Capítulo 9

Justo después del amanecer la puerta principal de la prisión de Newgate se abrió y las primeras piezas del patíbulo fueron colocadas en Old Bailey. Primero situaron la valla que rodearía el cadalso, y pusieron un tramo en mitad de la calle para desviar el poco tráfico que pasaba entre Ludgate Hill y Newgate Street a esas horas del domingo. William Brown, el alcaide de Newgate, se acercó hasta la entrada principal y bostezó, se rascó la calva, encendió una pipa y se apartó a un lado mientras sacaban las enormes vigas que conformaban la estructura del patíbulo.

—Será un buen día, señor Pickering —le comentó al capataz.

—Un día caluroso, señor.

—Habrá mucha cerveza en la calle.

—Gracias a Dios, señor —respondió Pickering; se giró y se quedó mirando la fachada de la prisión. Había una ventana justo encima de Debtor's Door y asintió al verla—. Estaba pensando, señor, que podríamos evitarnos muchos problemas si colocásemos una plataforma bajo esa ventana. Podríamos construirla allí para siempre, ¿sabe? Podríamos poner una trampilla con bisagras y una viga en la parte de arriba, y así no tendríamos que montar el patíbulo continuamente.

El alcaide se volvió y alzó la vista.

—Me está proponiendo que le deje sin trabajo, señor Pickering.

—Preferiría pasar los domingos en casa, señor, con mi esposa. Y si hubiese allí arriba una plataforma, señor, no obstruiría el tráfico y la muchedumbre lo vería mejor.

—Quizá lo verían demasiado bien —apuntó el alcaide—. No estoy seguro de que la gente deba ver los espasmos de los moribundos.

El patíbulo que se había estado utilizando hasta entonces, con los flancos tapados, comportaba que sólo la gente que alquilaba las habitaciones más altas frente a la prisión pudiese ver el foso en el que los ahorcados se asfixiaban hasta morir.

—En Horsemonger Lane los ven retorcerse —señaló Pickering—, y el pueblo aprecia verlos morir como Dios manda. ¡Por eso les gusta Tyburn!; allí tienen una buena vista.

En el siglo anterior, los condenados eran trasladados en carro desde Newgate hasta Tyburn, donde habían construido un patíbulo permanente de tres largas vigas con muros de contención a su alrededor. Era un trayecto de dos horas, interrumpido por paradas en donde las multitudes de las tabernas obstruían las calles, y las autoridades detestaban el ambiente de feria que siempre acompañaba a un ahorcamiento en Tyburn; por ese motivo, y creyendo que las ejecuciones en los exteriores de Newgate serían más dignas, habían derribado el antiguo cadalso triangular, y con él, se habían evitado el tumultuoso viaje.

—Presencié la última ejecución en Tyburn —añadió Pickering—, sólo tenía siete años, siete, ¡y nunca la olvidaré!

—Se supone que deben ser memorables —contestó el alcaide—, o, si no, no disuaden a la gente, ¿verdad? Por tanto, ¿por qué ocultar las agonías? Creo que tiene usted razón, señor Pickering, trasladaré su idea a la Comisión de Regidores.

—Muy amable de su parte, señor, muy amable de su parte —Pickering le saludó militarmente—. Entonces, mañana será un día de trabajo, ¿verdad, señor?

—Sólo son dos —respondió el alcaide—, pero uno de ellos es el pintor, Corday. ¿Lo recuerda? Es el tipo que apuñaló a la condesa de Avebury —suspiró—. Seguro que atrae a bastante gente.

—Y el tiempo les animará a venir, señor.

—Espero que sí —asintió el alcaide—, espero que sí, mientras se mantenga así. —Se hizo a un lado, porque una de las criadas de la cocina de su esposa bajaba a toda prisa los escalones con una jarrita de porcelana para reunirse con una lechera que llevaba dos baldes tapados en unas aguaderas—. ¡Huélela, Betty! —le gritó—, ¡huélela! La semana pasada estaba agria.

La estructura de la plataforma fue encajada y asegurada en su lugar, mientras apilaban en el suelo el revestimiento de los lados y la tela negra que cubría todo el patíbulo. El alcaide le dio unos golpes a la pipa contra la negra aldaba de la puerta y se dirigió hacia dentro para cambiarse para el oficio de la mañana.

Old Bailey tenía poco tráfico, aunque algunos haraganes miraban con expresión distraída el montaje del cadalso; media docena de coristas que corrían hacia la iglesia del Santo Sepulcro, se detuvieron para mirar, boquiabiertos, cómo sacaban de la prisión la pesada viga principal, con sus oscuros ganchos de metal. Un camarero de La Urraca y el Tocón les llevó una bandeja de jarras de cerveza a los operarios, un regalo del dueño de la taberna, que mantendría a la docena de hombres bien servidos durante todo el día. Era tradicional ofrecer a los constructores del patíbulo cerveza gratis, y rentable, ya que la presencia de la horca significaba una superabundancia de clientes a la mañana siguiente.

En Wapping, hacia el este, un cordonero abría su puerta trasera a un solo cliente. Su tienda estaba cerrada, porque era domingo, pero aquel cliente era especial.

—Parece que mañana será un buen día, Jemmy —comentó el cordonero.

—Hará salir a la muchedumbre —asintió el señor Botting, entrando en una tienda repleta de montones de cabos colgantes y vigotas—, y a mí me encanta el gentío.

—Un especialista debe tener una audiencia agradecida —observó el cordonero, mientras guiaba a su invitado hacia una mesa en la que había dos sogas de cáñamo de unos cuatro metros de largo, preparadas para ser inspeccionadas—. Soga de dos centímetros y medio, Jemmy, aceitada y hervida —aseguró el cordonero.

—Buen trabajo, Leonard, buen trabajo —Botting bajó la cabeza y olió las cuerdas.

—¿Te gustaría saber de dónde son? —le preguntó el cordonero. Estaba orgulloso de las dos sogas que había hervido y frotado con aceite de linaza, para que fuesen flexibles. Después, les había hecho dos nudos y les había ayustado un ojo en un extremo.

—Parece cáñamo de Bridport —opinó Botting, aunque sabía que no lo era. Sólo lo dijo para satisfacer al cordonero.

Y éste se rió entre dientes, con deleite.

—No hay nadie que pueda decir que esto no es cáñamo de Bridport, Jemmy, pero no lo es. Sisal, eso es lo que es, una guindaleza de sisal.

—¡No! —Botting, con la cara haciendo muecas por el tic nervioso, se inclinó para ver la cuerda más de cerca. Tenía la orden de comprar sólo el mejor cáñamo de Bridport, y, de hecho, su factura a la Comisión de Regidores solicitaría el pago de tan caras sogas, pero siempre le había molestado tener que desperdiciar una buena cuerda con la escoria de la horca.

—La extraje del barril de la driza de un barco carbonero de Newcastle —explicó el cordonero—. Una chapuza del África occidental, seguramente, pero si la hierves, la aceitas y le das una capa de betún, nadie lo diría, ¿eh? Te las dejo por menos de doce, Jemmy.

—Un precio justo —asintió Jemmy. Le pagaría dos chelines por el encargo y nueve chelines con nueve peniques por las dos sogas, y después las cortaría, cuando hubiesen sido utilizadas, por cualquier precio que el mercado permitiese. Ninguno de los hombres que iban a ser ahorcados era conocido, pero la curiosidad por el asesino de la condesa de Avebury podría subir el precio del dogal hasta los seis peniques por tres centímetros. En cualquier caso, habría un gran beneficio. Comprobó que el nudo de la soga apretase y asintió, satisfecho—. Y también me llevaré algo de cuerda para inmovilizar —continuó—. Cuatro largos.

—Me queda el extremo de un acollador sueco; pero está reservado para ti, Jemmy —le informó el cordonero—. Así que todavía les atas las manos y los codos tú mismo, ¿verdad?

—No por mucho tiempo —respondió Botting—. ¡Gracias! —exclamó, ya que el cordonero había llenado de brandy dos tazas de hojalata—. Trajeron a un par de regidores al último balanceo —continuó Botting—, fingiendo que sólo habían acudido por el entretenimiento, pero yo lo comprendí. Y el señor Logan era uno de ellos; es un buen tipo. Sabe lo que es necesario. Pero, fíjate, el otro deseaba no haber venido. ¡Se puso a vomitar, el tipo! ¡No pudo soportar lo que veía! —se rió entre dientes—. Pero el señor Logan después me sopló que me pondrían un ayudante.

—Un hombre necesita a un ayudante.

—Así es, así es —Jemmy Botting se bebió el brandy, cogió sus sogas y siguió al cordonero hasta el barril en el que guardaba la cuerda—. Será un trabajo fácil, mañana —aseguró—; sólo subirán dos. Quizá te vea allí.

—Cómo no, Jemmy.

—Después nos tomaremos un cerveza —anunció Botting—, y unas chuletas para comer.

Se marchó diez minutos después, con las sogas y las cuerdas en su saco. Sólo tenía que ir a buscar los dos sacos de algodón a una costurera, y ya lo tendría todo. Era el verdugo de Inglaterra y al amanecer del día siguiente haría su trabajo.

Sandman estaba de un humor de perros aquella mañana de domingo. Casi no había dormido, estaba crispado y tenso, y los quejidos de Meg sólo empeoraban su mal genio. Berrigan y Sally estaban poco más alegres, pero tuvieron la sensatez de quedarse callados, mientras Meg se quejaba de que la llevaban a Londres a la fuerza, y después empezaba a gritar en señal de protesta cuando Sandman se ensañaba con ella, acusándola de egoísta y estúpida.

A Billy, el caballerizo, lo dejaron en el pueblo. No podría volver a Londres antes que el coche, por tanto, no podría avisar al Club de los Serafines de lo que estaba pasando; por eso era más seguro dejarle allí.

—Pero ¿cómo llegaré a casa? —preguntó lastimeramente.

—Haz lo que hicimos nosotros desde Lisboa a Toulouse —le espetó Sandman—; camina.

Los caballos estaban desgreñados y cansados. Habían pastado en la plaza del pueblo, rehuyendo a los entrometidos gansos, a los cuales les molestaba su presencia, pero los animales estaban acostumbrados a los copos de avena y al grano, no al fino césped, y estaban lentos con los arreos puestos, aunque respondieron con bastante brío a la fusta de Mackeson. Cuando el sol se había alzado sobre los árboles del este, ya se dirigían hacia el norte con buen trote. Las campanas de la iglesia sonaban en un cielo de verano, en el que las blancas y altas nubes se movían hacia el oeste.

—¿Es usted practicante, capitán? —le preguntó Berrigan, juzgando que su avance le habría mejorado el estado de ánimo.

—Por supuesto.

Sandman estaba sentado en el pescante con Berrigan y Mackeson, y había dejado el interior del carruaje para Sally y Meg. Había sido idea de Sally compartir el coche con Meg. «Ella no me tiene miedo —dijo Sally— y, además, quizá hable con otra chica.»

—Yo no soy ese tipo de hombre —declaró Berrigan—. No tengo tiempo para eso, pero me gusta escuchar las campanas.

Alrededor de ellos, ocultos tras los frondosos bosques de Kent, los campanarios y los chapiteles llamaban a la oración. Un carro les adelantó a toda velocidad, cargado de niños con su ropa de los domingos y sus devocionarios para el oficio matutino. Les saludaron con la mano.

Las campanas dejaron de sonar, porque comenzaban los oficios. El carruaje llegó a un pueblo, cuya calle principal estaba desierta. Pasaron cerca de un iglesia y Sandman oyó a un violonchelista acompañando el viejo himno «Despierta mi alma, y, con el sol, realiza tu puesta en escena cotidiana». Recordaba que ellos lo habían cantado en la mañana de la batalla de Salamanca, con las fuertes y graves voces de los hombres bajo un sol que ascendía hacia el cielo, y que devino implacable con el calor de un día de muerte ardiente. Mackeson detuvo el tiro en un vado al otro lado del pueblo, y, mientras bebían los caballos, Sandman desplegó la escala para que Sally y Meg pudiesen estirar las piernas. Se quedó mirando socarronamente a Sally, la cual negó con la cabeza.

—Es una cabezota —le murmuró a Sandman.

Meg se acercó y le miró, y se inclinó para llevarse un poco de agua a la boca. Después se sentó en la orilla y se quedó observando las libélulas.

—Le mataré —le amenazó— si los zorros se han comido a mis titas.

—¿Te importan más tus gallinas que la vida de un hombre inocente?

—Que le ahorquen, maldita sea —respondió Meg. Había perdido el sombrero y su pelo estaba lacio y despeinado.

—Vas a tener que hablar con otros hombres en Londres —le advirtió Sandman—, y ellos no serán amables.

La muchacha no dijo nada.

Sandman suspiró.

—Sé lo que ocurrió —le aseguró—. Estabas en la habitación en la que Corday estaba pintando a la condesa, y alguien subió por la escalera de atrás. Entonces te llevaste a Corday por la escalera delantera, ¿verdad? Te dejaste su cuadro y sus pinceles en el dormitorio de la condesa y lo echaste rápidamente a la calle porque había llegado uno de los amantes de tu señora, y yo sé quién fue. Fue el marqués de Skavadale. —Meg frunció el ceño; parecía como si estuviese a punto de decir algo, pero justo entonces apartó la vista y se puso a mirar a lo lejos—. Y el marqués de Skavadale —continuó— está comprometido con una heredera muy rica, y necesita esa boda porque su familia está arruinada, arruinada del todo. Pero la muchacha no se casaría con él si supiese que tuvo una aventura con la condesa, y mientras ésta le estaba chantajeando. Hizo una fortuna así, ¿verdad?

—¿Ah, sí? —preguntó Meg, monótonamente.

—Tú eras su alcahueta, ¿no?

Meg volvió sus pequeños y fríos ojos hacia Sandman.

—Yo era su protectora, cretino, porque necesitaba uno. Era demasiado buena para su propio bien.

—Pero no la protegiste, ¿verdad? —la acusó Sandman, con severidad—. El marqués la mató y tú lo descubriste. ¿Le encontraste allí? ¿O quizá oíste cómo la mataban? ¡Quizá lo vieses todo! Por eso te escondió y te prometió dinero. Sólo te está manteniendo viva hasta que ahorquen a Corday, porque después nadie creerá que había otro culpable.

Meg sonrió a medias.

—Entonces, ¿por qué no me mató allí, en aquel momento, eh? —se le quedó mirando, con actitud desafiante—. Si él mató a la condesa, ¿por qué no iba a matar a la criada? Explíquemelo, ¡venga!

Sandman no podía. Era, de hecho, lo único que no podía explicar, aunque todo lo demás tenía sentido y creía que incluso aquel misterio, con el tiempo, se desvelaría.

—¿Quizá le gustas? —apuntó.

Meg se le quedó mirando incrédulamente durante unos segundos, y soltó unas carcajadas escandalosas.

—¿Que yo le gusto? —preguntó—, ¿yo? No —se apartó un insecto de la falda—. Él me deja cuidar de las titas, eso es todo. Me gustan las titas. Siempre me han gustado las titas.

—¡Capitán! —Berrigan, sentado en la parte delantera del coche, estaba mirando al norte—. ¡Capitán! —volvió a gritar. Sandman se levantó y se dirigió hasta el carruaje. Se puso a mirar en dirección norte, a través de algunos prados y sobre una loma muy arbolada, y allí, en la cima donde el camino hacia Londres cruzaba el horizonte y se abría camino entre los árboles, divisó un grupo de jinetes—. Han estado mirando hacia aquí —le informó—; parecían dragones intentando saber cuántos casacas rojas veían.

Sandman no tenía catalejo y los jinetes estaban demasiado lejos para distinguirlos claramente. Tenía la impresión de que eran seis o siete, no más; estaban mirando hacia el coche, y al menos uno de ellos llevaba un catalejo.

—Podría ser cualquiera —comentó.

—Puede que sí —asintió Berrigan—, sólo que a lord Robin Holloway le gusta llevar una chaqueta de montar blanca y tiene un gran caballo negro.

El hombre situado en el centro del grupo llevaba una chaqueta blanca y montaba un enorme caballo negro.

—Maldita sea —exclamó Sandman, en voz baja.

¿Es que Flossie había hablado en el Club de los Serafines? ¿Había revelado que Sandman había entrado allí? En tal caso, seguramente lo habrían relacionado con el carruaje que faltaba y habrían empezado a preocuparse por Meg; luego habrían enviado un grupo de rescate para asegurarse de que Sandman no llevase a la muchacha a Londres. Incluso mientras pensaba en eso, pudo ver al grupo de jinetes que apretaba el paso y desaparecía entre los árboles.

—Azúcelos —le ordenó a Mackeson—. ¡Sargento! ¡Meta a Meg en el carruaje! ¡Rápido!

¿Cuánto tardaron los jinetes en llegar? ¿Diez minutos? Probablemente menos. Sandman pensó en dar la vuelta con el coche y volver al pueblo, en el que había un cruce de caminos, pero no había espacio para girar, y por eso, cuando Meg estuvo a buen recaudo, Mackeson fustigó a los caballos y Sandman le ordenó que girase por el primer desvío de la carretera. Cualquier camino o sendero serviría, pero seguían sin ver ninguno, y mientras el coche continuaba dando bandazos, Sandman esperaba ver a los jinetes en cualquier momento. Al menos, el campo era bastante frondoso, lo cual significaba que el coche permanecería oculto casi hasta que se encontrase con los jinetes; entonces, justo cuando Sandman empezaba a desesperarse por no encontrar una vía de escape, apareció un estrecho desvío a la derecha y le ordenó a Mackeson que lo tomase.

—Eso es un antiguo camino lleno de baches —le advirtió Mackeson.

—¡Es igual!

El vehículo se inclinó al girar hacia el sendero, casi rozando el retorcido tronco de un roble cuando intentaba tomar la cerrada curva.

—¡Espero que esto lleve hacia alguna parte! —Mackeson parecía divertido—, o si no, nos van a dar por detrás.

El carruaje traqueteaba y se tambaleaba peligrosamente, ya que el sendero no era más que profundos surcos de carro que se habían solidificado en el barro seco, pero se extendía entre gruesos setos y amplios huertos, y cada yarda les alejaba más del camino hacia Londres. Sandman ordenó a Mackeson parar el carruaje, después de doscientas yardas; se colocó en el techo del coche y miró hacia atrás, pero no vio a ningún jinete en el camino. ¿Había dejado que sus temores le hiciesen demasiado precavido? Entonces oyó a Meg gritar, gritó de nuevo, y bajando del techo, escuchó una bofetada. El grito cesó y él saltó al suelo. Berrigan abrió la ventana que no estaba rota.

—Era sólo una maldita avispa —le informó, lanzando el insecto hacia los setos—. ¡Cualquiera hubiera dicho que era un maldito cocodrilo, por el maldito jaleo que hace!

—Pensé que le estaba matando a usted —respondió Sandman, intentando subir de nuevo en el coche, pero se detuvo ante la mano alzada de Berrigan. Se detuvo, escuchó y oyó ruido de cascos.

El ruido se alejó. El grupo de jinetes estaba en la carretera principal y no se aproximaban por el estrecho sendero. Sandman palpó la empuñadura de su pistola colocada en el cinturón y recordó un día en los Pirineos, en el cual, con una pequeña avanzadilla, había sido perseguido por una quincena de dragones. Había perdido tres hombres aquel día, degollados por las rectas espadas francesas, y se había podido escapar gracias a que se encontraron, por casualidad, a un oficial de los chaquetas verdes con una docena de hombres, que dispararon sus fusiles para alejar a los jinetes. ¿Estaban buscando los jinetes el camino? El ruido de cascos se había desvanecido casi del todo, pero Sandman se resistía a ordenar que el coche reanudase la marcha, porque el vehículo hacía ruido, pero pensó que el grito de Meg se había oído mucho más, y no había atraído a ningún perseguidor, por lo que trepó al coche y le hizo a Mackeson un gesto con la cabeza.

—Ahora, con cuidado —le ordenó—; continúe lentamente.

—No puedo hacer nada más —respondió Mackeson, señalando con la cabeza donde el camino giraba bruscamente a la izquierda—. Tendré que apurar hasta el arcén, capitán, porque es una curva muy estrecha.

—Usted vaya despacio —Sandman se levantó y miró hacia atrás, pero no había jinetes a la vista.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Mackeson.

—Habrá alguna granja allí abajo, en alguna parte —respondió Sandman—, y, en el peor de los casos, desengancharemos los caballos, le daremos la vuelta al carro y los colocaremos de nuevo.

—Esto no es un vehículo para caminos con baches —comentó Mackeson, en tono reprobatorio, pero chasqueó la lengua y dio una sacudida casi imperceptible a las riendas.

El sendero era angosto y la curva era terriblemente estrecha, pero los caballos la tomaron lentamente. El carruaje se tambaleó cuando las ruedas se subieron al arcén y los caballos, sintiendo la resistencia, redujeron el tirón; Mackeson hizo restallar la fusta sobre sus cabezas y sacudió las riendas otra vez. Justo entonces la rueda izquierda delantera se hundió en un surco oculto por hierba y hojas de acedera, y todo el carruaje se zarandeó. Mackeson sacudió los brazos para equilibrarse y Sandman agarró el pasamanos del techo. Los caballos relincharon en señal de protesta, Meg gritó, asustada, y los rayos de la rueda, al tener que soportar el peso de todo el carruaje en la zanja oculta, se partieron uno tras otro, e, inevitablemente, el aro de la rueda se hizo pedazos y el coche se cayó hacia un lado. Mackeson había conseguido, de algún modo, permanecer en su asiento.

—Le dije que no está construido para el campo —se quejó, resentido—; es un vehículo de ciudad.

—Ahora ya no es ninguna maldita clase de vehículo —replicó Berrigan. Había salido con dificultad del compartimiento ladeado y ayudó a las dos mujeres a bajar.

—¿Y ahora qué va a hacer? —le preguntó Mackeson a Sandman.

Éste se tambaleaba en la parte de arriba del coche. Estaba mirando hacia atrás y escuchaba. La rueda se había roto ruidosamente y el chasis se había precipitado estrepitosamente dentro de la zanja, y creía oír el ruido de cascos otra vez. Sacó la pistola.

—¡Silencio todo el mundo! —ordenó.

En esos momentos estaba seguro de que podía oír los cascos, y el sonido se estaba aproximando. Amartilló la pistola, saltó al suelo y esperó.

El reverendo Horace Cotton, ordinario de Newgate, parecía agachado en su púlpito, con los ojos cerrados, como si concentrase todas sus fuerzas, mentales y físicas, para un esfuerzo supremo. Tomó aire, apretó los puños, y profirió un angustiado grito que resonó en las altas vigas de la capilla de Newgate.

—¡Fuego! —gimió—, ¡fuego, dolor, llamas y agonía! Todos los tormentos bestiales del diablo os esperan. Fuego eterno, dolor inimaginable, llantos inconsolables y rechinar de dientes; y cuando el dolor os parezca insoportable, cuando parezca que ningún alma, ni siquiera una tan corrompida como la vuestra, pueda soportar semejantes imposiciones ni un momento más, ¡entonces sabréis que eso sólo es el principio! —Dejó que retumbase la última palabra por la capilla durante unos segundos, luego bajó la voz a un volumen más razonable; poco más que un susurro—. Sólo es el principio de vuestra agonía. No es más que el comienzo de vuestro castigo, que os atormentará hasta la eternidad. Aunque las estrellas mueran y nazcan nuevos firmamentos, vosotros seguiréis gritando en el fuego que os desgarrará la piel como el arañazo de un gancho y la punzada hiriente de un hierro de marcar —se inclinó hacia delante, con los ojos como platos, y miró hacia abajo, al Banco Negro, en el que los dos hombres condenados estaban sentados junto al ataúd pintado de negro—. Seréis los juguetes del demonio —les prometió—; seréis atormentados, quemados, golpeados y despedazados. Será un dolor sin fin. Una agonía sin cese. Un tormento sin piedad.

El silencio en la capilla fue interrumpido por el sonido de los mazos que estaban levantando el patíbulo al otro lado del enorme pórtico, para lamento de Charles Corday. El reverendo Cotton se puso derecho, encantado por haber abatido a uno de los desgraciados. Miró hacia los bancos donde estaban sentados los demás presos, algunos de los cuales aguardaban su turno en el Banco Negro, mientras otros esperaban el momento oportuno antes de ser trasladados a los barcos que los deportarían a Australia y al olvido. Alzó la vista hasta la tribuna pública, abarrotada como cualquier día anterior a una ejecución. Los fieles de la tribuna pagaban por el privilegio de presenciar cómo los delincuentes condenados asistían a sus oficios fúnebres. Era un día cálido y, al comienzo del servicio, algunas mujeres de la tribuna habían intentado refrescarse con abanicos, pero ya no se movía ningún cartón pintado. Todo el mundo estaba quieto, en absoluto silencio, sobrecogido por las terribles palabras que el ordinario esparcía como una telaraña de fatalidad sobre las cabezas de los dos condenados.

—No soy yo quien os promete semejante destino —les advirtió el reverendo Cotton—, no soy yo quien vaticina el tormento de vuestras almas, ¡sino Dios! ¡Dios os ha prometido ese destino! Por toda la eternidad, cuando los santos se reúnan en el río de cristal para cantar las alabanzas al Señor, vosotros gritaréis de dolor.

Charles Corday sollozaba, cabizbajo, con sus estrechos hombros que se sacudían agitadamente. Sus grilletes, unidos a una anilla de hierro alrededor de la cintura, tintineaban cada vez que hacía el menor movimiento. El alcaide, en su propio banco familiar, detrás del Banco Negro, frunció el ceño. No estaba seguro de que aquellos famosos sermones fueran de mucha ayuda a la hora de mantener el orden en la prisión, porque reducían a hombres y mujeres a un terror estremecedor o provocaban una rebeldía impía. El alcaide hubiera preferido un oficio tranquilo y digno, en voz baja y reposado, pero Londres esperaba que el ordinario hiciera una exhibición, y Cotton sabía cómo estar a la altura de tales expectativas.

—Mañana —bramó— os sacarán a la calle y alzaréis la vista para mirar el luminoso cielo de Dios por última vez; entonces os colocarán la capucha sobre vuestras cabezas y la soga alrededor de vuestros cuellos, y escucharéis el gran batir de las alas del demonio, esperando vuestras almas impacientemente. «Sálvame, Señor», gritaréis, «¡sálvame!» —Sacudió las manos hacia las vigas del techo, como haciéndole señas a Dios—. Pero será demasiado tarde, ¡demasiado tarde! Vuestros pecados, vuestros intencionados pecados, vuestra propia maldad, os habrán llevado hasta ese aterrador patíbulo, en el que caeréis hasta el final de la cuerda; después os asfixiaréis, os agitaréis y os sacudiréis para poder respirar, pero el forcejeo no os servirá de nada, ¡y seréis presa del dolor! Luego vendrá la oscuridad y vuestras almas se elevarán sobre este dolor terrenal hasta el gran trono del juicio, en el que Dios os espera. ¡Dios! —Cotton alzó sus rechonchas manos de nuevo, esta vez suplicando, cada vez que repetía la palabra—. ¡Dios! ¡Dios os estará esperando en Su misericordia y majestuosidad, y Él os examinará! ¡Os juzgará! ¡Y os encontrará desprovistos! ¡Mañana! ¡Sí, mañana! —señaló a Corday, todavía cabizbajo—. Veréis a Dios. Los dos, tan claramente como yo os veo ahora, veréis al terrible Dios, el Padre de todos nosotros, y Él negará con la cabeza, decepcionado, y ordenará que os aparten de Su presencia, porque habéis pecado. Le habéis ofendido a Él, que nunca nos ha ofendido a nosotros. Habéis traicionado a vuestro creador, que envió a Su hijo para que fuera nuestra salvación, y seréis apartados de Su trono de misericordia, para ser arrojados a las extremas profundidades del infierno. A las llamas. Al fuego. ¡Al dolor eterno! —pronunció las palabras con un gemido tembloroso, y luego, al oír la exclamación de una mujer asustada de la tribuna, repitió la frase—. ¡Al dolor eterno! —gritó la última palabra, hizo una pausa, para que toda la capilla pudiese oír a la mujer sollozando en la tribuna, y se inclinó hacia el Banco Negro, dirigiéndose a los condenados con un ronco susurro—. Y vosotros sufriréis, oh, cómo sufriréis, y vuestro sufrimiento, vuestro tormento, empezará mañana —sus ojos se abrieron más, mientras alzaba la voz—. ¡Pensad en ello! ¡Mañana! Cuando nosotros, que permanecemos en la tierra, estemos desayunando, vosotros estaréis agonizando. Cuando todos nosotros estemos cerrando los ojos y juntando nuestras manos en plegaria para dar gracias a un Dios benevolente por proporcionarnos nuestras gachas, con nuestros huevos con beicon, con tostadas y chuletas, con hígado en su salsa o incluso —el reverendo Cotton sonrió, porque le gustaba incluir detalles cotidianos en sus sermones—, quizá incluso un plato de riñones picantes, ¡en aquel preciso momento vosotros estaréis gritando con los primeros y aterradores dolores de la eternidad! ¡Y, durante toda la eternidad, esos tormentos se harán cada vez más aterradores, más insoportables, e incluso más terribles! No habrá final para vuestros dolores, y el comienzo será mañana —se estaba inclinando desde el baldaquín del púlpito, para que su voz cayera como una lanza en el Banco Negro—. Mañana os encontraréis con el diablo. Os lo encontraréis cara a cara y yo lloraré por vosotros. Temblaré por vosotros. Y, sobre todo, daré gracias a mi Señor y mi Salvador, Jesucristo, para que me evite vuestro dolor, y se me entregue una corona de rectitud por haber sido salvado. —Se enderezó y se llevó las manos al pecho—. ¡He sido salvado! ¡Redimido! He sido bañado en la sangre del Cordero y he sido bendecido por la gracia de Aquél, el único que puede llevarse nuestro dolor.

El reverendo Horace Cotton hizo una pausa. Llevaba ya cuarenta y cinco minutos de sermón y aún le quedaban otros cuarenta y cinco para acabar. Bebió un sorbo de agua mientras miraba a los presos. Uno estaba llorando, pero el otro se resistía; por tanto, lo intentaría con más ímpetu.

Tomó aire, pidió inspiración y siguió predicando.

No se aproximaba ningún jinete por el sendero. El ruido de cascos sonó fuerte en la carretera de Londres, pero se desvaneció en el día caluroso. En algún lugar, a mucha distancia, las campanas empezaron a tocar después del oficio de la mañana.

—¿Y ahora qué va a hacer? —volvió a preguntar Mackeson, esta vez con un manifiesto tono de triunfo. Sabía que el accidente del coche había arruinado las posibilidades de Sandman, y al regodearse de ello, le permitió vengarse de algún modo de las humillaciones que había tenido que soportar en los últimos dos días.

—Lo que voy a hacer —replicó Sandman— no es de su maldita incumbencia, pero lo que va a hacer usted es quedarse aquí con el carruaje. ¿Sargento? Desenganche los caballos de las varas.

—¡No puedo quedarme aquí! —protestó Mackeson.

—Entonces empiece a caminar —gruñó Sandman, y se volvió hacia Meg y Sally—. Vosotras dos montaréis a pelo —les ordenó.

—Yo no sé montar —refunfuñó Meg.

—¡Entonces será mejor que camines hasta Londres! —gritó Sandman, soltando ligeramente su mal genio—. ¡Y me aseguraré de que lo hagas! —le arrebató la fusta a Mackeson.

—Sí que montará, capitán —aseguró Sally lacónicamente. Por supuesto, cuando el tiro fue desenganchado de las varas, Meg trepó por la escala del carruaje para sentarse en el amplio lomo de un caballo, con las piernas colgando a un lado y las manos agarradas al tirante que se extendía a lo largo del sillar de la yegua. Parecía aterrorizada, mientras que a Sally, a pesar de no llevar silla, se la veía grácil.

—¿Ahora qué? —preguntó Berrigan.

—La carretera principal —respondió Sandman, y entre los dos dieron la vuelta a los cuatros caballos.

Era un riesgo utilizar la carretera de Londres, pero los jinetes, si es que estaban buscando el carruaje, se habían dirigido hacia el sur. Sandman iba con cuidado, pero no se encontraron a nadie hasta que llegaron a un pueblo en el que un perro se puso a perseguir a los caballos y Meg gritó, temiendo que su yegua se fuese hacia un lado. Una mujer salió de una casita y golpeó al perro con una escoba.

Un mojón a la salida del pueblo indicaba que Londres quedaba a cuarenta y dos millas.

—Un largo día por delante —comentó Berrigan.

—Día y noche —añadió Sandman con pesimismo.

—No voy a quedarme aquí arriba día y noche —protestó Meg.

—Tú harás lo que te digan —le espetó Sandman.

Pero en la aldea siguiente Meg empezó a gritar que había sido secuestrada y una pequeña multitud indignada se puso a seguir a los pesados caballos hasta que el rector del pueblo, con una servilleta en el cuello, porque se había levantado de su mesa de desayuno, llegó a investigar el jaleo.

—Está loca —le informó Sandman al capellán.

—¿Loca? —El rector alzó la vista hacia Meg y se estremeció ante la malevolencia de su cara.

—¡Me han secuestrado! —gritó la mujer.

—La llevamos a Londres —explicó Sandman— para que la vean los médicos.

—¡Me han raptado! —vociferó Meg.

—Está más loca que una cabra —añadió Sally, intentando ayudar.

—¡Yo no he hecho nada! —gritó Meg; se tiró al suelo e intentó escaparse, pero Sandman corrió tras ella, la zancadilleó y se agachó a su lado.

—Te voy a romper tu maldito cuello, muchacha —le susurró.

El rector, un nombre rechoncho con una mata de pelo blanco, intentó apartar a Sandman.

—Me gustaría hablar con la muchacha —comentó—. Insisto en hablar con ella.

—Primero lea esto, por favor —le indicó Sandman, recordando la carta del secretario de Estado y entregándosela al rector.

Meg, intuyendo que la carta le supondría problemas, intentó arrebatársela, y el capellán, impresionado por el sello del Departamento de Estado, se apartó de la muchacha y leyó el papel arrugado.

—Pero, si está loca —le planteó a Sandman cuando hubo acabado de leerla—, ¿por qué está implicado el vizconde de Sidmouth?

—¡Yo no estoy loca! —protestó Meg.

—En realidad —murmuró Sandman al rector—, se la busca por un asesinato, pero no quiero asustar a sus feligreses. Será mejor para ellos que esté enferma, ¿verdad?

—Tiene razón, tiene razón —el cura parecía alarmado y le devolvió la carta como si fuese contagiosa—. Pero quizá debería atarle las manos.

—¿Has oído eso? —Sandman se volvió hacia Meg—. Dice que debería atarte las manos, y lo haré si causas más alboroto.

Ella reconoció la derrota y empezó a decir palabrotas ferozmente, lo cual sólo reforzaba la afirmación de Sandman ante el rector. Éste empezó a usar la servilleta como un matamoscas, para apartar a sus feligreses de la muchacha maldiciente, la cual, al ver que su intento de liberarse había fallado, y temiendo que Sandman la inmovilizara si no cooperaba, utilizó un abrevadero de piedra como montadero para subir de nuevo a su caballo. Todavía estaba soltando denuestos cuando dejaron el pueblo.

Siguieron caminando pesadamente. Todos estaban cansados e irritables, y el calor y el largo camino minaban las fuerzas de Sandman. La ropa estaba pegajosa y asquerosa, y notó que le estaba saliendo una ampolla en el talón izquierdo. Seguía cojeando, debido a la lesión que se había hecho en el tobillo al saltar hasta el escenario en el teatro de Covent Garden, pero como todos los soldados de infantería, creía que la mejor manera de curar un esguince era seguir caminando. Incluso así, hacía mucho tiempo que seguía caminando. Sally le animó a montar, pero quería mantener un caballo de repuesto fresco, por lo que negó con la cabeza y se enfrascó en la monótona caminata de la marcha del soldado, sin apenas observar el paisaje, ya que sus pensamientos le llevaron a las largas y polvorientas carreteras españolas, a las huellas de las botas de su compañía y al trigo creciendo en la cuneta, donde habían caído las semillas del carro de intendencia. Incluso entonces, apenas había montado su caballo, prefiriendo mantener al animal fresco.

—¿Qué pasará cuando lleguemos a Londres? —Berrigan rompió el silencio, después de hubiesen atravesado otro pueblo.

Sandman parpadeó como si acabase de despertar. Vio que el sol estaba descendiendo y que las campanas anunciaban el oficio de la tarde.

—Meg nos va a decir la verdad —respondió al cabo del rato. Ella dio un resoplido de burla y Sandman se aguantó el mal genio—. Meg —le habló con delicadeza—, quieres volver a la casa del marqués de Skavadale, ¿verdad? ¿Quieres volver con tus gallinas?

—Ya sabe que sí —respondió ella.

—Entonces puedes hacerlo —le anunció Sandman—, pero primero nos vas a contar parte de la verdad.

—¿Parte? —preguntó Sally, intrigada.

—Parte de la verdad —insistió Sandman. Sin darse cuenta, había estado pensando en su dilema y, de repente, la respuesta parecía clara. No le habían contratado para descubrir al asesino de la condesa, sino para determinar si Corday era culpable o no. Y eso era lo que le expondría al secretario de Estado—. No importa quién mató a la condesa —le aseguró a Meg—. Lo único que me interesa es que tú sabes que Corday no lo hizo. Lo sacaste del dormitorio cuando ella aún estaba viva y eso es todo lo que quiero que le digas al secretario de Estado.

Ella se le quedó mirando.

—Ésa es la verdad, ¿no? —le preguntó Sandman. Ella seguía sin decir nada y él suspiró—. Meg, puedes volver a la casa del marqués. Puedes hacer lo que te plazca con el resto de tu vida, pero primero debes contarme esa pequeña parte de la verdad. Tú sabes que Corday es inocente, ¿no es así?

Al cabo de un rato, de un buen rato, la muchacha finalmente asintió.

—Le vi salir por la puerta de la calle —respondió en voz baja.

—¿Y la condesa aún estaba viva?

—Por supuesto que sí —aseguró Meg—. Le pidió que volviera al día siguiente, pero para entonces ya estaba detenido.

—¿Y le dirás eso al secretario de Estado?

Meg dudó y luego asintió.

—Le diré eso —respondió—; es lo único que le diré.

—Gracias —suspiró Sandman.

Un mojón les anunció que Charing Cross quedaba a dieciocho millas. El humo de la ciudad inundaba el cielo como una niebla marrón, mientras, a su izquierda, entre los pliegues de las colinas oscurecidas, se vislumbraba el brillante Támesis, liso como el acero. El cansancio de Sandman desapareció. Pensó que parte de la verdad sería suficiente, y su trabajo, gracias a Dios, habría concluido.

Jemmy Botting, el verdugo de Inglaterra, fue a Old Bailey a última hora de la tarde para revisar el patíbulo acabado. Uno o dos transeúntes, al reconocerle, le saludaron irónicamente, pero Botting no hizo caso.

Tenía poco que revisar. Dio por sentado que las vigas estaban bien sujetas, los tablones bien clavados y la tela bien asegurada. La plataforma se balanceaba un poco, pero siempre lo hacía, y el movimiento no era peor que estar en la cubierta de un barco, sobre un pequeño oleaje. Tiró de la estaca que aguantaba el madero de la trampilla y bajó a la oscuridad de la parte inferior de la plataforma, donde agarró la soga que tiraba del madero. Cedió con una sacudida y entonces la trampilla se abrió, dejando entrar la luz del atardecer.

No le gustaba aquella sacudida. No había nadie en la trampilla y, sin embargo, al madero le había costado moverse, así que abrió su saco y extrajo un pequeño tarro de sebo que le había regalado el cordonero. Trepó por la estructura de madera y engrasó el tope hasta que su superficie quedó resbaladiza. Después, levantó la trampilla y colocó con dificultad el madero en su sitio. Dos ratas le observaban y les gruñó. Bajó hasta los adoquines de Old Bailey y volvió a tirar de la soga; el madero se deslizó con facilidad y la trampilla bajó ruidosamente y golpeó en uno de los soportes verticales.

—Funciona, ¿eh? —les señaló Botting a las ratas, bastante despreocupadas por su presencia.

Colocó la trampilla y el madero en su sitio, se guardó el sebo en el saco y escaló hasta la parte de arriba del patíbulo, donde primero colocó la estaca en posición y después comprobó cuidadosamente la firmeza de la trampilla poniendo un pie sobre los tablones y aligerando lentamente el peso sobre esa pierna. Sabía que era segura. No quería convertirse en el hazmerreír de Londres cuando pusiera a un preso sobre una trampilla que cediera antes de tener la soga alrededor del cuello. Sonrió al pensarlo; luego, convencido de que todo estaba preparado, se dirigió hacia Debtor's Door y llamó a la puerta con fuerza. Le darían de cenar en la prisión y le proporcionarían un pequeño dormitorio sobre el vestíbulo.

—¿Tenéis veneno para ratas? —le preguntó al carcelero que abrió la puerta—. Es que hay ratas del tamaño de zorros bajo el patíbulo. No hace ni dos horas que han acabado la plataforma y ya hay ratas.

—Hay ratas por todas partes —respondió el carcelero y cerró la puerta.

Bajo ellos, y aunque era una tarde calurosa, los sótanos de la prisión de Newgate mantenían una temperatura baja, y por eso, antes de que Charles Corday y el otro condenado fueran encerrados en la celda de la muerte, encendieron un fuego de carbón en el pequeño hogar. La chimenea no tiraba bien al principio y la celda se llenó de humo, pero luego el tiro se calentó y el aire se aclaró, aunque el hedor a humo de carbón permanecía. Pusieron un orinal de metal en una esquina de la celda, aunque sin biombo para tener intimidad. Colocaron dos catres de hierro con jergones de paja y finas mantas junto a la pared, y llevaron una mesa con sillas, ya que los carceleros vigilarían a los presos durante toda la noche. Colgaron lámparas en unos ganchos de hierro. Al anochecer, los hombres que iban a morir por la mañana fueron metidos en la celda y les ofrecieron una cena de potaje de guisantes, chuletas de cerdo y col hervida. El alcaide fue a verles mientras cenaban y pensó, mientras esperaba a que acabaran la comida, que los dos hombres eran completamente diferentes. Charles Corday era enclenque, pálido y nervioso, mientras que Reginald Venables era un descomunal bruto con una abundante barba negra y una cara absolutamente tosca, aunque era Corday el que había cometido asesinato, porque a Venables le iban a ahorcar por robar un reloj.

Corday, nada más acabarse la cena, con sus grilletes sonando con gran estrépito, se dirigió a su catre y se tumbó boca arriba, mirando, con los ojos como platos, las húmedas piedras del techo abovedado.

—Mañana… —comenzó el alcaide, mientras Venables se acababa el plato.

—Espero que ese maldito predicador no esté allí —le interrumpió Venables.

—Silencio cuando habla el alcaide —gruñó el carcelero mayor.

—El predicador estará allí —anunció el alcaide— para ofrecer todo el consuelo espiritual que pueda —esperó a que el carcelero se llevara las cucharas de la mesa—. Mañana —empezó otra vez— se les acompañará desde aquí hasta la Sala de Reuniones, donde se les sacarán los grilletes y se les inmovilizarán los brazos. Ya habrán desayunado, pero tendremos brandy en la Sala de Reuniones, y les aconsejo que lo beban. Después, saldremos a la calle —hizo una pausa. Venables le miraba con resentimiento, mientras que Corday parecía ausente—. Es costumbre —continuó el alcaide— ofrecerle una moneda al verdugo para que procure que su paso al otro mundo sea menos doloroso. Tales honorarios no son algo que yo apruebe, pero es un funcionario de la ciudad, no de la cárcel, y por eso no puedo hacer nada para evitarlo. Pero incluso sin semejantes emolumentos, comprobarán que su castigo no es doloroso y que acabará pronto.

—Maldito mentiroso —farfulló Venables.

—¡Silencio!

—No pasa nada, señor Carlisle —le comentó el alcaide al enojado carcelero—. Algunos hombres —continuó— no están dispuestos a ir al patíbulo e intentan dificultar el trabajo necesario. No les sirve de nada. Si se resiste, si lucha, si intenta causarnos molestias, igualmente será ahorcado, pero ahorcado con dolor. Es mejor cooperar. Es más fácil para usted y para los seres queridos que pueden estar mirándole.

—Querrá decir que es más fácil para usted —observó Venables.

—Ningún deber es fácil —declaró el alcaide, en tono moralista—; no si se cumplen con la debida asiduidad —se dirigió hacia la puerta—. Los carceleros permanecerán aquí toda la noche. Si requieren consuelo espiritual, pueden hacer llamar al ordinario. Les deseo que pasen una buena noche.

Corday habló por primera vez.

—Soy inocente —murmuró, con la voz casi temblorosa.

—Sí —asintió el alcaide—, por supuesto que sí. —Pensó que no tenía nada más que decir sobre el asunto, por lo que les hizo un gesto con la cabeza a los carceleros—. Buenas noches, caballeros.

—Buenas noches, jefe —respondió el señor Carlisle, el carcelero mayor, y permaneció firme hasta que los pasos del alcaide se hubieron desvanecido al fondo del pasadizo. Entonces descansó y se giró hacia los dos presos—. Si queréis consuelo espiritual —gruñó—, no me molestéis ni a mí ni al reverendo Cotton; os podéis poner de rodillas y le molestáis al de allí arriba, y le pedís que os perdone. Venga, George —se volvió hacia su compañero—, triunfan picas, ¿de acuerdo?

En el Paseo de las Jaulas, que era el pasadizo subterráneo que unía la prisión con los tribunales de la Cámara de Sesiones, dos criminales estaban trabajando a pico y pala. Habían colgado faroles en el techo del pasillo y las losas, grandes bloques de granito, habían sido levantadas y amontonadas a un lado. Una fetidez llenaba el pasadizo, una nociva pestilencia a gas, cal y carne podrida.

—¡Jesús! —exclamó uno de los delincuentes, retrocediendo ante el hedor.

—No le encontrarás ahí abajo —le contestó un carcelero, apartándose del hueco de las losas.

Cuando se construyó el Paseo de las Jaulas, el pavimento se había colocado directamente sobre el terreno arcilloso de Londres, pero aquel barro tenía un aspecto moteado y oscuro bajo la inestable luz de los titilantes faroles.

—¿Cuándo se utilizó este tramo de pasillo por última vez? —preguntó uno de los presos.

—Sería hace dos años —respondió el carcelero, pero parecía dudar—; dos años, por lo menos.

—¿Dos años? —repitió el preso, con desdén—. Si todavía respiran ahí abajo.

—Tú acaba con eso —le animó el carcelero—, y te daré esto —le mostró una botella de brandy.

—Que Dios nos ayude, maldita sea —comentó Tom, con pesimismo; tomó una bocanada de aire y siguió cavando con la pala.

Él y su compañero estaban cavando las tumbas para los dos hombres que serían ejecutados por la mañana.

Algunos de los cuerpos eran diseccionados, pero por muy ávidos de cadáveres que estuvieran los anatomistas, no podían quedarse con todos, y por eso, la mayoría eran llevados allí y colocados en tumbas sin nombre. Aunque el pasadizo fuera corto y la prisión enterrara los cadáveres en cal viva para acelerar el proceso de descomposición, y a pesar de que levantaban el suelo siguiendo una estricta rotación, para no tener que excavar en el mismo lugar demasiado pronto, los picos y las palas se encontraban con huesos y barro derretido y podrido. Todo el suelo estaba desnivelado, como si hubiera habido un terremoto, pero, en realidad, se debía a que las losas se asentaban, dependiendo de la descomposición inferior. Además, y aunque el pasillo apestaba y el fango estaba repleto de carne sin descomponer, seguían llevando cadáveres y los hundían en la inmundicia.

Tom, metido en el agujero hasta los tobillos, sacó una calavera amarilla que rodó por el corredor.

—Está en plena forma, ¿verdad? —comentó.

Los dos carceleros y el otro preso comenzaron a reír y no podían parar.

El señor Botting estaba cenando costillas de cordero, patatas hervidas y nabos. La cocina del alcaide le ofreció un budín con sirope como postre y a continuación una taza de té concentrado y un vaso de brandy. Después de eso, se fue a dormir.

Dos serenos vigilaban el patíbulo. Justo después de medianoche, el cielo se encapotó y dejó caer una breve llovizna que refrescó Ludgate Hill. Un puñado de gente, ansiosos por conseguir los mejores puestos frente a las rejas que cercaban la horca, estaban durmiendo sobre los adoquines y se despertaron con la lluvia. Refunfuñaron, se cubrieron un poco más con las mantas e intentaron volver a dormirse.

El alba llegó temprano. Las nubes se dispersaron, descubriendo un cielo de color perla, surcado por las irregulares columnas de humo de carbón. Londres despertaba.

Y en la prisión de Newgate habría riñones picantes para desayunar.