50

HABÍA anochecido ya cuando llegué a Juan Grande. Ni siquiera me molesté en esconder demasiado la mochila. Si algún yonqui se metía allí y robaba aquel percal, peor para él. En caso de que lo trincaran con todo aquello, le colgarían ese muerto. Mejor para mí.

Lo único que me llevé fue el dinero y las subcarpetas con los informes. Mi foto y la hoja con mis datos las quemé.

Mientras conducía de regreso a Las Palmas me pregunté una y mil veces si me habría dejado algún cabo suelto, algún sitio que hubiera tocado, un salivazo, un arañazo de Curbelo en mi piel cuando entré a saco en la oficina y lo aporreé. Me dije que no. No le dio tiempo de oponer resistencia, había limpiado todas y cada una de las cosas que había tocado. En cuanto a la saliva, la violencia siempre me seca la boca.

Antes de subir a casa fui a una cabina y telefoneé a la Yoli. La conversación fue breve. Solo le dije:

—Yoli, tienes que hacerme un favor, mi niña. Nadie te va a preguntar, pero si alguien te pregunta, hoy me pasé la tarde en tu casa. Desde las cinco hasta ahora.

Al otro lado de la línea se escuchó un silencio lleno de desasosiego. Luego, Yoli dio un bufido largo y contestó:

—Vale, pero escúchame bien lo que te voy a decir: último favor que te hago. Porque me da que tú te estás metiendo en follones y yo no quiero tener nada que ver con eso. Así que última vez. ¿Está clarito?

—Está claro, Yoli. No te preocupes, que va a ser la última. Muchas gracias, querida. Te debo la vida.

—No lo sabes tú bien —dijo antes de colgar.