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ME di una vuelta por La Isleta y pregunté en la calle donde Felo vivía con sus padres. Ninguno vive ya allí y nadie se acuerda de ellos, salvo la dueña del bazar de al lado. Parece que la madre de Felo se murió, que al padre se lo llevaron a una residencia, que Felo se puso de acuerdo con los hermanos y vendieron la casa, y él, con su parte, se fue a otra más chica. De pronto, cuando estaba a punto de contarme dónde estaba esa casa, la comadre pareció acordarse también de mi cara y fingió un ataque de amnesia. No era plan de apretarle las tuercas.

Fui al Mercado del Puerto. Está más limpio y quedan ya muy pocos de los puestos que daban al exterior, donde los herederos del cambullón vendían vaqueros, zapatos y maletas. Ahora allí hay garitos modernos, de ésos que te clavan con la cuenta porque sirven los pinchos en platos cuadrados. No me senté en ninguno de ésos. Me fui a un barcito de los de toda la vida, de ésos que hacen esquina y viven de las tragaperras. Pedí café. Eran las seis de la tarde, pero preferí el café a pedir un refresco y parecer un ñanga. Calculo que tardé diez minutos en trabar conversación con un viejillo que bebía brandy Veterano mirando la tele, porque no había nada más que hacer. Daban un programa de ésos en los que las famosas se pegan gritos en directo.

—Qué vergüenza, ¿verdad? —me dijo señalando de reojo la pantalla, donde no sé qué morena decía una y otra vez saber no sé qué sobre una rubia teñida.

A mí esos programas me resbalan. Desde que salí, aprovecho que Tomás tiene tele de pago para ver películas y documentales. Pero le hice un gesto con la cabeza, dándole la razón.

—Yo, esas cosas, las prohibía —insistió el hombre.

Me di cuenta de que tenía los ojos opacos y acuosos. Y no solo por el Veterano. Debía de tener unas cataratas que ni las del Iguazú. Era un hombrecillo pequeño y correoso, con la piel quemada por el sol y los dedos torcidos. En la boca le quedaban unos cuantos dientes, pero, al parecer, ninguno consecutivo a otro.

Durante un rato lo dejé hablar, dándole el pie a golpe de monosílabos. Hizo discursos sobre lo mal que va el mundo, sobre la desaparición del respeto, sobre la crisis, sobre los políticos (la mitad, chorizos; la otra mitad, gilipollas), los banqueros (de éstos, ninguno era gilipollas: todos chorizos) y lamadrequeparióatoesto hasta que, en algún momento, alzó la copa vacía con desilusión y lo invité a otra. Yo me pedí una cerveza sin alcohol y el camarero nos sirvió a disgusto pero enseguida. Evidentemente, el viejillo era parte del mobiliario y no debían de caerse bien. Que se joda, pensé, un poco porque el viejo me cayó simpático y otro poco porque no tenía nada que hacer hasta las ocho.

El hombre era nacido y criado en La Isleta. Había sido calderero en el Muelle durante cuarenta y siete años (cuarentisiete, imagínese usted) y ahora, con los chiquillos criados y los nietos ya grandes y dos bisnietos, qué iba a hacer: pues venir todas las tardes un ratito, después de la siesta, a echarse un pisquito.

Cuando pronunció la palabra «ratito», el camarero, que pasaba hacia las mesas del fondo, no pudo evitar cagarse en su estampa con la mirada. Afortunadamente, el viejo lo ignoró y pude aprovechar para tirarle de la lengua. Por supuesto, no me referí a Felo. Aproveché que, en su momento, su madre había sido conocida en el barrio por sus arreglos de costura.

—Ay, Chanita, que en paz descanse —dijo el isletero—. ¿Cómo no me voy a acordar, hombre? Ya, coño, Chanita, fijeseusté… Más buena que era… La traté mucho. Vamos, ¿Chanita y mi mujer? Uña y carne.

Le dije que yo había estado muchos años fuera de la isla, por trabajo, y que había querido visitar a Chanita, que había sido amiga de mi familia. Se tragó la bola entera y hasta fingió (o realmente creyó) conocer a mi madre de vista. Cuando le pregunté por el resto de la familia, me contó que Roquito, su marido, estaba en el geriátrico de Taliarte y que ya había perdido el tino, el pobrecito. Y los hijos se habían ido cada uno por su lado: las dos mayores vivían en Fuerteventura.

—¿Y el más chico? Felo, creo que se llamaba…

En ese punto, el viejo barrió la barra y el suelo con su mirada lerda.

—Ese muchacho no sé yo por dónde andará —dijo al fin—, pero seguro que por ningún lado bueno…

—Hombre, no lo recuerdo yo tan bandido…

Me miró de hito en hito, alzando las cejas hasta que toda su cara se convirtió en una mueca.

—¿Eso? Eso era malo como carne de perro… Amargadita tenía a la pobre Chana —luego bajó la voz, para añadir—: Aparte, parece que el hombre no era de esta acera… Eso lo sabrá usted, ¿no?

Me pareció divertido hacerme el sueco:

—Ah, pues nunca le noté yo nada raro.

—¿Felito? Eso es fisno, fisno, mi hijo. Plátano frito. Ese muchacho pierde más aceite que una carroza de los carnavales. Mariquita mariquita, se lo digo yo… Claro, que yo no tengo nada contra nadie. Ahí, cada palo que aguante su vela. Y, normalmente, esa gente suelen ser buenos hijos. ¿Y a las madres? A las madres las tienen en un pedestal, como tiene que ser. Pero éste no. Éste salió malo como carne de perro… Mala gente, se lo digo yo…

Lo dejé explayarse un rato, desplegar su repertorio de prejuicios para que se le soltara del todo la lengua. Luego, aprovechando una pausa, solté:

—Pues si no sabe dónde está esta gente, me da una mala noticia, hombre… Es que estoy intentando localizarlos, porque parece ser que Chanita tenía fotos de mi madre y ella, cuando eran jóvenes… Mi madre ya murió y yo quería tener un recuerdo de la viejita.

El viejo lo pensó un buen rato. Finalmente, dijo: —Pregunte por Guanarteme. Creo que Felo paraba por allá. Pero vaya usted a saber si guarda algo de la madre. Hasta el anillo de casada le llegó a vender. Y todo por la jodida droga, mal rayo la parta… Si es lo que digo yo: se acabó el respeto, mi hijo.

Me costó otro coñac y media hora de monólogo más quitarme de encima al viejo, al que ya le había sacado todo lo sacable y comenzaba a no caerme tan simpático.

Ya tenía algo: el barrio de Guanarteme no es tan grande, aunque sí bastante laberíntico. Pero, para eso, podía contar con la Yoli. Además, llevaba ya un par de semanas fuera, así que iba siendo hora de ir a hacerle una visita.

Cuando volví al barrio eran cerca de las ocho. No subí a casa: me metí en el supermercado, a echarle un cabo a Tomás. Enseguida me di cuenta de que me había notado el olor a cerveza, así que no perdí ni un segundo en contarle que había estado en el Mercado del Puerto, echándome una cerveza sin alcohol.

—Ahora hay bares de tapas por ahí…

—Sí. Tenemos que ir un domingo de éstos, con la familia.