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El Dique Profundo

Marcia estaba irascible.

Muy irascible.

Mantener dos hechizos a la vez era duro. Y más si uno de ellos era una proyección, que era una forma inversa de la Magia y, a diferencia de la mayoría de los hechizos que Marcia empleaba, aún tenía vínculos con el lado Oscuro, o el Otro lado, como Marcia prefería llamarlo. Era necesario un mago valiente y hábil para emplear la Magia inversa sin invitar al Otro. Alther había enseñado bien a Marcia, pues muchos de los hechizos que había aprendido de DomDaniel en realidad entrañaban magia negra y Alther se había convertido en un experto en impedirla. Marcia era muy consciente de que durante todo el tiempo que estaba usando la proyección, el Otro revoloteaba sobre ellos, esperando su oportunidad para irrumpir en el hechizo.

Eso explicaba por qué Marcia se sentía como si en su cerebro no cupiese nada más, y sobre todo no cabía ningún esfuerzo por ser educada.

—Por el amor de Dios, haz que este condenado barco se mueva, Nicko —espetó Marcia. Nicko parecía dolido. No tenía por qué hablarle de ese modo.

—Entonces alguien tendrá que remar —musitó Nicko—. Y sería de gran ayuda que pudiera ver adonde nos dirigimos.

Con algún esfuerzo y un consiguiente aumento de la irascibilidad, Marcia despejó un túnel en medio de la niebla. Silas guardó silencio. Sabía que Marcia estaba usando un enorme montón de energía y habilidades mágicas y, a su pesar, sentía un gran respeto por ella. Silas jamás se habría atrevido siquiera a intentar una proyección y mucho menos mantener una niebla generalizada a la vez. Tenía que reconocerlo: era muy buena.

Silas dejó a Marcia con su Magia y bogó para que el Muriel navegase por la espesa crisálida blanca del túnel de niebla, mientras Nicko pilotaba cuidadosamente el barco hacia el radiante cielo estrellado que se abría al final del túnel. Pronto Nicko sintió que el casco del barco arañaba la dura arena, y el Muriel saltó contra una espesa mata de juncia.

Habían llegado a la seguridad de los marjales Marram.

Marcia respiró aliviada y dejó que la niebla se dispersara. Todo el mundo se relajó, salvo Jenna. Jenna, que no había sido la única chica en una familia de seis chicos sin aprender una o dos cosillas de ellos, tenía al Muchacho 412 boca abajo en la cubierta inmovilizado mediante una llave.

—Suéltalo, Jen —dijo Nicko.

—¿Por qué? —exigió Jenna.

—Es solo un niño tonto.

—Pero casi hace que nos maten a todos. Le salvamos cuando estaba enterrado en la nieve y nos ha traicionado replicó tristemente Jenna.

El Muchacho 412 permanecía callado. ¿Enterrado en la nieve? ¿Salvar su vida? Lo único que recordaba es haberse quedado dormido en el exterior de la Torre del Mago y despertarse siendo prisionero en las habitaciones.

—Suéltalo, Jenna —le ordenó Silas—. No entiende lo que está pasando.

—De acuerdo —admitió Jenna, librando de la llave al Muchacho 412—. Pero creo que es un cerdo.

El Muchacho 412 se sentó despacio, frotándose No le gustaba el modo en que todos le miraban. Estaba el modo en que la princesita le había llamado sobre todo después de haber sido tan agradable con él instantes antes. El muchacho 412 se acurrucó tan lejos como pudo e intentó aclarar las cosas en su cabeza. Hechos. Nada tenía sentido. Intentó recordar lo que le habían explicado en el ejército joven.

Hechos. Solo existen hechos. Hechos buenos. Hechos malos. Así que:

Hecho uno: secuestrado. MALO.

Hecho dos: uniforme robado. MALO.

Hecho tres: empujado por el conducto de la basura. MALO, realmente MALO.

Hecho cuatro: metido en un frío barco apestoso. MALO

Hecho cinco: no asesinado por los magos (todavía). BUENO

Hecho seis: probablemente a punto de ser asesinado por los magos. MALO.

El Muchacho 412 hizo un recuento de «buenos» y «malos». Como siempre, los «malos» superaban a los «buenos», lo cual no le sorprendió.

Nicko y Jenna bajaron del Muriel de un salto y se encaramaron a la ribera cubierta de hierba que se encontraba junto a la playita de arena donde ahora estaba encallado el Muriel, ladeada sobre un costado con las velas desmayadas. Nicko quería un descanso después de estar al mando del barco. Se había tomado sus responsabilidades como capitán muy en serio y mientras estaba en la barca sentía que si algo iba mal, de algún modo era culpa suya. Jenna se alegraba de estar otra vez en tierra firme, o al menos tierra algo húmeda, pues la hierba sobre la que se sentaba tenía un tacto empapado y mullido, como si creciera sobre un gran pedazo de esponja húmeda, y estaba cubierta de un leve polvo de nieve.

A una distancia prudencial de Jenna, el Muchacho 412 se atrevió a levantar la mirada y vio algo que le hizo poner los pelos de punta: Magia, Magia poderosa.

El Muchacho 412 miró fijamente a Marcia. Aunque nadie parecía haberlo notado, podía ver el halo de energía de la Magia que la rodeaba. Emitía un resplandor púrpura que parpadeaba alrededor de la superficie de la capa de maga extraordinaria y le daba a su rizado cabello negro un brillo púrpura intenso. Los radiantes ojos verdes de Marcia centelleaban mientras contemplaba el infinito, pasándose una película muda que solo ella podía ver. A pesar de su entrenamiento antimagos del ejército joven, al Muchacho 412 le sorprendió sentirse sobre cogido en presencia de la Magia.

La película que Marcia estaba viendo era, por supuesto, el leiruM y la imagen especular de sus seis tripulantes. Navegaban a toda vela hacia la amplia desembocadura del río y ya casi había llegado al mar abierto del puerto. Allí estaban, para asombro del cazador, alcanzando velocidades increíbles para un pequeño barco de vela, y aunque el barco bala se las había arreglado para mantener el leiruM a la vista, tenía problemas para alcanzar la distancia necesaria para que el cazador disparase su bala de plata. Los diez remeros estaban fatigados, y el cazador se estaba quedando ronco de gritarles que fueran «¡Más rápido, idiotas!».

El aprendiz se había sentado obedientemente en la parte trasera del barco durante toda la persecución. Cuanto más furioso se había puesto el cazador, menos se había atrevido a abrir la boca y más se había eclipsado en su rinconcito a los pies del sudado remero número diez. Pero a medida que pasaba el tiempo, el remero número diez empezó a murmurar entre dientes comentarios extraordinariamente groseros e interesantes sobre el cazador, y el aprendiz había haciendo acopio de valor. Asomó la cabeza sobre el agua y miró el veloz leiruM. Cuando más miraba al leiruM, más se convencía de que algo iba mal.

Por fin, el aprendiz se atrevió a gritarle al cazador:

—¿Se ha dado cuenta de que el nombre del barco está al revés?

—No intentes hacerte el listo conmigo, chico.

La vista del cazador era buena, pero tal vez no tan buena como la de un muchacho de diez años y medio cuyo entretenimiento era coleccionar y clasificar hormigas. No en vano el aprendiz se había pasado horas en la cámara oscura de su amo, oculto en las Malas Tierras, mirando el río. Sabía los nombres y las historias de todos los barcos que navegaban por allí. Sabía que el barco que habían estado persiguiendo antes de la niebla era el Muriel, construido por Rupert Gringe y alquilado para la pesca del arenque. También sabía que después de la niebla el barco se llamaba leiruM, y el leiruM era una imagen especular del Muriel. Y había sido aprendiz de DomDaniel lo suficiente como para saber exactamente lo que significaba.

El leiruM era una proyección, una aparición, un fantasma y una ilusión.

Por suerte para el aprendiz, que estaba a punto de informar al cazador de este interesante hecho, en el mismo momento, en el auténtico Muriel, Maxie lamió la mano de Marcia a la manera simpática y babosa de los perros lobo. Marcia se estremeció ante la saliva cálida del perro, perdió la concentración por un segundo y el leiruM desapareció por un instante ante los propios ojos del cazador. El barco rápidamente reapareció de nuevo, pero demasiado tarde. El leiruM se había delatado.

El cazador gritó de rabia y dio un puñetazo sobre la caja de las balas. Luego volvió a gritar, esta vez de dolor. Se había roto su quinto metacarpiano, el meñique. Y le dolía. Cogiéndose la mano, el cazador gritó a los remeros:

—¡Dad media vuelta, idiotas!

El barco bala se detuvo, los remeros dieron la vuelta a sus asientos y cansinamente empezaron a remar en dirección contraria. El cazador se encontró en la parte de atrás del barco. Para su deleite, el aprendiz estaba ahora delante.

Pero el barco bala no era la máquina eficaz que había sido. Los remeros se fatigaban rápidamente y no admitían de buena gana que les insultase a gritos un supuesto asesino cada vez más histérico. El ritmo de su bogar fallaba y el suave movimiento del barco bala era cada vez más irregular e incómodo.

El cazador se sentaba con el ceño fruncido en la parte trasera del barco. Sabía que, por cuarta vez en aquella noche, el rastro se había enfriado. La caza se estaba poniendo fea.

Sin embargo, el aprendiz estaba disfrutando del giro que habían dado las cosas. Se sentaba en lo que ahora era la proa y, un poco como Maxie, metía la nariz en el aire y disfrutaba de la sensación del aire de la noche pasando veloz a su alrededor. También se sentía aliviado de poder hacer su trabajo; su amo estaría orgulloso. Se imaginaba al lado de su amo, explicándole cómo había detectado una proyección diabólica y los había sacado del apuro. Tal vez eso haría que su amo dejara de estar tan decepcionado por su falta de talento mágico. Lo intentó, pensó el aprendiz, realmente lo intentó, pero de algún modo, nunca tuvo demasiado de eso, fuera lo que fuese.

Fue Jenna quien vio la temible luz del proyector acercándose en una curva lejana.

—¡Están aquí de nuevo! —gritó.

Marcia dio un salto; perdida por completo la proyección y lejos del puerto, el leiruM y su tripulación habían desaparecido para siempre, para conmoción de un pescador solitario que estaba en el muro del puerto.

—Tenemos que esconder el barco —sugirió Nicko, subiendo y corriendo por la orilla cubierta de hierba seguido por Jenna.

Silas empujó a Maxie fuera del barco y le dijo que se tumbara. Luego ayudó a salir a Marcia, y el Muchacho 412 salió tras ella.

Marcia se sentó en la herbosa orilla del Dique Profundo, decidida a conservar sus zapatos púrpura de pitón secos tanto tiempo como le fuera posible. Todos los demás, incluido el Muchacho 412, para sorpresa de Jenna, se metieron en el agua profunda y empujaron el Muriel para liberarlo de la arena, de modo que volvía a estar a flote. Luego Nicko cogió un cabo y arrastró el Muriel por el Dique Profundo hasta que dio la vuelta a un recodo y ya no se divisó desde el río. La marea estaba bajando, y el Muriel flotaba bajo en el dique, con el corto mástil oculto por las cada vez más escarpadas riberas.

El sonido del cazador gritando a los remeros se transmitía por el agua, y Marcia asomó la cabeza por encima del dique para ver lo que estaba ocurriendo. Nunca había visto nada parecido. El cazador estaba precariamente de pie en la parte trasera del barco bala, gesticulando furiosamente con un brazo. No dejaba de dirigir un incesante aluvión de insultos a los remeros, que habían perdido todo sentido del ritmo y dejaban que el barco bala zigzagueara sobre el agua.

—No debería hacer esto —dijo Marcia—, en verdad no debería. Es mezquino y vengativo y degrada el poder de la Magia, pero no me importa.

Jenna, Nicko y el Muchacho 412 corrieron a la cima del dique para ver lo que Marcia estaba a punto de hacer. Mientras observaban, Marcia apuntó con el dedo al cazador y murmuró:

—¡Zambullir!

Durante una décima de segundo el cazador se sintió extraño, como si estuviera a punto de hacer algo muy estúpido, lo cual así era. Por algún motivo que no lograba comprender, levantó los brazos con elegancia sobre la cabeza y cuidadosamente apuntó las manos hacia el agua. Luego lentamente dobló las rodillas y se zambulló limpiamente desde el barco bala, realizando una hábil voltereta antes de aterrizar perfectamente en la refrescante agua helada.

A regañadientes y con una exagerada lentitud, los remeros hicieron marcha atrás y ayudaron al jadeante cazador a volver a subir al barco.

—No debió hacer eso, señor —dijo el remero número diez—. No con este tiempo.

El cazador no podía responder. Le castañeteaban tan fuerte los dientes que apenas podía pensar y mucho menos hablar. Le colgaban las ropas húmedas mientras tiritaba violentamente en el frío aire nocturno. Supervisaba sombríamente el marjal donde estaba seguro que su presa había huido, pero no veía signo alguno de ella. Como avezado cazador que era, sabía que no debía aventurarse en los marjales Marram a pie en mitad de la noche. No había nada que hacer: el rastro estaba perdido definitivamente y debía regresar al Castillo.

Mientras el barco bala hacía su largo y gélido viaje de regreso al Castillo, el cazador se acurrucó en la parte de atrás, cogiéndose el dedo roto y contemplando las ruinas de su cacería y de su reputación.

—Lo tiene merecido —dijo Marcia—, ese horrible hombrecito.

—No es del todo profesional —retumbó una voz desde el fondo del dique—, pero es del todo comprensible, querida. En años mozos yo habría estado tentado de hacer lo mismo.

—¡Alther! —exclamó Marcia sonrojándose un poco.