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ESCUCHABA la radio y fumaba, sentado en aquel cacharro con abolladuras y desconchados de herrumbre, estacionado en una calle desierta del barrio de Guanarteme con una matrícula que no era la suya. Fumaba y escuchaba la radio aguzando los sentidos cuando, muy de vez en vez, algún transeúnte cruzaba la calle perpendicular rumbo a la plaza del Pilar o el parque de la Música.

Lo hacía tranquilamente, ahorrándome movimientos, procurando no pensar, sin apartar la vista del zaguán al cual habría de acercarse Felo en cualquier momento. Llevaba ya un buen par de horas esperando y en algún momento llegué a pensar que Nono o yo mismo nos habíamos equivocado, así que lo llamé. Pero no, no había error: esta calle, este número. Nono decía que era allí donde Felo vivía ahora y si Nono lo decía tenía que ser así, no había otra posibilidad.

Hacía años que no veía a Felo. Veinte. Acaso veintiuno. La última vez había sido en el juicio. Quizá habría cambiado mucho, pero estaba seguro de que lo reconocería. Se habría cortado el pelo o se lo habría dejado crecer; habría adelgazado o continuaría siendo el mismo gordo grasiento e inmundo: los que no podían haber cambiado eran sus ademanes, sus andares, sus maneras de vieja loca bujarrona.

El disyóquey de Radio Revival anunció que llegaba el momento de las pastillas que te hacen crecer o te hacen menguar, no como las que te daba mamá, que no te hacen nada, mientras sonaban los primeros acordes de White Rabbit, de Jefferson Airplane, y, como si también estuviera escuchándola, un tipo asomó por la esquina dirigiéndose al portal casi al ritmo del bajo y la caja de la batería.

Llevaba una camisa estampada, unos shorts y chancletas y, cuando salí de la furgona y me acerqué, averigüé que el estampado de la camisa era de flores azules sobre fondo blanco, que el tipo venía de beber en alguno de los bares de la zona, que llevaba la cabeza totalmente afeitada y que, efectivamente, era Felo.

Él tardó unos metros más en reconocerme, no solamente porque iba distraído sacándose las llaves del bolsillo, sino porque yo sí que he cambiado. Le costó entender que aquel tío barbudo y corpulento era yo. Cuando lo hizo, cuando supo que sí, que era yo, parecieron cruzársele por la cabeza docenas de cosas a la vez, antes de preguntarme, fingiendo que la sorpresa era agradable:

—¿Adrián?

No tuvo tiempo de decir nada más antes de que mi frente se estrellase contra su cara, aplastándole la nariz, haciendo que un chorro de sangre manara de sus napias como de una fuente. Los manchones de color burdeos mejoraron de forma notable el estampado de su camisa.

Meterlo en la parte de atrás de la Trans no fue fácil. Le di unas cuantas hostias, hasta que por fin estuvo lo bastante dócil o lo suficientemente zumbado como para dejarse encadenar de pies y manos a las argollas que yo había fijado al suelo.

Arranqué con la sangre latiéndome en las sienes, con ganas de estar ya en Juan Grande. Pero después me dije que el camino era largo: lo último que me convenía era que me parasen en un control de la Guardia Civil. Por eso moderé la velocidad, cedí el paso, cuidé de no saltarme ni un solo semáforo mientras buscaba la circunvalación que nos conduciría a cada uno a nuestro destino: a mí, a la autopista del Sur, y a Felo, al infierno.