El rastro
Sally los vio venir. Se retiró de la ventana de un salto, se alisó la falda y puso en orden sus pensamientos.
«¡Vamos, chica! —Se dijo a sí misma—, puedes hacerlo. Limítate a poner la cara de “mesonera hospitalaria” y no sospecharán nada». Sally se refugió detrás de la barra y, por primera vez en horas de trabajo, se sirvió una jarra de Springo Special y dio un largo trago.
¡Puaj!, nunca le había gustado. Demasiadas ratas muertas en el fondo del barril para su gusto.
Mientras Sally daba otro trago de rata muerta, el poderoso haz de luz del reflector entró en el café y barrió a sus ocupantes. Por un instante brilló directamente en los ojos de Sally y luego se movió hasta iluminar los blancos rostros de los mercaderes del norte, que dejaron de hablar e intercambiaron miradas de preocupación.
Al cabo de un momento, Sally oyó el golpe seco de unas pisadas apresuradas acercándose a la pasarela. El pontón se balanceó mientras la cuadrilla la atravesaba y el café se estremeció; los platos y los vasos tintinearon nerviosamente con el movimiento. Sally apartó la jarra, se levantó muy tiesa y, con gran dificultad, plantó una sonrisa en su cara.
La puerta se abrió con estruendo.
Entró el cazador y, tras él, en el haz del reflector, Sally pudo ver a la cuadrilla en fila sobre el pontón, con las pistolas preparadas.
—Buenas noches, señor. ¿Qué le pongo? —canturreó, nerviosa, Sally.
El cazador advirtió el temblor de su voz con satisfacción; le gustaba cuando estaban asustados.
Caminó lentamente hacia la barra, se inclinó y miró fijamente a Sally a los ojos.
—Puede darme cierta información. Sé que la tiene.
—¿Eh? —Sally intentó parecer educadamente interesada, pero eso no fue lo que oyó el cazador; oía el miedo y el intento de ganar tiempo.
«Bien —pensó—. Esta sabe algo».
—Estoy persiguiendo a un pequeño y peligroso grupo de terroristas —explicó el cazador escrutando la cara de Sally, que se esforzaba por mantener el aire de «mesonera hospitalaria»; pero durante una fracción de segundo se descompuso y la más fugaz de las expresiones modeló sus rasgos: la sorpresa—. Le sorprende oír que sus amigos son descritos como terroristas, ¿verdad?
—No —contestó Sally. Y luego, al darse cuenta de lo que había dicho, tartamudeó—. Yo… yo., no quería decir eso. Yo…
Sally se rindió. El daño estaba hecho. ¿Cómo había sucedido con tanta facilidad? Eran sus ojos, pensó Sally, aquellos chispeantes ojos entornados que brillaban como dos reflectores en su cerebro. Qué tonta había sido al pensar que podía burlar a un cazador. El corazón de Sally latía tan fuerte que estaba segura de que el cazador podía oírlo, lo cual por supuesto así era. Aquel era uno de sus sonidos favoritos, el latido del corazón de una presa acorralada. Lo oyó durante un delicioso momento más y luego le dijo:
—Usted nos dirá dónde están.
—No —murmuró Sally.
Al cazador no pareció preocuparle aquel pequeño acto de rebeldía.
—Nos lo dirá —insistió, dándolo por hecho.
El cazador se inclinó sobre la barra.
—Tiene un bonito local, Sally Mullin. Muy bonito. Es de madera, ¿no? Tiene ya unos años, si mal no recuerdo. Ahora es una buena madera seca y curada. Arde extraordinariamente bien, según me han dicho.
—No… —se quejó Sally.
—Bueno, entonces le diré lo que vamos a hacer. Usted me explicará adonde han ido sus amigos y yo me olvidaré de mi caja de la yesca…
Sally no dijo nada. Su mente funcionaba a toda velocidad, pero sus ideas no tenían ningún sentido. Lo único que acertaba a pensar era que no había rellenado los cubos contraincendios después de que el muchacho lavaplatos prendiera fuego a los trapos.
—Muy bien, —señaló el cazador—, iré a decirle a los chicos que empiecen a prender fuego. Cerraré las puertas cuando me vaya. No queremos que nadie salga y se haga daño, ¿verdad?
—Usted no puede… —exclamó Sally en un jadeo, percatándose repentinamente de que el cazador no solo estaba a punto de quemar su querido café sino que pretendía quemarlo con ella dentro, por no mencionar a los cinco mercaderes del norte. Sally les echó un vistazo. Estaban murmurando ansiosamente entre ellos.
El cazador ya había dicho lo que había venido a decir. Todo estaba saliendo como esperaba y ahora era el momento de demostrar que hablaba en serio. Se volvió bruscamente y caminó hacia la puerta.
Sally lo miró enfureciéndose de repente. «¡Cómo se atreve a entrar en mi café y aterrorizar a mis clientes! Y luego amenazar encima con reducirnos a todos a cenizas. Ese hombre es solo un matón», pensó Sally, y no le gustaban los matones. Con el ímpetu de siempre salió de detrás de la barra.
—¡Espere! —gritó.
El cazador sonrió. Funcionaba. Siempre funcionaba. Alejarse y dejarles tiempo para pensar durante un momento. Siempre cambiaban de idea. El cazador se detuvo, pero no se volvió.
Una fuerte patada en la espinilla propinada por la robusta bota derecha de Sally pilló al cazador desprevenido y le hizo saltar a la pata coja.
—Matón —le gritó Sally.
—Idiota —exclamó el cazador—. Te arrepentirás de esto, Sally Mullin.
Apareció un guardia de la cuadrilla adulto.
—¿Problemas, señor? —inquirió.
Al cazador no le hizo ninguna gracia que lo vieran saltando de aquel modo tan poco digno.
—No —le espetó—. Todo forma parte del plan.
—Los hombres han recogido maleza, señor, y la han colocado debajo del café como usted ha ordenado. La madera está seca y el pedernal saca buenas chispas, señor.
—Bien —dijo el cazador con expresión macabra.
—Discúlpeme, señor —solicitó una voz con un fuerte acento detrás de él. Uno de los mercaderes del norte había abandonado su mesa y se acercaba al cazador.
—¿Sí? —respondió el cazador apretando los dientes, girando sobre una pierna para ver al hombre. El mercader estaba de pie tímidamente. Vestía la túnica roja oscura de la Liga Hanseática, manchada de tantos viajes y andrajosa. Su desgreñado cabello rubio estaba sujeto por una grasienta cinta de cuero alrededor de la frente y, en el resplandor de la luz del reflector, el rostro tenía un tinte blanco lechoso.
—Creo que nosotros tenemos la… información que usted… ¿requiere? —continuó el comerciante.
Su voz, que buscaba lentamente las palabras adecuadas en un idioma que le resultaba poco familiar, se elevó como si planteara una pregunta.
—¿La tienen ahora? —respondió el cazador; por fin dejaba de dolerle la espinilla y la cacería se reanimaba.
Sally miró al mercader del norte horrorizada. ¿Cómo es que sabía algo? Luego cayó en la cuenta de que debía de haber estado observando desde la ventana.
El mercader evitó la mirada acusadora de Sally. Parecía incómodo, pero obviamente había comprendido lo bastante las palabras del cazador como para estar también asustado.
—Creemos que aquellos a quienes… busca se han ido en el… ¿barco? —anunció despacio el mercader.
—El barco, ¿qué barco? —le espetó el cazador, de nuevo a la carga.
—No conocemos vuestros barcos. Un barco pequeño, velas rojas… ¿velas? Una familia con un lobo.
—Un lobo. ¡Ah!, el chucho… —El cazador se puso desagradablemente cerca del mercader y murmuró en voz baja—: ¿En qué dirección? ¿Río arriba o río abajo? ¿Hacia las montañas o hacia el Puerto? Piénsalo bien, amigo, si tú y tus compañeros queréis estar tranquilos esta noche.
—Río abajo, hacia el Puerto —murmuró el mercader, que encontró el aliento cálido del cazador muy desagradable.
—Bien —dijo el cazador satisfecho—. Te sugiero que tú y tus amigos os marchéis ahora, mientras aún podéis.
Los otros cuatro mercaderes se levantaron y se acercaron al quinto mercader evitando, con expresión de culpabilidad, la mirada horrorizada de Sally. Rápidamente se internaron en la noche, abandonando a Sally a su suerte.
El cazador le hizo una pequeña y burlona reverencia.
—Y buenas noches a usted también, señora, gracias por su hospitalidad. —El cazador se fue y cerró la puerta del café de un portazo.
—¡Sellad la puerta con clavos! —gritó enojado—. Y las ventanas. ¡No le dejéis escapatoria! —El cazador cruzó la pasarela—. Traedme un barco bala rápido para perseguirlos —ordenó al mensajero que esperaba al final de la pasarela—. ¡Al muelle, vamos!
El cazador llegó a la orilla del río y se volvió para supervisar el sitiado café de Sally Mullin. Aunque deseaba ver las primeras llamas antes de irse, el cazador no se detuvo; necesitaba encontrar el rastro antes de que se enfriara. Mientras bajaba la pasarela hacia el muelle para esperar la llegada del barco bala, el cazador sonrió de satisfacción.
Nadie intentaba tomarle el pelo y se salía con la suya.
Tras el sonriente cazador trotaba el aprendiz. Estaba un poco malhumorado después de haber estado esperando fuera del café con aquel frío, pero también estaba muy animado. Enfundado en su gruesa capa, se abrazaba emocionado. Le brillaban los ojos oscuros y las mejillas pálidas se le arrebolaron con el helado aire de la noche; aquello se estaba convirtiendo en la gran aventura que su maestro le había anunciado. Era el principio del regreso de su maestro. Y él formaba parte de él, porque sin él no podría tener lugar. Él era el consejero del cazador. Era él quien debía supervisar la cacería. El que, con sus poderes mágicos, resolvería la situación. Al pensarlo, un breve temblor cruzó la mente del aprendiz, pero lo apartó enseguida. Se sentía tan importante que tenía ganas de gritar o saltar o pegar a alguien, pero no podía. Tenía que hacer lo que su maestro le había dicho y seguir al cazador atenta y silenciosamente. Pero podía pegar a la Realicia cuando la pillase, eso la enseñaría.
—Deja de soñar despierto y sube al barco, ¿quieres? —Le soltó el cazador—. Ponte detrás, quítate de en medio.
El aprendiz hizo lo que le ordenaban. No quería admitirlo, pero el cazador le daba miedo. Caminó con cuidado hacia la popa del barco y se apretujó en el reducido espacio que quedaba frente a los pies del remero.
El cazador miró con aprobación el barco bala. Largo, estrecho, esbelto y tan negro como la noche, estaba revestido de un barniz pulimentado que le permitía deslizarse en el agua con la misma facilidad que la cuchilla de un patín sobre el hielo. Impulsado por diez remeros entrenados, podía superar a cualquiera en el agua.
En la proa llevaba un poderoso reflector y un grueso trípode sobre el que podía montarse una pistola. El cazador caminó con cuidado hacia la proa del barco y se sentó en el estrecho tablón que había detrás del trípode, donde rápidamente y con autoridad se puso a montar la pistola plateada de la Asesina. Luego sacó una bala de plata de su bolsillo, la miró de cerca para comprobar si era la que quería y la dispuso en una pequeña bandeja junto a la pistola para dejarla preparada. Por último, el cazador sacó cinco balas normales de la caja de balas del barco y las colocó en fila junto a la de plata. Estaba preparado.
—¡Vamos! —ordenó.
El barco bala zarpó suave y silenciosamente del muelle, se encontró con la corriente rápida en medio del río y desapareció en la noche.
Pero no antes de que el cazador mirase detrás de él y viera lo que había estado esperando.
Una cortina flamígera serpenteaba en la noche. El café de Sally Mullin ardía en llamas.