando la cabeza del agua y gritando:
—¿Me seguíssss?
—No sé qué otra cosa cree que podemos hacer —le comentó Jenna a Nicko mientras impulsaban la canoa por el cada vez más exiguo cauce—. No es que haya ningún otro sitio adonde ir.
Pero el Boggart se tomaba sus obligaciones muy en serio y siguió con la misma pregunta hasta que llegaron a una pequeña alberca del pantano, desde la que partían varios canales cubiertos de maleza.
—Será mejor que esperemos a los demás —aconsejó el Boggart—. No quiero que se pierdan.
Jenna miró hacia atrás para ver por dónde iban Marcia y Silas. Estaban muy atrás, y Silas era el único que remaba; Marcia se había rendido y tenía ambas manos sujetas firmemente en su coronilla. Detrás de ella, el largo y afilado hocico de un perro lobo abisinio supervisaba con altanería la escena que se desplegaba ante él y de vez en cuando dejaba caer un largo hilo de baba brillante directamente sobre la cabeza de Marcia.
Mientras Silas impulsaba la canoa hasta la alberca y cansinamente hundía el remo en el agua, Marcia declaró:
—No me sentaré delante de este animal ni un momento más. Tengo babas de perro por todo el pelo. Es asqueroso, me bajo. Prefiero caminar.
—No querréisss hacer essso, majestad. —La voz del Boggart salió del agua al lado de Marcia.
Levantó la vista hacia Marcia y sus profundos ojos negros parpadearon entre su piel marrón, asombrado por el cinturón de la maga extraordinaria, que destelleaba a la luz de la luna. Aunque era una criatura de la ciénaga de los marjales, al Boggart le encantaban las cosas brillantes y relucientes. Y nunca había visto una cosa tan brillante y reluciente como el cinturón de oro y platino de Marcia.
—No querréisss passsear por aquí, majestad —le dijo respetuosamente el Boggart—. Empezaríaisss a seguir el fuego del marjal y os llevaría hasta las arenas movedizas antes de que os dierais cuenta. Muchosss son los que han ssseguido el fuego de los marjales, y ninguno ha regresssado.
Un gruñido gutural surgía de lo hondo de la garganta de Maxie. Se le erizaron los pelos del lomo y de repente, obedeciendo a un antiguo e irreprimible instinto lobuno, Maxie saltó al agua para perseguir al Boggart.
—¡Maxie! ¡Maxie! ¡Oh, perro estúpido! —gritó Silas.
El agua de la alberca estaba helada. Maxie aulló y nadó frenéticamente, al estilo perruno, hasta la canoa de Silas y Marcia.
Marcia lo empujó.
—Este perro no va a volver a sentarse aquí —anunció.
—Marcia, está helado —protestó Silas.
—No me importa.
—Ven, Maxie. Vamos, chico —le llamó Nicko.
Agarró el collar de Maxie y, con la ayuda de Jenna, subió al perro a su canoa. La canoa se balanceó peligrosamente, pero el Muchacho 412, que no tenía ningunas ganas de acabar en el agua como Maxie, la equilibró al agarrarse a la raíz de un árbol.
Maxie estuvo temblando un momento; luego hizo lo que cualquier perro mojado tiene que hacer: se sacudió.
—¡Maxie! —se quejaron Nicko y Jenna.
El Muchacho 412 no dijo nada. No le gustaban en absoluto los perros; los únicos perros que había conocido eran los fieros perros guardianes custodios y, aunque veía que Maxie no se parecía en nada a ellos, esperaba que le mordiera en cualquier instante. Así que cuando Maxie se calmó, recostó la cabeza en el regazo del Muchacho 412 y se puso a dormir. Fue otro momento muy malo en el peor día de su vida. Pero Maxie estaba feliz; la chaqueta de borreguillo del Muchacho 412 era cálida y confortable, y el perro se pasó el resto del viaje soñando que estaba en su casa, acurrucado delante de la chimenea con el resto de la familia Heap.
Pero el Boggart se había ido.
—Boggart… ¿dónde está usted, señor Boggart? —le llamó Jenna muy educadamente.
No hubo respuesta. El profundo silencio que sale de los pantanos cuando un manto de nieve cubre los cenagales y los fangales, silencia los gorgoteos y borbollones y devuelve a todas las criaturas a la quietud del barro.
—Ahora hemos perdido a ese amable Boggart por culpa de tu estúpido animal —le dijo enfadada Marcia a Silas—. No sé por qué has tenido que traerlo.
Silas suspiró. Compartir canoa con Marcia Overstrand no era una situación que hubiera imaginado. Pero si, en un momento de locura, lo hubiese imaginado, sin duda habría sido exactamente tal como estaba resultando.
Silas escrutó el horizonte con la esperanza de que pudiera ver la casa de la conservadora, donde vivía tía Zelda. La casa se encontraba en la isla Draggen, una de las muchas islas del pantano que se convirtieron en auténticas islas cuando los marjales se inundaron. Pero lo único que veía Silas era la blanca planicie de los marjales extendiéndose ante él en todas direcciones. Para empeorarlo aun más, podía ver que empezaba a levantarse la niebla del pantano y a flotar sobre el agua, y sabía que si llegaba la niebla, nunca verían la casa de la conservadora, por muy cerca que estuvieran de ella.
Luego recordó que la casa estaba encantada. Lo que significaba, pensó Silas, que nadie la podía ver de cualquier modo.
Si alguna vez necesitaban al Boggart era ahora.
—Veo una luz —anunció Jenna de repente—. Debe de ser tía Zelda que viene a buscarnos. ¡Mirad, allí!
Todos los ojos siguieron el dedo indicador de Jenna.
Una luz parpadeante saltaba sobre los marjales, como si saltara de montículo en montículo.
—Viene hacia nosotros —dijo Jenna alborotada.
—No, no viene —la corrigió Nicko—. Mira, se está alejando.
—Tal vez deberíamos ir a buscarla —opinó Silas.
Marcia no estaba convencida.
—¿Cómo podéis estar seguros de que es Zelda? Podría ser cualquiera o cualquier cosa.
Todo el mundo guardó silencio ante la idea de que una cosa con una luz se acercara a ellos, hasta que Silas dijo:
—Es Zelda. Mira, la veo.
—No, no puedes verla —le rebatió Marcia—. Es el fuego de los marjales, como dijo ese Boggart tan inteligente.
—Marcia, reconozco a Zelda en cuanto la veo y ahora puedo verla. Lleva una luz. Ella está recorriendo todo este camino para encontrarnos mientras nosotros nos quedamos aquí sentados. Yo voy a buscarla.
—Dicen que los locos ven lo que quieren ver en el fuego de los marjales —le rebatió Marcia con aspereza—, y acabas de demostrar que es verdad, Silas.
Silas se disponía a salir de la canoa cuando Marcia le cogió de la capa.
—¡Siéntate! —le ordenó como si estuviera hablando a Maxie.
Pero Silas se zafó, medio sumido en un ensueño, atraído hacia la luz parpadeante y la sombra de tía Zelda, que aparecía y desaparecía a través de la creciente niebla. A veces estaba tentadoramente cerca, a punto de encontrarlos y llevarlos hasta un cálido fuego y una cama blanda; a veces se desvanecía lastimeramente y los invitaba a ir con ella. Pero Silas ya no podía soportar estar lejos de la luz. Salió de la canoa y se encaminó torpemente hacia el destello parpadeante.
—¡Papá! —gritó Jenna—, ¿podemos ir nosotros también?
—No, no podéis —le respondió Marcia con firmeza—. Y voy a tener que ser yo de nuevo la que traiga este estúpido y viejo loco.
Marcia estaba cogiendo aliento para el hechizo bumerán, cuando Silas tropezó y se cayó de cabeza en el suelo cenagoso. Mientras yacía enredado, Silas notó que, debajo de él, el pantano empezaba a cambiar y a moverse, como si algo vivo se agitase en las profundidades del lodo. Y cuando intentó levantarse, Silas descubrió que no podía; era como si estuviera pegado al suelo. En su aturdimiento producido por el fuego de los marjales, Silas estaba confuso, no sabía por qué no podía moverse. Intentó levantar la cabeza para ver lo que estaba ocurriendo pero tampoco pudo. Fue entonces cuando se percató de la horrible verdad: algo le tiraba del pelo.
Silas se llevó las manos a la cabeza y, para su horror, notó unos deditos huesudos en su pelo, que enredaban y anudaban sus largos y alborotados rizos a su alrededor y tiraban, empujándole hacia abajo, hacia el cieno. Desesperadamente, Silas luchó por liberarse, pero cuanto más luchaba, más se enredaban los deditos huesudos en su cabello. Lenta y constantemente arrastraban a Silas hacia abajo, hasta que el barro le cubrió los ojos y pronto, muy pronto, le cubriría la nariz.
Marcia veía lo que estaba ocurriendo, pero su buen juicio le impedía correr en ayuda de Silas.
—¡Papá! —gritó Jenna saliendo de la canoa—. Yo te ayudaré, papá.
—¡No! —Le ordenó Marcia—. No. Así es como funciona el fuego de los pantanos. El cenagal te arrastrará a ti también.
—Pero… pero, no podemos quedarnos aquí mirando cómo papá se ahoga —gritó Jenna.
De repente, una forma marrón y rechoncha surgió del agua, gateó hasta la orilla y, saltando como un experto de un montículo a otro, corrió hacia Silas.
—¿Qué esstá haciendo en las arenasss movedizasss, señor? —le preguntó el Boggart enojado.
—¿Quéee…? —farfulló Silas, que tenía las orejas llenas de barro y solo podía oír el crepitar y el gemir de las criaturas del pantano que vivían debajo de él. Los dedos huesudos siguieron tirando y enredándose, y Silas empezaba a notar los dolorosos cortes de unos dientes afilados como cuchillas que le mordisqueaban la cabeza. Se debatió desesperadamente, pero cada esfuerzo no hacía sino hundirlo más y más en el pantano y producía otra oleada de chillidos debajo de él.
Jenna y Nicko miraban con horror cómo Silas se hundía lentamente en las arenas movedizas. ¿Por qué el Boggart no hacía algo ya, antes de que Silas desapareciera para siempre bajo el cenagal? De repente, Jenna no pudo aguantarlo más y volvió a ponerse en pie de un salto en la canoa y Nicko se dispuso a seguirla. El Muchacho 412, que había oído todo lo referente al fuego de los marjales de boca del único superviviente de un pelotón de muchachos del ejército joven que se había perdido en las arenas movedizas pocos años antes, agarró a Jenna e intentó volver a meterla dentro de la canoa, pero ella le empujó enfadada.
El movimiento brusco captó la atención del Boggart.
—Quédessse donde está, ssseñorita —le instó con urgencia.
El Muchacho 412 tiró otra vez con fuerza de la chaqueta de borreguillo de Jenna, y ella se sentó en la canoa dando un bote. Maxie gimió.
Los brillantes ojos negros del Boggart estaban preocupados; sabía exactamente de quién eran los nudosos y retorcidos dedos y sabía que tenían problemas.
—¡Brownies parpadeantesss! —dijo el Boggart—. Asquerosos artefactos. ¡Probad el sabor del aliento de Boggart, despreciables criaturas! —El Boggart se inclinó sobre Silas, respiró hondo y echó el aliento sobre los dedos que no dejaban de tirar. De las profundidades del cenagal, Silas oyó un chillido de los que dan dentera, como si alguien arañase una pizarra con las uñas; luego los retorcidos dedos le soltaron el pelo y el cierre que tenía debajo se movió mientras sentía a las criaturas alejarse.
Silas estaba libre.
El Boggart le ayudó a sentarse y le quitó el barro de los ojos.
—Le dije que el fuego de los marjalesss le llevaría a las arenasss movedizassss. Y lo hizo, ¿no? —le reconvino el Boggart.
Silas no dijo nada. Estaba completamente sobrecogido por el olor acre del aliento del Boggart, que aún notaba en su pelo.
—Ahora está usted bien, ssseñor —le explicó el Boggart—. Pero ha estado cerca, no me importa decírssselo. No había tenido que echar el aliento a un Brownie desde que sssaquearon la casssa. ¡Ah, el aliento de un Boggart es algo maravilloso! Hay a quienes no les gusta mucho, pero yo sssiempre les digo: «No pensarías así si te hubieran atrapado los Brownies de las arenasss movedizasss».
—¡Oh! ¡Ah! Es cierto. Gracias, Boggart. Muchas gracias —musitó Silas todavía confundido.
El Boggart lo guió hasta la canoa cuidadosamente.
—Será mejor que ssse ponga delante, majestad —le sugirió el Boggart a Marcia—. Él no está en condiciones para conducir una de estas cosssasss.
Marcia ayudó a Boggart a meter a Silas en la canoa y luego el Boggart se escabulló en el agua.
—Los llevaré hasta la casa de la ssseñorita Zelda, pero procuren apartar a ese animal de mi camino —dijo echando una mirada fulminante a Maxie—. Me produjo un horrible sssarpullido ese gruñón. Ahora estoy lleno de bultos. Mire, toque. —El Boggart le ofreció su gran trasero redondo para que Marcia lo tocase.
—Es muy amable por su parte, pero no, gracias, ahora no —se excusó débilmente Marcia.
—Entoncesss en otro momento.
—Claro.
—Muy bien entoncesss.
El Boggart se zambulló en el agua y nadó hasta un pequeño canal que nadie había siquiera advertido.
—Ahora, ¿me seguíssss? —preguntó, y no por última vez.