Capítulo 7

Barnwell, alias Conejo, estaba considerado el mejor lanzador del club de críquet de Marylebone, a pesar de tener una carrera de pasos largos que acababa con un doble salto, antes de lanzar la bola a la altura del hombro. El doble salto le había proporcionado su mote y en esos momentos estaba lanzando a Rider Sandman en una de las porterías con red de práctica en la bajada del nuevo campo de críquet de Thomas Lord, en Saint John's Wood, un bonito barrio al norte de Londres.

Lord Alexander Pleydell estaba cerca de la red, mirando ansiosamente cada bola.

—¿Está lanzando a ras de suelo? —preguntó.

—En absoluto.

—Se supone que la lanza con efecto para que te vaya a las piernas. A toda velocidad. Crossley dice que el movimiento es extremadamente confuso.

—Crossley se confunde enseguida —comentó Sandman, y golpeó fuertemente la bola contra la red, obligando a lord Alexander a apartarse, asustado.

Barnwell se iba turnando con Hughes, el criado de lord Alexander, para lanzarle a Sandman. Hughes se consideraba a sí mismo un buen lanzador por debajo del hombro, pero se estaba frustrando al ser incapaz de enviar una bola más allá del bate de Sandman, por lo que se esforzó demasiado y le lanzó una bola que ni siquiera botó y que Sandman mandó a toda velocidad fuera de la red, por encima del húmedo césped, por lo que golpeó un fino aspersorio plateado mientras subía por la colina, en la que tres hombres estaban segando la hierba. Hacer un campo de críquet en semejante pendiente no tenía sentido para Sandman, pero Alexander le tenía un extraño apego al nuevo terreno de Thomas Lord, aunque, desde una punta a otra, hubiese un desnivel de al menos dos metros.

Barnwell intentó lanzar por debajo del hombro y se vio obligado a contemplar cómo su bola seguía el mismo recorrido que el último lanzamiento de Hughes. Uno de los muchachos recogepelotas intentó lanzarle una bola rápida a las piernas y fue premiado con un golpe que casi le arranca la cabeza.

—Estás un poco furioso —observó lord Alexander.

—No, qué va. Es un día húmedo y la bola va lenta —mintió Sandman.

En realidad estaba furioso, y se preguntaba cómo iba a mantener su promesa a Eleanor y por qué había sido incluso capaz de prometerle fugarse si su padre no les daba su bendición. Pero sabía la respuesta a la segunda pregunta. Había hecho la promesa porque, como siempre, había sido abrumado por Eleanor, por su belleza, por su proximidad y por su deseo hacia ella, pero ¿podría mantener la promesa? Envió una bola hasta el fondo de la red con tal fuerza que estampó la malla alquitranada contra la valla de atrás, haciendo traquetear las empalizadas y asustando a un grupo de gorriones. Se preguntaba cómo podría fugarse, cómo podría casarse con una mujer sin tener medios para mantenerla y dónde estaba el honor en una boda escocesa de poca monta que no necesitaba ni permiso ni amonestaciones. La ira se apoderó de él y golpeó una bola que se fue hacia las cuadras donde los miembros del club dejaban sus caballos durante los partidos.

—Extremadamente furioso —insistió lord Alexander, pensativamente, y se sacó un lápiz del enredado cabello tras su oreja y un papel muy doblado de un bolsillo—. Creo que Hammond podría hacer de portero, ¿estás de acuerdo?

—¿Éste es tu equipo para jugar contra Hampshire?

—No, Rider, es mi propuesta para un nuevo deán y unos nuevos cánones para la catedral de Saint Paul. ¿Tú qué crees que es?

—Hammond sería una elección excelente —opinó Sandman, moviéndose hasta su pierna trasera para bloquear una rápida bola alta—. Muy buena —le gritó a Hughes.

—Edward Budd me dijo que jugaría con nosotros —continuó lord Alexander.

—¡Estupendo! —exclamó Sandman con verdadero fervor, ya que Edward Budd era el único bateador que consideraba mejor que él y además era una buena compañía.

—Y Simmons está disponible.

—Entonces no iré —contestó Sandman. Recogió la última bola con la punta de su bate y se la devolvió a Hughes con un golpe.

—Simmons es un excelente bateador —insistió lord Alexander.

—Es cierto —admitió Sandman—, pero aceptó un soborno para perder un partido en Sussex hace dos años.

—No volverá a ocurrir.

—No mientras yo esté en el mismo equipo. Escoge, Alexander, él o yo.

Lord Alexander suspiró.

—¡Es que es muy bueno!

—Pues elígelo a él —replicó Sandman, adoptando una postura firme.

—Pensaré en ello —comentó lord Alexander, con su actitud más altanera.

El siguiente lanzamiento llegó volando hacia los tobillos de Sandman, y le propinó un golpe que envió la bola directamente a la taberna, por encima de la valla inferior, en la que un grupo de hombres miraba las redes desde el patio del bar. ¿No eran algunos de ellos los asaltantes de lord Robin Holloway? Sandman miró hacia su chaqueta doblada en el húmedo césped y se tranquilizó al ver la empuñadura de la pistola sobresalir de un bolsillo.

—Quizá puedas hablar con Simmons —propuso lord Alexander—. Incluyéndole a él tendríamos una inmensa fuerza de bateo, Rider, una fuerza definitiva. Tú, Budd y él. ¡Batiremos todos los récords!

—Hablaré con él —aceptó Sandman—, pero no jugaré con él.

—¡Por el amor de Dios, hombre!

Sandman se apartó de la portería.

—Alexander, me encanta el críquet, pero si tiene que verse perjudicado con el soborno, no quedará nada del deporte. La única manera de tratar el soborno es castigarlo implacablemente —afirmó enfadado—. ¿Te sorprende que el juego se esté muriendo? Este club solía tener un campo decente, y ahora juega en una ladera. El juego está en decadencia, Alexander, porque se está corrompiendo con el dinero.

—Me parece muy bien que digas eso —reconoció lord Alexander, de mal humor—, pero Simmons tiene esposa y dos hijos. ¿No comprendes la tentación?

—Creo que sí —respondió Sandman—. Ayer me ofrecieron veinte mil guineas —retrocedió hasta la línea y le hizo una señal con la cabeza al siguiente lanzador.

—¿Veinte mil? —lord Alexander parecía marearse—. ¿Por dejar perder un partido?

—Por dejar que ahorquen a un hombre inocente —contestó Sandman, realizando un suave golpe defensivo—. Es demasiado fácil —protestó.

—¿El qué?

—Este lanzamiento intelectual —tirar la bola con el brazo a la altura del hombro se conocía curiosamente como el estilo intelectual—. No tiene precisión —se quejó Sandman.

—Pero tiene fuerza —declaró lord Alexander enérgicamente—, bastante más que lanzar por debajo del hombro.

—Deberíamos lanzar por encima del hombro.

—¡Nunca! ¡Nunca! ¡Arruinaría el juego! ¡Una propuesta completamente ridícula, extremadamente ofensiva! —lord Alexander hizo una pausa para chupar la pipa—. En el club aún no está claro que se permita siquiera el lanzamiento a la altura del hombro; no digamos por encima. No, si queremos corregir el equilibrio entre bateador y lanzador, la respuesta es obvia: cuatro estacas. ¿Hablas en serio?

—Sólo creo que lanzar por encima del hombro combinaría fuerza y precisión —apuntó Sandman—, e incluso podría ser un reto para el bateador.

—Me refería a que te ofreciesen veinte mil libras.

—Guineas, Alexander, guineas. Los hombres que me hicieron la oferta se consideran a sí mismos caballeros —dio un paso atrás y golpeó fuertemente la bola hacia la red, cerca de donde estaba lord Alexander.

—¿Por qué te ofrecieron tanto?

—Es más barato que morir en la horca, ¿no? El único problema es que no estoy seguro de qué miembro del Club de los Serafines es el asesino, pero espero descubrirlo esta noche. ¿No me prestarías tu coche, verdad?

Lord Alexander parecía confundido.

—¿Mi coche?

—Esa cosa de cuatro ruedas, Alexander, con caballos delante —envió otra bola echando chispas hacia la colina—. Es para una buena causa. Salvar a los inocentes.

—Claro, por supuesto —asintió lord Alexander, con admirable entusiasmo—. Será un honor ayudarte. ¿Tendré que esperarte en tu alojamiento?

—¿Para hacerle compañía a la señorita Hood? —preguntó Sandman—. ¿Por qué no? —se echó a reír del rubor de Alexander y se apartó de las estacas al ver que se aproximaba un joven desde la taberna hacia las porterías de práctica. Había algo de determinación en el talante del hombre y Sandman estaba a punto de coger su pistola cuando reconoció a lord Christopher Carne, heredero del conde de Avebury—. Viene tu amigo —le indicó a lord Alexander.

—¿Mi amigo? ¡Ah, Kit!

Lord Christopher agitó la mano respondiendo al entusiasta saludo de lord Alexander, y después vio a Sandman. Palideció, se paró y le miró enfadado. Por un instante Sandman pensó que lord Christopher estaba a punto de darse la vuelta y marcharse, pero contempló cómo el joven se dirigía con determinación dando zancadas hacia él.

—En ningún momento me dijo —se dirigió a él en tono acusador— que iba a visitar a mi padre.

—¿Es que era necesario decírselo? —llegaba una bola y Sandman se balanceó para dejar que se estrellase en la red.

—Habría sido c-cortés —protestó lord Christopher.

—Si necesito lecciones de cortesía —replicó Sandman con severidad—, me dirigiré a aquéllos que me tratan educadamente.

Lord Christopher se molestó, pero carecía del coraje para pedirle que se disculpase por su mal humor.

—Yo le hablé en c-confianza —se quejó—, y no tenía ni idea de que se lo iba a c-contar a mi padre.

—Yo no le conté nada a su padre —contestó Sandman, suavemente—. No le dije ni una palabra. De hecho, ni siquiera le dije que había hablado con usted.

—Él me escribió —explicó lord Christopher— diciéndome que le había visitado y prohibiéndome que hablase con usted otra vez. ¡Por tanto está usted mintiendo completamente! Sí q-que le dijo que habló conmigo.

Sandman pensó que la carta debió de viajar justo en el mismo coche de correo que le había traído de vuelta a Londres.

—Su padre lo dedujo —explicó Sandman—, y debería tener cuidado cuando acusa a alguien de decir mentiras, a menos que esté usted seguro de que es mejor tirador y mejor espadachín que aquél a quien acusa.

No miró para ver el efecto de sus palabras, sino que se colocó en la línea y devolvió un lanzamiento con toda su fuerza. Sabía que el golpe sería bueno incluso antes de darle a la bola, que se alejó velozmente; los tres hombres que segaban el césped de la portería se quedaron mirando sobrecogidos cómo pasaba como un rayo entre ellos para rebotar justo antes del final de la subida, y todavía parecía ir a la misma velocidad con la que había salido disparada cuando desapareció entre los matorrales de la cima de la colina. Parecía un tiro de revólver, pensó Sandman, y entonces la oyó chocar contra una valla y escuchó a una vaca mugir en señal de protesta desde la pradera vecina.

—Dios santo —exclamó lord Alexander débilmente, mirando hacia la colina—, Dios santo bendito.

—Me he precipitado —admitió lord Christopher, con una escasa disculpa—, pero sigo sin entender por qué necesitaba ir a la Mansión Carne.

—¿Has visto qué fuerte le ha dado? —le preguntó lord Alexander.

—¿Por qué? —insistía lord Christopher, enfadado.

—Ya se lo dije —respondió Sandman—. Para descubrir si alguna de las criadas de su madrastra se había ido hasta allí.

—Pero no fueron, por supuesto —aseguró lord Christopher.

—La última vez usted pensaba que era posible.

—Porque no había pensado en ello lo s-suficiente. Aquellas criadas debían de conocer con toda certeza las viles fechorías que mi madrastra estaba realizando en Londres y seguro que mi padre no quiso hacer correr tales historias por Wiltshire.

—Es cierto —admitió Sandman—. Por tanto, desperdicié un viaje.

—Pero la buena noticia, Rider —intervino lord Alexander—, es que ¡el señor William Brown ha aceptado que tú y yo asistamos el lunes! —sonrió encantado a Sandman—. ¿No es estupendo?

—¿El señor Brown? —preguntó Sandman.

—El alcaide de Newgate. Me esperaba que un hombre en tu posición supiese eso —lord Alexander se giró hacia un divertido lord Christopher—. Se me ocurrió, Kit, que como Rider era el investigador oficial del secretario de Estado, debía sin duda investigar cómo funciona la horca. Así conocería exactamente la horrible brutalidad que les espera a la gente como Corday. Por eso escribí al alcaide y éste muy amablemente nos ha invitado a Rider y a mí a desayunar. ¡Me ha prometido riñones picantes! ¡Siempre he tenido el deseo de probar un buen riñón picante!

Sandman se apartó de las estacas.

—Yo no quiero presenciar una ejecución —declaró.

—No importa lo que quieras —contestó lord Alexander, con ligereza—, es un asunto del deber.

—No tengo el deber de presenciar una ejecución —insistió Sandman.

—Por supuesto que sí —replicó lord Alexander—. Confieso que soy un aprensivo y que no estoy de acuerdo con la horca, pero al mismo tiempo siento curiosidad dentro de mí. Al menos, Rider, será una experiencia educativa.

—¡Basura educativa! —Sandman se retrasó hasta la portería y le propinó un rotundo batazo a una bola bien lanzada—. No voy a ir, Alexander, eso es todo. ¡No! ¡La respuesta es no!

—A mí me gustaría ir —interrumpió lord Christopher, en voz baja.

—¡Rider! —protestó lord Alexander.

—¡No! —continuó Sandman—. ¡Enviaré con gusto al verdadero asesino a la horca, pero no presenciaré el circo de Newgate! —le indicó a Hughes que parase—. Ya he bateado bastante —añadió y pasó la mano por encima del bate—. ¿Tienes aceite de linaza, Alexander?

—¿El verdadero asesino? —preguntó lord Christopher—. ¿Sabe quién es?

—Espero saberlo esta noche —respondió Sandman—. Si mando llamar a tu coche, Alexander, sabrás que he encontrado a mi testigo. Y si no, mala suerte.

—¿Un testigo? —preguntó lord Christopher.

—Si Rider se obstina tanto —le propuso lord Alexander a lord Christopher—, entonces quizá podrías acompañarme a desayunar riñones picantes el lunes —toqueteó la caja de la yesca intentando encender una nueva pipa—. Estaba pensando que deberías unirte a este club, Rider. Necesitamos miembros.

—Me lo imagino. ¿Quién se haría socio de un club que juega en una imitación de una pradera alpina?

—Es un campo en perfectas condiciones —insistió lord Alexander, quejumbrosamente.

—¿Un testigo? —interrumpió lord Christopher, para preguntar de nuevo.

—¡Espero que mandes llamar al coche! —exclamó lord Alexander con voz resonante—. Quiero ver al maldito Sidmouth. Haz que indulte a Corday, Rider. Esperaré tu llamamiento en La Gavilla.

—Esperaré contigo —anunció lord Christopher, que fue premiado con un parpadeo de fastidio por parte de lord Alexander.

Sandman, que vio el parpadeo, sabía que lord Alexander no quería un rival que distrajese la atención de Sally, pero lord Christopher debió de tomárselo como un insulto, porque bajó la cabeza. Lord Alexander se quedó mirando a los tres jardineros, que todavía estaban apoyados en sus guadañas, hablando de la bola de Sandman que les había pasado frente a ellos como una bala.

—Siempre he pensado —comentó lord Alexander— que hará una fortuna el hombre que invente un aparato para cortar el césped.

—Se llama oveja —observó Sandman—, vulgarmente conocida como pájaro de lana.

—Un aparato que no deje boñigas —contestó lord Alexander, agriamente, y sonrió a lord Christopher—. Por supuesto que puedes pasar la noche conmigo, querido amigo. Quizá puedas explicarme a ese hombre llamado Kant. Alguien me envió su último libro, ¿lo has visto? Pensaba que sí. Parece muy sensato, pero fue prusiano, ¿verdad? Supongo que no fue culpa suya. Ven y tomémonos un té, antes. ¿Rider? ¿Vienes a tomar el té? Por supuesto que sí. Y quiero que conozcas a lord Frederick. ¿Ya sabes que ahora es el secretario del club? Realmente deberías unirte a nosotros. ¿Querías aceite de linaza para el bate? Aquí preparan un té muy aceptable.

Así que Sandman fue a tomarse un té señorial.

Era una noche nublada y el cielo sobre Londres era aún más oscuro porque no había viento y el humo del carbón permanecía denso e inmóvil sobre los tejados y los chapiteles. Las calles cercanas a Saint James Square estaban desiertas, porque no se hacían negocios en aquellas tranquilas casas y muchos de los dueños estaban en el campo. Sandman vio a un sereno observándole y se le aproximó, le dio las buenas noches y le preguntó en qué regimiento había servido, y los dos pasaron el rato intercambiando recuerdos de Salamanca, la cual Sandman consideraba quizá como la ciudad más bella que había visto jamás. Un farolero se acercó con su escalera y las nuevas lámparas de gas se encendieron una después de otra, con un fuego azul titilante.

—En algunas de estas casas están poniendo gas dentro —le explicó el sereno.

—¿Adentro?

—Nada bueno saldrá de ello, señor. No es natural, ¿verdad? —el sereno alzó la vista a la lámpara sibilante más cercana—. Habrá fuego y columnas de humo, señor, como dicen las Escrituras, señor, fuego y columnas de humo. Quemarán como un horno abrasador, señor.

Sandman se salvó de más profecías apocalípticas cuando un coche de alquiler entró en la calle, con el sonido de los cascos resonando bruscamente en las ensombrecidas fachadas blancas. Se paró cerca de Sandman, se abrió la puerta y bajó el sargento Berrigan. Le lanzó una moneda al conductor y mantuvo la puerta abierta para Sally.

—No puede… —balbuceó Sandman.

—Te he dicho que lo diría —comentó Berrigan, vanagloriándose ante Sally—, ¿no te he dicho que lo diría cuando viese que has venido?

—¡Sargento! —insistió Sandman—. No podemos…

—¿Vais a por Meg, verdad? —intervino Sally—. Y no le va a sentar bien que dos antiguos guripas la rescaten, ¿verdad? Necesita un toque femenino.

—Estoy seguro de que dos antiguos soldados pueden hacerle adquirir confianza —contestó Sandman.

—Sal no aceptará un no como respuesta —le advirtió el sargento.

—Además —continuó Sandman—, Meg no está en el Club de los Serafines. Sólo vamos allí para encontrar al cochero y que nos diga adónde la llevó.

—Quizá él me diga a mí lo que no os diga a vosotros —le respondió Sally a Sandman con una sonrisa deslumbrante, y se giró hacia el sereno—. ¿No tiene nada mejor que hacer que escuchar cómo hablan los demás?

El hombre parecía sobresaltado, pero siguió al farolero calle abajo mientras el sargento Berrigan se hurgó en el bolsillo y sacó una llave que mostró a Sandman.

—Por la puerta de atrás, capitán —le indicó, y miró a Sally—. Escucha, amor mío, ya sé que…

—¡Olvídalo, Sam! ¡Voy con vosotros!

Berrigan iba delante, negando con la cabeza.

—No sé lo que será —refunfuñaba—, las damas te dicen que la vida no es justa porque los hombres tienen todos los privilegios, pero no se preocupan en cambiar la costumbre. ¿Se ha dado cuenta, capitán? Critican esto, critican aquello, pero ¿quién se queda con la seda, el oro y las joyas, eh?

—¿Estás hablando de mí, Sam Berrigan? —preguntó Sally.

—Es el verdadero amor —murmuró Sandman.

Berrigan se llevó un dedo a los labios mientras se acercaban a una enorme verja de salida de coches en una pared blanca en el fondo de un callejón.

—De lo que se trata —murmuró Berrigan— es que es una hora tranquila en el club. Deberíamos poder entrar.

Se acercó a una pequeña puerta que había a un lado de las verjas, la intentó abrir y, como estaba cerrada, utilizó su llave. Abrió la puerta, miró dentro del patio y, al parecer, no vio nada que le alarmase, porque traspasó la entrada y les hizo señas para que le siguiesen.

El patio estaba casi vacío, porque había un coche, con su pintura azul con ribetes dorados, que aparentemente acababa de ser lavado, ya que brillaba en la penumbra con agua goteando por los lados y cubos cerca de las ruedas. El emblema del ángel dorado estaba pintado en la puerta.

—Por aquí, rápido —señaló Berrigan, y le siguieron hacia la oscuridad de las cuadras—. Uno de los mozos lo estará lavando —supuso—, pero los cocheros estarán allí en la cocina trasera —señaló con la cabeza una ventana iluminada en la cochera y se giró asustado cuando de repente se abrió una puerta en la casa principal—. ¡Por aquí! —susurró.

Los tres se metieron en fila india por un sendero que pasaba junto a las cuadras. Se oyeron pasos en el patio.

—¿Aquí? —preguntó una voz.

Sandman no la reconoció.

—Un agujero de tres metros y medio de profundidad —respondió otra voz—, revestido de piedra y con una cúpula de mampostería por encima.

—No es que haya mucho espacio. ¿Qué anchura tiene el agujero?

—¿Unos tres metros?

—¡Pero, hombre, si es donde giramos los coches!

—Hacedlo en la calle.

Berrigan se acercó a Sandman.

—Están hablando sobre una fábrica de hielo —le murmuró en el oído—. Hace un año que llevan hablando del tema.

—¿Qué te parece detrás de las cuadras? —preguntó el primer hombre.

—No hay sitio —respondió el otro.

—Me refiero entre las cuadras y la pared de atrás —aclaró el primero.

Sandman oyó que sus pasos se acercaban y sabía que sólo era cuestión de segundos que les descubriesen. Pero entonces Berrigan miró hacia el final del sendero, no vio a nadie y salió disparado hacia un patio más pequeño que había en la parte trasera de la casa.

—¡Por aquí! —dijo entre dientes.

Sandman y Sally corrieron tras él y se encontraron con una escalera de servicio que evidentemente iba desde las cocinas del sótano hasta los pisos superiores.

—Nos esconderemos arriba —susurró Berrigan—, hasta que no haya moros en la costa.

—¿Por qué no aquí? —preguntó Sandman.

—Porque esos cabrones podrían volver por esta maldita puerta —explicó Berrigan, y los guió por la escalera sin luz. A medio camino abrió una puerta que daba a un pasillo enmoquetado y con las paredes cubiertas con un papel escarlata intenso, aunque estaba demasiado oscuro como para ver el dibujo del papel o los detalles de los cuadros colgados entre las brillantes puertas. Berrigan escogió una puerta al azar, la abrió y encontró una habitación vacía—. Aquí estaremos bien —aseguró.

Era un dormitorio; grande, fastuoso y confortable. La misma cama era alta y enorme, con un buen colchón, y estaba cubierta con una gruesa colcha escarlata, sobre la cual un serafín desnudo remontaba el vuelo. Había una chimenea para calentar la estancia en invierno. Berrigan se dirigió a la ventana y corrió la cortina para poder mirar hacia el patio. Los ojos de Sandman se ajustaban lentamente a la penumbra, y entonces oyó a Sally reír y se giró para ver que estaba mirando un cuadro sobre la cabecera de la cama.

—Dios santo —exclamó Sandman.

—Hay muchos de ésos —comentó Berrigan secamente.

El cuadro mostraba a un alegre grupo de hombres y mujeres en una arcada circular de columnas de mármol blanco. En primer plano un niño tocaba una flauta y otro punteaba un arpa, ambos sin prestar atención a los mayores desnudos que se apareaban bajo la luna que iluminaba el lugar con un resplandor sobrenatural.

—Puñetas —exclamó Sally—, cualquiera diría que una mujer pueda hacer eso con las piernas.

Sandman decidió que sería mejor no responder. Se fue hasta la ventana y miró hacia abajo, pero el patio parecía vacío de nuevo.

—Creo que han vuelto adentro —anunció Berrigan.

—Otro —continuó Sally, poniéndose de puntillas para examinar el cuadro sobre la chimenea.

—¿Cree que vendrán aquí? —preguntó Sandman.

Berrigan negó con la cabeza.

—Sólo utilizan este tugurio en invierno.

Sally se rió tontamente y se giró hacia Berrigan.

—Trabajabas en una academia, Sam Berrigan.

—¡Esto es un club!

—Una maldita academia, eso es lo que es —insistió Sally, con desdén.

—La dejé, ¿no? —protestó Berrigan—. Además, no era una academia para nosotros, los criados. Sólo para los miembros.

—¿Qué miembros? —preguntó Sally, y se rió de su propia broma.

Berrigan la hizo callar, no porque estuviese siendo ordinaria, sino porque se oyeron pasos en el pasillo. Se acercaron a la puerta, continuaron y se desvanecieron.

—No nos sirve de mucho quedarnos aquí —comentó Sandman.

—Esperaremos hasta que se calme la situación —decidió Berrigan—, y entonces volveremos de inmediato al patio.

El pomo de la puerta se movió. Rápidamente, Berrigan se colocó detrás de un biombo que escondía un orinal y Sandman se quedó inmóvil. Había parecido que los pasos se habían alejado por el pasillo, pero la persona que estaba intentando abrir debía de haber oído las voces y había vuelto sigilosamente; de repente la puerta se abrió y entró una muchacha. Era alta, esbelta y llevaba el cabello negro recogido con gracia con largos alfileres de cabeza de madreperla. Sus zapatos tenían los tacones de madreperla, lucía unos pendientes de perlas y un collar con dos vueltas alrededor de su elegante cuello de cisne, pero aparte de eso no llevaba nada más encima. No se dio cuenta de la presencia de Sandman, que casi había desenfundado su pistola, pero sonrió a Sally.

—¡No sabía que trabajabas aquí, Sal!

—En realidad no estoy trabajando, Flossie —respondió Sally.

Entonces Sandman reconoció a la muchacha. Era la bailarina de ópera que se hacía llamar Sacharissa Lasorda; se giró y se le quedó mirando de tal manera, que aunque ella iba desnuda y él vestido, le hizo sentir fuera de lugar. Le miró de arriba abajo y sonrió a Sally.

—Has pillado a un buen mozo, ¿eh? Pero se está tomando su tiempo, ¿verdad? —Entonces sus ojos se abrieron aún más cuando Berrigan salió de detrás del biombo—. ¿Vais a hacer un trío? —preguntó y reconoció al sargento.

—No has estado aquí, Flossie —gruñó Berrigan—, así que cierra la puerta antes de irte y no me has visto. Pensaba que te habías largado a hacer cosas más importantes.

—No ha funcionado, Sam —le contestó, cerrando la puerta, pero quedándose en la habitación.

—¿Qué ha pasado con Spofforth? —preguntó Sally.

—Se ha esfumado esta mañana, ¿sabes? —respondió, con desdén—. ¡El muy cabrón! Y yo necesito la maldita pasta, ¿no? Y este sitio bien vale unas libras —se sentó en la cama—. Entonces, ¿qué diablos estáis haciendo aquí? —le preguntó a Berrigan.

—¿Qué diablos estás haciendo tú? —le preguntó él.

—Solemos meternos de extranjis —explicó Flossie—, porque aquí no mira nadie en verano.

—Bueno, pues recuerda que no estamos aquí —insistió Berrigan, con ferocidad—. No estamos aquí, no nos has visto y no nos hagas preguntas.

—¡Maldita sea! —Flossie le lanzó una fría mirada—. Perdón por respirar.

—¿Y con quién se supone que estás? —preguntó Berrigan.

—Con Tollemere, sólo que está borracho y roncando —respondió con desdén y miró a Sally—. ¿Trabajas aquí?

—No.

—Pagan bien —comentó Flossie. Se sacó un zapato y se masajeó el pie—. Entonces, ¿qué pasa si bajo y les digo que estáis aquí? —le preguntó a Berrigan.

—Que la próxima vez que te vea —contestó Berrigan— te pegaré un buen puntapié.

—¡Sargento! —le reprochó Sandman, aunque se dio cuenta de que Flossie parecía sorprendentemente indiferente ante la amenaza.

—¡Por supuesto que le meteré un buen puntapié! —exclamó Berrigan.

—A ti sólo te riñen, no te pegan —observó Flossie, sonriendo.

—No vamos a hacer daño a nadie —aseguró Sally, con seriedad—, y sólo estamos intentando ayudar a alguien.

—No le diré a nadie que estáis aquí —prometió Flossie—. ¿Por qué debería hacerlo?

—Entonces, respóndeme: ¿quién hay esta noche? —preguntó Berrigan.

Dijo de un tirón una lista de nombres, ninguno de los cuales interesaba a Sandman, porque no estaban ni el marqués de Skavadale ni lord Robin Holloway.

Flossie estaba segura de que no había nadie en el club.

—No me molesta el marqués —añadió—, porque es todo un caballero, pero el maldito lord Robin es un cabrón —se puso el zapato, bostezó y se levantó—. Será mejor que me vaya y me asegure de que su señoría no me echa de menos. Pronto querrá su cena —frunció el ceño—. No me importa trabajar aquí —continuó—, pagan bien, es confortable, pero odio tener que sentarme a cenar desnuda, maldita sea. Una se siente rara, con todos los hombres vestidos elegantemente y nosotras en cueros vivos. —Abrió la puerta y negó con la cabeza—. Y siempre derramo la maldita sopa.

—No dirás ni pío, ¿verdad? —preguntó Berrigan con preocupación.

Le tiró un beso.

—Por ti, Sam, lo que sea —le respondió, y se fue.

—¿Por ti, Sam, lo que sea? —preguntó Sally.

—No ha querido decir nada —respondió Berrigan, apresuradamente.

—El señor Spofforth tenía razón —les interrumpió Sandman.

—¿En qué tenía razón? —quiso saber Sally.

—En que tiene unas buenas piernas.

—¡Capitán! —Sally estaba escandalizada.

—Las he visto mejores —comentó el sargento Berrigan, galantemente, y Sandman se alegró de ver a Sally ruborizarse.

—Por curiosidad —preguntó Sandman mientras se dirigía a la puerta—, ¿cuánto cuesta hacerse socio aquí? —abrió la puerta un poco y miró hacia fuera, pero el pasillo estaba vacío.

—Dos mil para inscribirse, eso si es un invitado, y cien al año —respondió Berrigan.

«Los privilegios de la riqueza», pensó Sandman. Si la condesa de Avebury había estado chantajeando a uno de los miembros, o incluso a dos o tres, ¿no la matarían para preservar su sitio en esa hedonística mansión? Volvió la vista hacia la ventana. Ya se había hecho de noche, pero era la luminosa oscuridad de una noche de verano en una ciudad iluminada con gas.

—¿Encontraremos a nuestro cochero? —le preguntó a Berrigan.

Bajaron por la escalera de servicio y cruzaron el patio. El coche aún relucía mojado sobre los adoquines, aunque los cubos ya no estaban. Los caballos piafaban en las cuadras mientras Berrigan se dirigía a la puerta auxiliar de la cochera. Escuchó con atención durante unos segundos y levantó dos dedos para indicar que creía que había dos hombres dentro. Sandman se sacó la pistola del bolsillo de la chaqueta. Decidió no amartillarla porque no quería que se disparase accidentalmente, pero comprobó que estuviese cargada; se acercó con cuidado a Berrigan, abrió la puerta y entró.

La habitación hacía las funciones de cocina, cuarto de arreos y almacén. Una olla con agua bullía sobre un fuego y un par de velas ardían sobre la repisa de la chimenea, y había más en la mesa, en la que dos hombres, uno joven y otro de mediana edad, estaban sentados con jarras de cerveza y platos de pan, queso y carne fría. Se giraron y se quedaron mirando cómo Sandman entraba; el hombre mayor se quedó boquiabierto, dejó caer su pipa de cerámica y se le partió la boquilla con el borde de la mesa. Sally siguió a Sandman y después entró Berrigan y cerró la puerta.

—Preséntemelos —ordenó Sandman. No apuntaba con la pistola a nadie, pero obviamente ninguno de los dos podía quitarle los ojos de encima.

—El joven es un caballerizo —explicó Berrigan— y se llama Billy, y el que tiene la boca en el suelo es el señor Michael Mackeson. Es uno de los dos cocheros del club. ¿Dónde está Percy, Mack?

—¿Sam? —preguntó Mackeson, débilmente.

Era un hombre corpulento, de cara colorada, con un fino bigote encerado y una mata de pelo negro que empezaba a ser cano en las sienes. Iba bien vestido y seguramente se lo podía permitir, ya que a los buenos conductores se les pagaba desmesuradamente. Sandman se había enterado de que un conductor ganaba más de doscientas libras al año, y se les consideraba poseedores de una habilidad envidiable, tan envidiable que todo joven caballero quería ser como ellos. Los señoritos llevaban el mismo abrigo con capa que los profesionales y aprendían a llevar la fusta en una mano y el manojo de riendas en la otra; había tantos aristócratas que aspiraban a ser cocheros, que nadie sabía con certeza si algún carruaje en particular lo conducía un duque o un empleado a sueldo. En esos momentos, a pesar de su elevado estatus, Mackeson sólo miraba boquiabierto a Berrigan, el cual, como Sandman, llevaba una pistola.

—¿Dónde está Percy? —volvió a preguntar Berrigan.

—Ha llevado a lord Lucy a Weybridge —respondió Mackeson.

—Esperemos que seas el que buscamos —comentó Berrigan—. Y tú no te vas a ninguna parte, Billy —le espetó al caballerizo, que iba vestido con una raída librea negra y amarilla del Club de los Serafines—, no si no quieres que te rompa la cabeza.

El mozo, que se había levantado del banco, se volvió a sentar.

Sandman no se había dado cuenta, pero de repente estaba enfadado. Era posible que el cochero bigotudo tuviese la respuesta que había estado buscando, y pensar que estaba a punto de saberlo y aún no poder descubrir la verdad había encendido su furia. Era una cólera controlada, pero estaba en su voz, dura y cortante, y Mackeson dio un salto, asustado, cuando Sandman le habló.

—Hace unas semanas —le hizo saber— un cochero de este club recogió a una criada de la casa de la condesa de Avebury en Mount Street. ¿Fue usted?

Mackeson tragó saliva, pero parecía incapaz de hablar.

—¿Fue usted? —le volvió a preguntar, más alto.

Mackeson asintió muy lentamente y miró a Berrigan como si no creyese lo que le estaba pasando.

—¿Adónde se la llevó? —le preguntó. Mackeson volvió a tragar saliva y dio un salto cuando Sandman golpeó con la pistola en la mesa—. ¿Adónde se la llevó? —le preguntó otra vez.

Mackeson se volvió y miró a Berrigan con mala cara.

—Te matarán, Sam Berrigan —le amenazó—, ya lo creo que te matarán si te encuentran aquí.

—Entonces será mejor que no me encuentren —contestó Berrigan.

El cochero volvió a sobresaltarse al oír el sonido de la pistola de Sandman amartillándose. Con los ojos muy abiertos miró la punta del arma y masculló un patético gemido.

—Sólo se lo voy a preguntar educadamente otra vez —insistió Sandman—, después, señor Mackeson, le voy a…

—A Nether Cross —respondió apresuradamente Mackeson.

—¿Dónde está Nether Cross?

—Son caminos bastante antiguos —respondió el cochero, cautelosamente—. A unas siete u ocho horas.

—¿Dónde? —repitió Sandman, severamente.

—Abajo, cerca de la costa, señor, en dilección a Kent.

—¿Y quién vive allí —preguntó Sandman—, en Nether Cross?

—Lord John de Sully Pearce-Tarrant —Berrigan respondió por el cochero—, vizconde de Hurstwood, conde de Keymer, barón de Highbrook, lord de tal y cual y de Dios sabe qué más, heredero del ducado de Ripon y también conocido, capitán, como marqués de Skavadale.

Sandman sintió que le invadía un sentimiento de alivio, porque al final había conseguido la respuesta.

El carruaje traqueteaba por las calles al sur del Támesis. Sus dos lámparas estaban encendidas, pero proyectaban un débil brillo que no servía para alumbrar el camino, por lo que, una vez alcanzaron la cima de Shooters Hill, donde había algunas luces y la carretera que atravesaba Blackheath se extendía impenetrablemente por delante de ellos, se detuvieron. Les quitaron los arreos a los caballos y los ataron en el parque, y los dos prisioneros fueron encerrados dentro del carruaje con el simple recurso de bloquear las puertas del coche atándolas con las riendas, que rodeaban todo el vehículo. Las ventanas fueron atrancadas con astillas de madera y Sandman o Berrigan se turnarían para hacer guardia durante toda la noche.

Los prisioneros eran el conductor, Mackeson, y Billy, el caballerizo. Había sido idea de Berrigan coger el carruaje recién lavado del Club de los Serafines. Sandman se había negado en un principio, diciendo que ya había quedado en tomar prestado el coche y los caballos de lord Alexander, y dudaba si tenía el derecho legal de requisar uno de los carruajes del club, pero Berrigan se había burlado ante la idea de tales escrúpulos.

—¿Cree que el cochero de lord Alexander sabrá el camino a Nether Cross? —le preguntó—. Lo cual significa que debemos llevarnos a Mackeson de todas maneras, de modo que mejor llevar un vehículo que sepa manejar. Y considerando las maldades que han cometido esos canallas, no creo que a nadie le importe que les cojamos el coche prestado.

Y si se llevaban al coche y al conductor, entonces debían impedir que Billy, el caballerizo, delatase que Sandman había estado preguntando por Meg, así que también debían hacerle prisionero. No ofreció resistencia, sino que ayudó a Mackeson a poner los arreos al tiro, y después, atado de pies y manos, fue metido en el carruaje mientras Mackeson, acompañado de Berrigan, se sentó en la parte delantera. Los pocos miembros del club que estaban en la casa, cómodamente instalados en el comedor, no tenían ni idea de que su coche había sido requisado.

En esos momentos, detenidos en Blackheath, Sandman y sus compañeros debían esperar que pasaran las horas de oscuridad. Berrigan llevó a Sally a una taberna, pagó por una habitación y se quedó con ella mientras Sandman vigilaba el coche. Cuando los relojes dieron las dos Berrigan surgió de la oscuridad.

—¿Una noche tranquila, capitán?

—Bastante tranquila —respondió Sandman, y sonrió—. Hacía mucho que no organizaba una escaramuza.

—¿Ésos se están comportando? —preguntó Berrigan, mirando el carruaje.

—Están mansos como corderos —contestó Sandman.

—Puede irse a dormir —propuso Berrigan—, yo montaré guardia.

—Hasta luego —dijo Sandman. Estaba sentado en el césped, con la espalda apoyada en una rueda, e inclinó la cabeza para mirar a las estrellas que se amontonaban tras los jirones de nubes—. ¿Recuerda las marchas nocturnas en España? —preguntó—. Las estrellas eran tan brillantes que parecía que podías alcanzarlas y apagarlas.

—Recuerdo las hogueras —respondió Berrigan—, colinas y valles de fuego —se giró y miró hacia el oeste—. Un poco como eso de allí.

Sandman volvió la cabeza para ver que Londres se extendía bajo ellos como un manto de fuego difuminado por el humo de tintes rojos. El aire arriba en el parque era limpio y fresco, aunque se podía oler el humo de carbón de la gran ciudad que esparcía sus borrosas luces hacia el horizonte oeste.

—Echo de menos España —admitió.

—Al principio era un lugar extraño —recordó Berrigan—, pero me gustó. ¿Habla usted la lengua?

—Sí.

Berrigan se echó a reír.

—Y apostaría a que era bueno.

—Hablaba con bastante fluidez, sí.

El sargento le pasó una botella.

—Brandy —le informó—. Estaba pensando que si voy a ir a comprar aquellos cigarros, necesitaré a alguien que hable la lengua. ¿Usted y yo? Podríamos ir juntos, trabajar juntos.

—Me gustaría —contestó Sandman.

—Tiene que ser un buen dinero —comentó Berrigan—. Nosotros los compramos por unos peniques en España y aquí cuestan una fortuna, si es que puedes conseguirlos.

—Creo que tiene razón —asintió Sandman, y sonrió ante la idea de que quizá tendría trabajo, después de todo. ¿Berrigan y Sandman, proveedores de cigarros puros? Al padre de Eleanor le gustaba un buen cigarro y pagaba bien por ellos, tan bien que incluso el negocio sería lo bastante atractivo para persuadir a sir Henry de que su hija no se iba a casar con un pobre. Lady Forrest quizá nunca estuviese convencida de que Sandman fuese un buen marido para Eleanor, pero él tenía la sospecha de que Eleanor y su padre se impondrían. Necesitarían dinero, y ¿quién mejor que sir Henry para prestárselo? Tendrían que viajar por España, alquilar el transporte y arrendar un local en una zona de moda en Londres, pero podría funcionar. Estaba seguro de ello—. Es una idea brillante, sargento —declaró.

—Entonces, ¿empezamos cuando acabe todo esto?

—¿Por qué no? Claro —le extendió la mano y Berrigan se la estrechó.

—Nosotros los antiguos soldados deberíamos seguir juntos —afirmó Berrigan—, porque éramos buenos. Éramos condenadamente buenos, capitán. Perseguimos a los malditos ranas por toda la maldita Europa, y después volvimos a casa y a ninguno de los miserables de aquí pareció importarle, ¿o no? —Hizo una pausa, para pensar—. Tenían una norma en el Club de los Serafines. Nunca nadie podía hablar de las guerras. Nadie.

—¿Ni ninguno de los miembros a los que servían? —preguntó Sandman.

—Ni uno. Incluso podían no dejarte entrar si habías sido guripa o marinero.

—¿Estaban celosos?

—Probablemente.

Sandman bebió de la botella.

—Y sin embargo le dieron trabajo.

—Les gustaba tener a un soldado en el vestíbulo. Les hacía sentirse seguros, a esos miserables. Y podían mangonearme, lo cual también les gustaba. «Berrigan, haz esto, haz aquello» —el sargento gruñó las gracias cuando Sandman le pasó la botella—. La mayoría de veces no era nada malo; correr a hacer recados para los canallas, pero de vez en cuando querían algo más. —Se quedó callado y Sandman también. La noche era extraordinariamente tranquila. Al cabo del rato, como Sandman esperaba, Berrigan empezó a hablar de nuevo—. Una vez, había un tipo que iba a llevar a uno de los serafines a los tribunales, así que le dimos una lección. Le enviaron una carretada de flores a su tumba, eso hicieron. Y las chicas, por supuesto; les untábamos la mano. No las que son como Flossie; ellas pueden cuidar de sí mismas, sino las otras. Les dábamos diez libras, quizá doce.

—¿Qué tipo de chicas?

—Chicas corrientes, capitán, chicas que les llamaban la atención en la calle.

—¿Eran secuestradas?

—Eran secuestradas —asintió Berrigan—. Secuestradas, violadas y sobornadas.

—¿Y todos los miembros hacían eso?

—Algunos eran peores que otros. Hay un puñado que siempre están a punto para cualquier diablura, igual que en una compañía de soldados. Y después están los seguidores. Uno o dos de ellos son más sensatos. Por eso me sorprendió que Skavadale degollara a la condesa. Él no es malo. Es más tieso que un palo de escoba y cree que huele a violetas, pero no es un hombre cruel.

—Yo más bien esperaba que fuera lord Robin —admitió Sandman.

—Ése es sólo un loco bastardo —gruñó Berrigan—. Es puñeteramente rico, el loco bastardo —añadió.

—Pero Skavadale tiene más que perder —explicó Sandman.

—Ya lo ha perdido casi todo —contestó Berrigan—. Probablemente sea el más pobre allí. Su padre perdió una fortuna.

—Pero el hijo —explicó Sandman— está comprometido con una muchacha muy rica. Quizá la novia más rica de Gran Bretaña. Sospecho que se estaba trabajando a la condesa de Avebury y ella tenía el feo hábito de chantajear. —Sandman pensó por un momento—. Skavadale podía ser relativamente pobre, pero me apostaría a que podía reunir mil libras si tuviese que hacerlo. Ésa es probablemente la cantidad que la condesa pedía, si no quería que escribiese una carta a la rica y religiosa futura novia.

—Por tanto, ¿la mató él? —preguntó Berrigan.

—Por tanto, la mató él —respondió Sandman.

Berrigan se quedó pensativo.

—Entonces, ¿por qué encargaron el retrato?

—De alguna manera —explicó Sandman—, eso no tenía nada que ver con el asesino. Simplemente varios serafines habían mantenido relaciones con la condesa y querían su cuadro como trofeo. Así que el pobre Corday estaba pintando cuando Skavadale llegó de visita. Sabemos que subió por las escaleras traseras, el camino privado, y a Corday le hicieron marchar rápidamente cuando la condesa se dio cuenta de que había llegado uno de sus amantes.

Sandman estaba seguro de que así fue como había ocurrido. Se imaginaba la silenciosa y violenta situación en el dormitorio mientras Corday pintaba y la condesa estaba repantigada en la cama y hablaba ociosamente con la criada. El carboncillo habría crujido sobre el papel; entonces se habría oído el sonido de pasos en la escalera de servicio trasera y la ordalía de Corday habría comenzado.

Berrigan volvió a beber y le pasó la botella.

—Entonces la muchacha, Meg, lleva el mariquita abajo —supuso el sargento— y le echa de la casa; acto seguido, vuelve arriba y ¿qué se encuentra? ¿A la condesa muerta?

—Probablemente. O muriéndose, y encuentra al marqués de Skavadale allí.

Sandman se preguntaba si la condesa se había alegrado de ver al marqués. ¿O su lío adúltero llegaba a su fin? Quizá Skavadale había ido a suplicarle que retirase sus demandas y la condesa, desesperada por el dinero, probablemente se habría reído de él. Quizá le había insinuado que tendría que pagar aún más, pero de algún modo le provocó un ataque de furia y sacó un puñal. ¿Qué puñal? Un hombre como Skavadale no llevaba puñal, pero quizás habría un puñal en la habitación. Meg lo sabría. Quizá la condesa había estado comiendo fruta y tenía un cuchillo de cocina que Skavadale cogió y se lo clavó; después, cuando yacía pálida y moribunda en el lecho ensangrentado, tuvo la ocurrencia de poner la espátula de Corday en una de sus heridas. Y luego, o justo entonces, Meg habría vuelto. O quizá Meg había oído el forcejeo y estuvo esperando fuera de la habitación hasta que Skavadale apareció.

—Entonces, ¿por qué no mató también a Meg? —preguntó el sargento.

—Porque Meg no es una amenaza para él —supuso Sandman—. La condesa había amenazado el compromiso con una muchacha que probablemente podía pagar las hipotecas de todas las propiedades de su familia, ¡todas! La condesa habría acabado con ese compromiso, y no hay peor tragedia para un aristócrata que perder su dinero, porque con su dinero va su estatus. Creen que nacen mejores que el resto, pero no es así, sólo son mucho más ricos, y deben seguir siendo ricos si quieren mantener sus ilusiones de superioridad. La condesa podría haber arrojado a Skavadale a los bajos fondos, por eso la odiaba y la mató, pero no mató a la criada porque no le suponía una amenaza.

Berrigan pensó en eso durante un instante.

—Entonces, ¿se llevó a la criada a una de las propiedades?

—Así parece que ocurrió —asintió Sandman.

—Entonces, ¿por qué lord Robin Holloway está intentando matarle?

—Porque soy un peligro para su amigo, por supuesto —contestó Sandman con energía—. Lo último que quieren es que se sepa la verdad, por eso intentaron sobornarme y ahora intentan matarme.

—Era un buen soborno —comentó Berrigan.

—Nada comparado con la riqueza que la novia de Skavadale le proporcionará —aseguró Sandman—, y que la condesa puso en peligro. Por eso tenía que morir, y ahora Corday debe morir porque así todo el mundo se olvidará del crimen.

—Sí —reconoció Berrigan—, pero sigo sin entender por qué no se cargaron a esa Meg. Si pensaban que era un peligro, no la habrían dejado vivir.

—Quizá la hayan matado —planteó Sandman.

—Entonces esto es una pérdida de tiempo —contestó Berrigan con pesimismo.

—No creo que se hayan llevado a Meg hasta Nether Cross sólo para matarla —comentó Sandman.

—Entonces, ¿qué han hecho con ella?

—Quizá le hayan proporcionado algún sitio donde vivir —apuntó Sandman—, algún lugar confortable para que ella no revele dónde está.

—Entonces, ¿ahora la chantajista es ella?

—No lo sé —respondió Sandman, pero pensó en ello. La idea del sargento de que Meg estuviese chantajeando a Skavadale tenía sentido—. Quizá sí —admitió—, y si es sensata no preguntará mucho, y por eso la dejan vivir.

—Pero si le está haciendo chantaje —señaló Berrigan—, no creo que nos diga la verdad, ¿no? Tiene cogido a Skavadale por las pelotas, ¿o no? Le tiene dominado. ¿Por qué debería renunciar a todo eso para salvar la vida de un maldito mariquita?

—Porque apelaremos a lo mejor de sí misma —respondió Sandman.

Berrigan rió amargamente.

—Ah, bueno, ¡entonces todo está solucionado!

—Funcionó con usted, sargento —señaló Sandman con delicadeza.

—Fue Sally, eso es lo que fue —hizo una pausa y pareció incómodo—. Al principio, en La Gavilla, aquella noche, pensaba que estaban juntos.

—Huy, no —contestó Sandman—, soy una persona educada y Sally es toda suya, sargento, y creo que es un hombre afortunado. Como yo. Pero también soy un hombre cansado. —Se arrastró bajo el carruaje, golpeándose la cabeza con el eje delantero—. Después de Waterloo —confesó—, creía que nunca iba a volver a dormir al raso.

La hierba estaba seca bajo el coche. Los resortes crujieron porque uno de los prisioneros se movió en el interior; los caballos piafaban y el viento susurraba entre unos árboles cercanos. Sandman pensó en los cientos de noches en las que había dormido bajo las estrellas; entonces, justo cuando creyó que no cogería el sueño, lo cogió. Y se durmió.