Por la mañana temprano, Sally les llevó una cesta con beicon, huevos duros, pan y una jarra de té frío; un desayuno que compartieron con los dos prisioneros. Mackeson, el cochero, estaba flemático por su suerte.
—¿No tuviste elección, verdad? —le preguntó a Berrigan—. Tuviste que mantenernos callados, pero no ganarás nada con eso, Sam.
—¿Por qué no?
—¿Has visto alguna vez a un lord colgado?
—El conde Ferrers fue ahorcado —intervino Sandman— por asesinar a su criado.
—¡No! —exclamó Sally, incrédula—. ¿Ahorcaron a un conde? ¿En serio?
—Fue hasta el patíbulo en su propio carruaje —le explicó Sandman—, vestido con su traje de bodas.
—¡Caramba! —Evidentemente, estaba encantada por las noticias—. Un lord, ¿eh?
—Pero eso fue hace tiempo —comentó Mackeson, quitándole importancia—, hace mucho tiempo. —Su bigote, que había estado encerado con estilo cuando Sandman lo vio por primera vez, en esos momentos caía desordenadamente—. Entonces, ¿qué nos pasará a nosotros? —preguntó con pesimismo.
—Iremos a Nether Cross —respondió Sandman—, recogeremos a la muchacha y usted nos traerá de vuelta a Londres; yo escribiré una carta a sus patrones argumentando que les forzaron a faltar a sus responsabilidades.
—¡Para lo que me va a servir! —gruñó Mackeson.
—Tú eres mayoral, Mack —insinuó Berrigan—; encontrarás trabajo. El resto del mundo puede morirse de hambre, pero siempre hay trabajo para un mayoral.
—Es hora de prepararse —anunció Sandman, mirando hacia el cielo iluminado.
Una neblina se dispersaba sobre el parque, mientras daban de beber a los caballos en un abrevadero de piedra y los conducían hasta el carruaje. Tardaron un buen rato en colocarles los cuatro equipos de bridas, muserolas, frontaleras, colleras, cinchas, sufras, barrigueras, retrancas y tirantes. Cuando Mackeson y Billy hubieron acabado de ponerles los arreos al tiro, Sandman ordenó al joven que se quitase los zapatos y el cinturón. El caballerizo había suplicado que le quitasen las ataduras de pies y manos y Sandman había aceptado, pero sin zapatos y con los pantalones cayéndole hasta las rodillas, el muchacho lo tendría difícil para escaparse. Sandman y Sally se sentaron dentro con el avergonzado Billy, y Mackeson y Berrigan subieron a la parte delantera; luego, después de un sonido metálico y de una sacudida, salieron dando tumbos sobre el césped y se metieron en la carretera. Estaban otra vez de viaje.
Se dirigieron al sudeste, dejando atrás campos de lúpulo, huertos y grandes fincas. Hacia el mediodía, Sandman se quedó dormido sin darse cuenta y se despertó de golpe cuando el coche se metió en un surco. Parpadeó y vio que Sally le había cogido la pistola y estaba mirando a un Billy completamente intimidado.
—Puede seguir durmiendo, capitán —propuso.
—Lo siento, Sally.
—No se ha atrevido a intentar nada —comentó la joven burlonamente—; no desde que le he dicho quién es mi hermano.
Sandman miró a través de la ventana y vio que estaban subiendo por un bosque de hayas.
—Pensé que nos lo encontraríamos ayer por la noche.
—No le gusta cruzar el río —contestó Sally—, así que trabaja en las carreteras del norte y del oeste. —Vio que ya estaba despierto del todo y le devolvió el arma—. ¿Cree usted que un hombre puede estar en la brecha y luego volverse recto? —le consultó.
Sandman sospechaba que la pregunta no era sobre su hermano, sino sobre Berrigan. No es que el sargento llevase una vida de bandido; no, al menos, como se entendía en La Gavilla, pero como criado del Club de los Serafines, seguro que le había tocado su parte de delito.
—Por supuesto que puede —le respondió con confianza.
—Muchos no lo hacen —aseguró Sally, pero no para discutir; más bien quería que la convenciesen.
—Todos tenemos que ganarnos la vida, Sally —explicó Sandman—, y si tenemos que ser sinceros, nadie quiere trabajar demasiado. Ése es el atractivo de la vida del bandido, ¿no? Su hermano puede trabajar cada tres noches y ganarse la vida.
—Aunque así es Jack, ¿verdad? —parecía sombría, y, más que mirarle a los ojos, se quedó contemplando un huerto a través de la ventana.
—Y quizá siente la cabeza cuando encuentre la mujer apropiada —apuntó Sandman—. Muchos hombres lo hacen. Empiezan siendo unos pillos, pero encuentran un trabajo honrado, y la mitad de las veces ocurre después de haber conocido a una mujer. No se imagina cuántos de mis soldados eran unos auténticos incordios, unos completos idiotas, más útiles para el enemigo que para nosotros; entonces conocían a alguna muchacha española y se convertían en soldados ejemplares. —Sally se giró para mirarle y él le sonrió—. No creo que tenga por qué preocuparse, Sally.
Ella le devolvió la sonrisa.
—¿Tiene usted buen ojo para la gente, capitán?
—Sí, Sally, lo tengo.
Ella se echó a reír y miró a Billy.
—¡Cierra tu maldito pico antes de que te entren moscas, y deja de escuchar conversaciones privadas! —le gritó.
Él se sonrojó y se quedó mirando el seto que crecía frente a la ventana. Como no podían cambiar los caballos, Mackeson marcaba el ritmo al tiro, lo que significaba que viajasen lentamente; el viaje se hacía aún más lento porque el camino estaba en malas condiciones y tenían que hacerse a un lado cada vez que un cuerno anunciaba que tenían detrás una diligencia o un coche de correo. Estos últimos eran más espectaculares, porque anunciaban que se estaban aproximando con un apremiante toque de cuerno; entonces esos vehículos ligeros y veloces pasaban volando con una ráfaga de cascos, sonando como un fusil de la caballería ligera. Sandman envidiaba su velocidad y estaba preocupado por el tiempo, pero se dijo a sí mismo que sólo era sábado, y que, siempre y cuando Meg se escondiese realmente en Nether Cross, deberían estar de vuelta en Londres el domingo al atardecer, y eso les dejaba bastante tiempo para encontrar a lord Sidmouth y conseguir el indulto de Corday. El secretario de Estado había dicho que no deseaba ser molestado con asuntos oficiales durante el día del Señor, pero a Sandman le importaban un comino las plegarias de su señoría. Privaría al gobierno entero de sus rezos, si eso significaba hacer justicia.
A media mañana, Sandman intercambió el puesto con Berrigan. Le tocaba vigilar a Mackeson y levantó su chaqueta para que el conductor viese la pistola, pero éste estaba atemorizado y dócil. Conducía el carruaje por caminos cada vez más estrechos, bajo frondosos árboles, por lo que, constantemente, ambos debían esquivar las ramas. Se detuvieron en un vado para que los caballos pudiesen beber y Sandman se puso a mirar las libélulas verdiazules revoloteando entre los juncos. Al cabo de un rato, Mackeson chasqueó la lengua y los caballos siguieron tirando; el coche atravesó el río salpicando y subió hacia cálidos campos, en los que hombres y mujeres recogían la cosecha a golpe de hoz. Hacia mediodía, se detuvieron cerca de una taberna y Sandman compró cerveza, pan y queso, que comieron mientras el carruaje recorría las últimas millas. Pasaron por delante de una iglesia que tenía una entrada al camposanto adornada con flores nupciales, y luego atravesaron un pueblo en el que unos hombres jugaban al críquet en una plaza. Sandman miró el partido mientras el coche traqueteaba junto al borde de la plaza. Aquello era críquet rural y le faltaba bastante para la complejidad del juego de Londres. Aquellos jugadores todavía utilizaban sólo dos estacas y un ancho trozo de madera como portería, y lanzaban estrictamente por debajo del hombro, aunque el bateador tenía una buena posición y una buena vista. Sandman escuchó los gritos de aprobación cuando el hombre golpeó una bola mal lanzada y la coló en el estanque de patos. Un niño se metió para recuperar la bola y entonces Mackeson, con una pericia imprudente, condujo a los caballos entre dos paredes de ladrillos y chasqueó la lengua al pasar por delante de dos secaderos, haciéndolos bajar por un estrecho callejón que bajaba en picado entre frondosos robledos.
—Ya no queda mucho —anunció Mackeson.
—Ha hecho bien en recordar el camino —opinó Sandman.
Su cumplido era sincero, porque la ruta había sido tortuosa y se había estado preguntando si Mackeson les estaba engañando, intentando perderles en un enredo de estrechos caminos, pero en el último giro, al lado de los secaderos, había visto un poste que señalaba hacia Nether Cross.
—He hecho este trayecto una media docena de veces con su señoría —explicó Mackeson, y luego dudó antes de mirarle—. ¿Y qué pasará si no encuentra a la mujer?
—La encontraremos —respondió Sandman—. Usted la trajo aquí, ¿verdad? —añadió.
—De eso ya hace bastante, señor —comentó Mackeson—, ya hace bastante.
—¿Cuánto?
—Casi siete semanas —contestó el cochero, y Sandman comprendió que se llevaron a Meg al campo justo después del asesinato y un mes entero antes del juicio de Corday—. Por lo menos, siete semanas —continuó—, y en siete semanas puede pasar cualquier cosa, ¿no? —le miró con malicia—. Y quizá su señoría esté aquí. Eso le retrasará un poco, ¿verdad?
A Sandman le inquietaba que Skavadale pudiera estar en su finca de Nether Cross, pero no servía de mucho pensar en ello demasiado. Podría estar allí o no, y tendría que controlarlo o no, pero a Sandman le preocupaba más que Meg pudiera haber desaparecido. ¿Quizá estaba muerta? O quizá, si estaba chantajeando a Skavadale, vivía rodeada de lujo y no querría abandonar su nueva vida.
—¿Qué tipo de casa es? —le preguntó al cochero.
—No es como las casas grandes del norte —respondió Mackeson—. Ésta la consiguieron mediante una boda, antiguamente; eso es lo que he oído.
—¿Es confortable?
—Mejor que cualquier sitio en los que usted o yo vivamos jamás —contestó Mackeson, y chasqueó la lengua; las orejas de los caballos se movieron mientras tiraba de las riendas de la cabeza y giraban a paso rápido hacia un par de verjas colocadas entre dos altos pilares.
Sandman abrió las verjas, que no estaban cerradas, sólo con el pasador, y las cerró después de que entrara el carruaje. Volvió a subir y Mackeson condujo a los caballos al paso por el largo camino que serpenteaba a través de un parque de ciervos y entre magníficas hayas rojas, hasta que cruzaron un puente, y allí, entre los abandonados setos de un jardín descuidado, se encontraba una pequeña y exquisitamente bella casa isabelina de madera negra, revoques de yeso blanco y chimeneas de ladrillo rojo.
—Cross Hall, se llama —anunció Mackeson.
—Una buena dote —comentó Sandman con envidia, ya que la casa parecía perfecta bajo el sol de la tarde.
—Ahora está hipotecada —señaló Mackeson—, o eso es lo que dicen. Este sitio necesita una fortuna, y yo necesito cuidar de estos caballos. Quieren agua, buen alimento, un cepillado y un buen descanso.
—Todo a su debido tiempo —replicó Sandman.
Estaba mirando a las ventanas, pero no veía movimiento en ninguna de ellas. Ninguna estaba abierta, y eso era mala señal, porque era un cálido día de verano, pero entonces vio que salía una bocanada de humo de una de las altas chimeneas de la parte trasera de la casa y eso le devolvió el optimismo. El carruaje se detuvo y bajó con un gesto de dolor, al haberse apoyado en su tobillo lesionado. Berrigan abrió la puerta del coche y sacó la escala de una patada, pero Sandman le ordenó que esperase y se asegurase de que Mackeson no fustigaba a los caballos y daba media vuelta para largarse.
Sandman cojeó hasta la puerta principal y golpeó en sus viejos paneles negros. Pensó que no tenía derecho a estar allí. Estaba entrando sin autorización en propiedad ajena, y buscó en el bolsillo del faldón la carta de autorización del Departamento de Estado. Todavía no la había utilizado ni una sola vez, pero quizá en esa ocasión le sería útil. Volvió a llamar a la puerta y dio unos pasos hacia atrás para ver si alguien estaba mirando desde alguna ventana. La hiedra crecía alrededor del porche y bajo las hojas, por encima de la puerta, había un escudo tallado en el yeso. Había cinco conchas de vieira colocadas en el escudo. Nadie se asomó por ninguna de las ventanas, así que volvió al porche y levantó el puño para volver a llamar, pero, justo entonces, se abrió la puerta; un adusto anciano se le quedó mirando y después echó un vistazo al carruaje con el emblema del Club de los Serafines.
—Hoy no esperábamos ninguna visita —comentó el hombre, con evidente desconcierto.
—Hemos venido a recoger a Meg —respondió Sandman, llevado por un impulso.
El hombre, un criado a juzgar por su vestimenta, había reconocido totalmente el carruaje, pero no pensó que su presencia fuera extraña. Inoportuna, quizá, pero no extraña, y Sandman esperaba que el criado supusiera que había sido enviado por el marqués.
—Nadie ha dicho que fuera a ir a ninguna parte —el hombre sospechaba.
—A Londres —añadió Sandman.
—¿Y quién es usted? —El hombre era alto y tenía la cara surcada de arrugas, enmarcada por un cabello blanco despeinado.
—Ya se lo he dicho. Hemos venido a recoger a Meg. El sargento Berrigan y yo.
—¿Sargento? —El criado no reconoció el nombre y parecía asustado—. ¿Ha traído a un abogado?
—Es del club —respondió Sandman, notando que la conversación degeneraba en una incomprensión mutua.
—Su señoría no dijo nada de que ella se marchaba —insistió el hombre, cautelosamente.
—Quiere que vaya a Londres —recalcó Sandman.
—Entonces iré a buscarla —respondió el hombre.
Entonces, antes de que Sandman pudiese reaccionar, cerró la puerta de golpe y echó los cerrojos, y lo hizo tan rápidamente que Sandman se quedó boquiabierto. Todavía estaba mirando la puerta, cuando oyó una campanilla dentro de la casa, y sabía que semejante sonido tenía que ser una señal para Meg. Estaba convencido.
—Eso es un buen comienzo, puñeta —gruñó Berrigan sarcásticamente.
—Pero la mujer está aquí —respondió Sandman, mientras volvía al carruaje—, y me ha dicho que la iba a buscar.
—¿Ah, sí?
Sandman negó con la cabeza.
—La iba a esconder, más bien. Lo cual significa que debemos buscarla, pero ¿qué hacemos con estos dos? —señaló a Mackeson.
—Dispararles y enterrarles —gruñó Berrigan, y Mackeson premió su comentario con un gesto con los dedos.
Finalmente, condujeron el coche hasta las cuadras, donde encontraron los compartimientos y los estantes de forraje vacíos, pero con un grupo de gallinas cluecas, y también descubrieron un cobertizo de ladrillo con una sólida puerta y sin ventanas. Mackeson y el caballerizo fueron encerrados allí, y los caballos se quedaron en el patio con los arreos puestos.
—Nos ocuparemos de ellos más tarde —declaró Sandman.
—Y también recogeremos algunos huevos —añadió Berrigan con una sonrisa.
La cuadra había sido tomada por las gallinas, aparentemente cientos, algunas de las cuales miraban hacia abajo desde el caballete del tejado, otras descansaban en los alféizares ele las ventanas y la mayoría buscaba pienso, que había sido esparcido por los adoquines llenos de hierbajos aquí y allá y manchados de excrementos. Un gallo se les quedó mirando de reojo desde un montadero, sacudió la cresta y se puso a cacarear ansiosamente, mientras Sandman llevaba a Berrigan y Sally hasta la puerta trasera de Cross Hall. Estaba cerrada con llave. Todas las puertas lo estaban, pero la casa no era una fortaleza. Sandman encontró una ventana sin el pasador echado y la sacudió hasta abrirla. Pudo entonces colarse en una pequeña sala revestida con paneles, con una chimenea de piedra y muebles cubiertos por sábanas. Berrigan le siguió.
—Quédate fuera —le ordenó Sandman a Sally, y ella asintió, pero, sólo un instante más tarde, se metió por la ventana—. Podría haber pelea —la advirtió.
—Yo entro —insistió—. Odio a las malditas gallinas.
—La muchacha puede haber dejado ya la casa, a estas alturas —comentó Berrigan.
—Puede que sí —asintió Sandman, pero su primera impresión había sido que la muchacha se escondería en alguna parte de la casa, y aún pensaba igual—, pero la buscaremos, de todas formas —decidió, y abrió la puerta.
La casa estaba en silencio. No había cuadros en las paredes, ni alfombras en el suelo de madera, que crujía bajo los pies. Sandman iba abriendo puertas y se encontraba con sábanas que cubrían los pocos muebles que quedaban. Una espléndida escalera, con un poste elaboradamente tallado, se elevaba en el vestíbulo, y Sandman miró hacia la penumbra del piso de arriba mientras pasaba, y luego continuó hasta la parte trasera de la casa.
—Aquí no vive nadie —declaró Sally, mientras descubrían más habitaciones vacías—, ¡excepto las gallinas!
Sandman abrió una puerta y vio una larga mesa de comedor cubierta con sábanas.
—Lord Alexander me dijo que, una vez, su padre se olvidó completamente de una casa que tenía —le explicó a Sally—. También era una casa grande. Simplemente se llenó de moho hasta que recordaron que la tenían.
—Un tipo tonto —observó Sally, con desdén.
—¿Estás hablando de tu admirador? —le preguntó Berrigan, divertido.
—Ya lo viste, Sam Berrigan —respondió Sally—. Sólo tengo que mover un dedo y seré lady Comosellame, y tú me harás reverencias y tendrás que olvidarme.
—Seré yo quien te haga olvidar, mujer —aseguró Berrigan—; será un placer.
—Niños, niños —les reprendió Sandman y se giró de golpe, mientras una puerta se abría, de repente, al final del pasillo.
El hombre alto y adusto de pelo blanco revuelto se detuvo en la entrada, con un garrote en la mano.
—Aquí no está la muchacha que andan buscando —les aseguró.
Levantó el garrote sin demasiada convicción cuando Sandman se le acercó, pero lo dejó caer y lo apartó. Sandman le empujó para poder entrar en una cocina con un gran fogón, un aparador y una larga mesa. Una mujer, quizá la esposa del anciano, estaba sentada a la cabecera de la mesa, mezclando una masa en un enorme cuenco de porcelana.
—¿Quién es usted? —le preguntó Sandman al hombre.
—El mayordomo de la casa —respondió el hombre, y señaló a la mujer con la cabeza—, y mi esposa es el ama de llaves.
—¿Cuándo se fue la muchacha? —preguntó Sandman.
—¡No es asunto suyo! —exclamó la mujer—. Y ustedes tampoco deberían estar aquí. ¡Esto es propiedad privada! Así que, esfúmense antes de que les detengan.
Sandman vio una escopeta de caza encima de la repisa de la chimenea.
—¿Quién va a detenerme? —inquirió.
—Hemos pedido ayuda —contestó la mujer, con actitud desafiante.
Tenía el cabello blanco, recogido en un moño, y un severo rostro con una nariz aguileña que se curvaba hacia una barbilla afilada. «Una cara de bruja —pensó Sandman—, desprovista de cualquier signo de amabilidad.»
—Habrán pedido ayuda —recalcó Sandman—, pero yo vengo de parte del secretario de Estado. De parte del gobierno. Tengo autoridad —aseguró con energía—, y si quieren evitarse problemas, les aconsejo que me digan dónde está la muchacha.
El hombre miró con preocupación a su esposa, pero ésta se quedó indiferente ante las palabras de Sandman.
—Usted no tiene derecho a entrar aquí, señor —reiteró—, ¡así que le aconsejo que se marchen antes de que les encierre aquí durante toda la noche!
Sandman no le hizo caso. Abrió la puerta de la habitación anexa y miró en una despensa, pero Meg no estaba allí escondida. Y, sin embargo, estaba seguro de que se encontraba en la casa.
—Acabe de inspeccionar por aquí abajo, sargento —le ordenó a Berrigan—, yo miraré arriba.
—¿Realmente cree que está aquí? —Berrigan parecía dudarlo.
Sandman asintió.
—Está aquí —aseguró con una confianza que no podía justificar, pero percibía que el mayordomo y su esposa les estaban mintiendo.
El mayordomo, al menos, estaba asustado. Su mujer, no, pero el hombre estaba demasiado nervioso. Debería haber compartido la insolencia de su esposa, insistiendo en que Sandman estaba en propiedad ajena, pero se comportaba como alguien que escondía algo, y Sandman subió apresuradamente las escaleras para encontrarlo.
Las habitaciones del piso de arriba parecían tan desiertas y vacías como las de abajo, pero entonces, justo al final del pasillo, al lado de una estrecha escalera que conducía al desván, se encontró un grandioso dormitorio que estaba claramente habitado. Había alfombras orientales desteñidas sobre el oscuro suelo de madera, mientras que la cama, un lecho de cuatro columnas con colgaduras gastadas, tenía una sábana y mantas arrugadas. Diferentes prendas de mujer cubrían una silla, y otras estaban descuidadamente amontonadas sobre dos asientos situados bajo unas ventanas abiertas que daban a un césped con un muro de ladrillo, más allá del cual, sorprendentemente cerca, había una iglesia. Un gato pelirrojo dormía encima de uno de los asientos de las ventanas, sobre una pila de enaguas. «La habitación de Meg», pensó Sandman, e intuyó que acababa de irse. Volvió hacia la puerta y miró en el corredor, pero no vio más que motas de polvo moviéndose en los rayos del sol de la tarde, que entraban por donde había dejado las puertas de par en par.
Luego, donde el sol iluminaba el desnivelado suelo, vio sus propias pisadas en el polvo y volvió despacio por el pasillo, mirando de nuevo en cada habitación; en el dormitorio más grande, el que quedaba frente a la espléndida escalera y tenía una amplia chimenea de piedra tallada con un blasón que mostraba seis martas, vio más huellas en el suelo. Alguien había estado en la habitación hacía poco y sus pisadas llevaban hasta la chimenea de piedra y después hasta la ventana más cercana al hogar, pero no volvían a la puerta, y la habitación estaba vacía y las dos ventanas cerradas. Sandman frunció el ceño al mirar las huellas, preguntándose si no veía más que engañosos efectos de luces y sombras, pero podría jurar que realmente eran pisadas que acababan en la ventana, aunque cuando se acercó, no pudo abrirla porque el marco de hierro se había oxidado y estaba bloqueada. Por tanto, Meg no se había escapado por la ventana, aunque sus pisadas, borradas ya por las de Sandman, acabasen allí. «¡Maldita sea! —pensó—, ¡pero sí que ha estado aquí!» Levantó una sábana de la cama y abrió un armario, pero no había nadie escondido en la habitación.
Se sentó en un extremo de la cama, otro lecho de cuatro columnas, y se quedó mirando a la chimenea, donde había un par de pinzas ennegrecidas sobre el hogar de piedra. De repente, se dirigió hacia allí, se inclinó y miró hacia arriba, pero el tiznado cañón se estrechaba enseguida y no escondía a nadie. Pero Meg había estado allí, estaba seguro de ello.
Los sonidos de pasos en las escaleras le hicieron levantarse y poner una mano en la empuñadura de la pistola, pero eran Berrigan y Sally los que aparecieron por la puerta.
—No está aquí —afirmó Berrigan, indignado.
—Debe de haber un centenar de sitios en esta casa donde esconderse —sostuvo Sandman.
—Se habrá escapado —apuntó Sally.
Sandman se volvió a sentar en la cama y se quedó mirando la chimenea. Seis martas en un escudo, tres en la primera hilera, dos en la segunda y una en la tercera. ¿Por qué mostraría la casa un blasón en el interior y cinco conchas de vieira en un escudo en la entrada? Cinco conchas. Se quedó mirando las martas y entonces recordó una melodía, una melodía y algunas palabras que había oído cantar en una hoguera, en España.
—Te daré una O —pronunció.
—¿Cómo? —preguntó Berrigan, mientras Sally miraba a Sandman como si se hubiera vuelto loco.
—Siete, por las siete estrellas del cielo —canturreó Sandman—, seis, por los seis orgullosos caminantes.
—Cinco por los símbolos de tu puerta —Berrigan continuó con el siguiente verso.
—Y aquí hay cinco conchas de vieira esculpidas sobre la puerta de entrada —murmuró Sandman, al darse cuenta, de repente, de que podían oírle.
La letra de la canción era casi toda un misterio. Cuatro, por los cuatro evangelistas era bastante obvio, pero qué significaban las siete estrellas o quiénes eran los orgullosos caminantes era algo que Sandman ignoraba, aunque sí sabía qué querían decir los cinco símbolos de la puerta. Había aprendido años antes, cuando lord Alexander y él iban a la escuela juntos, que su amigo había descubierto con emoción que cuando se colocaban cinco conchas sobre una puerta o en el gablete de una casa, era una señal de que allí vivían católicos. Las conchas se habían colocado durante las persecuciones en el reinado de Isabel, cuando ser un sacerdote católico en Inglaterra significaba encarcelamiento, tortura y muerte. Sin embargo, algunas personas no podían vivir sin los consuelos de su fe y habían señalado sus casas para que sus correligionarios supieran que estaban ante un refugio. Pero los hombres de Isabel conocían el significado de las cinco conchas, así como muchos católicos, por lo que si había un sacerdote en la casa, tenía que ser un sitio donde poder esconderse, y por eso el dueño tenía un agujero para el cura, un escondite tan hábilmente tapado que podía engañar a los buscadores protestantes durante días.
—Parece como si estuviese pensando —comentó Berrigan.
—Necesito astillas —susurró Sandman—, astillas, leña y una caja de yesca, y mire si hay algún caldero grande en la cocina.
Berrigan dudaba si preguntarle qué estaba planeando, pero pensó que lo averiguaría bien pronto, así que Sally y él volvieron al piso de abajo. Sandman se paseó por la habitación y pasó los dedos por las juntas de los paneles que cubrían las paredes a cada lado de la chimenea, pero por lo que pudo ver, no había ninguna grieta en las tallas. Golpeó los paneles, pero ninguno sonaba hueco. Pero eso era precisamente lo bueno de los agujeros de cura; eran prácticamente imposibles de detectar. La pared de la ventana y la pared del pasillo parecían demasiado finas, así que tenía que ser la pared de la chimenea o la de enfrente, en la que había un hondo armario; pero no pudo descubrir nada. Aunque no esperaba encontrarlo fácilmente. Los buscadores de Isabel habían sido buenos, implacables y bien recompensados por encontrar sacerdotes, pero algunos escondites los habían eludido, a pesar de varios días de búsqueda.
—Pesa una maldita tonelada —refunfuñó Berrigan, mientras entraba tambaleándose en la habitación y dejaba caer un enorme caldero en el suelo.
Sally llegaba tras él con un haz de leña.
—¿Dónde está el mayordomo? —preguntó Sandman.
—Sentado en la cocina, procurando no tragar pólvora —respondió Berrigan.
—¿Y su mujer?
—Nos ha dejado.
—¿No quería saber qué íbamos a hacer con eso?
—Le dije que le haría un boquete en la cara si se atrevía a preguntar —explicó Berrigan, alegremente.
—El tacto —añadió Sandman—. El tacto siempre funciona.
—Entonces, ¿qué va a hacer? —preguntó Sally.
—Vamos a quemar esta maldita casa —gritó Sandman. Colocó el caldero en el faldón del hogar—. Nadie la utiliza —siguió gritando lo suficiente como para que alguien le oyese a dos habitaciones de distancia—, y hay que arreglar el tejado. Es más barato quemarla toda que limpiarla, ¿no es verdad?
Sandman colocó las astillas bajo el caldero, provocó una chispa con la caja de yesca y sopló el lino quemado hasta que hizo una llama, que traspasó a las astillas. Vigiló la llama durante unos segundos; enseguida se puso a crepitar y a extenderse, y colocó varios trozos de leña encima.
Pasaron unos minutos hasta que los trozos más grandes ardieron, pero para entonces el caldero ya escupía un espeso humo blanquiazul, y, como estaba colocado más en el faldón del hogar que en la chimenea, casi todo el humo se quedaba en la habitación. Sandman planeaba forzar la salida de Meg, y en caso de que el agujero de cura se abriese en el pasillo, había colocado a Berrigan fuera del dormitorio, mientras que él y Sally se quedaron dentro, con la puerta cerrada. El humo les estaba asfixiando, por eso Sally se agachó junto a la cama, pero no quería marcharse, por si la artimaña funcionaba. A Sandman le lloraban los ojos y tenía la garganta reseca, pero echó otro trozo de madera a las llamas y vio que la panza del caldero empezaba a enrojecerse. Abrió un poco la puerta, para dejar salir algo de humo y para que entrara aire.
—¿Quieres salir? —le dijo entre dientes, y ella negó con la cabeza.
Sandman se agachó, ya que abajo el humo era menos espeso, y pensó en Meg metida en el agujero de cura, un lugar oscuro, estrecho y aterrador. Esperaba que el olor a quemado se uniera a sus temores, y que el humo se estuviera infiltrando por las trampillas, los pasadizos y las puertas secretas que ocultaban su antiguo escondite. Un tronco crepitó, se partió y soltó una bocanada de humo fuera del caldero, con una llamarada. Sally se había puesto la sábana en la boca y Sandman sabía que no podrían aguantar mucho más, pero justo entonces se produjo un crujido, un grito y un estrépito como el impacto de una bola de cañón, y vio que toda una sección del panel se abría como una puerta, sólo que no estaba cerca de la chimenea, sino a lo largo de la pared exterior, entre las ventanas, donde él había pensado que la pared era demasiado fina para un agujero de cura. Sandman se tapó las manos con las mangas y, protegido de esa manera, empujó el caldero bajo la chimenea, mientras Sally agarraba rápidamente la muñeca de la aterrada mujer que gritaba, que había creído estar encerrada en una casa en llamas y que intentaba salir del estrecho y escalonado hueco que se había quedado descubierto tras los paneles caídos.
—¡Ya está! ¡Ya está! —gritaba Sally, mientras llevaba a Meg hacia la puerta.
Sandman, con la chaqueta chamuscada y ennegrecida, siguió a las dos mujeres hasta el amplio rellano, donde respiró aire fresco y miró a los ojos enrojecidos de Meg. Pensó en lo buen artista que era Charles Corday, ya que la joven era verdaderamente horrible, de aspecto incluso malévolo; entonces se echó a reír porque la había encontrado, y con ella podía descubrir la verdad, pero ella creyó que su alegría era burla y le dio una bofetada.
Y justo entonces se oyó un disparo en el vestíbulo.
Sally gritó, mientras Sandman la empujó y la apartó a un lado. Meg, en un intento de fuga, corrió hacia las escaleras, pero Berrigan le hizo la zancadilla. Sandman la pisó, mientras cojeaba hacia la balaustrada, y entonces vio que había sido la avinagrada ama de llaves, mucho más valiente que su marido, quien había disparado la escopeta de caza hacia las escaleras. Pero, como muchos novatos, había cerrado los ojos al apretar el gatillo y había disparado demasiado arriba, por lo que el tiro fallido había pasado rozándole la cabeza a Sandman. Había media docena de hombres tras ella, uno con un mosquete, y Sandman le bajó el arma a Berrigan.
—¡Si no disparan, no habrá muertos! —gritó Sandman.
—¡No tienen derecho a estar aquí! —le contestó el ama de llaves.
Estaba pálida, puesto que no quería disparar el arma, pero después de arrebatársela a su marido y apuntar hacia las escaleras como una amenaza, había apretado el gatillo sin darse cuenta. Los hombres que había detrás de ella estaban encabezados por un gigante rubio armado con un mosquete. El resto llevaba garrotes y hoces. A Sandman le parecían unos campesinos que llegaban para tirar la enorme casa abajo, pero, en realidad, probablemente eran arrendatarios que habían acudido a proteger la propiedad del duque de Ripon.
—Sí que tenemos derecho de estar aquí —mintió Sandman. No perdió la calma, mientras extraía la carta del secretario de Estado, la cual, realmente, no le otorgaba absolutamente ningún derecho—. Hemos sido solicitados por el gobierno para investigar un asesinato —explicó con delicadeza, mientras bajaba lentamente las escaleras, sin quitarle el ojo de encima al hombre armado. Era enormemente alto, musculoso y quizá de unos treinta años, y llevaba una mugrienta camisa blanca y unos pantalones color crema atados con una tira de tela verde que hacía de cinturón. Le resultaba extrañamente familiar y se preguntó si habría sido soldado. Su mosquete era, sin duda, un mosquete del antiguo ejército, abandonado después de la última derrota de Napoleón, pero estaba limpio, amartillado, y el hombre lo sostenía con seguridad—. Aquí tengo la autorización del secretario de Estado —prosiguió Sandman, alzando la carta con su impresionante sello—, y no hemos venido a hacer daño a nadie, ni a robar ni a destrozar nada. Sólo estamos aquí para hacer unas preguntas.
—¡No tienen derecho a estar aquí! —repitió la ama de llaves.
—Cállese, mujer —le ordenó con su mejor voz de oficial. Lo que ella decía era cierto, absolutamente cierto, pero había perdido los estribos y Sandman sospechó que aquellos hombres harían más caso a una voz razonable que a un bramido histérico—. ¿Alguien quiere leer la carta de su señoría? —les preguntó, mostrando el papel y sabiendo que la sola mención de «su señoría» les haría pensar—. Y, por cierto —volvió la vista hacia las escaleras, donde el humo empezaba a disiparse en el rellano—, la casa no está en llamas y no hay ningún peligro. Bueno, ¿quién quiere leer la carta de su señoría?
Pero el hombre del mosquete no hizo caso al papel. Se le quedó mirando con mala cara y bajó el arma.
—¿Es usted el capitán Sandman?
Sandman asintió.
—Así es —respondió.
—¡Por Dios, pero si yo le vi conseguir sesenta y seis carreras ante nosotros en Tunbridge Wells! —exclamó el hombre—. ¡Y nosotros teníamos a Pearson y a Willes de lanzadores! Pearson y Willes, nada menos, y usted les volvió locos y dio la vuelta al marcador. —Había descargado el mosquete y le sonreía abiertamente—. Fue el año pasado y yo jugaba para Kent. Nos había derrotado del todo; ¡suerte que se puso a llover y nos salvamos!
Y, por inspiración divina, el nombre del gigante le vino a la cabeza.
—¿Es usted el señor Wainbright, verdad?
—Ben Wainbright, así es. —Wainbright, el cual, a deducir por su ropa, debía de estar jugando a críquet cuando le hicieron ir a la casa, le saludó con una reverencia.
—Recuerdo que usted envió una bola por encima del almiar —observó Sandman—. ¡Casi nos gana usted solito!
—No hay nadie como usted, señor, nadie como usted.
—¡Benjamin Wainbright! —le endilgó la ama de llaves—. No has venido aquí para…
—Cállate, Doris —le contestó Wainbright, apartando el mosquete—. ¡No hay ningún problema con el capitán Sandman! —Los demás hombres gruñeron su conformidad. No importaba que Sandman estuviese en la casa ilegalmente, o que hubiese llenado de humo el piso de arriba; era un jugador de críquet y, además, famoso, y le sonrieron, esperando su aprobación—. He oído que ha dejado el juego, señor —Wainbright parecía preocupado—. ¿Es eso cierto?
—Oh, no —respondió Sandman—, es que sólo me gusta jugar en partidos limpios.
—Bien pocos hay —asintió Wainbright—. Pero debería invitarle a que se uniese a mi equipo hoy, señor. Nos están dando una paliza, el equipo de Hastings. Yo ya he lanzado —añadió, justificando su ausencia en el partido.
—Habrá más ocasiones —le consoló Sandman—, pero por ahora quiero llevarme a esta joven dama al jardín y tener una charla con ella. ¿O quizá hay alguna taberna en la que podamos hablar junto a una cerveza? —añadió, al darse cuenta de que sería prudente sacar a Meg de la finca del duque de Ripon, antes de que alguien con un mínimo conocimiento legal les acusara de allanamiento de morada y le explicara a Meg que no tenía por qué hablar con ellos.
Wainbright les aseguró que El Castillo y la Campana era una buena taberna, y el ama de llaves, disgustada por su traición, se marchó. Sandman suspiró, aliviado.
—¿Meg? —se volvió hacia la muchacha—. Si hay algo que quieras llevarte a Londres, cógelo ahora. ¿Sargento? —vio que la muchacha quería protestar, quizá incluso pegarle otra vez, pero no le dio tiempo a discutir—. ¿Sargento? Asegúrese de que les dan de beber a los caballos. Quizá deberíamos llevarnos el coche a la taberna. Sally, querida, asegúrate de que Meg tenga todo lo que necesita. Y señor Wainbright —se volvió y sonrió al bateador de Kent—, será un honor que me lleve a la taberna. Si no recuerdo mal, usted hacía bates. Me gustaría hablar del asunto con usted.
El enfrentamiento se había acabado. Meg, aunque estuviera resentida, ya no intentaba escaparse y Sandman se atrevió a pensar que todo iría bien. Una pequeña charla, una carrera hacia Londres y se haría justicia, la más rara de las virtudes.
Meg estaba resentida, hosca y enfadada. Le molestaba la incursión de Sandman en su vida; de hecho, parecía que le molestaba la propia vida, y durante un rato, sentada en el patio trasero de El Castillo y la Campana, incluso rechazó hablar con él. Miró a la lejanía, se bebió un vaso de ginebra y pidió otro con un gañido; luego, después de que Benjamín Wainbright se hubiera marchado a ver cómo le iba a su equipo, le insistió para que la llevara de vuelta a Cross Hall.
—Tengo que cuidar de mis titas —le espetó.
—¿Tus pollos? —eso sorprendió a Sandman.
—Siempre me han gustado las gallinas —le respondió, insolentemente.
Sandman, con la cara todavía dolorida por la bofetada, negó con la cabeza, sorprendido.
—No te voy a llevar a la casa —gruñó—, y tendrás suerte si no eres deportada de por vida. ¿Es eso lo que quieres? ¿Un viaje a Australia y una vida en una colonia penitenciaria?
—Váyase a la mierda —replicó.
Iba vestida con un sombrero blanco y un sencillo vestido marrón de sarga, pringado con plumas de gallina. Era una ropa fea, aunque le quedaba bien, ya que ella era verdaderamente poco agraciada, e incluso increíblemente rebelde. Sandman casi se sorprendió a sí mismo admirando su beligerancia, pero sabía que esa fuerza la iba a hacer difícil de tratar. Ella le miraba, dándole a entender que conocía sus pensamientos, ya que soltó una risa burlona y se giró para mirar el carruaje del Club de los Serafines, lleno de polvo tras el viaje, que acababa de aparecer en la plaza del pueblo. Berrigan estaba dando de beber a los caballos en un estanque de patos, mientras Sally, con algunas monedas del sargento, compraba una jarra de cerveza y otra de ginebra. Las palomas estaban armando un escándalo en un campo de trigo recién sembrado, justo al otro lado de la valla de El Castillo y la Campana, mientras que un grupo de vencejos cubría el caballete de paja de la taberna.
—Te gustaba la condesa, ¿verdad? —le preguntó Sandman a Meg.
Ella le escupió justo cuando Sally salió muy indignada de la taberna.
—¡Cabrones! —exclamó Sally—, ¡malditos cabrones campestres! ¡No quieren servir a una mujer!
—Iré yo —Sandman se ofreció.
—Hay un echador sirviendo las jarras —explicó Sally—. No querían servirme, pero han cambiado de opinión después de decirles unas cuantas cosas. —Agitó una mano para apartar a una irritante avispa, y se dirigió hacia Meg, que lanzó un pequeño grito, y, como el insecto no la dejaba, empezó a llorar, asustada—. ¿Pero se puede saber por qué has cogido una perra? —le preguntó a Meg, y ésta, perpleja, se la quedó mirando—. ¿Por qué puñetas estás llorando? —tradujo—. No tienes ningún maldito motivo para llorar. Has estado pavoneando por aquí, mientras aquel pobre mariquita espera que lo acogoten.
El echador, totalmente aterrorizado por Sally, les llevó una bandeja de jarras y vasos. Sandman sirvió cerveza en una jarra de medio litro y se la entregó a Sally.
—¿Por qué no se la llevas al sargento? —le propuso—. Yo hablaré con Meg.
—Lo que quiere decir es que me esfume —respondió Sally.
—Dame sólo unos minutos —pidió Sandman. Sally cogió la cerveza y Sandman le ofreció a Meg un vaso de ginebra, que ella le arrebató—. Le tenías cariño a la condesa, ¿verdad? —le volvió a preguntar.
—No tengo nada que decirle —respondió Meg—; nada. —Se bebió la ginebra de un trago y estiró el brazo para alcanzar la jarra.
Sandman se la apartó.
—¿Cómo te llamas?
—Eso a usted no le importa, ¡y deme más de ese maldito licor! —Se lanzó hacia la jarra, pero Sandman la alejó de su alcance.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó de nuevo, y recibió como respuesta una patada en la espinilla. Tiró un poco de ginebra en el césped y Meg inmediatamente se quedó quieta y le miró con cautela—. Te voy a llevar a Londres —la amenazó—, y tienes dos maneras de ir. Puedes comportarte; en ese caso, todo será mucho más cómodo, o puedes seguir siendo mal educada, y te llevaré directamente a prisión.
—¡No puede hacer eso! —dijo con desdén.
—¡Puedo hacer lo que yo quiera! —le espetó Sandman, con lo cual la sorprendió con su repentina ira—. Tengo un encargo del secretario de Estado, jovencita, y ¡tú estás ocultando pruebas de un caso de asesinato! ¿A prisión? Tendrás suerte si sólo es la prisión, y no la horca, también.
La muchacha le fulminó con la mirada por un momento y después se encogió de hombros.
—Me llamo Hargood —dijo, con voz hosca—, Margaret Hargood.
Sandman le sirvió otro vaso de ginebra.
—¿De dónde es, señorita Hargood?
—De ningún sitio que usted sepa.
—Lo que sé —replicó Sandman—, es que el secretario de Estado me solicitó que investigara el asesinato de la condesa de Avebury. Lo hizo, señorita Hargood, porque teme que esté a punto de cometerse una gran injusticia. —Sandman pensó que el día en que el vizconde de Sidmouth se preocupara por una injusticia a un miembro de las clases más bajas, probablemente el sol saldría por poniente, pero no podía admitir eso ante la grosera muchacha, la cual acababa de tragarse el segundo vaso como si se estuviera muriendo de sed—. El secretario de Estado cree, como yo —continuó—, que Charles Corday no mató a tu señora. Y creemos que tú puedes confirmarlo.
Meg le acercó el vaso, pero no dijo nada.
—Estabas allí el día en que mataron a la condesa, ¿verdad? —le preguntó.
La joven agitó el vaso, pidiendo más ginebra, pero seguía sin hablar.
—Y sabes —continuó Sandman— que Charles Corday no cometió el asesinato.
Ella bajó la cabeza y miró una manzana estropeada, caída de un árbol, que había en la hierba. Una avispa se detuvo sobre su piel arrugada y ella gritó, dejó caer el vaso y se llevó las manos a la cara. Sandman pisó la avispa, aplastando la fruta.
—Meg —la animó.
—No tengo nada que decir. —Miró con temor al suelo, aterrorizada por si la avispa resucitaba.
Sandman recogió su vaso, lo llenó y se lo pasó.
—Si usted coopera, señorita Hargood —le expuso formalmente—, me aseguraré de que no le ocurra nada perjudicial.
—No sé nada del asunto —contestó—, nada sobre ningún asesinato —le miró insolentemente, con una mirada fría como el hielo.
Sandman suspiró.
—¿Quiere que muera un hombre inocente? —La chica no respondió, sino que se volvió y se puso a mirar a través de la valla; a Sandman le dio un ataque de indignación. Quería pegarle, y se avergonzó de la intensidad de aquel deseo, tan intenso que se levantó y empezó a caminar de un lado para otro—. ¿Por qué vives en casa del marqués de Skavadale? —preguntó, pero no recibió respuesta—. ¿Es que crees que te protegerá? —continuó—. Él quiere que estés allí para que cuelguen al hombre que no es, y una vez que Corday esté muerto, ¿de qué le servirás? Te matará para que no testifiques en su contra. Incluso me sorprende que no te haya matado ya —aquellas palabras, al menos, produjeron una reacción en la muchacha, aunque sólo fuese para hacer que se volviera y le mirara—. ¡Piensa, chica! —vociferó Sandman—. ¿Por qué crees que te mantiene viva el marqués? ¿Por qué?
—Usted no sabe nada, ¿verdad? —respondió Meg con desdén.
—Te diré lo que sé —replicó Sandman, con su ira próxima a la violencia—. Sé que tú puedes salvar a un hombre inocente de la horca, y sé que no quieres. Eso te convierte en cómplice del asesinato, jovencita, y pueden colgarte por eso.
Sandman esperó, pero ella no dijo nada y supo que había fallado. Perder los estribos era una señal de tal fracaso, y se avergonzó de sí mismo, pero si la muchacha no hablaba, Corday no podría salvarse. Meg, tan sólo con el silencio, podía derrotarle, y, encima, más problemas, fastidiosos y estúpidos problemas, se le venían encima. Él quería llevar a Meg a Londres inmediatamente, pero Mackeson insistía en que los caballos estaban demasiado cansados para viajar otra milla y él sabía que el cochero tenía razón. Lo cual quería decir que debían pasar la noche en el pueblo y vigilar a sus tres prisioneros. Vigilarles, alimentarles y no perder de vista a los caballos. Metieron a Meg en el coche, ataron las puertas y bloquearon las ventanas con cuñas. Ella debió dormirse, aunque despertó dos veces a Sandman, gritando y golpeando contra las ventanas. Al final, rompió una y empezó a salir por el agujero, entonces Sandman oyó un gruñido, un llanto reprimido y cómo volvía a dejarse caer dentro.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Nada que deba preocuparle —respondió Berrigan.
Ellos tres durmieron sobre el césped, vigilando a Mackeson y Billy, aunque no hubo ningún problema con los dos, porque estaban confundidos, asustados y obedientes. A Sandman le hicieron recordar a un coronel francés que habían capturado sus hombres en las montañas de Galicia, un hombre grandilocuente que se había quejado constantemente de las condiciones de su cautiverio, hasta que, desesperado, el propio coronel de Sandman le había dejado en libertad. «Piérdase —le había ordenado en francés—, es usted libre.» Y el francés, aterrorizado por los campesinos españoles, les había rogado que le tomasen cautivo otra vez. Mackeson y Billy podrían haberse escapado de sus cansados captores, pero ambos tenían demasiado miedo del extraño pueblo y de la total oscuridad de la noche, y ante la desalentadora idea de no encontrar el camino de vuelta a Londres.
—Entonces, ¿ahora qué hacemos? —le preguntó Berrigan a Sandman, bajo la breve noche de verano.
—La llevaremos ante el secretario de Estado —anunció, sombríamente—, y dejaremos que la interrogue él.
«No servirá de nada», pensó, pero ¿qué otra elección tenía? En alguna parte un perro ladraba en la oscuridad, y entonces, como Berrigan vigilaba, Sandman se quedó dormido.