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TRAS la visita al presi, supuse que se andarían con tiento, que no me echarían otra vez encima a la madera antes de saber qué era exactamente lo que yo sabía. Tenía cierto margen de maniobra y lo aproveché.

El trullo, en realidad, te enseña pocas cosas: a mentir convincentemente, a mantener la boca cerrada, a cubrirte lo mejor posible cuando no tienes posibilidad de ganar una pelea y a hacer tu maleta en cinco minutos. Esta vez tardé diez. Metí lo indispensable en el bolso de viaje. Para el final dejé el transistor, el libro de Hirschberger, el libro que estoy leyendo en estos días (una novela de Samuel Beckett que me gustaría poder terminar) y el ejemplar de Misericordia que Candi había leído. Ese libro había estado en sus manos. Sería el único recuerdo suyo que me llevara, ahora que me había duchado y el chorro se había llevado al desagüe su sudor y su saliva.

Me vestí con unos pantalones de faena, unas playeras y una camiseta de manga larga. Prefería estar cómodo, poder moverme sin dificultad.

Luego desayuné tranquilamente, viendo las noticias en la tele. La prima de riesgo seguía dando sustos, habría elecciones anticipadas y en Madrid y Barcelona la gente continuaba manifestándose. Nada nuevo bajo el sol: una mierda de país en el mismo mundo de mierda de siempre.

Solo cuando me acabé el café, apagué la tele, encendí un cigarrillo y llamé a Willy.

No lo dejó sonar demasiado y, cuando descolgó, preguntó quién era más por costumbre que por necesidad. Le dije mi nombre, dio un suspiro y dijo:

—Cuéntame a qué viene todo esto.

—¿No lo sabes?

—Sé que estuviste en la oficina de mi padre y que le dijiste cosas muy feas. Solo eso.

—Mentira. Sabes bastante más. Sabes todo lo relacionado con Veteled y con Ansorio. Y sabes que yo no le hice aquello a Diego.

Otro suspiro. Otra larga pausa para que su esfínter hiciera flexiones. Pero hay que reconocer que Willy mantenía la compostura. Contra lo que yo esperaba, ni siquiera se molestó en intentar negarlo.

—¿Qué es lo que pretendes?

Ahí estaba el aclarado. Me tocaba hacer mi jugada.

—¿Cuánto dinero en metálico eres capaz de conseguir hoy?

Debía de tenerlo previsto, porque enseguida respondió que unos seis o siete mil euros.

—Entonces, que sean diez.

—¿Diez?

—Diez mil euros. Pero me los tienes que dar tú personalmente.

—¿Yo? ¿Por qué yo? Tengo gente a la que pago para…

—Tú. O me voy a la policía con todo lo que tengo.

Soltó una risita teatral.

—¿A la policía? ¿Y tú crees que te van a hacer puto caso?

—Cuando vean lo que tengo, sí.

—¿Y qué tienes?

—Enterarte de eso te va a costar diez mil euros. Llámame a este teléfono cuando tengas la pasta. Y vete pensando en algún sitio agradable donde nos podamos ver.

Seguro que tardó menos en reunir la pasta que en elegir un sitio. El caso es que me llamó un par de horas después, citándome a las once en una oficina que tiene en Rafael Cabrera. Evidentemente, quería que la reunión fuese privada. Eso era lo que yo quería saber, así que le propuse lo contrario.

—Pensándolo mejor, hace un día bonito. Nos vemos a las once, pero en el bodegón del Pueblo Canario.

—Oye, no… —empezó a decir, pero, antes de que lograra decir nada más, corté. Volvió a llamar un par de veces. No respondí.