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Medianoche en la playa

—¡Tío Alther! —gritó Jenna de felicidad. Bajó con dificultad a la orilla y se acercó a Alther, que estaba de pie en la playa contemplando, meditabundo, la caña de pescar que sostenía.

—¡Princesa! —saludó encantado Alther, y le dio un abrazo fantasmal que Jenna siempre percibía como si la atravesase una cálida brisa de estío.

—¡Vaya, vaya! —Exclamó Alther—. Solía venir aquí a pescar cuando era un chaval y también he traído la caña de pescar. Esperaba encontraros a todos aquí.

Jenna se puso a reír; no podía creer que el tío Alther hubiera sido chaval alguna vez.

—¿Vas a venir con nosotros, tío Alther? —le preguntó.

—Lo siento, princesa. No puedo. Ya conoces las reglas de la fantasmez:

Un fantasma solo puede pisar una vez más

allí donde, vivo, fue a caminar.

»Y, por desgracia, de joven nunca fui más allá de esta playa. Tenía demasiados buenos peces, ¿sabes? Pero… —prosiguió Alther cambiando de tema— ¿es una cesta de la merienda eso que veo en el fondo del barco?

Bajo un empapado rollo de cabos estaba la cesta de la merienda que Sally Mullin les había preparado. Silas la cogió.

—¡Oh, mi espalda! —se lamentó—. ¿Qué ha metido en ella? —Levantó la tapa—. ¡Ah, eso lo explica todo! —suspiró—. Lo ha llenado de pastel de cebada. Pero ha hecho de buen lastre.

—Papá —protestó Jenna—. No seas malo. Además, a nosotros nos gusta el pastel de cebada, ¿verdad, Nicko?

Nicko hizo una mueca, pero el Muchacho 412 parecía esperanzado. Comida. Estaba tan hambriento que ni siquiera recordaba la última vez que había comido. ¡Ah, sí, un cuenco de gachas frías y grumosas justo antes de que pasaran lista a las seis de la mañana! Parecía haber pasado toda una vida.

Silas levantó las demás cosas bastante espachurradas que había bajo el pastel de cebada: una caja de yesca y astillas secas para encender el fuego, una lata de agua, un poco de chocolate, azúcar y leche. Se puso a hacer un fueguecito y colgó la lata de agua encima con objeto de hervirla, mientras todos se congregaban alrededor de las parpadeantes llamas para calentarse las manos frías, al tiempo que comían las gruesas porciones de pastel.

Incluso Marcia ignoró la famosa tendencia del pastel de Cebada a pegarse en los dientes y comió casi una porción entera. El Muchacho 412 engulló su parte y se acabó todos los pedacitos que dejaron los demás. Luego se tumbó en la arena húmeda y se preguntó si alguna vez podría volver a moverse, se sentía como si alguien le hubiera echado cemento encima.

Jenna metió la mano en el bolsillo y sacó a Petroc Trelawney. Estaba sentado muy quieto y callado en su mano; Jenna lo acarició amorosamente y Petroc sacó sus cuatro patas regordetas y las movió en vano en el aire; estaba tumbado boca arriba como un escarabajo varado.

—¡Yepa!, me equivoqué de lado —se rió Jenna. Lo puso del lado bueno y Petroc Trelawney abrió los ojos y parpadeó despacio.

Jenna se puso una miga de pastel de cebada en el pulgar y se la ofreció a la piedra mascota.

Petroc Trelawney volvió a parpadear; miró el pastel de cebada y luego mordisqueó delicadamente la miga de pastel. Jenna estaba emocionada.

—¡Se lo está comiendo! —exclamó.

—Sí —afirmó Nicko—, pastel de piedra para una piedra mascota. Perfecto.

Pero ni siquiera Petroc Trelawney pudo con más de una gran miga de pastel de cebada. Miró a su alrededor durante unos minutos; luego cerró los ojos y se volvió a dormir en la calidez de la mano de Jenna.

Pronto, el agua de la lata que pendía sobre el fuego rompió a hervir, Silas mezcló los cuadrados de chocolate oscuro en ella y añadió leche. Lo mezcló tal y como le gustaba a él y, cuando estaba a punto de volver a hervir, echó el azúcar y lo movió.

—Es el mejor chocolate caliente que he probado en mi vida —dictaminó Nicko. Nadie discrepó y la lata, que fue circulando, se acabó demasiado pronto.

Mientras todo el mundo comía, Alther había estado practicando, con preocupación, su técnica de lanzar la caña y cuando vio que habían acabado, se dirigió flotando hasta el fuego. Parecía serio.

—Ha pasado algo desde que os fuisteis —anunció con serenidad.

Silas notó un peso sacudiéndole la base del estómago y no era el pastel de cebada: era el miedo.

—¿Qué ha pasado, Alther? —preguntó Silas terriblemente seguro de que iba a oír que habían capturado a Sarah y a los niños.

Alther sabía lo que Silas estaba pensando.

—No es eso, Silas —le tranquilizó—. Sarah y los chicos están bien, pero lo ocurrido es muy malo. DomDaniel ha regresado al Castillo.

—¿Qué? —exclamó Marcia—. No puede regresar. Yo soy la maga extraordinaria… Yo tengo el amuleto. Y he dejado la torre llena de magos; hay suficiente Magia en esa torre como para mantener a la vieja gloria enterrado en las Malas Tierras, que es adonde pertenece. ¿Estás seguro de que ha vuelto, Alther? ¿No será ninguna broma que el custodio supremo, esa pequeña rata repugnante, está gastando mientras estoy fuera?

—No es ninguna broma, Marcia —afirmó Alther—. Lo he visto con mis propios ojos. En cuanto el Muriel bordeó la roca del cuervo, él se materializó en el patio de la Torre del Mago. Todo el lugar crepitaba con la magia negra. Olía terriblemente. A los magos les entró pánico, y echaron a correr por todas partes, como una colonia de hormigas cuando amenazas su hormiguero.

—¡Qué vergonzoso! ¿En qué estarían pensando? No sé, la calidad del mago ordinario medio es espantosa hoy día —comentó Marcia dirigiendo una mirada hacia Silas—. ¿Y dónde estaba Endor? Se suponía que ella tenía que ser mi suplente… ¿No me digas que a Endor también le entró pánico?

—No. No le entró. Salió y se enfrentó a él. Puso unos barrotes en las puertas de la torre.

—Oh, gracias al cielo. La torre está a salvo —suspiró Marcia con alivio.

—No, Marcia, no lo está. DomDaniel derribó a Endor con un rayocentella. Está muerta. —Alther hizo un nudo particularmente complicado en su hilo de pescar—. Lo siento.

—Muerta… —murmuró Marcia.

—Entonces, DomDaniel echó a los magos.

—¿A todos? ¿Adónde?

—Todos ellos salieron disparados hacia las Malas Tierras… No pudieron hacer nada. Espero que los tenga en una de sus madrigueras.

—¡Oh, Alther!

—Entonces el custodio supremo, ese horrible hombrecito, llegó con su séquito haciendo reverencias y genuflexiones y prácticamente babeando encima de su amo. Lo siguiente que sé es que escoltó a DomDaniel a la Torre del Mago y subió a… ejem… bueno, subió a tus aposentos.

—¿Mis aposentos? ¿DomDaniel en mis aposentos?

—Bueno, te alegrará saber que no estaba en el mejor estado cuando llegó arriba, pues tuvo que subir caminando hasta allí. Ya no quedaba suficiente Magia para hacer funcionar la escalera, ni ninguna otra cosa de la torre, para el caso.

Marcia sacudió la cabeza con incredulidad.

—Nunca pensé que DomDaniel pudiera hacer esto. Nunca.

—No, yo tampoco —dijo Alther.

—Yo creí —dijo Marcia— que mientras nosotros los magos pudiéramos resistir hasta que la princesa fuera lo bastante mayor como para ceñir la corona, todo iría bien. Luego podríamos librarnos de esos custodios, del ejército joven y de toda la repugnante Oscuridad que infesta el Castillo y hace tan desgraciadas las vidas de la gente.

—Yo también —coincidió Alther—. Pero seguí a DomDaniel escaleras arriba. Estaba parloteando con el custodio supremo acerca de que no podía creerse su suerte: no solo habías abandonado el Castillo, sino que te habías llevado contigo el único obstáculo para su regreso.

—¿Obstáculo?

—Jenna.

Jenna miró fijamente a Alther consternada.

—¿Yo? ¿Un obstáculo? ¿Qué es eso?

Alther contempló el fuego sumido en sus pensamientos.

—Parece, princesa, que de algún modo tú has estado impidiendo que ese horrible viejo nigromante regresase al Castillo. Siempre me he preguntado por qué envió al Asesino para la reina y no para mí.

Jenna se estremeció. De repente se sintió muy asustada. Silas la abrazó.

—Basta por ahora, Alther. No es necesario que nos mates a todos de miedo. Francamente, creo que te quedaste dormido y tuviste una pesadilla. Ya sabes que las tienes de vez en cuando. Los custodios son simplemente un hatajo de matones que cualquier mago extraordinario decente habría echado hace años.

—No voy limitarme a quedarme aquí sentada y dejar que me insulten así —prorrumpió Marcia—. Tú no tienes ni idea de la de cosas que he intentado para librarme de ellos. Ni idea en absoluto. A veces, lo único que podíamos hacer era mantener la Torre del Mago en funcionamiento. Y sin tu ayuda, Silas Heap.

—Bueno, no sé de qué va todo este alboroto, Marcia. DomDaniel está muerto —respondió Silas.

—No, no lo está —dijo Marcia con tranquilidad.

—No seas tonta, Marcia —dijo bruscamente Silas—. Alther lo tiró desde lo alto de la torre hace cuarenta años.

Jenna y Nicko lanzaron una exclamación.

—¿En serio, tío Alther? —preguntó Jenna.

—¡No! —exclamó Alther enfadado—. No, yo no le tiré: él se arrojó.

—Bueno, como fuera —insistió Silas con obstinación—. Está muerto.

—No necesariamente… —le contradijo Alther en un tono grave, contemplando el fuego.

La luz de las brasas proyectaba las sombras parpadeantes de todos, menos Alther, que flotaba tristemente entre ellos, con la mente ausente intentando deshacer el nudo que acababa de hacer en su hilo de pescar. El fuego ardió con fuerza por un momento e iluminó el círculo de gente que se congregaba en torno a él. De repente, Jenna habló:

—¿Qué sucedió en lo alto de la Torre del Mago con DomDaniel, tío Alther? —susurró.

—La historia da un poco de miedo, princesa. No quiero asustarte.

—¡Oh, vamos, cuéntanoslo! —Pidió Nicko—. A Jenna le gustan las historias de miedo.

Jenna asintió con la cabeza un poco desconcertada.

—Bien —empezó Alther—, es difícil para mí contarlo con mis propias palabras, pero os contaré la historia tal como una vez la oí contar alrededor de un fuego de campamento en lo más profundo del Bosque. Era una noche como esta, medianoche, con una luna llena en lo alto del cielo, y la contaba una vieja y sabia bruja madre de Wendron a sus brujas. —Y así, junto al fuego, Alther Mella se transmutó en una mujer grande y de aspecto acomodado, vestida de verde. Hablando con el tranquilo acento de las brujas del Bosque, empezó—: Aquí es donde empieza la historia: en la cima de una pirámide dorada coronada por una alta torre de plata. La Torre del Mago reluce en el primer sol de la mañana y es tan alta que la multitud de personas congregadas a sus pies le parecen como hormigas al joven que está trepando por los inclinados laterales de la pirámide. El joven ha mirado antes hacia abajo, a las hormigas, y se ha mareado de la vertiginosa sensación de altura, de modo que ahora mantiene la vista fija en la figura que tiene delante: un hombre mayor que él, pero notablemente ágil, que, para su gran ventaja, no teme las alturas. La capa purpúrea del hombre mayor ondea al fresco viento que siempre sopla en lo alto de la torre, y a la muchedumbre congregada abajo le parece solo un murciélago púrpura que asciende hacia la punta de la pirámide.

»Los que miran desde abajo se preguntan qué está haciendo su mago extraordinario y si no es ese su aprendiz, el que le sigue e incluso le ha dado alcance.

»El aprendiz, Alther Mella, tiene ahora a su maestro, DomDaniel, al alcance de la mano. DomDaniel ha llegado al pináculo de la pirámide, una pequeña plataforma cuadrada de oro martilleado, donde están incrustados los jeroglíficos plateados que encantan la torre. De pie, con la gruesa capa púrpura flotando a sus espaldas y el cinturón de oro y platino de mago extraordinario centelleando al sol, DomDaniel desafía a su aprendiz a que se acerque más.

»Alther Mella sabe que no tiene elección. De un arriesgado y terrible salto embiste a su maestro y lo coge desprevenido. DomDaniel cae derribado y su aprendiz salta sobre él, cogiendo el amuleto Akhentaten de oro y lapislázuli que pende de una gruesa cadena de plata que su maestro lleva colgada del cuello.

»Mucho más abajo, en el patio de la Torre del Mago, la multitud lanza una exclamación de incredulidad, mientras contempla con los ojos entornados el resplandor de la pirámide dorada y observa el forcejeo del aprendiz con su maestro. Ambos se balancean en la minúscula plataforma, rodando de un lado a otro mientras el mago extraordinario intenta liberar el amuleto de la mano de Alther Mella.

»DomDaniel dirige una mirada torva a Alther Mella y sus oscuros ojos verdes echan chispas de furia. Los claros ojos verdes de Alther aguantan inquebrantables la mirada, y nota cómo se afloja el amuleto. Tira fuerte, la cadena se rompe en cien eslabones que salen volando, resplandeciendo al sol, y el amuleto va a parar a sus manos. “Cógelo —masculla DomDaniel—. Pero volveré por él. Volveré con el séptimo del séptimo”.

»Un alarido penetrante se eleva al unísono cuando la multitud que se ha congregado abajo ve a su mago extraordinario lanzarse desde la cima de la pirámide y caer desde la torre. Su capa vuela como un magnífico par de alas, pero no frena su larga caída a tierra.

»Y luego desaparece.

»En la cúspide de la pirámide el aprendiz aprieta fuerte el amuleto Akhentaten, con la mirada perdida, conmocionado por lo que acaba de ver: a su maestro entrar en el Abismo.

»La muchedumbre se apiña alrededor de la marca carbonizada que señala el lugar donde DomDaniel ha chocado contra el suelo. Cada uno ha visto algo distinto. Uno dice que se transformó en murciélago y salió volando. Otro vio un caballo negro que aparecía y se internaba al galope en el Bosque, y otro vio a DomDaniel convertirse en una serpiente y escabullirse bajo una roca. Pero nadie, salvo Alther, ha visto la verdad.

»Alther Mella desciende el largo trecho de la pirámide con los ojos cerrados para no sentir vértigo al mirar hacia abajo. Solo abre los ojos cuando atraviesa arrastrándose la trampilla que le conduce a la seguridad de la biblioteca que alberga el interior de la pirámide dorada. Y entonces, con una sensación de temor reverencial, comprende lo ocurrido. Su humilde túnica de lana verde de aprendiz de mago se ha convertido en una tupida seda púrpura. El sencillo cinturón de cuero que ceñía su túnica se ha vuelto considerablemente pesado; baja la vista y comprueba que ahora está hecho de oro con intrincadas runas incrustadas en platino y amuletos que protegen y confieren poderes al mago extraordinario en el que, para su asombro, se ha convertido Alther.

»Alther observa el amuleto que sostiene en la mano temblorosa. Es una pequeña piedra redonda de lapislázuli de color ultramar con vetas de oro y una runa en forma de dragón tallada en ella. La piedra descansa pesadamente en su palma, engarzada en una tira de oro que se une en la parte superior de la piedra para formar una anilla, y de esta anilla cuelga un eslabón de plata roto, que se soltó cuando Alther arrancó el amuleto de su cadena de plata.

»Tras pensarlo un momento, Alther se agacha y se quita el cordón de cuero de una de sus botas. Enhebra el amuleto en el cordón, tal como todos los magos extraordinarios han hecho antes que él, y se lo cuelga al cuello. Luego, con el largo y fino cabello castaño aún desaliñado después de su vuelo, la cara pálida y preocupada, los ojos verdes abiertos y conmocionados, Alther inicia el largo viaje de descenso de la torre para enfrentarse a la multitud que aguarda fuera entre murmullos de expectación.

»Cuando Alther sale dando un traspié por las enormes puertas de plata maciza que custodian la entrada de la Torre del Mago, es recibido por una exclamación de sorpresa. Pero sin más comentario, pues no hay discusión posible ante la presencia de un nuevo mago extraordinario, y en medio de unas pocas murmuraciones sofocadas, la multitud se dispersa, aunque una voz grita: “¡Tal como lo has ganado, lo perderás!”.

»Alther suspira porque sabe que es cierto.

»Mientras toma el solitario camino de regreso a la torre para emprender la tarea de deshacer la Oscuridad de DomDaniel, en un cuartucho no muy lejano ha nacido un niño en la familia de un mago pobre.

»Es su séptimo hijo y su nombre es Silas Heap.

Se hizo un largo silencio alrededor del fuego mientras Alther lentamente recuperaba su propia forma. Silas se estremeció. Nunca había oído la historia contada de ese modo.

—Es sorprendente, Alther —manifestó en un ronco susurro—. No tenía ni idea. ¿Cómo… cómo es que la bruja madre sabe tanto?

—Estaba mirando entre la multitud —explicó Alther—. Ese mismo día, más tarde, vino a verme y a felicitarme por haberme convertido en mago extraordinario y yo le conté mi versión de la historia. Si queréis que se sepa la verdad, solo tenéis que decírselo a la bruja madre. Se lo contará a todos. Claro que si la creen o no es otra cuestión.

Jenna estaba pensando muy concentrada.

—Pero ¿por qué, tío Alther, estabas persiguiendo a DomDaniel?

—¡Ah, buena pregunta! Eso no se lo conté a la bruja madre. Hay ciertos asuntos Oscuros de los que no se debe hablar a la ligera. Pero deberíais saberlo, así que os lo diré. ¿Sabéis?, esa mañana, como todas las mañanas yo había estado limpiando la biblioteca de la pirámide. Una de las tareas de un aprendiz es mantener en orden la biblioteca, y yo me tomaba mis obligaciones muy en serio, incluso aunque fueran para un maestro tan desagradable. Sea como fuere, aquella mañana en concreto había encontrado un extraño encantamiento de puño y letra de DomDaniel metido en uno de los libros. Había visto uno tirado por ahí antes y no había podido leer lo que estaba escrito, pero mientras estudiaba aquel, se me ocurrió una idea. Puse el encantamiento frente al espejo y descubrí que tenía razón: estaba escrito en escritura especular. Entonces empecé a tener un mal presentimiento, porque sabía que debía ser un encantamiento inverso, que usaba la Magia del lado Oscuro, o el Otro lado, como yo prefiero llamarlo, pues no es siempre magia negra lo que el Otro lado emplea. De cualquier modo, tenía que saber la verdad acerca de DomDaniel y de lo que estaba haciendo, así que me arriesgué a leer el encantamiento. Acababa de empezar cuando algo terrible ocurrió…

—¿Qué? —susurró Jenna.

—Un espectro apareció detrás de mí. Bueno, al menos podía verlo en el espejo, pero cuando me di la vuelta ya no estaba allí. Aun así, podía notarlo, podía sentir cómo me ponía la mano en el hombro y luego… oírlo. Oí cómo me hablaba con su voz hueca. Me dijo que había llegado mi hora, que había venido a recogerme, como se había dispuesto.

Alther se estremeció al recordarlo y se llevó la mano al hombro izquierdo como el espectro había hecho. Aún le dolía del frío, como siempre le había dolido desde aquella mañana.

Todos los demás se estremecieron también y se arrimaron más al fuego.

—Le dije al espectro que no estaba preparado, aún no. Ya sabéis que conozco demasiado el Otro lado como para saber que nunca debes rechazarlos, pero están dispuestos a esperar. El tiempo no es nada para ellos. No tienen otra cosa que hacer más que esperar. El espectro me dijo que volvería al día siguiente y que sería mejor que estuviera preparado para entonces, y se desvaneció. Cuando se hubo ido, leí las palabras inversas y vi que DomDaniel me había ofrecido a mí como parte de un trato con el Otro lado, para que me recogieran en el momento en que yo leyera el encantamiento. Y entonces supe a ciencia cierta que estaba usando la Magia inversa —la imagen especular de la Magia, del tipo que consume a la gente— y yo había caído en su trampa.

El fuego de la playa empezaba a extinguirse y todo el mundo se apretujaba a su alrededor, apiñándose en el destello mortecino, mientras Alther proseguía con su relato:

—De repente entró DomDaniel, me vio leyendo el encantamiento. Y se sorprendió de que aún estuviera allí… de que no me hubieran tomado. Sabía que había descubierto su plan y echó a correr. Se escabulló por la escalera de la biblioteca como una araña, corrió por encima de las estanterías y salió por la trampilla que conducía al otro lado de la pirámide. Se reía de mí y me desafiaba a seguirle si me atrevía; él sabía que me aterrorizaban las alturas. Pero no tenía más remedio que seguirle. Y así lo hice.

Todos se quedaron en silencio. Nadie, ni siquiera Marcia, había oído toda la historia del espectro antes.

Jenna rompió el silencio:

—¡Es horrible! —Se encogió de hombros—. ¿De modo qué, ese espectro volvió a por ti, tío Alther?

—No, princesa. Con alguna ayuda inventé una fórmula antimaleficio. Después de eso no surtió efecto. —Alther se sentó un rato y luego dijo—: Solo quiero que todos sepáis que no estoy orgulloso de lo que hice en lo alto de la Torre del Mago… aunque no empujara a DomDaniel. ¿Sabéis?, es una cosa terrible para un aprendiz suplantar a su maestro.

—Pero tuviste que hacerlo, tío Alther, ¿verdad?

—Sí, tuve que hacerlo —respondió Alther con calma—. Y tendremos que volver a hacerlo.

—Tendremos que hacerlo esta noche —declaró Marcia—. Volveré y arrojaré a ese malvado desde la torre. Pronto aprenderá que no se juega con la maga extraordinaria. —Se puso en pie decididamente y se envolvió en la capa púrpura, preparada para marcharse.

Alther saltó en el aire y le puso una mano de fantasma sobre el brazo de Marcia.

—No. No, Marcia.

—Pero, Alther… —protestó Marcia.

—Marcia, en la torre no quedan magos que te protejan y he oído que le diste tu mantente a salvo a Sally Mullin. Te suplico que no vuelvas. Es demasiado peligroso. Debes llevar a la princesa a un lugar seguro. Y mantenerla sana y salva. Yo volveré al Castillo y haré lo que pueda.

Marcia se hundió otra vez en la húmeda arena. Sabía que Alther tenía razón. Las últimas llamas del fuego chisporrotearon mientras empezaban a caer grandes copos de nieve y la oscuridad se cernía sobre ellos. Alther dejó su fantasmal caña de pescar sobre la arena y flotó sobre el Dique Profundo. Miró los marjales que se extendían a lo lejos. Era una visión placentera a la luz de la luna, amplios pantanos cubiertos de nieve, salpicados de pequeñas islas por aquí y por allí, que se desplegaban hasta donde alcanzaba la vista.

—Canoas —dijo Alther volviendo a bajar—. Cuando era niño así es como se movía la gente de los marjales. Y eso es lo que vais a necesitar.

—Tú puedes hacerlo, Silas —irrumpió Marcia—. Yo estoy demasiado cansada para enredarme con barcos.

Silas se puso en pie.

—Entonces, vamos, Nicko. Iremos al dique y transmutaremos el Muriel en varias canoas.

El Muriel aún flotaba pacientemente en el Dique Profundo, justo a la vuelta del meandro, fuera de la vista desde el río. A Nicko le entristeció ver desaparecer a su fiel barco, pero conocía las reglas de la Magia y por tanto sabía muy bien que, en un hechizo, la materia ni se crea ni se destruye. El Muriel no se iría en realidad sino que, así esperaba Nicko, se convertiría en un conjunto de elegantes canoas.

—¿Puedo tener una rápida, papá? —preguntó Nicko mientras Silas contemplaba el Muriel e intentaba encontrar un hechizo apropiado.

—No puedo prometerte que sea «rápida», Nicko. Me contentaría con que flotara. Ahora déjame pensar… Supongo que una canoa para cada uno estará bien. Ahí va. ¡Conviértete en cinco! ¡Maldita sea! —Ante ellos cabecearon cinco réplicas del Muriel muy pequeñas.

—Papá —se quejó Nicko—, no lo estás haciendo bien.

—Espera un minuto, Nicko, estoy pensando. ¡Eso es: renueva canoa! ¡Oh, no!

—¡Papá!

Una enorme canoa se asentaba varada entre las orillas del dique.

—Ahora, seamos lógicos… —murmuró Silas para sí.

—¿Por qué no te limitas a pedir cinco canoas, papá? —sugirió Nicko.

—Buena idea, Nicko. Aún haremos de ti un mago. ¡Canoas quiero para que cinco las lleven luego!

El hechizo falló antes de materializarse por completo y Silas acabó con solo dos canoas y una montaña de tristes maderos del color del Muriel y cabos.

—¿Solo dos, papá? —se lamentó Nicko, contrariado porque no iba a tener su propia canoa.

—Tendrán que servirnos —respondió Silas—. No puedes cambiar de materia más de tres veces sin que se vuelva frágil.

En realidad Silas estaba satisfecho de que hubiera materializado alguna canoa.

Pronto Jenna, Nicko y el Muchacho 412 se sentaban en lo que Nicko había llamado la canoa Muriel 1 y Silas y Marcia se apretujaban en la Muriel 2. Silas insistió en sentarse delante alegando:

—Yo conozco el camino, Marcia. Tiene sentido.

—Marcia resopló, pues albergaba sus dudas, pero estaba demasiado cansada para rebatirlo.

—Vamos, Maxie —llamó Silas al perro—. Ve y siéntate con Nicko.

Pero Maxie tenía otras ideas. El propósito de Maxie en la vida era estar junto a su amo, y quedarse junto a su amo es lo que haría. Saltó al regazo de Silas y la canoa se balanceó peligrosamente.

—¿No puedes controlar a este animal? —le exigió Marcia, que estaba consternada al verse otra vez tan horriblemente cerca del agua.

—Claro que puedo. Hace exactamente lo que le he dicho, ¿verdad, Maxie?

Nicko dio un resoplido burlón.

—Ve a sentarte al fondo, Maxie —ordenó Silas al perro con severidad. Con aspecto alicaído, Maxie saltó por encima de Marcia hasta el final de la canoa y se acomodó detrás de ella.

—No se va a sentar detrás de mí —se quejó Marcia.

—Bueno, no puede sentarse a mi lado, tengo que concentrarme en la ruta que debemos seguir —le explicó Silas.

—Y ya va siendo más que hora de que os pongáis en camino —exclamó Alther, que flotaba ansioso—. Antes de que empiece a nevar de verdad. Me gustaría poder ir con vosotros.

Alther se elevó flotando y los observó partir, bogando por el Dique Profundo que ahora se llenaba lentamente a medida que subía la marea y los llevaba hacia las profundidades de los marjales Marram. La canoa de Jenna, Nicko y el Muchacho 412 encabezaba la marcha, con Silas, Marcia y Maxie detrás.

Maxie se sentaba muy erguido detrás de Marcia y le soltaba su aliento de perro emocionado en la nuca. Olisqueaba los nuevos y húmedos olores de los pantanos y escuchaba los turbadores ruidos que hacían todo tipo de pequeños animales diversos al apartarse de la ruta de las canoas. De vez en cuando le vencía la emoción y babeaba de felicidad sobre el cabello de Marcia.

Pronto Jenna llegó a un exiguo canal que salía del dique. Entonces se detuvo.

—¿Vamos por aquí, papá? —le preguntó a Silas.

Silas parecía confundido. No recordaba en absoluto aquel tramo. Justo cuando se preguntaba si responder sí o no, sus pensamientos fueron interrumpidos por un penetrante grito de Jenna.

Una pegajosa mano cubierta de lodo con dedos palmeados y unas anchas garras negras había salido del agua y agarraba un extremo de su canoa.