EL sábado dormí hasta las nueve de la mañana. Desayuné fuerte, me di una ducha y preparé la mochila para pasar un fin de semana de paz y relax en Playa del Inglés. También preparé una bolsa de viaje, en la que metí todo lo que me hacía falta para las otras cosas que pensaba hacer y que no tenían nada que ver con el relax ni, muchísimo menos, con la paz.
Fumé un cigarrillo y tomé un último café repasando los detalles, los cabos sueltos. Cuando salí de casa acababan de dar las diez.
Quizá el hotel de Playa del Inglés no fuera una maravilla, pero a mí me lo parecía. Las zonas comunes estaban pintadas en blanco, gris y magenta, y eran diáfanas y agradables. La habitación era amplia y tenía una terraza que daba a la piscina, donde los primeros guiris ya se alternaban en las hamacas.
Pensé que, ya que estaba allí, bien podía sacarle partido, así que me puse el bañador y bajé. Me di un chapuzón y me tumbé a secarme al sol.
A la habitación solo había subido la mochila. La bolsa de viaje estaba donde debía estar, en la parte trasera de la Trans. Sobre las seis de la tarde salí del hotel por la zona de la piscina. Esto me evitó encontrarme con los recepcionistas. Luego pensé que daba igual, que no serían los mismos que por la mañana. Pero toda precaución era poca.
Me dirigí a Juan Grande. Allí supervisé que todo estuviera en orden, comprobé la firmeza de los pernos de la silla y ordené las herramientas en el pañol. Finalmente, le quité a la Trans sus placas de matrícula y le puse las del Fiat abandonado.
Cuando volví a subir a la furgoneta eran ya casi las siete y media y el sol se iba volviendo rojizo y frío.