ESE viernes entregué el Ford Fiesta en la casa de alquiler, que está cerca del parque de Santa Catalina y, en vez de regresar a casa por la calle Sagasta, lo hice paseando por la avenida de Las Canteras. El día estaba lindo y ya se olía el fin de semana en la animación del paseo. La gente sonreía y era cordial, hablaba con desconocidos sobre nimiedades y caminaba más despacio que de costumbre, contemplando las vistas, el cielo claro, la sombra del Teide adivinándose a la derecha de la montaña de Gáldar. En días así, en playas así, con cielos como ése, la gente se da a sí misma un respiro de las tribulaciones y sabe que esa tregua durará hasta el lunes o, con un poco de mala suerte, hasta el domingo por la tarde, cuando ya todo se vuelva más triste, más silencioso, más contiguo a la muerte.
Por la mañana, antes de entregar el coche, había estado en Correos. Según me dijo la empleada, los envíos para la misma provincia no tardan en llegar más de un día hábil. Eso quería decir que el lunes a esa hora o, como tarde, el martes, José Luis Andrade recibiría en su casa un sobre acolchado similar al que utilizó para informar y pagar a Ángel Curbelo. Un sobre sellado con autocierre y manipulado con guantes hasta llegar a la oficina de correos dentro de una bolsa de plástico. Un sobre remitido por un tal Claudio Román, nombre absolutamente desconocido para él. Se extrañaría y se asquearía, cuando de él saliera una prenda femenina, unas braguitas tipo tanga, de color negro, arrugadas y sucias. Contendría su repulsión mientras se preguntaba de quién eran esas bragas, quién había podido enviarle eso y qué significaba. Entonces buscaría en el interior del sobre y encontraría la nota, escrita a ordenador, impresa (eso jamás llegaría a averiguarlo) en el cibercafé de mi barrio, recogida de manos del paquistaní impertérrito y ausente que lo regenta y a quien le da exactamente igual lo que se haga en sus equipos siempre que no pueda demostrarse que él sabía que se trataba de algo ilegal. Y la puerta del infierno acabaría de abrírsele de par en par a Andrade unos segundos más tarde, al leer el texto contenido en la hoja, que a Times New Roman tamaño 18, decía:
Esto es de tu hija Patricia. Devuélveselas de mi parte. Se las iba a mandar al cornudo de su marido, pero no sé su dirección. La tuya, sí.
Lo ocurrido inmediatamente después nunca lo sabré, pero puedo adivinarlo. Imagino una conversación con su mujer. Que acabó en bronca. Una llamada a su hija. Que también acabó en bronca. Un lunes (o, como tarde, martes) negro, que sería una bronca interminable.
Todo eso me resultaba indiferente. Con joderle la vida a Andrade tenía de sobra. Ser testigo de ello era ya un lujo que no podía permitirme. Me conformé con saber que ocurriría, con imaginarlo y pasármelo teta pintándole detalles al escarnio. Eso fue lo que hice (imaginarle la rabia, el horror, la desorientación, la suciedad con la que se habrá manchado su mundo perfecto y mezquino, como un váter inmaculado desde el cual, de pronto, comienza a subir la mierda) mientras paseaba por la avenida y contemplaba el mar, el cielo, la playa, la sonrisa de los transeúntes.
Por algún motivo que se me escapaba, sentía una extraña y limpia alegría. Y no me apetecía comer solo. Después de aquellos días andando entre basura, me apetecía algún contacto humano agradable. No sabía el número de móvil de Candi, pero solo tenía que estar pendiente de cuándo se oyera movimiento en su casa. Mientras tanto, fui empezando a cocinar. Haría pollo al curry, con arroz. Me sale muy bueno. En media hora, el pollo estaría preparado. Y Candi a punto de llegar.