Capítulo 10

El caballo de Sally, un castrado, se había quedado cojo el domingo, justo después del anochecer; luego, la bota derecha de Berrigan había perdido la suela, así que ataron el caballo a un árbol, Berrigan se encaramó al lomo del tercer caballo y Sandman, cuyas botas aún se mantenían enteras, guió a los caballos de las dos muchachas.

—Si no devolvemos todos los caballos al Club de los Serafines —señaló Sandman, preocupado por el animal que habían dejado abandonado—, podrían acusarnos de haberlos robado.

—Podrían ahorcarnos por eso —contestó Berrigan, pero sonrió—, aunque yo no me preocuparía por eso, capitán. Con lo que sé del Club de los Serafines, no nos pueden acusar de nada.

Los tres caballos restantes estaban tan cansados que Sandman pensó que, probablemente, habrían llegado antes si los hubiesen dejado atrás, pero Meg se había resignado a contar una verdad a medias, y no quería molestarla proponiéndole que caminara, especialmente después de que empezara de nuevo a quejarse de que los zorros se comerían sus gallinas, pero entonces, Sally comenzó a cantar y eso detuvo el gañido. La primera canción de Sally era una favorita de los soldados, «El tamborilero mayor», que contaba la historia de una muchacha tan enamorada de su casaca roja, que le seguía hasta el regimiento; una vez allí se convertía en tamborilero mayor y evitaba ser descubierta, hasta que se bañaba en el río y casi era violada por otro soldado. Se escapaba de él, los oficiales descubrían su identidad y ella insistía en que se casaría con su amante.

—Me gustan las historias que acaban bien —comentó Berrigan.

El sargento se echó a reír cuando Sally comenzó con otra canción, que también era una de las preferidas por los soldados, pero trataba sobre una muchacha que no lograba escapar. Sandman estaba un tanto sorprendido, aunque no demasiado, de que Sally se supiese toda la letra; Berrigan se puso a cantar con ella y Meg empezó a reír cuando le tocaba el turno al capitán y se equivocaba. Sally siguió cantando incluso cuando un petirrojo se abalanzó sobre ellos desde un árbol hueco del margen de la carretera.

El jinete de guardia sospechó que los cuatro desaliñados viajeros habían robado los tres caballos de tiro, lo cual no era del todo mentira, y les salió al paso empuñando una de sus pistolas. El cañón del arma y los botones de acero de su casaca azul y su chaleco rojo relucían en la oscuridad.

—En el nombre del rey —anunció, pretendiendo no ser confundido por un bandolero—, ¡alto! ¿Quién va? ¿Qué hacen viajando a estas horas?

—¿Cómo se llama? —Sandman le devolvió la pregunta—. ¡Nombre y rango! ¿En qué regimiento sirvió?

Todos los petirrojos eran hombres que habían servido en la caballería. Ninguno era joven, porque se creía que un joven podía estar demasiado dispuesto a la tentación, y por eso, los jinetes más serios, mayores y mejor recomendados eran contratados para intentar mantener a raya a los ladrones en la calzada real.

—Soy yo quien hace las preguntas aquí —replicó el petirrojo, pero tímidamente, ya que había una innegable autoridad en la voz de Sandman. Podía llevar una ropa harapienta y arrugada, pero seguro que había sido oficial.

—¡Retire el arma! ¡Rápido, soldado! —le ordenó Sandman, hablándole deliberadamente como si estuviese en el ejército—. Estoy llevando a cabo un asunto oficial, con la autorización del vizconde de Sidmouth, el secretario de Estado, y este documento lleva su firma y sello, y si no sabe leer, será mejor que nos lleve inmediatamente a su magistrado.

El guardia bajó cuidadosamente el arma y la enfundó en la pistolera de la silla.

—¿Han perdido su coche, señor?

—Se le ha roto una rueda unas treinta millas atrás —respondió Sandman—. Bueno, ¿va a leer esta carta o nos va a llevar a su magistrado?

—Estoy seguro de que todo está en regla, señor.

El jinete petirrojo no quería admitir que no sabía leer, y, de hecho, tampoco deseaba molestar a su magistrado supervisor, el cual, en aquel momento, estaría sentado frente a una abundante cena, por lo que apartó su caballo y dejó pasar a Sandman y a sus tres compañeros. Sandman supuso que podría haber insistido más en ser llevados ante el magistrado y haber utilizado la carta del Departamento de Estado para conseguir otro carruaje, o, al menos, cuatro caballos de silla frescos, pero les habría llevado demasiado tiempo y habría turbado la frágil ecuanimidad de Meg. Así que siguieron caminando hasta que, bien entrada la medianoche, atravesaron el Puente de Londres y llegaron a La Gavilla, donde Sally se llevó a Meg a su propia habitación. Sandman le prestó la suya a Berrigan y él se dejó caer en el salón trasero, no en una de las grandes sillas, sino en el suelo de madera, lo que hizo que se despertara con frecuencia. Cuando las campanas de Saint Giles estaban dando las seis, fue a despertar a Berrigan y le ordenó que levantara a las muchachas. Luego se afeitó, buscó su camisa más limpia, se cepilló la chaqueta y le sacó el polvo a sus gastadas botas antes de que, a las seis y media, acompañado de Berrigan, Sally y una Meg muy reacia a remolque, se dirigió a Great George Street para acabar, eso esperaba, con su investigación.

Lord Alexander Pleydell y su amigo lord Christopher Carne casi sintieron náuseas al entrar en Press Yard debido al terrible olor, peor que el hedor de los desagües de las cloacas donde Fleet Ditch desembocaba en el Támesis. El carcelero que les guiaba se rió entre dientes.

—Yo ya no noto el olor, milores —comentó—, pero supongo que es mortalmente malo a su manera, mortalmente malo. Cuidado con los escalones, milores, tengan cuidado.

Lord Alexander retiró el pañuelo cautelosamente.

—¿Por qué llaman a esto «Press Yard»?

—Aquí es donde antaño, milord, los reclusos eran interrogados. Eran hostigados, milord. Apedreados, milord, para persuadirles de que dijeran la verdad. Nosotros ya no lo hacemos, milord, una lástima, y como consecuencia ellos mienten como bellacos, milord, como bellacos.

—¿Los lapidaban hasta, la muerte? —preguntó lord Alexander, horrorizado.

—Oh no, milord, hasta la muerte, no. Hasta la muerte, no, ¡a menos que la pifiasen y les lanzasen demasiadas piedras! —se rió entre dientes, al encontrar la idea graciosa—. No, milord, sólo los hostigaban hasta que dijesen la verdad. Es un buen método para que alguien confiese, milord, ¡sobre todo después de media tonelada de piedras! —El carcelero se volvió a reír. Era un hombre gordo con pantalones de cuero, una chaqueta manchada y una robusta porra—. Cuesta respirar —comentó, aún sonriente—, cuesta mucho respirar.

Lord Christopher Carne se estremeció ante el terrible hedor.

—¿Hay desagües aquí? —preguntó, con irritación.

—La prisión está muy renovada, milord —se apresuró a asegurarle el carcelero—, muy renovada; es decir, con desagües y retretes apropiados. La verdad, milord, es que les mimamos demasiado, sí que lo hacemos, pero ellos son animales repugnantes. Ensucian su propio nido, ya que nosotros se lo entregamos limpio y ordenado.

El carcelero bajó la porra, mientras echaba el cerrojo a la verja por la que habían entrado al largo, alto y estrecho patío. Las piedras del pasillo parecían húmedas, a pesar del caluroso día, como si el sufrimiento y el temor de tantos siglos hubiese empapado el granito y no pudiese secarse.

—Si ya no interrogan a los reclusos —preguntó lord Alexander—, entonces, ¿para qué se utiliza el patio?

—Los condenados gozan de la libertad de Press Yard, milord, durante la luz del día —respondió el carcelero—, lo cual es un ejemplo, milores, de lo amablemente dispuestos que estamos hacia ellos. Les mimamos demasiado, sí que lo hacemos. Hubo un tiempo en el que una prisión era una prisión, no una taberna con pretensiones.

—¿Aquí venden licor? —preguntó lord Alexander, mordazmente.

—Ahora ya no, milord. El señor Brown, o sea, el alcaide, milord, ordenó cerrar la tienda de grog, arguyendo que la escoria se ponía borracha y revoltosa, milord, pero eso no cambió nada, ya que ahora hacen que les traigan la bebida desde El Cordero o La Urraca y el Tocón —puso atención para oír que la campana de la iglesia daba los tres cuartos—. ¡Dios mío! ¡El Santo Sepulcro nos está indicando que ya son las siete menos cuarto! Si ustedes giran a la izquierda, milores, podrán reunirse con el señor Brown y los demás caballeros en la Sala de Reuniones.

—¿La Sala de Reuniones? —preguntó lord Alexander.

—Donde se reúnen los condenados, milord, durante las horas del día, milord —explicó el carcelero—, excepto en grandes ocasiones como hoy, milord; esas ventanas a vuestra izquierda, milord, son las cajas de sal.

Lord Alexander, a pesar de oponerse al ahorcamiento de los criminales, se sentía curiosamente fascinado por todo lo que veía y observó las quince ventanas barradas.

—Ese nombre, cajas de sal —comentó—. ¿Sabe de su derivación?

—No, ni tampoco su inclinación, milord —el carcelero se echó a reír—; sospecho que las llaman cajas de sal porque están apiladas como cajas.

—¿Qué son las c-cajas de sal? —preguntó lord Christopher, que estaba muy pálido aquella mañana.

—En realidad, Kit —intervino lord Alexander, con una aspereza fuera de lugar—, todo el mundo sabe que allí es donde los condenados pasan sus últimos días.

—Las salas de espera del diablo, milord —respondió el carcelero, arrastrando la pesada puerta de la Sala de Reuniones, y tendió la mano, con ostentación.

Lord Alexander, que se enorgullecía de sus nociones de igualdad, estaba a punto de estrecharle la mano al carcelero, pero se dio cuenta del significado.

—¡Ah! —exclamó, desconcertado, pero se hurgó apresuradamente el bolsillo y extrajo la primera moneda que encontró—. Gracias, buen hombre.

—Gracias, su señoría, gracias —respondió el carcelero; entonces, para su sorpresa, vio que le habían dado una libra entera de propina, y rápidamente se quitó el sombrero y le dedicó una reverencia—. Que Dios os bendiga, milord, Dios os bendiga.

William Brown, el alcaide de Newgate, se apresuró a presentarse ante sus dos nuevos invitados. No conocía a ninguno de los dos, pero reconoció a lord Alexander por su pie deforme, por lo que se quitó el sombrero y le dedicó una reverencia.

—Su señoría es bienvenida.

—Brown, ¿verdad? —intuyó lord Alexander.

—William Brown, milord, sí. El alcaide de Newgate, milord.

—Lord Christopher Carne —lord Alexander presentó a su amigo con un vago gesto con la mano—. El asesino de su madrastra será ahorcado hoy.

El alcaide volvió a hacer una reverencia, esta vez a lord Christopher.

—Confío en que su señoría considere la experiencia tanto una venganza como un consuelo; si me permiten, les presentaré al ordinario de Newgate —les condujo hasta un sacerdote robusto con una peluca anticuada, sotana, una sobrepelliz y bandas de Ginebra, que les esperaba con una sonrisa en su rechoncha cara—. El reverendo doctor Horace Cotton —les anunció el alcaide.

—Su señoría es bienvenida —Cotton le dedicó una reverencia a lord Alexander—. Creo que su señoría es sacerdote, como yo.

—Así es —respondió lord Alexander—, y éste es mi amigo lord Christopher Carne, quien también espera recibir las órdenes algún día.

—¡Ah! —Cotton juntó las manos a modo de plegaria y alzó la vista al techo—. Considero una bendición —confesó— que nuestra nobleza, los verdaderos dirigentes de nuestra sociedad, se nos presenten como cristianos. Es un magnífico ejemplo para las masas, ¿no le parece? Y vos, milord —se dirigió a lord Christopher—, tengo entendido que esta mañana veréis cómo se hace justicia por el grave insulto cometido contra vuestra familia.

—Espero que sí —respondió lord Christopher.

—¡Pero bueno, Kit! —objetó lord Alexander—. La venganza que persigue tu familia le será proporcionada en la eternidad por el fuego del infierno…

—¡Alabado seáis! —exclamó el ordinario.

—Y no es apropiado ni civilizado por nuestra parte hacerles llegar precipitadamente a su merecido sino —terminó lord Alexander.

El alcaide parecía estupefacto.

—Pero vos no sois partidario de abolir el castigo de la horca, ¿verdad?

—Ahorque a un hombre —contestó lord Alexander—, y le negará la oportunidad de arrepentirse. Le negará la oportunidad de tener remordimientos de conciencia noche y día. Creo que debería ser suficiente con deportar a los criminales a Australia. Sé de fuentes fidedignas que aquello es un infierno viviente.

—Sentirán el aguijón de la conciencia en el verdadero infierno —apuntó Cotton.

—Y así será, señor —replicó lord Alexander—, y así será, pero preferiría que un hombre se arrepintiese en este mundo, porque no tiene ninguna oportunidad de salvarse en el otro. Con la ejecución negamos a los hombres la oportunidad de la gracia de Dios.

—Es un argumento original —reconoció Cotton, aunque con recelo.

Lord Christopher había estado escuchando la conversación con mirada agobiada y soltó unas palabras.

—¿Es usted pariente —miró al ordinario— de Henry Cotton?

La conversación se detuvo momentáneamente, interrumpida por el repentino cambio de tema de lord Christopher.

—¿De quién, milord? —le preguntó el ordinario.

—Henry Cotton —respondió lord Christopher. Parecía que le pasaba algo; como si estar dentro de la prisión de Newgate fuese algo casi insoportable—. Era lector de griego en la iglesia de Cristo —explicó—, y ahora es el ayudante del bibliotecario en la Bodleian[12].

El ordinario se apartó un poco de lord Christopher, el cual parecía estar a punto de caer enfermo.

—Yo había pensado, milord —respondió el ordinario—, que tenía parentesco con el vizconde de Combermere. Parentesco lejano.

—Henry Cotton es un b-buen tipo —continuó lord Christopher—, un buen tipo. Un erudito sensato.

—Es un pedante —gruñó lord Alexander—. ¿Está usted emparentado con Combermere, sir Stapleton Cotton? Casi perdió el brazo derecho en la batalla de Salamanca, y hubiese sido una trágica pérdida.

—Oh, por supuesto —asintió el ordinario, hipócritamente.

—Normalmente no eres bueno con los soldados —le comentó lord Christopher a su amigo.

—Combermere puede ser un bateador muy astuto —recordó Alexander—, especialmente contra los lanzamientos con efecto. ¿Juega usted a críquet, Cotton?

—No, milord.

—Es bueno para el viento —declaró lord Alexander misteriosamente y se giró para ofrecer una altanera inspección a la Sala de Reuniones, observando las vigas del techo, golpeando una de las mesas y mirando las ollas y calderos amontonados sobre las brasas de la chimenea—. Veo que nuestros criminales viven con alguna comodidad —señaló, y miró a su amigo con mala cara—. ¿Te encuentras bien, Kit?

—Oh, sí, por supuesto que sí —respondió apresuradamente lord Christopher, pero tenía muy mal aspecto. Varias gotas de sudor la caían por la frente y estaba más pálido que de costumbre. Se quitó las gafas y se las limpió con un pañuelo—. Es que la aprensión de imaginar a un hombre lanzado a la eternidad es propicia para la reflexión —explicó—. Muy propicia. No es una experiencia que deba tomarse a la ligera.

—Yo también pienso que no, de hecho —observó lord Alexander, y volvió su mirada imperiosa hacia los demás invitados al desayuno, los cuales parecían esperar los acontecimientos de la mañana con un regocijo pecaminoso. Tres de ellos, situados al lado de la puerta, se reían de una broma y lord Alexander les miró con cara de pocos amigos—. Pobre Corday —murmuró.

—¿Por qué os compadecéis del hombre, milord? —preguntó el reverendo Cotton.

—Es probable que sea inocente —respondió lord Alexander—, aunque, al parecer, no se ha encontrado prueba alguna de tal inocencia.

—Su fuera inocente, milord —observó el ordinario, con una sonrisa condescendiente—, estoy convencido de que el Señor nos lo hubiera revelado.

—¿Me está diciendo que nunca han ahorcado a un hombre o una mujer inocente? —preguntó lord Alexander.

—Dios no permitiría tal cosa —aseguró el reverendo Cotton.

—Entonces será mejor que Dios se vaya preparando —insinuó lord Alexander, y se volvió hacia una puerta con barrotes que se había abierto con un súbito y violento chirrido.

Durante un instante no entró nadie y parecía que todos los invitados contenían la respiración, pero entonces, después de una audible boqueada, apareció un hombre con una enorme bolsa de cuero, caminando pesadamente. Era corpulento, de cara colorada, y llevaba unas polainas marrones, pantalones negros y una chaqueta negra demasiado estrecha a la altura de su protuberante barriga. Se quitó respetuosamente su gastado sombrero marrón cuando vio el señorío expectante, pero no les dedicó ningún saludo y nadie en la Sala de Reuniones respondió a su llegada.

—Es el señor Botting —susurró el ordinario.

—Pesado nombre para un verdugo —observó lord Alexander, en voz alta y con poco tacto—. Ketch, por ejemplo, es un buen nombre para un verdugo, pero ¿Botting? Parece una enfermedad del ganado.

Botting clavó una mirada hostil al alto y pelirrojo lord Alexander, el cual se quedó bastante indiferente ante la animosidad, aunque lord Christopher retrocedió, quizá de miedo, al verle la cara, un pedazo de carne cruda desfigurada por verrugas, quistes y cicatrices, y sujeta a involuntarios tics cada pocos segundos. Botting miró a los demás invitados burlonamente y apartó el banco de una mesa, sobre la cual dejó caer su saco de cuero. Lo desabrochó, y, consciente de ser observado, extrajo cuatro rollos de cuerda blanca delgada. Colocó los rollos sobre la mesa y extrajo dos pesadas sogas, cada una con un dogal en un extremo y un ojo ayustado en el otro. Puso las sogas en la mesa, añadió los dos sacos blancos de algodón y dio un paso atrás.

—Buenos días, señor —se dirigió al alcaide.

—¡Oh, Botting! —respondió el alcaide, como si acabara de darse cuenta de la presencia del verdugo—. Buen día tenga usted.

—Y uno bueno es, señor —señaló Botting—. Prácticamente no hay nubes en lo alto. ¿Sólo hay dos clientes hoy, señor?

—Sólo dos, Botting.

—Han atraído a bastante gente —anunció—; no a una muchedumbre, pero sí a unos cuantos.

—Bien, bien —comentó vagamente el alcaide.

—¡Botting! —intervino lord Alexander y se dirigió hacia delante con su pie tullido, caminando ruidosamente sobre el agrietado suelo—. Dígame, Botting, ¿es cierto que ahorca usted a los miembros de la aristocracia con una soga de seda? —El verdugo parecía asombrado de que uno de los invitados del alcaide se dirigiera a él, y aún más de que fuera un personaje como el reverendo lord Alexander Pleydell, con su mata de pelo rojo, su nariz aguileña y su figura desgarbada—. ¿Es eso cierto? He oído que así es, pero en cuestiones concernientes al ahorcamiento, seguramente sea usted fons et origo de información fidedigna. ¿Está de acuerdo?

—¿Una soga de seda, señor? —le preguntó Botting con voz débil.

—Milord —le corrigió el ordinario.

—¡Milord! ¡Ja! —exclamó Botting, recuperando su ecuanimidad, sonriendo ante la idea de que quizá lord Alexander estuviera pensando en ser ejecutado—. Siento decepcionaros, milord —le respondió—, pero no sabría cómo agarrar una soga de seda. No una de seda. Pero éste —Botting acariciaba uno de los dogales sobre la mesa— es el mejor cáñamo de Bridport, milord, superior a cualquier otro; y siempre puedo agarrar con firmeza un cáñamo de Bridport de calidad. Pero ¿la seda? Eso es harina de otro costal, milord, y no sabría ni dónde buscarla. No, milord. Si alguna vez tengo el gran privilegio de ahorcar a un noble, lo haré con cáñamo de Bridport, al igual que con cualquier otra persona.

—Y lleva razón, buen hombre —lord Alexander sonrió, aprobando el instinto de igualdad del verdugo—. ¡Bien dicho! Gracias.

—Perdonadme, milord —el alcaide le hizo señas para que se apartase del amplio pasillo central entre las mesas.

—¿Estoy en medio? —lord Alexander parecía sorprendido.

—Sólo momentáneamente, milord —respondió enseguida el alcaide.

Justo entonces, lord Alexander oyó el ruido metálico de grilletes y pies arrastrándose. El resto de invitados se volvieron y se pusieron serios. Lord Christopher Carne dio un paso atrás, con la cara aún más pálida, y se giró hacia la puerta que daba a Press Yard.

Otro carcelero entró en la sala. Saludó militarmente al alcaide y se quedó de pie al lado de una pequeña tabla tirada en el suelo. El carcelero sostenía un pesado martillo y lord Alexander se preguntó qué era lo que se disponían a hacer, pero no quiso averiguarlo; entonces los invitados más próximos a la puerta se quitaron el sombrero porque el sheriff y su ayudante estaban haciendo pasar a los dos presos a la Sala de Reuniones.

—¿Brandy, señor? —uno de los sirvientes del alcaide apareció junto a lord Christopher Carne.

—Gracias —lord Christopher no podía quitarle los ojos de encima al delgado y pálido joven que había entrado primero con las piernas agarrotadas por los pesados grilletes—. ¿Ése, ése es Corday? —le preguntó al sirviente.

—Ése es, milord, sí.

Lord Christopher se bebió el brandy de un trago y cogió otro.

Y las dos campanas, el toque a rebato de la prisión y el carillón del Santo Sepulcro, empezaron a doblar por los que estaban a punto de morir.

Sandman esperaba que la puerta de Great George Street la abriera un criado, pero lo hizo Sebastian Witherspoon, el secretario privado del vizconde de Sidmouth, el cual arqueó las cejas con asombro.

—¿No es una hora indecorosa, capitán? —observó Witherspoon, y frunció el ceño ante el despeinado Sandman y el andrajoso aspecto de sus tres compañeros—. Supongo que no habrán venido todos ustedes esperando desayunar —comentó en un tono lleno de desprecio.

—Esta mujer —Sandman no se entretuvo con los cumplidos de un saludo— puede testificar que Charles Corday no es el asesino de la condesa de Avebury.

Witherspoon se secó ligeramente los labios con una servilleta manchada de yema de huevo. Le echó un vistazo a Meg y se encogió de hombros, como si su testimonio no tuviera ningún valor.

—Cuán inoportuno —murmuró.

—¿Se encuentra aquí el vizconde de Sidmouth? —preguntó Sandman.

—Estamos trabajando, Sandman —le respondió severamente Witherspoon—. Su señoría, como sin duda usted ya sabe, es viudo, y desde su triste pérdida busca el consuelo en el trabajo duro. Empieza temprano y acaba tarde, y no tolera que le interrumpan.

—Esto es trabajo —señaló Sandman.

Witherspoon volvió a mirar a Meg y entonces pareció darse cuenta de su aspecto.

—¿Debo recordarle —replicó— que el muchacho fue declarado culpable y que la sentencia está a punto de cumplirse dentro de una hora? Realmente, no sé qué es lo que podemos hacer a estas alturas.

Sandman retrocedió un paso.

—Preséntele mis respetos a lord Sidmouth —respondió—, y comuníquele que vamos a solicitar una audiencia a la reina. —No tenía ni idea sobre si le recibiría, pero estaba convencido de que ni Witherspoon ni el secretario de Estado deseaban la animosidad de la familia real, y mucho menos cuando esperaban recibir honores y pensiones de la corona—. Creo que Su Majestad la reina —continuó— se había interesado por el caso, y sin duda tendrá gran curiosidad por enterarse de su displicente actitud. Buen día, Witherspoon.

—¡Capitán! —Witherspoon abrió la puerta de par en par—. ¡Capitán! Será mejor que pase.

Fueron conducidos hasta un salón vacío. La casa, aunque estaba situada en una lujosa calle cercana al Parlamento, tenía un aire provisional. No estaba habitada permanentemente, sino que era otorgada como breve usufructo a políticos como lord Sidmouth, que necesitaban un refugio temporal. El único mobiliario en el salón eran un par de sillones con fundas descoloridas y un enorme escritorio con una silla en forma de trono detrás. Había un devocionario bellamente encuadernado encima de la mesa, al lado de una desordenada pila de periódicos regionales con artículos señalados con tinta. Sandman, cuando les dejaron solos en el insípido salón, vio que los artículos marcados eran informes sobre revueltas. La gente de toda Gran Bretaña estaba echándose a las calles para protestar en contra del precio del trigo y de la maquinaria en los molinos.

—A veces pienso —comentó— que el mundo moderno es un lugar muy triste.

—Tiene sus consuelos, capitán —respondió Berrigan, de manera despreocupada, mirando a Sally.

—Revueltas, quema de almiares —prosiguió Sandman—. ¡Nunca había sido así! Los malditos franceses han traído la anarquía al mundo.

Berrigan sonrió.

—Las cosas iban mejor antes, ¿eh? Sólo críquet y té con pastas.

—¿Cuando no estábamos luchando contra los ranas? Sí, era algo así.

—No, capitán —el sargento negó con la cabeza—; lo que pasa es que entonces tenía dinero. Todo es más fácil cuando tienes pasta.

—Amén —añadió Sally, con fervor, y se volvió cuando se abrió la puerta y Witherspoon hizo pasar al secretario de Estado.

El vizconde Sidmouth llevaba una toga de seda estampada sobre la camisa y los pantalones. Estaba recién afeitado y su blanca piel brillaba como si hubiera sido estirada y pulida. La expresión de sus ojos, como siempre, era fría y desaprobatoria.

—Parece, capitán Sandman —comentó agriamente—, que ha decidido causarnos molestias.

—Yo no he decidido nada parecido, milord —replicó Sandman, agresivamente.

Sidmouth frunció el ceño ante el tono de Sandman y miró a Berrigan y las dos mujeres. Oyeron el ruido de alguien lavando los platos, que provenía del fondo de la casa, e hizo recordar a Sandman lo hambriento que estaba.

—Entonces, ¿a quién me ha traído? —preguntó el secretario de Estado, con desagrado en la voz.

—A mis socios, el sargento Berrigan y la señorita Hood…

—¿Socios? —a Sidmouth le hacía gracia.

—Debo reconocerles su ayuda, milord, como, sin duda, lo hará Su Majestad cuando sepa el resultado de nuestras investigaciones.

Semejante insinuación provocó una mueca en el rostro del secretario de Estado. Observó a Meg y casi retrocedió impresionado ante la fuerza de sus pequeños ojos y la visión de sus dientes deformados y su cara picada de viruela.

—¿Y usted, señorita? —preguntó con frialdad.

—La señorita Margaret Hargood —Sandman la presentó—, que fue sirvienta de la condesa de Avebury y estuvo presente en el dormitorio de la condesa el día del asesinato. Acompañó personalmente a Charles Corday fuera de la habitación antes del asesinato, le vio salir de la casa y puede testificar que no volvió. En resumen, milord, puede testificar que Charles Corday es inocente. —Sandman habló con orgullo y satisfacción. Estaba cansado, hambriento, le dolía el tobillo y su ropa y sus botas mostraban los efectos de caminar desde Kent hasta Londres, pero, gracias a Dios, había descubierto la verdad.

Los labios de Sidmouth, ya de por sí finos, se convirtieron en un línea incolora mientras miraba a Meg.

—¿Es eso cierto, mujer?

Meg se irguió. No estaba impresionada en lo más mínimo por su señoría, sino que le repasó de arriba abajo y respondió con desdén.

—Yo no sé nada.

—¿Cómo dice? —el secretario de Estado palideció ante la insolencia de su voz.

—¡Llegó y me raptó! —comenzó a gritar Meg, señalando a Sandman—. ¡Y no tiene derecho a hacerme eso! Me apartó de mis titas. Puede volver por donde vino. ¿Y a mí qué me importa quién la mató? ¿O quién se moría por ella?

—Meg —Sandman intentó suplicarle.

—¡Quíteme sus malditas manazas de encima!

—Dios mío —gimió el vizconde Sidmouth, y se volvió hacia la puerta—. Witherspoon —anunció—, estamos perdiendo el tiempo.

—¡Hay unas avispas tan grandes en Australia! —insinuó Sally—. Ruego a su señoría que me perdone.

Ni siquiera el vizconde de Sidmouth, con su insulsa y monótona mente de abogado, era ajeno a los encantos de Sally. En la oscura habitación, ella era como un rayo de sol, y la verdad es que le sonrió, a pesar de no entender lo que decía.

—¿Cómo dice? —le preguntó.

—Que hay unas avispas muy grandes en Australia —respondió Sally—, y allí es donde irá a parar esta moza, por no haber dado su testimonio en el juicio de Corday. Debería haberlo hecho, pero no quiso. Protege a su hombre, ¿sabe? Pero la vais a deportar, ¿verdad, milord? —Sally reforzó la pregunta retórica con una elegante reverencia.

El secretario de Estado frunció el ceño.

—¿Deportarla? Son los tribunales, señorita, no yo, los que deciden quién debe ser… —De repente, su voz se fue apagando, al ver con estupefacción a Meg temblando de miedo.

—Son enormes las avispas en Australia —añadió Sandman—, y muy conocidas.

Aculeata gigantus —contribuyó erudita y admirablemente Witherspoon.

—¡No! —gritó Meg.

—Son bestiales —continuó Sally, absolutamente entusiasmada—, y tienen aguijones como alfileres.

—¡Él no lo hizo! —exclamó Meg—. ¡Y yo no quiero ir a Australia!

Sidmouth la observaba tanto como el público debía contemplar a la mujer con cara de cerdo en el Lyceum.

—¿Está diciendo —preguntó con mucha frialdad— que Charles Corday no cometió el asesinato?

—¡El marqués no lo hizo! ¡No lo hizo!

—¿El marqués no lo hizo? —preguntó Sidmouth, completamente perplejo.

—El marqués de Skavadale, milord —explicó Sandman—, en cuya casa estaba acogida.

—Él llegó después del asesinato —Meg, aterrorizada por las imaginarias avispas, se desesperaba por contarlo todo—. El marqués llegó cuando ya estaba muerta. A menudo iba de visita. ¡Y él aún estaba allí!

—¿Quién estaba aún allí? —preguntó Sidmouth.

—¡Estaba allí!

—¿Corday?

—¡No! —gritó Meg, frunciendo el ceño—. ¡Él! —hizo una pausa y acto seguido miró a Sandman y al secretario de Estado, cuya cara seguía mostrando desconcierto—. Su hijastro —reveló—, que se había estado trabajando la propiedad de su padre durante medio año.

Sidmouth hizo una mueca de desagrado.

—¿Su hijastro?

—Lord Christopher Carne, milord —le informó Sandman—, hijastro de la condesa y heredero del condado.

—Le vi con un cuchillo —gruñó Meg—, y el marqués también. Estaba llorando, llorando. ¡Lord Christopher! La odiaba, ¿sabe?, pero no podía quitarle sus esqueléticas zarpas de encima. ¡La mató él! ¡No fue aquel débil pintor!

Hubo un momento de silencio en el que a Sandman le vinieron un montón de preguntas a la cabeza, pero entonces lord Sidmouth ordenó a Witherspoon:

—Presente mis más sinceros respetos a la comisaría de Queen Square —quedaba muy cerca de allí—, y comuníqueles que les estaré muy agradecido si nos proporcionan cuatro agentes y seis caballos de silla inmediatamente. Pero primero deme una pluma, Witherspoon, una pluma, papel, cera y sello. —Se giró y miró el reloj de la repisa de la chimenea—. Y démonos prisa, hombre —su voz era desagradable, como si le molestase aquel trabajo extra, aunque Sandman no podía criticarle. Estaba haciendo lo correcto y lo estaba haciendo rápidamente—. Démonos prisa —volvió a arengar el secretario de Estado.

Y se apresuraron.

—¡El pie en la madera, muchacho! ¡No te entretengas! —espetó el carcelero a Charles Corday, que tragó saliva y puso el pie derecho en el tablón.

El carcelero colocó el sacabocados sobre el primer remache y lo martilleó. Corday gritaba ahogadamente con cada golpe y luego gimoteó cuando el grillete cayó al suelo. Lord Alexander vio que el tobillo del muchacho estaba lleno de llagas.

—El otro pie, muchacho —ordenó el carcelero.

Las dos campanas seguían sonando y ya no se detendrían hasta que los dos individuos fueran ejecutados. Los invitados del alcaide permanecían callados, mirando las caras de los presos como si hubiera alguna pista sobre los secretos de la eternidad en aquellos ojos que tan pronto verían el otro lado.

—Vale, chico, ¡ve hacia el verdugo! —le ordenó el carcelero.

Charles Corday profirió un pequeño grito de sorpresa al andar los primeros pasos sin los grilletes. Tropezó, pero consiguió sujetarse a una mesa.

—No lo sé —murmuró lord Christopher Carne y calló repentinamente.

—¿El qué, Kit? —preguntó lord Alexander con consideración.

Lord Christopher dio un respingo, sin darse cuenta de que había hablado, pero recobró la calma.

—¿Dices que hay dudas sobre su culpabilidad?

—Oh, por supuesto, así es —lord Alexander hizo una pausa para encender una pipa—. Sandman estaba convencido de la inocencia del muchacho, pero supongo que no puede probarse. Lástima.

—Pero si encontraran al verdadero a-asesino —planteó lord Christopher, con la mirada fija en Corday que estaba temblando ante el verdugo—, ¿podría ser acusado del crimen, si a Corday ya le hubieran declarado c-culpable y le hubieran ahorcado?

—¡Muy buena pregunta! —exclamó lord Alexander con entusiasmo—. Y debo confesar que no tengo respuesta para eso. Pero me imagino, supongo que estarás de acuerdo, que si el verdadero asesino fuera apresado, a Corday debería concedérsele un perdón póstumo, esperando que se le reconociera en el cielo, para que el pobre muchacho fuera recogido de los infiernos.

—Estate quieto, muchacho —le ordenó Botting—, bebe eso si quieres. Te ayudará —señaló una taza de brandy, pero Corday negó con la cabeza—. Tú eliges, chico, tú eliges —comentó, y cogió una de las cuatro cuerdas y le inmovilizó los codos, apretándolos fuertemente por detrás de la espalda. Corday se vio forzado a sacar pecho.

—No tan fuerte, Botting —protestó el alcaide.

—Antiguamente —refunfuñó Botting—, el verdugo tenía un ayudante para esto. Había un mozo de cuerda que hacía la inmovilización. Ése era su trabajo, no el mío.

Corday no le había dado propina y por eso le había inmovilizado de una manera tan fuerte, pero aflojó un poco la presión de la cuerda antes de proceder a atarle las muñecas por delante.

—Esto vale por los dos —Reginald Venables, el segundo preso, grande y barbudo, tiró una moneda sobre la mesa—. Así que afloje las cuerdas de mi amigo.

Botting miró la moneda, se sorprendió por la generosidad y le soltó un poco las dos cuerdas, antes de colocarle una de las sogas alrededor del cuello. Corday se estremeció ante el roce del sisal y el reverendo Cotton se colocó a su lado y le puso la mano sobre el hombro.

—Dios es nuestro refugio y nuestra fortaleza, joven —sermoneó—, y una ayuda muy presente en los malos tiempos. Dirígete al Señor y El será tu guía. ¿Te arrepientes de tus viles pecados, muchacho?

—¡Yo no hice nada! —gimió Corday.

—Tranquilo, hijo mío, tranquilo —le exhortó Cotton—, y reflexiona sobre tus pecados en decente silencio.

—¡Yo no hice nada! —gritó Corday.

—¡Charlie! No les des el gusto —le advirtió Venables—. Recuerda lo que te dije: ¡vete como un hombre! —Se bebió de un trago una taza de brandy y se giró para que Botting le inmovilizara los codos.

—Pero, seguramente —planteó lord Christopher a lord Alexander—, ¿el mismo hecho de que un hombre haya sido c-condenado y c-castigado no haría que las autoridades fuesen bastante reacias a reabrir el caso?

—Hay que servir a la justicia —respondió lord Alexander con vaguedad—, aunque supongo que tienes razón. A nadie le gusta admitir que se ha equivocado y mucho menos a un político; o sea que, sin duda, el verdadero asesino podrá sentirse mucho mejor, una vez que Corday esté muerto. Pobre muchacho, pobre muchacho. Será sacrificado por nuestra incompetencia judicial, ¿eh?

Botting colocó la segunda soga sobre los hombros de Venables y el reverendo Cotton se apartó de los presos y abrió su devocionario por las honras fúnebres.

—«Yo soy la resurrección y la vida —entonó—, y aquél que en mí crea, aunque estuviese muerto, aún vivirá.»

—¡Yo no hice nada! —vociferó Corday, y se volvió a izquierda y derecha como si viera alguna una vía de escape.

—Tranquilo, Charlie —le susurró Venables—, tranquilo.

El sheriff y su ayudante, ambos con largas togas, distintivos oficiales y bastones con punta de plata, y ambos evidentemente satisfechos de que los presos estuvieran correctamente preparados, fueron hacia el alcaide, quien formalmente se inclinó ante ellos, antes de presentarle al sheriff una hoja. El sheriff echó un vistazo al papel, hizo un gesto de aprobación con la cabeza y se lo metió en un bolsillo de su toga con adornos de piel. Hasta entonces los cuatro presos habían estado al cuidado del alcaide de Newgate, pero desde aquel momento pertenecían al sheriff de la ciudad de Londres, y él, a su vez, los entregaría al cuidado del demonio. El sheriff se apartó la toga, se sacó un reloj del bolsillito del chaleco y pulsó un botón para abrir la tapa.

—Queda un cuarto de hora para las ocho —comentó, y se volvió hacia Botting—. ¿Está usted listo?

—Totalmente listo, su señoría, y a su servicio —respondió Botting. Se puso el sombrero, recogió los dos sacos blancos y se los metió en un bolsillo.

El sheriff cerró su reloj, dejó caer su toga y se dirigió hacia Press Yard.

—Tenemos una cita a las ocho, caballeros —anunció—; así que, vámonos.

—¡Riñones picantes! —exclamó lord Alexander—. Dios santo, puedo olerlos. ¡Vamos, Kit!

Se unieron a la procesión.

Las campanas seguían sonando.

No estaba lejos. Un cuarto de milla hasta Whitehall, pasando por Strand, y tres cuartos de milla hasta Temple Bar; después sólo quedaba un tercio de milla bajando por Fleet Street, atravesando la acequia y subiendo por Ludgate Hill, antes de doblar a la izquierda para entrar en Old Bailey. En realidad, no era mucha distancia, sobre todo después de que la comisaría de Queen Square les proporcionara algunos caballos de las patrullas. Sandman y Berrigan iban montados; el sargento sobre una yegua que un agente le había asegurado que era tranquila, y Sandman sobre un castrado con leucoma que tenía más brío. Witherspoon les llevó el indulto y se lo entregó a Sandman. La cera del sello todavía estaba caliente.

—Vaya usted con Dios, Sandman —comentó.

—¡Te veré en La Gavilla, Sal! —gritó Berrigan y se tambaleó mientras su yegua seguía al caballo de Sandman, en dirección a Whitehall.

Tres agentes iban por delante, uno tocando un silbato y los otros dos con cachiporras para abrirse paso entre carros, carromatos y coches. Un barrendero que cruzaba la calle se apartó de un salto con una estridente palabrota. Sandman se metió el valioso documento en el bolsillo y se giró para ver que Berrigan se estaba complicando la vida con la yegua.

—¡Espolee, sargento, espolee! ¡No se agarre a las riendas, déjela correr! ¡Ella cuidará de usted!

Pasaron frente a las cuadras reales y se metieron en el pavimento de Strand. Cabalgaron por delante de la tienda de Kidman el boticario, estampando a dos peatones en su profundo portal, y junto a Carrington's, una cuchillería en la que Sandman se había comprado su primera espada. Recordó que se le había roto en el asalto de Badajoz. No había sido nada heroico, sólo frustración frente al fracaso del ejército a la hora de asaltar la fortaleza francesa; presa de la ira, había golpeado la espada contra un carro de munición abandonado y había partido la hoja por la empuñadura. Siguieron al galope por Sans Pareil, el teatro en el que la actriz Celia Collett había embelesado al conde de Avebury. Un viejo loco se había casado con una joven extremadamente avariciosa; cuando su amor eterno había resultado no ser más que una lujuria inigualable, y después de que se hubieran peleado, ella se había trasladado a Londres, donde, para poder seguir viviendo rodeada del lujo que creía merecer, había vuelto a contratar a su antigua criada en el teatro, Margaret Hargood, para que fuera su alcahueta. De aquella manera, la condesa había atrapado a sus hombres y les había chantajeado; y habría prosperado, pero la mejor presa posible había caído en sus redes. Lord Christopher Carne, inocente e ingenuo, se había enamorado de su madrastra y ella le había seducido. Le había hecho sufrir y le amenazaba con decírselo a los fiduciarios de sus propiedades, a su padre y a todo el mundo, si no le pagaba más dinero de su generosa asignación, pero lord Christopher, sabiendo que cuando heredara todo el condado su madrastra le pediría más y más hasta dejarlo en la ruina, la había matado.

Sandman había pensado en todo aquello mientras el vizconde de Sidmouth escribía el indulto.

—Lo correcto —había comentado el secretario de Estado— es que el Consejo del Reino expida este documento.

—No tenemos tiempo, milord —señaló Sandman.

—Me doy cuenta de ello, capitán —respondió Sidmouth agriamente. La pluma de acero salpicaba minúsculas gotas de tinta mientras garabateaba su firma—. Presentará esto —le ordenó, espolvoreando arena sobre la tinta húmeda—, con mis respetos, al sheriff de Londres o a uno de sus ayudantes, uno de los cuales sin duda estará sobre el patíbulo. Podrían preguntarle por qué semejante orden no está firmada por el Consejo y remitida al registrador de Londres, y usted les explicará que no ha habido tiempo para seguir con el procedimiento adecuado. ¿Sería tan amable de pasarme esa vela y la barra de lacre?

Pero en esos momentos Sandman y Berrigan cabalgaban, con el sello del indulto todavía caliente, y Sandman pensó en lo culpable que se habría sentido lord Christopher, y que matar a su madrastra no le había aliviado, ya que el marqués de Skavadale le había descubierto casi en pleno asesinato, y aquél, cuya familia estaba casi arruinada, había visto sus problemas solucionados de golpe. Meg era la testigo que podía identificar a lord Christopher como el asesino; mientras ella viviera, y mientras estuviera bajo la protección del marqués, lord Christopher debería pagar por su silencio. Cuando éste se convirtiera en conde y obtuviera la fortuna de su abuelo, estaría forzado a pagar todo lo que habría heredado. Todo iría a parar a manos de Skavadale, mientras que Meg, el motivo por el cual aquella riqueza habría sido arrebatada de la propiedad de Avebury, había sido sobornada con gallinas.

Sidmouth había enviado mensajeros a los puertos del canal, y a Harwich y Bristol, advirtiendo a los oficiales que iniciaran la búsqueda de lord Christopher Carne.

—¿Y qué pasa con Skavadale? —le preguntó Sandman.

—No sabemos si ha cobrado algún dinero mediante amenazas —respondió Sidmouth remilgadamente—, y si la muchacha dice la verdad, no planeaban empezar sus expolios hasta que lord Christopher no hubiera heredado el condado. Podemos desaprobar sus intenciones, capitán, pero no podemos castigarles por un crimen que todavía debe cometerse.

—¡Skavadale ocultó la verdad! —exclamó Sandman indignado—. Hizo acudir a los agentes y les dijo que no reconocía al asesino. ¡Dejó que un hombre inocente fuera a la horca!

—¿Y cómo prueba eso? —le preguntó Sidmouth de manera cortante—. Conténtese con haber identificado al verdadero asesino.

—Y con haber ganado una recompensa de cuarenta libras —añadió Berrigan alegremente, ganándose una mirada reprobatoria de su señoría.

Mientras cabalgaban, con los cascos de sus caballos resonando en los muros de la iglesia de San Clemente, Sandman se vio reflejado una docena de veces en los cristales de la carnicería Clifton's, y pensó en lo buenas que estarían unas chuletas y un hígado de cerdo en aquel momento. Temple Bar estaba inmediatamente después, y el espacio bajo el arco estaba abarrotado de carros y peatones. Los agentes gritaban a las carretas que se movieran, se metían con los caballos en el atasco y ordenaban a los conductores que usaran la fusta. Un carromato cargado de flores obstaculizaba la mayor parte del pasadizo abovedado y uno de los policías comenzó a golpearle con la porra, esparciendo pétalos y hojas por los adoquines.

—¡Déjelo! —bramó Sandman—. ¡Déjelo! —había visto un hueco en la acera y se dirigió hacia allí con su caballo, atropellando a un hombre delgado con un sombrero alto.

Berrigan le siguió y atravesaron el arco. Sandman iba de pie en los estribos y su caballo corcoveaba en dirección a Fleet Ditch; saltaban chispas cuando los cascos golpeaban los adoquines.

Las iglesias empezaban a dar las ocho y Sandman tuvo la sensación de que toda la ciudad era una algarabía de campanas, ruido de cascos, alarma y muerte.

Lord Alexander, mientras atravesaba el altísimo arco de Debtor's Door, vio delante de él el oscuro y hueco interior del patíbulo y pensó que se parecía a la parte inferior de un escenario. Desde fuera, en la calle donde se congregaban los espectadores, el cadalso parecía sólido, permanente y sombrío con la tela negra, pero desde dentro, lord Alexander podía ver que no era más que una ilusión sostenida por vigas de madera. Era un escenario preparado para una tragedia que acababa en muerte. Unas escaleras de madera subían a su derecha, penetrando entre las sombras antes de girar repentinamente a la izquierda y emerger en un pabellón cubierto que quedaba en la parte trasera del entarimado. El pabellón se asemejaba a los palcos del teatro, ya que ofrecía a los invitados importantes las mejores vistas del drama.

Lord Alexander fue el primero en subir las escaleras y su llegada fue objeto de una enorme ovación. A nadie le importaba quién era, pero su aparición presagiaba la llegada de los dos presos, y la gente estaba cansada de esperar. Lord Alexander, pestañeando ante la repentina claridad, se quitó el sombrero y dedicó una reverencia a la muchedumbre, la cual, apreciando el gesto, se echó a reír y aplaudió. El gentío no era exagerado, pero llenaba la calle unas doscientas yardas en dirección sur y casi obstaculizaba la esquina con Newgate Street, inmediatamente al norte. Todas las ventanas de La Urraca y el Tocón estaban atiborradas, e incluso había gente en el tejado de la taberna.

—Nos han pedido que ocupemos las sillas de detrás —señaló lord Christopher cuando lord Alexander se sentó en la primera fila.

—Nos han solicitado que dejemos dos asientos libres en la primera fila para el sheriff —le corrigió lord Alexander—, y ahí están. Siéntate, Kit, venga. ¡Qué día tan agradable! ¿Crees que se mantendrá el buen tiempo? Budd el sábado, ¿eh?

—¿Budd el sábado? —lord Christopher fue zarandeado mientras los demás invitados pasaron empujándole hacia las sillas de detrás.

—¡críquet, querido amigo! ¡Ya he convencido a Budd para jugar un partido de una sola portería contra Jack Lambert, y Lambert, como buen tipo que es, está de acuerdo en renunciar si Rider Sandman acepta su puesto! Me lo aseguró ayer, después de misa. Eso sí que será un partido de ensueño, ¿eh? Budd contra Sandman. ¿Irás, no?

Una segunda ovación ahogó la conversación en el patíbulo cuando aparecieron los oficiales con sus togas de adornos de piel. Lord Christopher parecía ajeno a su llegada, ya que se puso a mirar la viga de la cual los presos colgarían. Parecía decepcionado de que no estuviese manchada de sangre; entonces bajó la vista y se estremeció al advertir los dos ataúdes sin barnizar, que esperaban su carga.

—Era una mujer malvada —murmuró.

—Por supuesto que irás —aseguró lord Alexander y frunció el ceño—. ¿Qué decías, mi querido amigo?

—Mi madrastra. Era malvada —lord Christopher parecía temblar, aunque no hacía frío—. Ella y su criada, ¡eran como brujas!

—¿Estás justificando el asesinato?

—Era malvada —reiteró lord Christopher enérgicamente, desoyendo la pregunta de su amigo—. Me amenazaba con solicitar una demanda de la propiedad a los fideicomisarios, porque yo le había escrito algunas cartas. Mentía, Alexander, ¡mentía!

Hizo un gesto de dolor al recordar las extensas cartas en las que había vertido toda su devoción por su madrastra. No había conocido mujer hasta que ella se lo llevó a su lecho y se había vuelto loco por ella. Le había rogado fugarse a París con él y ella había fomentado su locura, hasta que un día, burlándose de él, había cerrado la trampa de golpe. Le había insistido en que, o le daba dinero, o le convertiría en el hazmerreír de París, Londres o cualquier otra capital europea. Le había amenazado con hacer copiar las cartas y distribuirlas para que todo el mundo conociera su vergüenza, y por eso él le había pagado dinero, aunque ella exigía más y más; él sabía que el chantaje nunca acabaría. Por eso la mató.

No se había creído capaz de matar, pero en su dormitorio, rogándole por última vez que le devolviera las cartas, ella se había burlado de él, le había llamado enclenque, torpe y estúpido. Entonces se había sacado un cuchillo del cinturón. Apenas era un arma; poco más que un viejo estilete que utilizaba para cortar las páginas de los libros intonsos, pero, en un momento de ira, fue suficiente. La había apuñalado, había destrozado y acuchillado su detestable y preciosa piel; después se apresuró hasta el rellano y se encontró con la criada de la condesa y un hombre que le miraban desde el vestíbulo del piso de abajo. Retrocedió hasta el dormitorio y se quedó allí lloriqueando, presa del pánico. Esperaba escuchar pasos en las escaleras, pero no llegaba nadie; se obligó a calmarse y pensar. ¡Había estado en el rellano sólo unas décimas de segundo, sin tiempo para ser reconocido! Agarró un cuchillo de la mesa del pintor y lo clavó en el cuerpo ensangrentado; acto seguido, la cómoda de la muerta buscando sus cartas, que se llevó por las escaleras traseras y quemó en su casa. Y allí se había escondido, temiendo ser arrestado, y al día siguiente se enteró de que el pintor había sido detenido por la policía.

Lord Christopher había rezado por Corday. No era justo, por supuesto, que el pintor tuviera que morir, pero tampoco podía convencerse a sí mismo de que merecía la muerte por el asesinato de su madrastra. ¡Haría alguna buena obra con su herencia! Sería caritativo. Pagaría por el asesinato y por la inocencia de Corday más de mil veces. Sandman había amenazado su plan de arrepentimiento, y por eso lord Christopher consultó a su criado y, afirmando que Rider Sandman le guardaba rencor y planeaba demandar a los fiduciarios para inmovilizar la fortuna de los Avebury en el Tribunal de Justicia, había prometido mil guineas al hombre que lograra evitarle a la propiedad semejante amenaza. El criado contrató a otros hombres y lord Christopher le recompensó generosamente para que incluso acabaran con la vida de Sandman. Aunque a esas alturas parecía que no sería necesario pagar más, ya que Sandman, evidentemente, había fracasado. Corday moriría y nadie desearía admitir que se había enviado a un hombre inocente a bailar sobre el escenario de Botting.

—Pero seguro que tu madrastra no solicitó la demanda —lord Alexander había estado pensando en las palabras de su amigo—, a menos que el vínculo incluyera específicamente a la viuda de tu padre. ¿Verdad?

Lord Christopher parecía confuso, pero hizo un gran esfuerzo para concentrarse en lo que le acababa de decir su amigo.

—No —respondió—, toda la propiedad está vinculada al heredero. Sólo a m-mí.

—Entonces serás un hombre inmensamente rico, Kit —dedujo lord Alexander—, y yo te desearé mucha suerte con tu gran fortuna. —Se volvió, ya que una enorme ovación, la más escandalosa de la mañana, recibía la llegada del verdugo al patíbulo.

—«Guardaré silencio como si no pudiese hablar —la voz del reverendo Cotton era cada vez más alta, mientras subía por las escaleras detrás del primer preso— cuando lo impío esté ante mis ojos.»

Primero iba un carcelero, después Corday, que seguía caminando torpemente porque sus piernas aún no se habían acostumbrado a andar sin grilletes. Tropezó con el último escalón y se precipitó sobre lord Alexander, el cual le sujetó del codo.

—Levántate, que tienes un buen compañero —le comentó lord Alexander.

—¡Sombreros fuera! ¡Sombreros fuera!

La multitud gritaba a los que estaban en las primeras filas. El rugido de la muchedumbre era en gran escala mientras se abalanzaba hacia delante, aplastándose contra la baja barandilla de madera que rodeaba la plataforma. Los agentes que protegían el patíbulo levantaron sus porras y lanzas.

Lord Alexander se sentía abrumado por el ruido que resonaba en la fachada de granito de la prisión. Pensó que era Inglaterra en acción, el populacho recibiendo una muestra de sangre, y esperaba que no pidiera más. Un niño, sentado sobre los hombros de su padre, le estaba gritando obscenidades a Corday, el cual lloraba abiertamente. A la muchedumbre le gustaba que un hombre o una mujer fuera a la muerte con valentía, y con las lágrimas, Corday sólo se había ganado el desprecio. Lord Alexander tuvo el repentino impulso de dirigirse hacia el joven y consolarlo, para rezar con él, pero permaneció sentado porque el reverendo Cotton ya se había colocado junto al preso.

—«Oh, enséñanos a contar nuestros días —leyó el reverendo Cotton con voz cantarina—, para que podamos dirigir nuestros corazones hacia la sabiduría.»

Entonces la muchedumbre rugió con risas de burla porque Corday se había caído. Botting estaba a mitad de la escalera de mano, alzando la soga de los hombros del preso para fijarla en uno de los ganchos de la viga, cuando a Corday le flaquearon las piernas. El reverendo Cotton saltó hacia atrás; el carcelero se acercó a toda prisa, pero Corday no se tenía en pie. Estaba temblando y sollozando.

—¡Pégale un tiro al sodomita! —gritó un hombre entre la multitud.

—Necesito un ayudante —le gruñó Botting al sheriff—, y una silla.

Uno de los invitados se prestó voluntario para quedarse de pie y llevaron su silla a plena luz y la colocaron sobre la trampilla. La muchedumbre, al darse cuenta de que iba a ser una ejecución inusual, aplaudió al verlo. Botting y el carcelero levantaron a Corday y lo colocaron en la silla; el verdugo deshizo hábilmente la cuerda que inmovilizaba sus codos y la volvió a atar para inmovilizar al preso en la silla. Ya podían ahorcarle. Botting trepó por la escala, fijó la soga, bajó y le apretó fuertemente el dogal a Corday.

—Pequeño bastardo llorica —le susurró, mientras tiraba de la cuerda con fuerza—, muere como un hombre. —Sacó uno de los sacos blancos de algodón de su bolsillo y le cubrió la cabeza.

Lord Alexander, en silencio, vio que el delgado algodón se movía con la respiración de Corday. La cabeza del muchacho se había inclinado hacia delante, por lo que, de no ser por la oscilación del saco sobre su boca, parecería que ya estaba muerto.

—«Muestra a Tus siervos Tu obra —leía el reverendo Cotton—, y a sus hijos Tu gloria.»

Venables apareció en el patíbulo y sólo recibió un mecánico recibimiento de una multitud que se había agotado a expensas de Corday. El gigante, sin embargo, dedicó una reverencia a los espectadores, se dirigió tranquilamente hasta la trampilla y esperó la soga y la capucha. La plataforma crujía bajo su peso.

—Hazlo rápido, Jemmy —vociferó—, y hazlo bien.

—Cuidaré de ti —prometió el verdugo—, cuidaré de ti. Extrajo el saco blanco de su bolsillo y se lo colocó en la cabeza.

—«El Señor otorga y el Señor desposee» —sermoneó el reverendo Cotton.

Lord Alexander, que se había sentido consternado por los últimos momentos, apenas se dio cuenta de que había un alboroto al final de la estrecha Old Bailey.

—«Bendito sea el nombre del Señor» —entonó el ordinario.

—¡Maldita sea! —Sandman se encontraba bloqueado por el tráfico en el cruce entre Farringdon Street y Ludgate Hill. A su derecha Fleet Ditch apestaba bajo el sol de la mañana. Un carro de carbón estaba girando por Fleet Street y se había quedado atascado en la esquina; una docena de hombres le iban dando indicaciones mientras un abogado en un coche de alquiler le gritaba al carbonero que azotara a los caballos del carro aunque no hubiera sitio para moverse, porque otro carro más grande, cargado con un montón de vigas de roble, había pasado rozando. Los agentes a caballo, tocando el silbato y con las porras en la mano, se metieron en el cruce detrás de Sandman, el cual apartó de una patada a un peatón, enderezó el caballo hacia la izquierda, insultó al abogado cuyo coche le bloqueaba el paso y notó que le agarraba la brida un ciudadano bienintencionado que pensaba que estaba huyendo de los agentes.

—¡Quíteme sus malditas manos de encima! —le gritó Sandman.

Entonces Berrigan apareció a su lado y golpeó al hombre en la cabeza, destrozándole el sombrero; el caballo de Sandman se soltó y le espoleó para pasar rozando el carro con las enormes vigas de roble.

—¡No sirve de nada apresurarse! —gritó el carretero—; no si se dirige al ahorcamiento. ¡A estas horas los tipos ya deben de estar colgando!

Todas las campanas de la ciudad habían dado la hora; las que siempre tañían antes e incluso las rezagadas habían hecho sonar las ocho, pero la que doblaba por los muertos en el Santo Sepulcro todavía se oía, y Sandman confiaba en que Corday aún estuviese vivo mientras salía del enmarañado atasco y subía a toda velocidad hacia la catedral de Saint Paul, que estaba en lo alto de Ludgate Hill con sus escaleras, sus columnas y su cúpula.

A media pendiente dobló por Old Bailey, y en las primeras yardas, mientras pasaba frente a los tribunales de la Cámara de Sesiones, la calle estaba afortunadamente vacía, pero luego se ensanchaba ante el gran patio de la prisión de Newgate; de repente, la bulliciosa muchedumbre se extendía por toda la calle, bloqueándole el paso. Al alzar la vista, pudo ver la viga de la horca y debajo la negra plataforma del patíbulo; justo entonces condujo el caballo hacia la multitud. Estaba de pie en los estribos, gritando, como habían hecho los Royals, los Scott Greys y los Inniskilings mientras conducían sus enormes caballos hacia las tropas francesas que habían destruido en Waterloo.

—¡Abran paso! —vociferaba Sandman—, ¡abran paso!

Vio a los hombres en el patíbulo y se dio cuenta de que uno parecía estar sentado, lo cual era extraño; también vio a un cura, así como a un puñado de espectadores u oficiales en la parte trasera de la plataforma, y deseó llevar un arma para hacerles una señal, pero entonces llegaron los agentes y empujaron a la masa humana con sus largas porras.

Entonces pareció oírse un suspiro entre la multitud y Sandman no vio a nadie, salvo el cura, en el negro escenario del patíbulo, que se extendía hasta la mitad de la parte más ancha de la calle.

Lo cual significaba que la trampilla se había abierto.

La campana del Santo Sepulcro continuó doblando por los moribundos.

Venables insultó al ordinario y maldijo al alcaide, pero no le dijo nada a Jemmy Botting, porque sabía muy bien que el verdugo podía acelerar su fin.

—Deja de llorar —le ordenó a Corday.

—¡Yo no hice nada! —protestó Corday.

—¿Te crees que eres el primer inocente que va a morir aquí arriba? —le preguntó Venables—, ¿o el último? Es un patíbulo, Charlie, y no conoce la diferencia entre el culpable y el inocente. ¿Estás ahí, Jemmy? —Venables llevaba la capucha blanca en la cabeza y no podía ver que el verdugo se había colocado en una esquina de la plataforma para tirar del tope de la trampilla—. ¿Estás ahí, Jemmy?

—Ya no queda mucho, chicos —respondió Botting—, tened paciencia —desapareció bajo la escalera de atrás.

—¡Es Rider! —lord Alexander se había levantado, lo cual irritó a los invitados sentados detrás de él—. ¡Es Rider!

La muchedumbre había notado que algo extraño estaba ocurriendo. Tuvieron el primer indicio cuando lord Alexander, alto y sorprendente, se levantó en el pabellón y señaló a los jinetes que intentaban abrirse paso entre la multitud.

—¡Dejadlos pasar! —gritaban algunas personas.

—¿Qué ocurre? —bramó Venables desde la trampilla—. ¿Qué ocurre?

—Sentaos, milord —le pidió el sheriff a lord Alexander, que no le hizo caso.

—¡Rider! —gritaba a través del gentío y su voz se ahogó en el alboroto.

Jemmy Botting soltaba sapos y culebras porque había tirado de la soga y el madero, que estaba engrasado con sebo, había retemblado, pero no se había movido.

—¡Vete al infierno, maldita seas! —insultaba a la viga. Entonces agarró la soga por segunda vez, le pegó un monstruoso tirón y el madero se movió tan rápidamente, que Botting salió disparado hacia atrás a toda velocidad. La trampilla cedió de un golpazo y los dos cuerpos cayeron en el foso. Venables estaba danzando y se ahogaba, mientras que las piernas de Corday daban sacudidas contra la silla.

—¡Sheriff! ¡Sheriff! —Sandman estaba aproximándose al patíbulo—. ¡Sheriff!

—¿Es un indulto? —vociferó lord Alexander—. ¿Es un indulto?

—¡Sí!

—¡Kit! ¡Ayúdame! —lord Alexander cojeó con su pie deforme hasta donde colgaba Corday forcejeando, dando tirones y retorciéndose—. ¡Ayúdame a subirlo!

—¡Dejadlo! —gritó el sheriff, mientras lord Alexander alcanzaba la soga.

—¡Dejadlo, milord! —le ordenó el reverendo Cotton—. ¡Esto no es lo correcto!

—¡Quítese de en medio, maldito imbécil! —gruñó lord Alexander mientras apartaba a Cotton de un empujón. Luego agarró la cuerda e intentó subir a Corday a la plataforma, pero no tenía suficiente fuerza para ello. El saco blanco de algodón sobre la boca de Corday temblaba.

Sandman empujó a la gente que se amontonaba delante y estampó el caballo contra la barrera. Hurgó en sus bolsillos, buscando el indulto, y por un momento pensó que lo había perdido, pero palpó el documento y lo mostró hacia la plataforma, pero el sheriff no acudió a recogerlo.

—¡Es un indulto! —bramó Sandman.

—¡Kit, ayúdame! —lord Alexander tiró débilmente de la soga de Corday pero no pudo subir al moribundo ni cinco centímetros, y volvió a mirar a lord Christopher—. ¡Kit, ayúdame!

Lord Christopher, con los ojos abiertos como platos tras sus gruesas gafas, se llevó las dos manos a la boca. No se movió.

—¿Qué diablos estáis haciendo? —le gritó Jemmy Botting a lord Alexander desde debajo del patíbulo; entonces, para asegurarse de que no le estafaban una muerte, trepó por las vigas de soporte y tiró de las piernas de Corday—. ¡No lo subiréis! —vociferaba mirando hacia arriba—. ¡No lo subiréis! ¡Es mío! ¡Es mío!

—¡Cójalo! —le gritaba Sandman al sheriff, el cual seguía rechazando acercarse para aceptar el indulto, pero justo entonces un hombre vestido de negro se abrió paso hasta donde estaba Sandman.

—¡Démelo a mí! —exclamó el recién llegado.

No esperó a que Sandman obedeciera; le arrebató el papel, se alzó sobre la reja que protegía el patíbulo y, con un salto prodigioso, consiguió sujetarse en el filo de la plataforma. Por un momento, sus botas negras escarbaron la tela buscando un apoyo, pero consiguió agarrar el filo descubierto que había dejado la trampilla al abrirse, y con esfuerzo logró subir al patíbulo. Era el hermano de Sally, vestido todo de negro y con una cinta negra que ataba su pelo negro; los asiduos de la multitud le ovacionaron, porque le reconocieron y le admiraban. Era Jack Hood, Robin Hood, el hombre que todo magistrado y agente de Londres deseaba ver brincar sobre el escenario de Jem Botting. Jack Hood se burlaba de su ambición al exhibirse en cada ejecución de Newgate. Una vez sobre el patíbulo, le tendió el indulto al sheriff.

—¡Cójalo, maldita sea! —gruñó Hood.

El sheriff, asombrado por la confianza del hombre, cogió al fin el papel.

Hood dio una zancada hacia lord Alexander y agarró la soga, pero Jemmy Botting, temiendo que le arrebatasen a su víctima en el último momento, se había encaramado hasta el regazo de Corday y su peso se añadía al estrangulador nudo.

—¡Es mío! —bramó hacia lord Alexander y Hood; el resuello de la respiración de Corday se ahogó en el barullo de la mañana. Hood tiraba, pero no podía levantar el peso de Corday y Botting—. ¡Es mío! ¡Mío! —gritó.

—¡Tú! —le espetó Sandman a uno de los lanceros—. ¡Dame tu estoque! ¡Ahora!

El hombre, desconcertado, pero intimidado por la orden de Sandman, desenvainó nerviosamente la corta espada curva, que era más decorativa que útil. Sandman le arrebató el arma y de inmediato fue asaltado por otro de los guardias del patíbulo, que pensó que iba a atacar al sheriff.

—¡Vete a hacer gárgaras! —le gruñó al hombre y Berrigan le estampó el puño en la coronilla.

—¡Esperen! —gritó el sheriff—. Orden. ¡Orden! —La muchedumbre gritaba histérica, llenando la calle de un clamor insoportable—. ¡Guardia! ¡Guardia!

—¡Suelte el arma! —le ordenó el guardia a Sandman.

—¡Hood! —bramó Sandman mientras se aguantaba de pie sobre los estribos—. ¡Hood! —Unas manos tiraban de él para bajarlo de la silla, pero Sandman había captado la atención del bandolero y le lanzó la espada—. ¡Córtele la cuerda, Hood! ¡Córtele la cuerda!

Hood atrapó el arma con destreza. Los agentes que habían escoltado a Sandman y a Berrigan desde Whitehall apartaron a los guardias. Lord Christopher Carne, con los ojos aún como platos y boquiabierto, miraba horrorizado a Rider Sandman, el cual reconoció a su señoría.

—Agente —le indicó al jinete más cercano—, aquél es el hombre que deben detener. Aquel hombre de allí —señaló con el dedo y lord Christopher se volvió como si fuera a escaparse, pero las escaleras del pabellón sólo conducían a la propia cárcel.

Jemmy Botting tenía sus brazos alrededor del cuello de Corday y le abrazaba como un amante mientras movía su peso arriba y abajo sobre el regazo del ahorcado.

—Mío —murmuraba—, mío. —Oyó cómo raspaba el gaznate del muchacho, pero Jack Hood estaba cortando la soga con la espada—. ¡No! —gritó—. ¡No!

Pero el dogal, aunque se suponía que era el mejor cáñamo de Bridport, se deshizo como un cordel de esparto; de repente, Corday y Botting, todavía abrazados, cayeron de golpe, y las patas de la silla se astillaron contra los adoquines mientras el extremo cortado de la soga daba un coletazo al aire de Londres.

—Debemos soltarle —declaró el sheriff, después de haber leído, por fin, el indulto.

La muchedumbre, veleidosa como siempre, se alegraba porque la víctima que había despreciado acababa de estafar al verdugo. Viviría, sería libre, podría pintar.

Sandman saltó de su caballo y le entregó las riendas a un agente. Los demás policías habían utilizado la escalera preparada para ser tocado por la mano del muerto y apresaron a lord Christopher Carne. Sandman vio que su señoría lloraba y no sintió ninguna lástima. Aunque podía oír los ruidos que emitía el estrangulado Venables y ver la soga del moribundo temblando sobre la plataforma cubierta de negro. Apartó la vista, intentado consolarse, sin lograrlo, de que, al menos, había robado un alma a la horca.

—Gracias, sargento.

—Entonces, ya se ha acabado —comentó Berrigan, desmontando.

—Ya se ha acabado —asintió Sandman.

—¡Rider! —gritó lord Alexander desde el patíbulo—. ¡Rider!

Sandman se giró.

Lord Alexander cojeó alrededor del agujero de la trampilla.

—¡Rider! ¿Jugarías un partido de una sola portería? ¿Este sábado?

Sandman le observó con momentáneo asombro y después miró a Hood.

—Gracias —bramó, pero sus palabras se perdieron en el griterío de la multitud. Sandman le saludó con una reverencia—. Gracias —repitió.

Hood le devolvió el gesto y después levantó un dedo.

—Sólo uno, capitán —gritó—, sólo uno, y ellos ahorcarán a un millar antes de que vuelva a arrebatarles otro.

—¡Es contra Budd! —vociferó lord Alexander—. Rider, ¿me oyes? ¡Rider! ¿Adónde vas?

Sandman se había girado de nuevo y esta vez le pasó el brazo a Berrigan por los hombros.

—Si quiere desayunar en La Gavilla —le advirtió al sargento—, será mejor que se dé prisa, antes de que el gentío llene el bar. Y dele las gracias a Sally de mi parte, ¿de acuerdo? Habríamos fracasado sin su ayuda.

—Es cierto —respondió Berrigan—. ¿Y usted? ¿Adónde va?

Sandman se alejaba cojeando de la horca, sin que nadie entre la muchedumbre, que pedía que Corday, su nuevo héroe, subiera a la plataforma, prestara ninguna atención al capitán.

—¿Yo, Sam? —contestó Sandman—. Voy a hablar con una persona sobre un préstamo para que tú y yo podamos viajar a España y comprar algunos cigarros.

—¿Vas a solicitarle un préstamo con esas botas? —se sorprendió Berrigan.

Sandman bajó la vista y vio que las dos suelas se habían despegado.

—Voy a solicitarle un préstamo —aseguró— y también la mano de su hija; aunque no soy hombre de apuestas, me juego lo que valen unas botas nuevas a que me dirá que sí a las dos cosas. No tendrá un yerno rico, Sam, sólo me tendrá a mí.

—Qué afortunado será —comentó Berrigan.

—Qué afortunado serás tú —replicó Sandman— y Sally, también —sonrió y continuaron bajando por Old Bailey.

Tras ellos, Venables se asfixiaba lentamente, mientras, más arriba, Corday parpadeaba ante la luz de un nuevo día. Sandman miró hacia atrás desde Ludgate Hill y vio el patíbulo negro como el corazón del diablo. Luego dobló la esquina y se marchó.