Sir Henry Forrest, banquero y regidor de la ciudad de Londres, casi sintió náuseas al entrar en Press Yard[1] debido al terrible olor, peor que el hedor de los desagües de las cloacas donde Fleet Ditch desembocaba en el Támesis. Era una pestilencia digna de los pozos más negros del infierno, una fetidez inmunda que dejaba a uno sin aliento y que hizo que sir Henry diese un paso involuntario hacia atrás, se pusiese un pañuelo en la nariz y aguantase la respiración temiendo estar a punto de vomitar.
El guía de sir Henry se rió entre dientes.
—Yo ya no noto el olor, señor —comentó—, pero supongo que es mortalmente malo a su manera, mortalmente malo. Cuidado con los escalones, señor, tenga cuidado.
Sir Henry retiró el pañuelo cautelosamente y se obligó a hablar.
—¿Por qué llaman a esto «Press Yard»?
—Aquí es donde antaño, señor, los reclusos eran presionados. Eran aplastados, señor. Apedreados, señor, para persuadirles de que dijeran la verdad. Nosotros ya no lo hacemos, señor, una lástima, y como consecuencia ellos mienten como bellacos, señor, como bellacos. —El guía, uno de los carceleros de la prisión, era un hombre gordo con pantalones de cuero, una chaqueta manchada y una robusta porra. Se rió—. Aquí no hay ningún hombre o mujer culpables, señor; ¡no si usted les pregunta!
Sir Henry intentó mantener una respiración superficial para no tener que inhalar el nocivo miasma de inmundicia, sudor y putrefacción.
—¿Hay retretes aquí? —preguntó.
—Muy renovados, sir Henry, muy renovados. Hay desagües apropiados en Newgate, señor. Les mimamos demasiado, sí que lo hacemos, pero ellos son animales repugnantes, señor, repugnantes. Ensucian su propio nido, señor, eso es lo que hacen, ensucian su propio nido. —El carcelero echó el cerrojo a la verja por la que habían entrado al patio—. Los condenados gozan de la libertad de Press Yard, señor, durante la luz del día —dijo—, excepto en grandes ocasiones como hoy —sonrió abiertamente, para que sir Henry advirtiera que era una broma—. Deben esperar hasta que hayamos acabado, señor. Si usted gira a la izquierda, podrá reunirse con el señor Brown y los demás caballeros en la Sala de Reuniones.
—¿La Sala de Reuniones? —preguntó sir Henry.
—Donde se reúnen los condenados, señor, durante las horas del día, señor —explicó el carcelero—, excepto en grandes ocasiones como hoy, señor; esas ventanas a su izquierda, señor, son las cajas de sal.
Sir Henry vio al final del patio, que era muy largo y estrecho, quince ventanas con barrotes. Eran pequeñas, sombrías y estaban distribuidas en tres pisos, y a las celdas situadas detrás de esas ventanas las llamaban «las cajas de sal». No tenía ni idea de por qué las llamaban así, y prefirió no preguntar por si animaba más el grosero humor del carcelero, pero sir Henry sabía que las quince cajas de sal también eran conocidas como las salas de espera del diablo y las antesalas del infierno. Eran las peores celdas de Newgate. Un reo, cuyos ojos eran un mero destello tras los barrotes, se quedó mirando fijamente a sir Henry, quien apartó la vista mientras el carcelero arrastraba la pesada puerta de la Sala de Reuniones.
—Muy agradecido, sir Henry, muy agradecido, por supuesto.
El carcelero saludó militarmente cuando sir Henry le ofreció un chelín en agradecimiento por su orientación a través de los laberínticos pasillos de la prisión.
Sir Henry entró en la Sala de Reuniones, donde fue recibido por el alcaide, William Brown, un hombre lúgubre con cabeza calva y mandíbula prominente. Un sacerdote robusto con una peluca anticuada, sotana, una sobrepelliz manchada y bandas de Ginebra sonreía empalagosamente al lado del alcaide.
—Permítame que le presente al ordinario, nuestro capellán —dijo el alcaide—, el reverendo doctor Horace Cotton. Sir Henry Forrest.
Sir Henry se quitó el sombrero.
—Para servirlo, doctor Cotton.
—A sus órdenes, sir Henry —respondió enfáticamente el doctor Cotton, después de dedicarle una larga reverencia.
La anticuada peluca del ordinario constaba de tres grandes ondas de vellón blanco que enmarcaban su pálida cara. Tenía un forúnculo supurante en la mejilla izquierda y, como remedio contra el olor de la prisión, llevaba un ramillete de flores atado alrededor del cuello, justo encima de las bandas de Ginebra.
—Sir Henry —confió el alcaide al capellán de la prisión— está aquí por un asunto oficial.
—¡Ah! —Los ojos del doctor Cotton se abrieron aún más, pensando que sir Henry había acudido por una extraña afición—. ¿Y es ésta su primera visita?
—Así es —admitió sir Henry.
—Estoy convencido de que lo encontrará edificante, sir Henry —dijo el sacerdote.
—¡Edificante! —La elección de la palabra sorprendió a sir Henry, que la consideró fuera de lugar.
—Hemos ganado almas para Cristo con esta experiencia —afirmó el doctor Cotton severamente—, para Cristo, ¡ya lo creo! —Sonrió y se inclinó servilmente mientras el alcaide conducía a sir Henry junto con los otros seis invitados que habían llegado para el desayuno tradicional de Newgate.
El último de los invitados se llamaba Matthew Logan y no necesitaba presentación, pues sir Henry y él eran viejos amigos, y como los dos eran regidores de la ciudad, eran considerados visitantes muy distinguidos aquella mañana, ya que la Comisión de Regidores era la que en realidad dirigía la prisión de Newgate. El alcaide y el ordinario, cuyos sueldos eran fijados por los regidores, insistían en que los dos hombres tomasen café, pero ambos rehusaron la invitación. Logan cogió a sir Henry del brazo para llevárselo hasta la chimenea, donde pudiesen hablar en privado al lado de las brasas ardientes y las cenizas humeantes.
—¿Seguro que quiere ver todo esto? —preguntó Logan a su amigo con preocupación—. Tiene usted muy mal aspecto.
Sir Henry era un hombre apuesto, alto, delgado y ancho de espaldas, y con una expresión perspicaz y severa. Era banquero, rico y con éxito. Su cabello, canoso prematuramente, pues sólo habían pasado unos días desde su quincuagésimo cumpleaños, le daba una apariencia distinguida, aunque en aquel momento, de pie ante la chimenea de los presos en la Sala de Reuniones, parecía viejo, frágil, escuálido y enfermizo.
—Aún es muy de mañana, Logan —explicó—, y nunca estoy en mi mejor momento tan temprano.
—Claro —asintió Logan, aparentando creer la explicación de su amigo—, pero esto no es una experiencia para cualquiera, aunque debo decir que el desayuno de después es muy bueno. Riñones picantes. Ésta es probablemente mi décima o undécima visita, y el desayuno no me ha decepcionado todavía. ¿Cómo está lady Forrest?
—Florence está bien, gracias por su interés.
—¿Y su hija?
—Sin duda, Eleanor sobrevivirá a sus problemas —dijo sir Henry secamente—. Todavía no se ha demostrado que un corazón roto sea fatal.
—¿Excepto en los poetas, quizá?
—Malditos poetas, Logan —añadió sir Henry con una sonrisa. Colocó las manos frente a los restos de un fuego que esperaba ser atizado y devuelto a la vida. Los presos habían dejado sus ollas y calderos llenos hasta el borde y un montón de peladuras de patata ennegrecida se rizaba en las cenizas—. Pobre Eleanor… Si dependiera de mí, Logan, le permitiría casarse, pero Florence no quiere ni oír hablar del tema, y supongo que tiene razón.
—Las madres normalmente saben lo que es mejor en estos casos —comentó Logan sin darle importancia.
Entonces el murmullo de la sala se fue apagando a medida que los invitados se volvían hacia una puerta con barrotes que se había abierto con un súbito y violento chirrido. Durante un instante no entró nadie y parecía que todos los invitados contenían la respiración, pero entonces, después de una audible boqueada, apareció un hombre con una enorme bolsa de cuero caminando pesadamente. No había nada en su aspecto que explicase la boqueada. Era corpulento, de cara colorada y llevaba unas polainas marrones, pantalones negros y una chaqueta negra demasiado ajustada por encima de su protuberante barriga. Se quitó respetuosamente su gastado sombrero marrón cuando vio el señorío expectante, pero no les dedicó ningún saludo y nadie en la Sala de Reuniones respondió a su llegada.
—Ese —le comentó Logan a sir Henry en voz baja— es el señor James Botting, más conocido familiarmente como Jemmy.
—¿El peticionario? —preguntó sir Henry entre dientes.
—El mismo.
Sir Henry reprimió un escalofrío y se recordó a sí mismo que los hombres no deberían ser juzgados por su apariencia, aunque era difícil tener buen concepto de un ser tan horrible como James Botting, cuyo pedazo de carne cruda por cara estaba desfigurada por verrugas, quistes y cicatrices. Su calva estaba rodeada por un mechón de pelo castaño lacio que caía por encima de su cuello raído y, cuando hacía muecas, cosa que repetía cada pocos segundos como un tic nervioso, mostraba unos dientes amarillos y unas encías de aspecto marchito. Tenía las manos grandes, que apartaron un banco de una mesa sobre la cual dejó caer su saco de cuero. Lo desabrochó y, consciente de ser observado por los silenciosos visitantes, extrajo ocho rollos de cuerda blanca delgada. Colocó los rollos sobre la mesa y los ordenó nerviosamente de manera que quedasen bien separados unos de otros. Luego, y con el aire de un prestidigitador, extrajo cuatro sacos blancos de algodón, cada uno de un metro cuadrado aproximadamente, que puso al lado de las cuerdas enrolladas, y por último, después de mirar para asegurarse de que todavía estaba siendo observado, sacó cuatro pesadas sogas hechas de cáñamo de tres cabos. Cada soga, de unos tres metros y medio de largo, tenía un dogal en un extremo y un ojo ayustado en el otro. James Botting puso las sogas sobre la mesa y entonces dio un paso atrás.
—¡Buenos días, caballeros! —exclamó rápidamente.
—¡Oh, Botting! —respondió William Brown, el alcaide, en un tono como si acabase de darse cuenta de su presencia—. Buen día tenga usted.
—Y uno bueno es, señor —señaló Botting—. Temía que lloviese, debido a mis dolores de codo, pero no hay ni una nube a la vista, señor. ¿Sólo hay cuatro clientes hoy, señor?
—Sólo cuatro, Botting.
—Han atraído a una buena muchedumbre, señor, ya lo creo, a una buena muchedumbre.
—Bien, muy bien —comentó vagamente el alcaide, y volvió a su conversación con uno de los invitados al desayuno.
Sir Henry se giró hacia su amigo Logan.
—¿Sabe Botting por qué estamos aquí?
—Espero que no. —Logan, banquero como sir Henry, gesticuló—. Podría hacer una chapuza si lo supiera.
—¿Hacer una chapuza?
—¿Qué mejor manera de demostrar que necesita un ayudante? —aclaró Logan con una sonrisa.
—Recuérdeme cuánto le pagamos.
—Diez chelines y seis peniques por semana, pero hay incentivos. La mano milagrosa para uno, y también la ropa y las sogas.
—¿Incentivos? —Sir Henry estaba desconcertado.
Logan sonrió.
—Nosotros contemplaremos el proceso hasta cierto punto, sir Henry, pero después nos retiraremos para degustar riñones picantes. En cuanto nos hayamos ido, el señor Botting invitará a la gente a subir al patíbulo para poder tocar la mano del muerto. Se supone que cura las verrugas, y creo que cobra un chelín y seis peniques por cada tratamiento. ¿Y qué pasa con la ropa de los presos y las sogas asesinas? La ropa la ofrece a la señora Tussaud si la quiere, y si no, la vende como recuerdo, y la soga se corta en fragmentos que normalmente se ofertan por las calles. Créame, el señor Botting no padece ninguna penuria. Yo he pensado a menudo que deberíamos ofrecer el trabajo de verdugo al mejor postor, en lugar de pagarle un sueldo al desgraciado.
Sir Henry se volvió para mirar la cara desfigurada de Botting.
—Sin embargo, la mano milagrosa no parece funcionar con el verdugo, ¿verdad?
—No es muy agradable de ver, ¿eh? —Logan estaba de acuerdo y sonrió. Entonces levantó la mano—. ¿Lo ha oído?
Sir Henry pudo escuchar un resonante ruido metálico. La sala se había quedado callada de nuevo y él sentía una especie de gélido terror. Se despreciaba a sí mismo por la lascivia que lo había persuadido a acudir a semejante desayuno. Entonces se estremeció mientras la puerta de Press Yard se abría.
Otro carcelero entró en la sala. Saludó militarmente al alcaide y se quedó de pie al lado de una pequeña tabla tirada en el suelo. El carcelero sostenía un pesado martillo y sir Henry se preguntó para qué serviría, pero no quiso averiguarlo; entonces los invitados más próximos a la puerta se quitaron el sombrero porque el sheriff y su ayudante habían aparecido en la entrada y estaban haciendo pasar a los presos a la Sala de Reuniones. Había cuatro, tres hombres y una joven. Esta última era poco más que una muchacha y tenía una cara pálida y asustada.
Uno de los sirvientes del alcaide apareció al lado de Matthew Logan y sir Henry.
—¿Brandy, señor?
—Gracias —respondió Logan y cogió dos tazas. Le ofreció una a sir Henry—. Es brandy malo —le susurró—, pero una buena precaución. Asienta el estómago, ¿eh?
De repente, la campana de la prisión empezó a sonar. La muchacha se puso a temblar; entonces el carcelero que sostenía el martillo le ordenó que colocara un pie sobre el yunque de madera para que sus grilletes pudieran ser abiertos. Sir Henry, que había dejado de notar el hedor de la prisión hacía rato, bebió a sorbos el brandy y temió que lo fuera a vomitar. Se sentía la cabeza ligera, como si soñara. El carcelero martilleó los remaches del primer grillete y sir Henry vio que el tobillo de la muchacha estaba lleno de llagas.
—El otro pie, muchacha —ordenó el carcelero.
La campana seguía sonando y ya no se detendría hasta que los cuatro individuos fuesen ejecutados. Sir Henry era consciente de que le temblaba la mano.
—He oído que en Norwich el trigo se estaba vendiendo a sesenta y tres chelines el cuarto en Norwich la semana pasada —comentó, en voz demasiado alta.
Logan estaba mirando fijamente a la temblorosa muchacha.
—Robó el collar de su señora.
—¿Ah, sí?
—De perlas. Lo debe de haber vendido, porque no se ha encontrado. El tipo alto que tiene al lado es un bandolero. Lástima que no sea Hood, ¿eh? Sin embargo, algún día presenciaremos el balanceo de Hood. Los otros dos asesinaron a un tendero en Southwark. Sesenta y tres chelines el cuarto, ¿eh? Es un milagro que así alguien pueda comer.
La muchacha, con movimientos torpes debido a la falta de costumbre de caminar sin los grilletes, se apartó del yunque improvisado arrastrando los pies. Empezó a llorar y sir Henry le volvió la espalda.
—¿Riñones picantes, dice?
—El alcaide siempre sirve riñones picantes en los días de ejecución —respondió Logan—, es una tradición.
El martillo golpeaba los grilletes del bandolero, la campana sonaba y James Botting espetó a la joven que se acercara a él.
—Estate quieta, muchacha —le ordenó—, bebe eso si quieres. Bébetelo todo —señaló una taza de brandy que había en la mesa, al lado de las sogas cuidadosamente enrolladas. La muchacha derramó un poco porque le temblaban las manos, pero se bebió el resto de un trago y luego dejó caer la jarra de latón, que resonó en la losa. Empezó a disculparse por su torpeza, pero Botting la interrumpió—. Las manos quietas, muchacha —le advirtió—, las manos quietas.
—¡Yo no robé nada! —se lamentó ella.
—Tranquila, hija, tranquila. —El reverendo Cotton se había colocado a su lado y le puso una mano sobre el hombro—. Dios es nuestro refugio y nuestra fortaleza, pequeña, y debes confiar tu fe a Él. —Le masajeó el hombro. Ella llevaba un vestido de algodón azul pálido con el escote caído y los dedos del sacerdote apretaron y acariciaron la blanca piel descubierta—. El Señor es una ayuda muy presente en los malos tiempos —sermoneó el ordinario, mientras sus dedos dejaban marcas rosadas en la piel blanca de la muchacha—, y Él será tu consuelo y tu guía. ¿Te arrepientes de tus viles pecados, pequeña?
—¡Yo no robé nada!
Sir Henry se obligó a hacer respiraciones largas.
—¿Escapó de aquellos créditos brasileños? —le preguntó a Logan.
—Se los revendí a Drummonds —respondió Logan—, por lo que le estoy sumamente agradecido, Henry, sumamente agradecido.
—Es a Eleanor a quien debe agradecérselo —dijo sir Henry—. Vio una noticia en un periódico de París y extrajo las conclusiones correctas. Una muchacha inteligente, mi hija.
—Una lástima lo de su compromiso —se condolió Logan.
Logan miraba a la condenada, la cual lloraba en voz alta mientras Botting le inmovilizaba los codos con un trozo de cuerda. Se los ató a la espalda tan fuerte que la joven respiraba con dificultad. Botting sonrió a su lamento y acto seguido tiró de la cuerda aún más, obligando a la muchacha a apretar sus pechos contra la fina tela de su vestido barato. El reverendo Cotton se inclinó para que notase su aliento en la cara.
—Debes arrepentirte, pequeña, debes arrepentirte.
—¡Yo no lo hice! —Respiraba entre jadeos y las lágrimas le iban cayendo por su rostro desencajado.
—¡Las manos delante, muchacha! —ordenó Botting bruscamente.
Cuando ella alzó sus manos torpemente, el hombre le agarró una muñeca, rodeándola con un segundo trozo de cuerda que dobló entonces sobre su otra muñeca. Sus codos estaban atados a su espalda, sus muñecas delante, y como Botting había unido sus codos tan fuerte, no podría unir sus muñecas con la cuerda, pero sólo estaría satisfecho si las unía.
—Me está haciendo daño —gimió ella.
—¿Botting? —intervino el alcaide.
—La inmovilización no tendría que ser cosa mía —gruñó Botting, pero aflojó un poco la tensión de la cuerda que apretaba los codos de la muchacha y ésta asintió con la cabeza dando las gracias.
—Sería bonita si la arreglaran —comentó Logan.
Sir Henry estaba contando mentalmente las ollas de la chimenea. Todo parecía irreal. «Dios, ayúdame —suplicó para sus adentros—, Dios, ayúdame.»
—¡Jemmy! —El bandolero, ya sin los grilletes, saludó al verdugo con desdén.
—Ven aquí, muchacho. —Botting pasó por alto la confianza—. Bébete eso. Y deja los brazos a los lados.
El bandolero puso una moneda en la mesa, al lado de la taza de brandy.
—Para usted, Jemmy.
—Buen chico —murmuró el verdugo.
La moneda aseguraría que los brazos del bandolero no fueran inmovilizados demasiado fuerte y que su muerte fuera tan rápida como Botting pudiera.
—Eleanor me ha dicho que ya ha superado lo del compromiso —dijo sir Henry, todavía dando la espalda a los presos—, pero yo no la creo. Es muy infeliz. Lo sé. Pero fíjese, a veces me pregunto si es una obstinada.
—¿Obstinada?
—Me parece, Logan, que su atracción hacia Sandman sólo ha aumentado desde que rompieron el compromiso.
—Era un joven muy decente —comentó Logan.
—Es un joven muy decente —recalcó sir Henry.
—Pero escrupuloso en extremo —añadió Logan.
—En extremo, eso es —asintió sir Henry. Estaba mirando fijamente al suelo, intentando no hacer caso de los leves sollozos de la muchacha—. El joven Sandman es un buen hombre, muy buen hombre, pero sin posibilidades ahora. ¡Completamente sin posibilidades! Y Eleanor no puede casarse con un desgraciado.
—Es cierto, no puede hacerlo —asintió Logan.
—De ser por ella, se habría casado —se quejó sir Henry y negó con la cabeza—. Y nada de esto es culpa de Rider Sandman, pero ahora está en la miseria. Sin un céntimo.
Logan frunció el ceño.
—Pero cobra media paga del ejército, ¿no?
Sir Henry negó con la cabeza.
—Vendió su comisión; dio el dinero para la manutención de su madre y su hermana.
—¿Mantiene a su madre? ¿Esa terrible mujer? Pobre Sandman… —Logan se rió en voz baja—. ¿Pero seguro que Eleanor no tiene pretendientes?
—¡Al contrario! —Sir Henry parecía pesimista—. Hacen cola en la calle, Logan, pero Eleanor siempre les encuentra defectos.
—Ella es buena en eso —comentó en voz baja Logan, aunque sin malicia, porque le tenía aprecio a la hija de su amigo, aunque pensaba que estaba demasiado consentida. Ciertamente, Eleanor era inteligente y de gran cultura, pero ésa no era ninguna razón para no hacerla entrar en vereda—. Sin embargo —añadió—, sin duda se casará pronto.
—Sin duda lo hará —declaró sir Henry secamente.
Su hija no sólo era atractiva, sino que también se sabía que sir Henry otorgaría una generosa cantidad a su futuro esposo, por lo cual sir Henry a veces estaba tentado de permitir que se casara con Rider Sandman, pero su madre no quería ni oír hablar del tema. Florence deseaba que Eleanor tuviese un título y Rider Sandman no tenía ninguno; tampoco tenía ya dinero, y por eso el matrimonio entre el capitán Sandman y la señorita Forrest no se celebraría. Los pensamientos de sir Henry sobre las perspectivas de su hija fueron ahuyentados por un grito de la muchacha condenada, un gemido tan lastimoso que sir Henry se volvió horrorizado para ver que James Botting le había colgado una de las pesadas sogas alrededor del cuello y la muchacha evitaba su tacto como si el cáñamo de Bridport estuviese empapado de ácido.
—Tranquila, querida —murmuró el reverendo Cotton, y entonces abrió su devocionario y se apartó de los cuatro presos, que ya estaban inmovilizados.
—Este nunca ha sido el trabajo del verdugo —se quejó James Botting, antes de que el ordinario pudiese empezar a leer el oficio de difuntos—. ¡Era el mozo de cuerda, el mozo de cuerda quien rompía los grilletes y hacía la inmovilización en el patio, en el patio! ¡Nunca ha sido el trabajo del verdugo hacer la inmovilización!
—Quiere decir que eso lo hacía su ayudante —murmuró Logan.
—Por lo tanto, sabe por qué estamos aquí —comentó sir Henry mientras el sheriff y su ayudante, ambos con largas togas, distintivos oficiales y bastones con punta de plata, y ambos evidentemente satisfechos de que los presos estuviesen correctamente preparados, fueron hacia el alcaide, quien se inclinó ante ellos con formalidad antes de presentarle al sheriff un documento.
—«Yo soy la resurrección y la vida —entonó el reverendo Cotton en voz alta—, y aquél que en mí crea, aunque estuviese muerto, aún vivirá.»
El sheriff echó un vistazo al papel, hizo un gesto de aprobación con la cabeza y se lo metió en un bolsillo de su toga con adornos de piel. Hasta entonces los cuatro presos habían estado al cuidado del alcaide de Newgate, pero desde aquel momento pertenecían al sheriff de la ciudad de Londres, el cual, terminadas las formalidades, se dirigió a sir Henry con una mano extendida y una sonrisa de bienvenida.
—¿Ha venido usted por el desayuno, sir Henry?
—He venido por una cuestión del deber —respondió severamente sir Henry—, pero me alegro de verle, Rothwell.
—Supongo que se quedará al desayuno —comentó el sheriff, mientras el ordinario recitaba las oraciones para el funeral—. Tienen unos riñones picantes muy buenos.
—Puedo tomar un buen desayuno en casa —contestó sir Henry—. No, he venido porque Botting ha solicitado un ayudante y nosotros pensamos, antes de justificar el gasto, que debíamos juzgar por nosotros mismos si es necesario o no. ¿Conoce usted al señor Logan?
—El regidor y yo nos conocemos desde hace tiempo —dijo el sheriff, estrechándole la mano a Logan—. La ventaja de proporcionarle al hombre un ayudante —comentó a sir Henry en voz baja— es que su sustituto ya estará cualificado. Y si hay problema en el patíbulo, bueno, dos hombres son mejor que uno. Me alegro de verle, sir Henry, y a usted, señor Logan —recobró la compostura y se volvió hacia Botting—. ¿Está usted listo, Botting?
—Totalmente listo, señor, totalmente listo —respondió Botting mientras recogía los cuatro sacos blancos y se los metía en un bolsillo.
—Podemos hablar en el desayuno —le propuso el sheriff a sir Henry—. ¡Riñones picantes! Los he olido cuando venía hacia aquí. —Se sacó un reloj del bolsillito del chaleco y pulsó un botón para abrir la tapa—. Es hora de irnos, creo, hora de irnos.
El sheriff inició la comitiva fuera de la Sala de Reuniones, a través del estrecho pasillo de Press Yard. El reverendo Cotton tenía una mano sobre el cuello de la muchacha, a quien guiaba mientras leía el oficio religioso en voz alta, el mismo oficio que les había entonado en la capilla el día anterior. Los cuatro presos habían estado en el famoso Banco Negro, agrupados alrededor del ataúd de la mesa, y el ordinario les había leído su responso, así como predicado que ellos estaban siendo castigados por sus pecados, porque Dios había decretado que hombres y mujeres debían ser castigados. Les había descrito las llamas que les esperaban en el infierno; incluso les había detallado los diabólicos tormentos que se estaban preparando para ellos, y sus palabras hicieron llorar a la muchacha y a uno de los asesinos. La tribuna de la capilla se había llenado de gente que había pagado un chelín y seis peniques por cabeza para presenciar el último oficio eclesiástico de las cuatro almas condenadas.
Los presos en las celdas que daban a Press Yard gritaban protestas y despedidas mientras pasaba la comitiva. Sir Henry estaba alarmado por el ruido y sorprendido al oír la voz de una mujer profiriendo insultos.
—¿Seguro que los hombres y las mujeres no comparten las celdas? —preguntó.
—Ya no —respondió Logan, y entonces vio dónde estaba mirando su amigo—, y supongo que ésa no es ninguna presa, sino una mujer de la calle, sir Henry. Pagan lo que se llama «dinero malo» a los carceleros para poder venir y ganarse la vida aquí.
—¿Dinero malo? ¡Dios bendito! —sir Henry parecía afligido—. ¿Y nosotros permitimos eso?
—Nosotros miramos hacia otro lado —respondió Logan con voz queda—, entendiendo que es mejor tener rameras en la prisión que presos amotinándose. —El sheriff había hecho bajar a la comitiva por un tramo de escaleras de piedra hacia un túnel que pasaba bajo la prisión principal y desembocaba en el vestíbulo, y el lúgubre conducto pasaba por una celda vacía con una puerta abierta—. Aquí es donde han pasado su última noche —Logan señaló la celda.
La muchacha condenada estaba tambaleándose y un carcelero la cogió del codo y la apremió.
—«Nada traemos a este mundo —la voz del reverendo Cotton resonaba en las húmedas paredes de granito— y bien es cierto que no podemos llevar nada con nosotros. El Señor otorga y el Señor desposee, bendito sea el nombre del Señor.»
—¡Yo no robé nada! —gritó de repente la muchacha.
—Cállate, chica, cállate —gruñó el alcaide.
Todos los hombres estaban nerviosos. Querían que los presos cooperaran, pero la muchacha estaba al borde de la histeria.
—«Señor, permíteme conocer mi fin —rezó el ordinario— y el número de mis días.»
—¡Por favor! —gimió la muchacha—. ¡No, no! Por favor.
Un segundo carcelero se le acercó por si se desmayaba y tuviera que ser llevada el resto del trayecto, pero ella siguió a trompicones.
—Si forcejean demasiado —le informó Logan a sir Henry—, entonces los atan a una silla y los cuelgan así, aunque confieso que no he visto pasar eso en muchos, muchos años, aunque sí recuerdo que Langley tuvo que hacerlo una vez.
—¿Langley?
—El predecesor de Botting.
—¿Ha presenciado usted esto varias veces? —preguntó sir Henry.
—Unas cuantas —admitió Logan—. ¿Y usted?
—Nunca. Hoy es como una obligación.
Sir Henry miró a los presos subir los escalones al final del túnel y deseó no haber acudido. El nunca había visto una muerte violenta. Rider Sandman, quien debía haber sido su yerno, había sido testigo de muchas más muertes violentas porque había sido soldado, y sir Henry hubiese preferido que el joven estuviese allí. Siempre le había gustado Sandman. Una pena lo de su familia.
Al final de las escaleras estaba el vestíbulo, una cavernosa cámara de entrada que daba acceso a la calle llamada Old Bailey. La puerta que daba a la calle era Debtor's Door y permanecía abierta, pero no se veía la luz del día porque el patíbulo se había construido justo afuera. El ruido de la muchedumbre era ensordecedor y la campana de la prisión sonaba apagada, pero la de la iglesia del Santo Sepulcro, en el lado opuesto de Newgate Street, también estaba doblando por las muertes inminentes.
—Caballeros. —El sheriff, que en ese momento estaba al cargo de los procedimientos matutinos, se volvió hacia los invitados al desayuno—. Si suben los escalones hacia el patíbulo, caballeros, encontrarán sillas a derecha e izquierda. Simplemente, dejen dos delante para nosotros, si son ustedes tan amables.
Sir Henry, mientras atravesaba el altísimo arco de Debtor's Door, vio delante de él el oscuro y hueco interior del patíbulo y pensó cómo sería estar bajo un entarimado apoyado en vigas de madera. Una tela negra envolvía los tablones de delante y de los laterales, lo que significaba que la única luz provenía de las grietas entre las maderas que formaban la plataforma elevada del cadalso. Unas escaleras de madera subían a la derecha de sir Henry, penetrando entre las sombras antes de girar repentinamente a la izquierda y emerger en un pabellón cubierto que quedaba en la parte trasera del entarimado. Tanto los escalones como la plataforma parecían muy sólidos, y costaba recordar que el patíbulo tan sólo se montaba el día anterior a una ejecución y era desmantelado inmediatamente después. El pabellón cubierto servía para resguardar a los honorables invitados en caso de inclemencias meteorológicas, pero aquel día el sol de la mañana brillaba en Old Bailey y había suficiente claridad como para hacer que sir Henry pestañeara al girar la curva de las escaleras y aparecer en el pabellón.
Una enorme ovación recibió la llegada de los invitados. A nadie le importaba quiénes eran, pero su aparición presagiaba la llegada de los presos. Old Bailey estaba abarrotada. Todas las ventanas que daban a la calle estaban ocupadas, e incluso había gente en los tejados.
—Diez chelines —dijo Logan.
—¿Diez chelines? —Sir Henry estaba desconcertado de nuevo.
—Por alquilar una ventana —explicó Logan—, a menos que sea el castigo de un crimen famoso; en tal caso el precio sube hasta dos o incluso tres guineas. —Señaló una taberna que estaba justo enfrente del andamio—. La posada La Urraca y el Tocón tiene las ventanas más caras porque se puede ver justo el hoyo en donde caen —se rió entre dientes—. Se puede alquilar un catalejo al dueño y verlos morir. Pero nosotros, por supuesto, tenemos las mejores vistas.
Sir Henry quería colocarse en la sombra de la parte trasera del pabellón, pero Logan acababa de sentarse en una de las sillas delanteras y sir Henry tuvo que tomar asiento junto a él. Le zumbaba la cabeza con el terrible ruido que provenía de la calle. Pensó que era igual que estar en el escenario de un teatro. Estaba abrumado y encandilado. ¡Cuánta gente! Por todas partes veía caras mirando la plataforma de tela negra. El patíbulo propiamente dicho, delante del pabellón cubierto, medía diez metros de largo por cinco de ancho y estaba coronado por una gran viga que iba desde el tejado del pabellón hasta el extremo de la plataforma. Había unos ganchos de carnicero atornillados en la parte inferior de la viga y una escalera de mano apoyada en la madera.
Una segunda e irónica ovación recibió a los oficiales con sus togas de adornos de piel. Sir Henry estaba sentado en una dura silla de madera que era demasiado pequeña y terriblemente incómoda.
—La muchacha será la primera —reveló Logan.
—¿Por qué?
—Ella es a quien han venido a ver —respondió Logan.
Evidentemente, él estaba disfrutando y sir Henry estaba sorprendido por eso. «Qué poco conocemos a nuestros amigos», pensó, y entonces volvió a desear que Rider Sandman estuviese allí, porque sospechaba que el soldado no aprobaría que se matara tan a la ligera. ¿O Sandman se había acostumbrado a la violencia?
—Debería permitirle que se casase con ella —dijo.
—¿Qué? —Logan tenía que alzar la voz porque el gentío estaba gritando que sacaran a los presos.
—Nada —respondió sir Henry.
—«Guardaré silencio como si no pudiese hablar —la voz del reverendo Cotton era cada vez más alta mientras subía por las escaleras detrás de la muchacha— cuando lo impío esté ante mis ojos.»
Primero venía un carcelero, después la muchacha, que subía torpemente los escalones, ya que sus piernas aún no se habían acostumbrado a andar sin grilletes, y el carcelero tuvo que sujetarla cuando tropezó con el último escalón.
Entonces la muchedumbre la vio. «¡Sombreros fuera! ¡Sombreros fuera!» El grito empezó delante y se repitió atrás. No era respeto la causa del grito, sino que los sombreros más altos de la gente de delante dificultaban la vista a los de detrás. El rugido de la muchedumbre era generalizado, apabullante, y entonces la gente se abalanzó hacia delante, por lo que los agentes que protegían el patíbulo levantaron sus porras y lanzas. Sir Henry se sentía abrumado por el ruido y los miles de personas con la boca abierta, gritando. Había tantas mujeres como hombres en la multitud. Sir Henry vio a una matrona de aspecto respetable inclinada sobre un catalejo en una de las ventanas de La Urraca y el Tocón. A su lado un hombre comía pan y huevo frito. Otra mujer tenía unos anteojos. Un vendedor de pasteles había colocado sus productos en una puerta. Las palomas, los milanos y los gorriones volaban en círculos, presas del pánico, debido al ruido. Sir Henry, cuya cabeza le daba vueltas, advirtió de repente los cuatro ataúdes abiertos que estaban en el borde del patíbulo. Estaban hechos de pino, resinosos y sin barnizar. La muchacha tenía la boca abierta y su cara, de natural pálida, se había vuelto enrojecida y desencajada. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas mientras Botting la cogía por un codo inmovilizado y la llevaba hacia los tablones del centro de la plataforma. El centro era una trampilla y crujía bajo su peso. La muchacha temblaba y respiraba con dificultad mientras Botting la colocaba bajo la viga, en el extremo de la plataforma. Una vez estuvo en su sitio, Botting extrajo un saco de algodón de su bolsillo y se lo puso en la cabeza como si fuese un sombrero. Ella gritó al ser tocada e intentó apartarse, pero el reverendo Cotton la cogió del brazo mientras el verdugo le sacaba la soga de la espalda y subía por la escalera de mano. Botting era pesado y los escalones crujieron de manera alarmante. Encajó el pequeño ojo ayustado en uno de los grandes ganchos de carnicero y bajó torpemente, enrojecido y jadeante.
—Necesito un ayudante, ¿o no? —refunfuñó—. No es justo. Todo el mundo tiene un ayudante. ¡No te muevas, nena! ¡Vete como una cristiana! —Miró a la muchacha a los ojos mientras le ponía la soga alrededor de la cabeza. Apretó el nudo corredizo bajo su oreja izquierda y dio un pequeño tirón al dogal para asegurarse de que aguantaría su peso. Ella se quejó del tirón y entonces gritó, porque Botting le estaba tocando el pelo—. ¡Estate quieta, muchacha! —gruñó, y entonces bajó el saco blanco de algodón para que le cubriera la cara.
—¡Quiero ver! —gritó ella.
Sir Henry cerró los ojos.
—«Puesto que mil años ante ti son tan sólo un ayer. —El ordinario había levantado la voz para que se le pudiera oír sobre el barullo del gentío. El segundo prisionero, el bandolero, ya estaba en el andamio y Botting lo colocó al lado de la muchacha, le puso el saco en la cabeza y subió la escalera para colocar la soga—. Oh, enséñanos a contar nuestros días —leyó el reverendo Cotton con voz cantarina—, para que podamos dirigir nuestros corazones hacia la sabiduría.»
—Amén —dijo sir Henry con fervor, con demasiado fervor.
—Oiga —Logan codeó ligeramente a sir Henry, cuyos ojos aún estaban cerrados y le ofreció un frasco—. Brandy del bueno. De contrabando.
El bandolero llevaba flores en su ojal. Hizo una reverencia a la multitud, que lo ovacionó, pero sus bravuconadas eran forzadas, ya que sir Henry pudo ver las piernas del hombre temblando y sus manos atadas agitándose.
—Ánimo, querida —le dijo a la muchacha a su lado.
Había niños entre la multitud. Una niña, que no tendría más de seis años, estaba sentada sobre los hombros de su padre y se chupaba el dedo. La multitud ovacionaba a cada preso que llegaba. Un grupo de marineros con largas coletas gritaba a Botting que le bajase el vestido a la muchacha.
—¡Muéstranos sus tetas, Jemmy! ¡Venga, déjalas salir!
—Pronto habrá terminado —le dijo el bandolero a la muchacha—, y tú y yo estaremos con los ángeles, muchacha.
—¡Yo no robé nada! —gimió la joven.
—¡Admitid vuestra culpa! ¡Confesad vuestros pecados! —El reverendo Cotton instaba a los cuatro presos, que ya estaban alineados sobre la trampilla. La muchacha era quien quedaba más lejos de sir Henry y estaba temblando. Los cuatro tenían los sacos sobre sus cabezas y las sogas en sus cuellos—. ¡Dirigíos a Dios con el corazón limpio! —les exhortó el ordinario—. ¡Limpiad vuestra conciencia, inclinaos humildemente ante Dios!
—¡Venga, Jemmy! —gritó un marinero—. ¡Arráncale el vestido a la furcia!
La muchedumbre pidió silencio, esperando que hubiesen unas palabras finales.
—¡Yo no hice nada! —gimoteó la muchacha.
—¡Vete al infierno, gordo hijo de mala madre! —gruñó uno de los asesinos al ordinario.
—¡Nos vemos en el infierno, Cotton! —gritó el bandolero al sacerdote.
—¡Ahora, Botting! —El sheriff quería acabar rápido y Botting se escabulló hacia la parte trasera del andamio, donde tiró de un cerrojo de madera del tamaño de un rodillo. Sir Henry se puso tenso, pero no pasó nada.
—El cerrojo —explicó Logan en voz baja— es simplemente un dispositivo de cierre. Tiene que bajar para soltar la trampilla.
Sir Henry no dijo nada. Se encogió a un lado cuando Botting pasó rozándole para bajar a la parte de atrás del pabellón. Sólo los cuatro condenados y el ordinario estaban entonces a la luz del sol. El reverendo Cotton permanecía entre los ataúdes, bien apartado de la trampilla.
—«Puesto que cuando montas en cólera es el fin de los días —salmodiaba—, hacemos que nuestros años concluyan, como si de un relato se tratase.»
—¡Cotton, gordo hijo de mala madre! —gritó el bandolero.
La muchacha estaba tambaleándose y, bajo el delgado algodón que le cubría la cara, sir Henry pudo ver cómo abría y cerraba la boca. El verdugo había desaparecido bajo la plataforma y estaba trepando por las vigas que aguantaban el andamio para alcanzar una cuerda que tiraba del madero que sostenía la trampilla.
—«Muéstrate de nuevo, ¡oh Señor! —El reverendo Cotton había levantado una mano y elevado su voz hacia el cielo—. Y ten misericordia de tus siervos.»
Botting tiró de la soga y el madero se movió, pero no cedió del todo. Sir Henry, sin darse cuenta de que estaba aguantando la respiración, vio la trampilla moverse bruscamente. La muchacha sollozaba y sus piernas cedieron, por lo que se desplomó en la trampilla todavía cerrada. El gentío profirió un grito colectivo que se fue extinguiendo cuando comprendieron que los cuerpos no habían caído; entonces Botting dio un fuerte estirón a la soga y la madera cedió, abriendo la trampilla hacia abajo y dejando caer los cuatro cuerpos. Era una caída corta, de tan sólo unos dos metros, y no mató a ninguno de ellos.
—Era más rápido cuando usaban el carro en Tyburn —apuntó Logan, mientras se inclinaba hacia adelante—, pero así tenemos más Morris.
Sir Henry no necesitó preguntar lo que Logan quería decir. Los cuatro se movían bruscamente, dando tirones y retorciéndose. Estaban presenciando la danza Morris[2] del patíbulo, al compás del cáñamo, con cabriolas agonizantes causadas por los sofocantes, estranguladores y mortales forcejeos de los condenados. Botting, oculto abajo el foso del patíbulo, se echó a un lado de un salto cuando los intestinos de la muchacha se soltaron. Sir Henry no vio a ninguno, porque tenía los ojos cerrados, y no los abrió ni siquiera cuando la multitud gritó hasta enronquecer cuando Botting, usando los codos atados del bandolero como estribo, trepó hasta sentarse en cuclillas como un sapo negro sobre los hombros del preso, para acelerar su muerte. El bandolero había pagado a Botting para morir más rápidamente, y éste estaba cumpliendo con su palabra.
—«Fijaos bien, os mostraré un misterio. —El ordinario hizo caso omiso al sonriente Botting, que se aferraba como una monstruosa joroba a la espalda del hombre agonizante—. Ninguno de nosotros dormirá para siempre —entonó Cotton—, sino que nos transformaremos al instante, en un abrir y cerrar de ojos.»
—Ya ha muerto el primero —dijo Logan, mientras Botting bajaba del cadáver—, y yo tengo un apetito de muerte, ¡Dios, qué apetito tengo!
Tres de los cuatro todavía bailaban, pero cada vez más débilmente. El bandolero muerto oscilaba con la cabeza inclinada, mientras Botting tiraba de los tobillos de la muchacha. Sir Henry olió a excrementos, a excrementos humanos, y de pronto no pudo soportar más el espectáculo y bajó a trompicones los escalones del entarimado, hacia el oscuro y fresco refugio de piedra oscura del vestíbulo. Allí vomitó, y después intentó coger aire, mientras escuchaba a la muchedumbre y el crujir de las maderas del entarimado, hasta que se hizo la hora del ir al desayuno.
Riñones picantes. Era una tradición.