Llovía a la mañana siguiente, y Sandman y Berrigan se dirigían hacia la prisión de Newgate. Sandman todavía caminaba con dificultad y hacía gestos de dolor cada vez que se apoyaba sobre el pie izquierdo. Se había puesto un fuerte vendaje por encima de la bota, pero el tobillo aún le dolía.
—No debería estar caminando —le aconsejó Berrigan.
—No debería haber caminado cuando me torcí el otro tobillo en Burgos —replicó Sandman—, pero era eso o ser capturado por los ranas. Así que caminé de vuelta a Portugal.
—¿Usted, un oficial? —a Berrigan le hizo gracia—. ¿No fue a caballito?
—Presté mi caballito a alguien que realmente estaba herido —respondió Sandman.
Berrigan caminó en silencio durante unos pasos.
—Teníamos muchos oficiales buenos, realmente —comentó, al cabo del rato.
—Y ahí estaba yo —añadió Sandman—, pensando que era único.
—Porque los malos oficiales no duraban demasiado —continuó Berrigan—, especialmente cuando había un combate. Es increíble lo que puede hacer una bala en la espalda.
El sargento había dormido en el salón trasero de La Gavilla, después de que quedase claro que no le iban a invitar a compartir la cama de Sally, aunque Sandman, que los había estado observando durante la noche, pensó que la cosa había estado muy reñida. Lord Alexander, totalmente ajeno al hecho de que estaba perdiendo a Sally frente a un rival de humilde cuna, se había quedado mirándola embobado hasta que se armó de valor para contarle un chiste, pero como la gracia estaba en entender el gerundio en latín, fracasó miserablemente. Cuando lord Alexander finalmente se durmió, el sargento lo acompañó hasta su carruaje, que lo llevó a casa.
—Sabe beber, aquel tipo —había afirmado Berrigan, lleno de admiración.
—No sabe beber —contestó Sandman—, y ése es su problema.
Pensaba que lord Alexander se aburría y que el aburrimiento le llevaba a beber, mientras que Sandman no estuvo precisamente aburrido. Se había quedado despierto media noche intentando pensar en quién quería matarlo, aparte del Club de los Serafines; cuando la campana de Saint Paul tocó las dos de la madrugada le vino la respuesta a la cabeza, con una claridad y una fuerza que le avergonzaba no haber pensado antes en una solución tan obvia. La compartió con Berrigan mientras caminaban por Holborn, bajo unas nubes tan cercanas que parecía que iban a tocar las chimeneas escupidoras.
—Ya sé quién ha puesto la recompensa para que me maten.
—No es el Club de los Serafines —insistió Berrigan—. Ellos me dijeron que me asegurase de no pisarle el terreno a otro tipo.
—No es el club —aseguró Sandman—, porque ellos decidieron sobornarme, pero el único miembro con suficientes fondos inmediatamente disponibles era lord Robin Holloway, y él me detesta.
—Así es —asintió Berrigan—, pero todos contribuyeron.
—No es cierto —contestó Sandman—. La mayoría de los miembros están en el campo y no hubieran tenido tiempo de pedirles el dinero. Skavadale no tiene tanto. Quizá lo donaron uno o dos miembros en Londres, pero apuesto a que la mayor parte de las veinte mil procedía de lord Robin Holloway, y sólo lo hizo porque Skavadale se lo rogó, se lo ordenó o lo convenció, y creo que probablemente estuvo de acuerdo en pagarme, pero por su cuenta lo preparó todo para matarme antes de que pudiese aceptar o, Dios me libre, cobrar su cheque.
Berrigan pensó en eso y asintió a regañadientes.
—Es capaz de eso. Es una basura, eso es lo que es.
—Pero quizá retire a sus sabuesos —supuso Sandman—, ahora que sabe que no voy a cobrar su dinero.
—Aunque si mató a la condesa —apuntó Berrigan—, puede que todavía quiera liquidarle. ¿Qué diablos pasa aquí? —su pregunta se debía a que lo único que se movía en Newgate Hill era un hilillo de agua sucia hacia la alcantarilla. Los carros y los coches en la calzada estaban parados debido a un carromato que había perdido la carga de perales en la esquina entre Old Bailey y Newgate Street. Los hombres gritaban, las fustas restallaban, los caballos metían el hocico en el morral y nada se movía. Berrigan sacudió la cabeza—. ¿Quién querrá media tonelada de malditos perales?
—¿Alguien a quien le gusten las peras?
—Alguien que necesita que le agujereen su maldito cerebro —refunfuñó el sargento, y se detuvo a mirar la fachada de granito de la prisión de Newgate. Tenía un aspecto lúgubre y desolador, con escasas ventanas, sólida e imponente. Llovía con más intensidad, pero el sargento seguía contemplándola con manifiesta fascinación—. ¿Es aquí donde los ahorcan?
—Justo delante de Debtor's Door, dondequiera que esté.
—Nunca he presenciado una ejecución aquí —admitió Berrigan.
—Ni yo tampoco.
—He estado en la prisión de Horsemonger Lane, pero allí los cuelgan del techo de la entrada y no se ve mucho desde la calle. Son unas sacudidas, eso es todo. A mi madre solía gustarle ir a Tyburn.
—¿Ah, sí?
—Era un día de salida para ella —Berrigan había captado la sorpresa en la voz de Sandman y parecía estar a la defensiva—. A mi madre le gusta pasar un día fuera, pero dice que Old Bailey está demasiado lejos. Algún día alquilaré un coche y la traeré aquí —sonrió mientras subía por los escalones de la prisión—. Siempre he sabido que acabaría viniendo aquí.
Un carcelero les acompañó a través del túnel hasta Press Yard y señaló una gran celda en la que pasaban su última noche aquéllos que iban a ser ejecutados.
—Si quieren ver una ejecución —le confió a Sandman—, vengan el lunes, porque libraremos a Inglaterra de dos indeseables, pero no habrá una multitud. No habrá mucha gente, a pesar de todo, porque ninguno de ellos es precisamente famoso. ¿Quieren una enorme multitud? Ahorquen a alguien famoso, señor, alguien famoso, o si no, cuelguen a una mujer. La Urraca y el Tocón acabó con el suministro de cerveza de una quincena durante el lunes pasado, y sólo porque estrangulamos a una mujer. A la gente le gusta ver a una mujer ahogándose. ¿Le dijeron cómo acabó aquélla?
—¿Cómo acabó? —preguntó Sandman, confundido por la pregunta—. Supongo que murió.
—Murió y fue a parar a los anatomistas, señor, que querían a una joven para hacerla pedazos, pero fue ahorcada por el robo de un collar de perlas y yo me enteré de que la propietaria encontró el collar la semana pasada —el hombre se rió entre dientes—. ¡Estaba detrás de un sofá! Pueden ser rumores, por supuesto, pueden ser sólo rumores —negó con la cabeza asombrado de las arbitrariedades del destino—. Pero es un asunto extraño, la vida, ¿verdad?
—La muerte lo es —respondió Sandman con amargura.
El carcelero intentó torpemente abrir el candado de la verja de Press Yard, sin darse cuenta de que su crueldad había provocado la ira de Sandman. Berrigan sí se dio cuenta e intentó distraer a Sandman.
—Bueno, ¿por qué venimos a ver a ese Corday? —le preguntó.
Sandman vaciló. Todavía no le había dicho al sargento nada sobre la criada Meg, y le pasó por la cabeza que quizá no se hubiese cambiado de bando, después de todo. ¿Lo había enviado el Club de los Serafines como espía? Parecía improbable, y el cambio de actitud del sargento parecía sincero, aunque le empujase más el deseo por su atracción hacia Sally que por cualquier arrepentimiento.
—Hubo una testigo —le informó a Berrigan—, y necesito saber más sobre ella. Y si la encuentro… —dejó la frase sin acabar.
—¿Y si la encuentra?
—Entonces ahorcarán a alguien —continuó Sandman—, pero no a Corday.
Saludó brevemente con la cabeza al carcelero que había abierto la verja, y guió a Berrigan a través del hediondo patio hasta la Sala de Reuniones. Estaba abarrotada porque la lluvia había obligado a los presos y a sus visitas a entrar, y se les quedaron mirando con resentimiento mientras se abrían paso entre las mesas hasta el sombrío fondo de la habitación, donde Sandman esperaba encontrar a Corday. El artista era evidentemente un hombre nuevo, ya que, en vez de acobardarse ante sus perseguidores, estaba rodeado de admiradores en una mesa cercana al fuego, en la que, con un grueso montón de papel y un carboncillo, estaba dibujando un retrato de la esposa de un preso. Una pequeña muchedumbre le rodeaba, admirando su habilidad, y se apartaron de mala gana para dejar pasar a Sandman. Corday dio muestras de haber reconocido a sus visitantes, y apartó la vista rápidamente.
—Necesito hablar contigo —Sandman se dirigió a él.
—Hablará con vosotros cuando haya acabado —un hombre enorme, de pelo negro, con barba y un pecho inmenso, le gruñó desde el banco al lado de Corday—, y para eso aún falta un rato, así que a esperar, cretinos, a esperar.
—¿Y tú quién eres? —preguntó Berrigan.
—Soy el tipo que te dice que esperes —respondió el hombre. Tenía acento de West Country[9], llevaba ropa grasienta y lucía una espesa y enmarañada barba. Se introdujo un dedo en su amplia nariz mientras miraba agresivamente a Berrigan, lo sacó y miró detenidamente lo extraído. Se limpió la uña pasándosela por la barba y miró con actitud desafiante a Sandman—. El tiempo de Charlie es valioso —explicó—, y no le queda mucho.
—Es tu vida, Charlie —señaló Sandman.
—¡No le escuches, Charlie! —exclamó el gigante—. No tienes amigos en este malvado mundo aparte de mí, y yo sé lo que es… —Calló repentinamente y profirió un grito ahogado mientras sus ojos se abrían, sorprendidos. El sargento Berrigan se había colocado detrás de él y le había propinado una sacudida con el puño que le hizo gruñir de dolor.
—¡Sargento! —protestó Sandman, con falsa preocupación.
—Sólo le estoy enseñando modales al cretino —contestó Berrigan, y golpeó al hombre en los riñones otra vez—. ¡Cuando el capitán quiere hablar, pedazo de basura hurgadora, presta atención inmediatamente, mirada al frente, boca cerrada, talones juntos y espalda recta! No se le dice que tiene que esperar, es de mala educación.
Corday miró con preocupación al hombre barbudo.
—¿Se encuentra bien?
—Estará bien —Berrigan respondió por su víctima—. Tú habla con el capitán, muchacho, porque está intentando salvar tu miserable y maldita vida. ¿Quieres jugar un rato, cretino? —El barbudo se había levantado e intentó hincarle el codo en la barriga, pero el sargento le golpeó en el oído, le puso la zancadilla y, cuando aún estaba desequilibrado, lo empujó con violencia y rapidez hasta estamparlo contra una mesa. Le golpeó la cara contra la madera—. Tú te quedarás aquí, cretino, hasta que hayamos acabado —le dio unos toques en la cabeza para recalcarlo y se volvió hasta la mesa de Corday—. Todo el mundo en formación, capitán —informó—, preparados y dispuestos.
Sandman apartó a una mujer para poder sentarse frente a Corday.
—Necesito hablar contigo sobre la sirvienta —le murmuró—, sobre Meg. Supongo que no sabrás su apellido, ¿no? ¿Qué aspecto tenía Meg?
—¡Su amigo no debería haberle pegado! —Corday, todavía distraído por el dolor de su amigo, se quejó a Sandman.
—¿Qué jodido aspecto tenía, hijo? —gritó Berrigan, en su más puro estilo de sargento.
Corday se puso a temblar con repentino terror, dejó el retrato medio acabado y, sin decir nada, empezó a hacer un bosquejo en otra hoja de papel. Trabajaba rápido, y el sonido chirriante del carboncillo llenó el silencio de la gran sala.
—Es joven —afirmó Corday—, quizá de unos veinticuatro o veinticinco años. Tiene la cara picada de viruela y el cabello oscuro de rata. Sus ojos tienen tintes verdosos y aquí tiene un lunar —e hizo una señal en la frente de la muchacha—. Tiene los dientes en mal estado. Sólo le he dibujado la cara, pero debería usted saber que tenía caderas anchas y pecho estrecho.
—¿Tetas pequeñas, quieres decir? —gruñó Berrigan.
Corday se ruborizó.
—Era pequeña de cintura para arriba —aclaró—, pero grande de cintura para abajo —acabó el dibujo, frunció el ceño por un instante, asintió satisfecho y le entregó la hoja a Sandman.
Éste se quedó mirando el dibujo. La muchacha era fea, y luego pensó que era más que fea. No era sólo la cara marcada de viruela, la estrecha mandíbula, el cabello ralo y los pequeños ojos, sino el indicio de conocer la dureza que transmitía extrañamente una cara tan joven. Si el retrato era preciso, Meg no sólo era repulsiva, sino malvada.
—¿Por qué contrataría la condesa a semejante criatura? —preguntó.
—Trabajaron juntas en el teatro —respondió Corday.
—¿Trabajaron juntas? ¿Meg era actriz? —Sandman parecía estupefacto.
—No, era ayudante de camerino —Corday bajó la mirada al retrato y parecía incómodo—. Era algo más que una ayudante, creo.
—¿Algo más?
—Una alcahueta —contestó Corday, mirando fijamente a Sandman.
—¿Cómo lo sabes?
El pintor se encogió de hombros.
—Es increíble lo que la gente puede llegar a hablar cuando les estás haciendo un retrato. Se olvidan incluso de que estás allí. Te conviertes en parte del mobiliario. Así que la condesa y Meg hablaban, y yo escuchaba.
—¿Sabías que el conde no encargó el retrato? —preguntó Sandman.
—¿Ah, no? —aquello era obviamente nuevo para Corday—. Sir George me dijo que sí.
Sandman negó con la cabeza.
—Fue encargado por el Club de los Serafines. ¿Has oído hablar de él?
—He oído hablar de él —asintió Corday—, pero nunca he estado allí.
—Entonces, ¿no sabías por qué razón encargaron el retrato?
—¿Cómo iba a saberlo? —preguntó Corday.
Berrigan se había quedado de pie, al lado de Sandman. Hizo una mueca al ver el retrato de Meg y Sandman giró el dibujo para que lo pudiese ver mejor.
—¿La ha visto alguna vez? —le preguntó, pensando en si habrían llevado a la muchacha alguna vez al Club de los Serafines, pero Berrigan negó con la cabeza.
Sandman volvió a mirar a Corday.
—Existe la posibilidad —le anunció— de que la encontremos.
—¿Cómo es de grande esa posibilidad? —los ojos de Corday refulgían.
—No lo sé —respondió Sandman. Vio esperanza en los ojos de Corday—. ¿Tienes tinta aquí? —le preguntó—. ¿Y una pluma?
Corday las tenía y Sandman partió en dos una de las grandes hojas de papel de dibujo, mojó la plumilla de acero en la tinta, la dejó gotear y empezó a escribir. «Estimado Witherspoon —empezó—, el portador de esta carta, el sargento Samuel Berrigan, es mi compañero. Sirvió en el primero de infantería y confío en él plenamente.» Sandman no estaba seguro de que esas últimas cuatro palabras fuesen ciertas, pero no le quedaba más elección que asumir que Berrigan era de confianza. Volvió a mojar la plumilla en la tinta, consciente de que Corday estaba leyendo las palabras desde el otro lado de la mesa. «Existe la lamentable posibilidad de que pudiese necesitar entrevistarme con su señoría el próximo domingo, y, en el supuesto de que no esté aquel día en el Departamento de Estado, le ruego que me comunique dónde puedo encontrarlo. Quisiera disculparme por robarle un poco de su valioso tiempo, y le aseguro que sólo lo he hecho porque podría tener asuntos de la mayor urgencia de los que informar.» Sandman leyó la carta por encima, la firmó y sopló la tinta para secarla.
—No le gustará —dijo al aire, dobló la carta y se levantó.
—¡Capitán! —Corday, con los ojos llenos de lágrimas, llamó a Sandman.
Éste sabía lo que quería oír el muchacho, pero no podía ofrecerle ningún tipo de seguridad.
—Estoy haciendo todo lo posible —afirmó sin convicción—, pero no te puedo prometer nada.
—Todo irá bien, Charlie —el barbudo de West Country consoló a Charlie y Sandman, que no pudo añadir nada más, se metió el retrato en la chaqueta y guió a Berrigan hasta la puerta de entrada de la prisión.
El sargento negó con la cabeza asombrado, cuando llegaron al vestíbulo.
—¡No me había dicho que era un maldito mariquita!
—¿Es que importa?
—Sería mejor pensar que nos estamos esforzando por un hombre de verdad —gruñó Berrigan.
—Es un buen pintor.
—Y mi hermano también.
—¿Ah, sí?
—Pinta casas, capitán. Canalones, puertas y ventanas. Y no es un mariquita como ese pequeño cabrón.
Sandman abrió la puerta exterior de la prisión y se estremeció al ver la persistente lluvia.
—A mí tampoco me gusta mucho Corday —confesó—, pero es un hombre inocente, sargento, y no se merece la soga.
—La mayoría de los que ahorcan no la merecen.
—Puede. Pero Corday es nuestro, mariquita o no —le dio la carta doblada—. Vaya al Departamento de Estado. Pregunte por un hombre llamado Sebastian Witherspoon, entréguele esto y reúnase conmigo en Gunter's, en Berkeley Square.
—Y todo esto por un mariquita, ¿eh? —protestó Berrigan; acto seguido se metió la carta en un bolsillo y, haciendo una mueca a la lluvia, salió disparado entre el tráfico. Sandman, cojeando con dolor, continuó más despacio.
Temía que la lluvia hubiese desanimado a Eleanor y a su madre de salir de casa, pero se dirigió a Berkeley Square de todas formas, y estaba empapado cuando llegó a la puerta de Gunter's. Un lacayo que se guarecía bajo el toldo del establecimiento miró con recelo la raída chaqueta de Sandman y abrió la puerto de mala gana como dándole tiempo a pensar en si realmente quería entrar o no.
La fachada del establecimiento constaba de dos amplias ventanas tras la cuales había mostradores dorados, esbeltas sillas, altos espejos y enormes arañas de luces que permanecían encendidas debido al sombrío día. Una docena de mujeres estaba comprando los famosos productos de Gunter's: bombones, figuras de merengue y exquisiteces de caramelo hilado, mazapán y fruta confitada. La conversación se detuvo cuando Sandman entró y las mujeres se quedaron mirando cómo goteaba en el suelo; después siguieron hablando cuando se dirigió a la gran sala de la parte de atrás, en la que había una veintena de mesas bajo las claraboyas de vidrio. Eleanor no estaba en ninguna de las seis mesas ocupadas, por lo que colgó la chaqueta y el sombrero en un perchero de madera curvada y se sentó en una silla al fondo de la sala, medio tapado por una columna. Pidió un café y un ejemplar del Morning Chronicle.
Leyó el periódico por encima. Había habido más quemas de almiares en Sussex, una revuelta del pan en Newcastle y tres molinos quemados y destrozados en Derbyshire. Habían enviado a la milicia para mantener la paz en Manchester, donde la harina se había estado vendiendo a cuatro chelines y nueve peniques la piedra[10]. Los magistrados en Lancashire apelaron al secretario de Estado para suspender un hábeas corpus como medio para restablecer el orden. Miró el reloj y vio que Eleanor ya se retrasaba diez minutos. Sorbió el café y se sintió incómodo porque la silla y la mesa eran demasiado pequeñas, lo que le hacía sentir como si estuviese sentado en un aula de escuela. Volvió a mirar el periódico. Un río se había desbordado en Prusia y se temía que hubiese al menos un centenar de ahogados. El ballenero Lydia, que partió de Whitehaven, fue declarado perdido cuando faenaba en Grand Banks. El Calliope, que hacía la ruta de la India, había llegado al puerto de Londres con un cargamento de porcelana, jengibre, índigo y nuez moscada. Una revuelta en el teatro de Covent Garden había dejado un rastro de huesos rotos, pero ningún herido grave. Los rumores de que habían disparado dentro del teatro habían sido desmentidos por la dirección. Oyó unos tacones aproximarse, olió una ráfaga de aire perfumado y notó una sombra inclinarse sobre su periódico.
—Pareces pesimista, Rider —oyó la voz de Eleanor.
—No hay ni una buena noticia —respondió él, levantándose. La miró y le dio un vuelco el corazón, por lo que apenas pudo hablar—. Realmente no hay ni una buena noticia en ninguna parte del mundo —consiguió decir.
—Entonces tendremos que generar algunas —contestó Eleanor—, tú y yo. —Le entregó el paraguas y la chaqueta húmeda a una de las camareras, se acercó a Sandman y le dio un beso en la mejilla—. Creo que todavía estoy enfadada contigo —le susurró, todavía a su lado.
—¿Conmigo?
—Por venir a Londres y no decírmelo.
—Nuestro compromiso está roto, ¿recuerdas?
—Oh, casi lo había olvidado —respondió mordazmente y miró a las otras mesas—. Estoy causando un escándalo, Rider, al ser vista sola con un hombre empapado —le volvió a besar y sacó una silla para ella—. Bueno, que se escandalicen lo que quieran, yo tomaré uno de los helados de vainilla de Gunter's con chocolate espolvoreado y trocitos de almendras. Y tú también.
—Me doy por satisfecho con el café.
—Tonterías, te tomarás lo que te pongan delante. Estás demasiado delgado —se sentó y se sacó los guantes. Su cabello rojo iba recogido bajo un pequeño sombrero negro decorado con diminutas cuentas de azabache y una sencilla pluma. Llevaba un vestido marrón oscuro apagado con un estampado floreado apenas perceptible bordado en negro y con cuello alto, pudoroso, casi sencillo, decorado con sólo un prendedor azabache, aunque en cierto sentido parecía más seductora que las bailarinas ligeras de ropa que se habían dispersado cuando Sandman había saltado al escenario la noche anterior—. A mamá le están tomando medidas para un nuevo corsé —aseguró Eleanor, fingiendo no darse cuenta de ser examinada—, así que tardará al menos dos horas. Cree que estoy en Massingberds, probándome sombreros. Mi criada Lizzie me acompañaba, pero la he sobornado con dos chelines y se ha ido a ver a la mujer puerca al Lyceum.
—¿Terca, has dicho? ¿Obstinada?
—No seas tonto, Rider, me parece que todas las mujeres somos obstinadas. Ésta es puerca, fea. Dicen que sorbe la comida de una bacía y que tiene unos bigotes rosados. Parece una bestia bastante improbable, pero Lizzie estaba encantada con la idea y yo he estado bastante tentada de ir, pero aquí estoy. Me ha parecido que cojeabas.
—Ayer me torcí el tobillo —le explicó, y luego le tuvo que contar toda la historia, la cual, por supuesto, encantó a Eleanor.
—Estoy celosa —comentó ella, cuando hubo acabado—. ¡Mi vida es tan aburrida! ¡Yo no salto a los escenarios perseguida por bandidos! Estoy sumamente celosa.
—Pero ¿tienes noticias? —preguntó Sandman.
—Creo que sí. Sí, sin duda —Eleanor se giró hacia una camarera y le pidió té, el dulce de vainilla con chocolate y almendras y, en el último momento, barquillos—. Tienen una fábrica de hielo en la parte de atrás —le reveló, cuando se fue la muchacha—, y hace unas semanas les pedí si podía verla. Es como una bodega con una cúpula, y cada verano traen el hielo desde Escocia empaquetado en serrín y permanece sólido todo el verano. Había una rata congelada entre dos de los bloques y se sintieron muy avergonzados.
—Seguro que deberían de estarlo.
De repente fue plenamente consciente de su mal aspecto, de los puños raídos de su chaqueta y de los rotos pespuntes de la parte superior de sus botas. Habían sido unas buenas botas, de Kennets, en Silver Street, pero incluso las mejores botas necesitaban cuidarse. Sólo para ir vestido de manera respetable necesitaba al menos una hora al día, y Sandman no tenía tanto tiempo.
—Intenté convencer a papá para construirnos una fábrica de hielo —continuó Eleanor—, pero se puso gruñón y se quejó del gasto. Ahora está en uno de sus periodos de ahorro, así que le dije que le ahorraría el gasto de una boda de sociedad.
Sandman la miró a sus ojos grises y verdosos, preguntándose qué mensaje le estaba enviando con su evidente labia.
—¿Le gustó la idea?
—Sólo me dijo entre dientes que la prudencia era una de las virtudes. Creo que se avergonzó del ofrecimiento.
—¿Y cómo le ahorrarás el gasto? ¿Quedándote soltera?
—Fugándome —respondió Eleanor, con la mirada fija.
—¿Con lord Eagleton?
La risa de Eleanor llenó el gran espacio del salón trasero de Gunter's, lo que provocó un silencio momentáneo en las otras mesas.
—¡Lord Eagleton es un hombre tan pesado! —exclamó Eleanor, demasiado alto—. Mamá tenía mucho interés en que me casase con él, porque entonces, a su debido tiempo, me convertiría en «su señoría» y mamá estaría insoportable. ¿No me digas que pensabas que estaba comprometida con él?
—Oí que lo estabas. Me dijeron que tu retrato era un regalo para él.
—Mamá dijo que deberíamos regalárselo, pero papá lo quiere para él. Mamá sólo quiere que me case con un noble, no le importa qué o quién sea, y lord Eagleton quiere casarse conmigo, lo cual es tedioso porque yo no lo soporto. Se sorbe la nariz cada vez que habla —aspiró ligeramente—. Querida Eleanor, sniff, qué encantadora está, sniff. Puedo ver la luna reflejada en sus ojos, sniff.
Sandman mantuvo la expresión seria.
—Yo nunca te dije que veía la luna reflejada en tus ojos. Me temo que fue una negligencia por mi parte.
Se miraron el uno al otro y se echaron a reír. Siempre habían sido capaces de reír desde que el primer día en que se conocieron, cuando Sandman era un recién llegado después de ser herido en Salamanca y Eleanor sólo tenía veinte años y estaba decidida a no dejarse impresionar por un soldado, pero éste la había hecho reír y aún sabía hacerlo, al igual que ella sabía divertirle.
—Creo —supuso Eleanor— que Eagleton se pasó una semana ensayando la frase sobre la luna, pero la estropeó al sorberse la nariz. Realmente, Rider, hablar con Eagleton es como conversar con un perrito faldero asmático. Mamá y él parecen creer que si lo desean lo suficiente, me rendiré ante sus aspiraciones, y me enteré de que corría el rumor de que nuestro compromiso había sido anunciado, así que le dije a Alexander que te informase de que no me iba a casar con el noble aspirante. Por lo que veo, Alexander no te lo dijo.
—Me temo que no.
—¡Pero se lo dije claramente! —exclamó Eleanor, indignada—. Me lo encontré en el Egyptian Hall.
—Me contó hasta ahí —señaló Sandman—, pero se olvidó por completo del mensaje que le habías dado. Incluso olvidó por qué había ido al Egyptian Hall.
—Para una conferencia de un hombre llamado profesor Popkin sobre el descubrimiento de una nueva localización del jardín del Edén. Quiere que creamos que el paraíso se encuentra en la confluencia de los ríos Ohio y Misisipí. Nos explicó que una vez se comió allí una manzana muy buena.
—Eso parece una prueba definitiva —observó Sandman, con seriedad—, y, ¿se volvió sabio después de comerse la fruta?
—Se volvió erudito, docto, sagaz e inteligente —respondió Eleanor, y Sandman vio que tenía lágrimas en los ojos—. Y —continuó— nos animó a dejarlo todo y a seguirlo a ese nuevo mundo de leche, miel y manzanas. ¿Te gustaría ir allí, Rider?
—¿Contigo?
—Podríamos vivir desnudos cerca de los ríos —propuso Eleanor, mientras le corría una lágrima por la mejilla—, inocentes como niños, evitando las serpientes. —No pudo continuar y bajó la cara para que él no pudiese verle las lágrimas—. Lo siento mucho, Rider —le dijo en voz baja.
—¿El qué?
—Nunca debería haber dejado que mamá me convenciese para romper el compromiso. Ella decía que la deshonra de tu familia era demasiado grande, pero son tonterías.
—La deshonra es horrenda —admitió Sandman.
—Eso lo hizo tu padre. ¡No tú!
—A veces creo que me parezco mucho a mi padre —sentenció Sandman.
—Entonces era mejor hombre de lo que me imaginaba —contestó Eleanor, duramente, y se secó los ojos con un pañuelo. La camarera les trajo los helados y los barquillos, y, creyendo que Eleanor se había disgustado por algo que le había dicho Sandman, le miró con reproche. Eleanor esperó a que la chica se fuese—. Odio llorar —se lamentó.
—Casi nunca lo haces —comentó Sandman.
—He estado llorando como una magdalena durante estos seis meses —confesó Eleanor, y alzó la vista hacia él—. Anoche le dije a mamá que me considero comprometida contigo.
—Es un honor para mí.
—Se supone que debías decir que es mutuo.
Sandman sonrió a medias.
—Me gustaría que así fuese, de verdad.
—A papá no le importará —afirmó Eleanor—, al menos no creo que le importe.
—¿Pero a tu madre sí?
—¡Por supuesto! Cuando le confesé mis sentimientos anoche, ella insistió en que debía visitar al doctor Harriman. ¿Has oído hablar de él? Por supuesto que no. Mamá me ha dicho que es un experto en histeria femenina, y se considera un honor que te pueda examinar. ¡Pero yo no lo necesito! No estoy histérica, simplemente estoy inoportunamente enamorada de ti, y si tu maldito padre no se hubiera suicidado, tú y yo estaríamos casados ahora. Envidio a los hombres.
—¿Por qué?
—Porque pueden decir palabrotas y nadie se inmuta.
—Pues di palabrotas, querida —la animó Sandman.
Eleanor las dijo y se echó a reír.
—Me siento mejor. Ay, un día estaremos casados y soltaré tantos tacos que te aburrirás de mí —se sorbió la nariz y suspiró mientras probaba el helado—. Éste es el verdadero paraíso —suspiró, pinchando el helado con la larga cuchara de plata—, y estoy segura de que nada en la confluencia del Ohio y el Misisipí puede igualarlo. Pobre Rider. Ni siquiera deberías pensar en casarte conmigo. Deberías saludar con el sombrero a Caroline Standish.
—¿Caroline Standish? No la conozco —probó el helado y, como había dicho Eleanor, era el puro paraíso.
—Caroline Standish es quizá la heredera más rica de Inglaterra, Rider, y también una chica muy guapa, pero debo advertirte de que es metodista. Cabello dorado, maldita sea, una cara verdaderamente preciosa y probablemente con cuarenta mil libras al año. Pero el inconveniente es que no puedes beber licores en su presencia, ni fumar, ni blasfemar, ni tomar rapé, ni realmente divertirte de ninguna manera. Su padre hizo dinero con la alfarería, pero ahora viven en Londres y celebran sus oficios religiosos en aquella vulgar capilla de Spring Gardens. Estoy segura de que podrías atraer su atención.
—Seguro que sí —asintió Sandman, con una sonrisa.
—Y tengo la plena confianza de que le parecerá bien el críquet —añadió Eleanor—, mientras no juegues en sábado. ¿Todavía juegas a críquet, Rider?
—No tan a menudo como Alexander querría.
—Dicen que lord Frederick Beauclerk gana seiscientas libras al año apostando al críquet. ¿Podrías hacer eso?
—Soy mejor bateador que él —aseguró Sandman, con bastante sinceridad. Lord Frederick, un amigo de lord Alexander, y, como él, un aristócrata sacerdote, era el secretario del club de críquet Marylebone, que jugaba en el terreno de Thomas Lord—. No obstante, soy peor apostante —continuó Sandman—. Además, Beauclerk apuesta dinero que puede permitirse perder sin problemas, y yo no tengo tales fondos.
—Entonces cásate con la beata señorita Standish —le propuso Eleanor—. Pero claro, existe el pequeño inconveniente de que ya está comprometida, pero hay rumores de que no está totalmente convencida de que el futuro duque de Ripon sea tan devoto como aparenta. Él también va a la capilla de Spring Gardens, pero se sospecha que sólo lo hace para poder desplumarla una vez se haya casado con ella.
—¿El futuro duque de Ripon? —preguntó Sandman.
—Tiene su propio título, por supuesto, pero no lo recuerdo. Mamá lo sabría.
Sandman se concentró.
—¿Ripon?
—Una ciudad catedralicia en Yorkshire, Rider.
—El marqués de Skavadale —recordó Sandman— es el título del heredero del ducado de Ripon.
—¡Eso es! ¡Muy bien! —Eleanor frunció el ceño—. ¿He dicho algo malo?
—Skavadale no es en absoluto devoto —respondió Sandman, y recordó al conde de Avebury describiendo cómo su esposa había chantajeado a algunos jóvenes de la ciudad.
¿Había sido Skavadale chantajeado por la condesa? Skavadale era conocido por su falta de dinero y con las propiedades de su padre estaba hipotecado hasta el cuello, pero había conseguido comprometerse con la heredera más adinerada de Inglaterra; si había caído en la trampa de la condesa de Avebury, seguramente ella había encontrado una presa perfecta para hacerle chantaje. Su familia podría haber perdido la mayor parte de su fortuna, pero quedarían algunos fondos y porcelana, plata y cuadros que podían venderse; más que suficiente para mantener satisfecha a la condesa.
—Me estás desconcertando —protestó Eleanor.
—Creo que el marqués de Skavadale es mi asesino —declaró Sandman—, o él o uno de sus amigos.
Si Sandman hubiese tenido que apostar sobre la identidad del asesino, habría escogido a lord Robin Holloway más que al marqués, pero estaba bastante seguro de que era uno de ellos.
—Entonces, ¿no necesitas saber lo que descubrió Lizzie? —preguntó Eleanor, decepcionada.
—¿Tu criada? Por supuesto que quiero saberlo. Necesito saberlo.
—Meg no era muy popular entre las otras sirvientas. Creían que era una bruja.
—Es que lo parece —afirmó Sandman.
—¿Ya la has encontrado? —preguntó Eleanor, entusiasmada.
—No, he visto un retrato.
—Hoy en día todo el mundo parece posar —comentó Eleanor.
—Este retrato —se sacó el dibujo de la chaqueta y se lo enseñó.
—Rider, ¿no pensarás que es la mujer con cara de cerdo, verdad? —preguntó Eleanor—. No, no puede serlo, no tiene bigotes —suspiró—. Pobre chica, es tan fea… —Se quedó mirando al dibujo durante un buen rato, lo enrolló y se lo devolvió—. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, Lizzie descubrió que a Meg se la llevaron de la casa de la condesa con un carruaje, muy pequeño, que era negro o azul oscuro y con un extraño escudo de armas pintado en la puerta. No era un verdadero escudo de armas, sólo un escudo que mostraba un fondo rojo decorado con un ángel dorado —desmenuzó un barquillo—. Le pregunté a Hammond si conocía el escudo y se puso muy refinado. «Es un campo gules[11], señorita Forrest», me insistía, «con un ángel», pero, sorprendentemente, no sabía a quién pertenecía, y como consecuencia, se disgustó mucho.
Sandman sonrió al imaginarse al mayordomo de sir Henry Forrest siendo incapaz de identificar un escudo de armas.
—No debería sentirse disgustado —comentó Sandman—, porque dudo que la Academia de Heráldica haya emitido tal emblema. Es la insignia del Club de los Serafines.
Eleanor hizo una mueca, recordando lo que Sandman le había contado a ella y a su padre unos días antes, aunque en realidad Sandman no había revelado todo lo que sabía sobre los serafines.
—¿Y el marqués de Skavadale —le preguntó en voz baja— es un miembro del Club de los Serafines?
—Así es —confirmó Sandman.
Ella frunció el ceño.
—Entonces, ¿es tu asesino? ¿Así de sencillo?
—Los miembros del Club de los Serafines —explicó Sandman— se consideran a sí mismos por encima de la ley. Creen que su categoría, su dinero y sus privilegios les mantendrán a salvo. Y posiblemente tengan razón, a menos que pueda encontrar a Meg.
—Si es que está viva —murmuró Eleanor.
—Si es que está viva —asintió Sandman.
Eleanor se le quedó mirando, y sus ojos parecían brillantes y grandes.
—Me siento bastante egoísta ahora —le confesó.
—¿Por qué?
—Preocupándote con mis pequeños problemas cuando debes encontrar a un asesino.
—¿Tus pequeños problemas? —preguntó Sandman, con una sonrisa.
Eleanor no le devolvió la sonrisa.
—No puedo dejarte, Rider. Lo he intentado —le comentó.
Él sabía el esfuerzo que le había supuesto decirle aquellas palabras, por eso le cogió la mano y le besó los dedos.
—Yo nunca te he dejado —declaró—, y la próxima semana volveré a hablar con tu padre.
—¿Y si dice que no? —le cogió la mano.
—Entonces nos iremos a Escocia —decidió Sandman—. Nos iremos a Escocia.
Eleanor le agarró fuertemente la mano. Sonrió.
—¡Rider! ¡Mi prudente, educado y honorable Rider! ¿Te fugarías?
Le devolvió la sonrisa.
—Últimamente, querida —le explicó—, he estado pensando en aquella noche que pasé en la colina de Waterloo, y recuerdo que allí tomé una decisión, y es una decisión que constantemente temo olvidar. Me prometí a mí mismo que si sobrevivía a aquel día, no moriría con arrepentimientos. No moriría sin anhelos, sueños ni deseos insatisfechos. Por tanto, sí, si tu padre se niega a que nos casemos, te llevaré a Escocia y sálvese quien pueda.
—¿Porque soy tu anhelo, tu sueño y tu deseo? —preguntó Eleanor, con lágrimas en los ojos y una sonrisa en la cara.
—Porque eres todas esas cosas —respondió Sandman—, y porque además te quiero.
El sargento Berrigan, chorreando de agua y sonriendo de alegría al descubrir a Sandman en un momento tan delicado, de repente apareció de pie frente a ellos.
El sargento empezó a silbar «Spanish Ladies» mientras subían por Hay Hill en dirección a Old Bond Street. Era un silbido alegre, que revelaba que no le interesaba para nada lo que acababa de ver, a la vez que un silbido bien calculado que, en el ejército, habría sido considerado completamente insubordinado, pero no punible. Sandman, que aún cojeaba, sonrió.
—Una vez estuve comprometido con la señorita Forrest, sargento.
—Allí hay un coche alemán, capitán, ¿lo ve? Maldita cosa pesada. —Berrigan todavía fingía no estar interesado, señalando un carruaje que se deslizaba peligrosamente sobre los resbaladizos adoquines de la cuesta. El cochero tiraba del freno, los caballos resbalaban nerviosamente, pero luego las ruedas golpearon el bordillo de la acera y estabilizaron el vehículo—. No deberían estar permitidos —se quejó Berrigan— esos malditos coches extranjeros traqueteando por nuestras calles. Deberían coserlos a impuestos a esos cabrones, o enviarlos al otro lado del canal, de donde vienen.
—Y la señorita Forrest rompió el compromiso porque sus padres no querían que se casara con un pobre —continuó Sandman—, así que ahora, sargento, ya lo sabe todo.
—No me ha parecido un maldito compromiso roto, señor. Mirándole a los ojos como si el sol, la luna y las estrellas estuviesen allí atrapadas.
—Sí, bueno. La vida es complicada.
—No me había dado cuenta —contestó Berrigan, sarcásticamente. Hizo una mueca al tiempo, aunque la lluvia parecía chisporrotear más que caer en cascada—. Y ya que estamos hablando de complicaciones —continuó—, el señor Sebastian Witherspoon no se ha alegrado. No se ha alegrado para nada. De hecho, si tengo que ser preciso, estaba terriblemente molesto.
—¡Ah! ¿Ha deducido que no me estoy comportando como él esperaba?
—Quería saber hasta dónde había llegado usted, capitán, así que le dije que no lo sabía.
—Seguro que se ha negado a aceptar eso.
—Ha hecho lo que le ha dado la gana, capitán, pero yo le he dicho «sí señor, no señor, no tengo ni idea, señor, lo que usted diga, señor», y «váyase al infierno, señor», pero todo de manera profundamente respetuosa.
—Es decir, que se ha portado como un sargento —concluyó Sandman, y se echó a reír. Recordaba la servil insolencia de sus propios sargentos; una aparente cooperación que enmascaraba una profunda intransigencia—. Pero ¿le ha dicho dónde estará el secretario de Estado el domingo?
—Su señoría no estará en su casa, capitán, ya que los albañiles le están poniendo una nueva escalera que prometieron acabar en mayo y que ni siquiera han pintado aún, así que su señoría ha alquilado una residencia en Great George Street. El señor Witherspoon espera no tener que verle a usted próximamente y, de todas formas, su señoría no le agradecerá que le moleste en domingo, porque es un devoto creyente, y, en resumidas cuentas, el señor Witherspoon, como su santa señoría, confía en que ahorquen al maldito mariquita de su maldito cuello hasta que esté condenadamente muerto, que es como merece estar.
—Seguro que no ha dicho esto último.
—No exactamente —admitió Berrigan, alegremente—, pero yo sí, y el señor Witherspoon ha empezado a pensar bien de mí. Cinco minutos más y me hubiese dado a mí el cargo de investigador.
—Entonces, que Dios ayude a Corday, ¿eh?
—El pequeño cabrón ira a la horca tan puñeteramente rápido, que los pies no le tocarán el suelo —afirmó Berrigan, alegremente—. Por tanto, ¿ahora dónde vamos?
—Vamos a ver a sir George Phillips, porque quiero saber si puede decirme exactamente quién encargó el retrato de la condesa. Ya sé su nombre, sargento, y tenemos a nuestro asesino.
—Eso cree —comentó Berrigan con recelo.
—La señorita Hood también está en el estudio de sir George. Le hace de modelo.
—¡Ah! —Berrigan se animó.
—E incluso si sir George no nos lo dice, me he enterado de que a mi único testigo se la llevaron en el carruaje del Club de los Serafines.
—Uno de sus carruajes —le corrigió Berrigan—. Tienen dos.
—Entonces, supongo que los cocheros del club pueden decirnos dónde la llevaron.
—Me imagino que sí —supuso Berrigan—, aunque podrían necesitar algo de persuasión.
—Un panorama alentador —declaró Sandman, al llegar a la puerta de al lado de la joyería. Llamó, y, como en la primera ocasión, abrió la puerta Sammy, el paje negro, quien inmediatamente intentó cerrarla. Sandman empujó para entrar—. Dile a sir George —le ordenó imperiosamente— que el capitán Rider Sandman y el sargento Samuel Berrigan han venido a hablar con él.
—Él no quiere hablar con usted —respondió Sammy.
—¡Ve y díselo, muchacho! —insistió Sandman.
Sin embargo, Sammy hizo un vano intento de esquivar a Sandman y dirigirse a la calle, pero lo atrapó el sargento Berrigan, el cual lo levantó y lo estampó contra el marco de la puerta.
—¿Adónde ibas, chico? —preguntó Berrigan.
—¿Por qué no te pierdes? —gruñó Sammy, con actitud desafiante, y luego gritó—. ¡No iba a ninguna parte! —Berrigan preparó el puño otra vez—. Me dijo que si volvía usted —confesó Sammy, a toda prisa— fuese a pedir ayuda.
—¿Al Club de los Serafines? —supuso Sandman, y el chico asintió—. Que no se le escape, sargento —ordenó Sandman, y empezó a subir las escaleras—. ¡Pim, pam, pom, pum! —se puso a cantar en voz alta—, ¡he olido la sangre de un inglés! —estaba haciendo ruido para advertir a Sally y que el sargento Berrigan no la viese desnuda. Sandman no dudaba de que Berrigan lo consiguiese muy pronto, pero tampoco dudaba de que Sally querría decidir cuándo debía ser—. ¡Sir George! —bramó—. ¿Está usted ahí?
—¿Quién diablos es? —vociferó sir George—. ¿Sammy?
—Sammy es un prisionero —gritó Sandman.
—¡Maldita sea! ¿Es usted? —sir George, para ser un hombre gordo, se dirigió con sorprendente velocidad hasta un armario, del que sacó una pistola de cañón largo. Corrió hasta el comienzo de las escaleras y apuntó hacia abajo, a Sandman—. ¡No se mueva, capitán, so pena de muerte! —gruñó.
Sandman miró la pistola y siguió subiendo.
—No sea un maldito idiota —contestó, cansadamente—. Dispáreme, sir George, y tendrá que disparar al sargento Berrigan, tendrá que hacer callar a Sally, lo cual significa que tendrá que matarla, y entonces tendrá tres cadáveres en sus manos. —Subió los últimos escalones y, sin ninguna resistencia, le quitó la pistola—. Siempre es mejor amartillar las armas si de verdad quiere parecer realmente amenazador —añadió, se giró y le hizo un gesto con la cabeza a Berrigan—. Permítame que le presente al sargento Berrigan, antiguo soldado del primero de infantería, antiguo criado del Club de los Serafines y actualmente voluntario en mi ejército del buen camino —Sandman vio, con alivio, que Sally había recibido suficiente advertencia como para ponerse un abrigo. Se quitó el sombrero y le hizo una reverencia—. Señorita Hood, mis respetos.
—¿Todavía cojea, no? —preguntó Sally, y se ruborizó cuando llegó el sargento Berrigan.
—¡Me está haciendo daño, diantre! —protestó Sammy.
—¡Y te mataré si no te callas, diantre! —gruñó Berrigan y saludó con la cabeza a Sally—. Señorita Hood —le dijo; luego vio el lienzo, sus ojos se abrieron con admiración y Sally se ruborizó aún más.
—Puede soltar a Sammy —le anunció Sandman a Berrigan—, porque no irá a buscar ayuda.
—¡El hará lo que yo le diga! —aseguró sir George, con agresividad.
Sandman se puso frente al cuadro y se quedó mirando la figura central de Nelson, y pensó que, desde la muerte del almirante, los pintores y grabadores habían estado representando al héroe cada vez más débil, y a esas alturas casi parecía una figura espectral.
—Si le dice a Sammy que vaya a buscar ayuda, sir George —le amenazó—, haré correr la voz de que su estudio engaña a las mujeres, que las pinta vestidas y que, cuando ya se han ido, las convierte en desnudos —se giró y sonrió al pintor—. ¿Qué cree usted que le ocurrirán a sus precios?
—¡Se doblarán! —contestó sir George, desafiante, pero vio que la amenaza de Sandman era real y pareció desinflarse como una vejiga pinchada. Agitó una mano manchada de pintura hacia Sammy—. No irás a ninguna parte, Sammy.
Berrigan soltó al muchacho.
—Aunque puedes preparar un poco de té —propuso Sandman.
—Te ayudaré, Sammy —se ofreció Sally, y siguió al muchacho escaleras abajo.
Sandman sospechó que se iba a vestir.
Se volvió hacia sir George.
—Es usted un viejo, sir George, está gordo y es un borracho. Le tiembla el pulso. Todavía puede pintar, pero ¿hasta cuándo? Actualmente vive bastante de su reputación, pero yo puedo arruinarla. Puedo asegurarme de que hombres como sir Henry Forrest no le contraten nunca más para pintar a sus mujeres o hijas por temor a que les haga lo mismo que le habría hecho a la condesa de Avebury.
—Nunca le haría eso a… —empezó sir George.
—Cállese —le ordenó Sandman—. También puedo incluir en mi informe para el secretario de Estado que ha ocultado la verdad deliberadamente —eso, en realidad, era una amenaza mucho menor, pero sir George no lo sabía. Sólo temía el juicio, el banquillo y la cárcel. O quizá se vio transportado a Australia, porque empezó a temblar con verdadero terror—. Sé que me ha mentido —le aseguró—, así que ahora me va a decir la verdad.
—¿Y si lo hago?
—Entonces ni el sargento Berrigan ni yo se lo diremos a nadie. ¿Por qué debería importarnos lo que le ocurra a usted? Sé que usted no mató a la condesa, y ésa es la única persona que me interesa. Así que díganos la verdad, sir George, y le dejaremos en paz.
Sir George se arrellanó en un taburete. Los aprendices y los dos hombres que posaban representando a Nelson y Neptuno se le quedaron mirando hasta que les gruñó que se fueran escaleras abajo.
—El Club de los Serafines encargó el cuadro.
—Eso ya lo sé. —Sandman caminó hacia el fondo del estudio, más allá de la mesa llena de trapos, pinceles y botes. Estaba buscando el retrato de Eleanor, pero no lo vio. Se volvió—. Lo que quiero saber, sir George, es qué miembro del club lo encargó.
—No lo sé. ¡De verdad! ¡No lo sé! —estaba suplicando y su temor casi era tangible—. Eran diez u once, no lo recuerdo.
—¿Diez u once?
—Sentados a una mesa —explicó sir George—, como en la Ultima Cena, sólo que sin Cristo. Dijeron que querían el cuadro para su galería y me prometieron que encargarían más.
—¿Más cuadros?
—De mujeres de la nobleza, capitán, desnudas —sir George gruñó la última palabra—. Ella era su trofeo. Me lo explicaron. Si más de tres miembros del club se habían tirado a la misma mujer, entonces podía formar parte de su galería.
Sandman miró a Berrigan, el cual se encogió de hombros.
—Parece probable —observó el sargento.
—¿Tienen una galería?
—En el pasillo del piso de arriba —explicó Berrigan—, pero hace poco tiempo que han empezado a colgar cuadros allí arriba.
—¿El marqués de Skavadale era uno de los once? —le preguntó Sandman a sir George.
—Diez u once —sir George parecía irritado por tener que corregirle—, y sí, Skavadale era uno de ellos. Lord Pellmore era otro. Recuerdo a sir John Lassiter, pero no conozco a la mayoría.
—¿No se presentaron?
—No —sir George negó con insolencia, porque confirmaba que había sido tratado por el Club de los Serafines como comerciante, no como caballero.
—Creo que es probable —admitió Sandman, con tranquilidad— que uno de esos diez u once hombres sea el asesino de la condesa —miró a sir George socarronamente, como esperando que confirmase la afirmación.
—No lo sabía —contestó sir George.
—Pero debió sospechar que Charles Corday no cometiese el asesinato.
—¿El pequeño Charlie? —por un momento sir George parecía divertirse, pero vio la ira en la cara de Sandman y se encogió de hombros—. Parecía improbable —admitió.
—Sin embargo usted no testificó en su favor. No firmó la petición de su madre. No hizo nada para ayudarle.
—Fue procesado, ¿no? —se defendió sir George—. Se hizo justicia.
—Lo dudo —replicó Sandman amargamente—, lo dudo mucho.
Sandman levantó la pistola que le había cogido a sir George y vio que no estaba cargada.
—¿Tiene pólvora y balas? —le preguntó, y entonces, al verle el miedo en la cara, le miró con el ceño fruncido—. ¡No voy a dispararle, imbécil! La pólvora y las balas son para otra persona, no para usted.
—En aquel armario —sir George señaló con la cabeza hacia el otro lado de la sala.
Sandman abrió la puerta y descubrió un pequeño arsenal, la mayoría, suponía, para usarlo en los cuadros. Había espadas de la marina y de la armada, mosquetes y una caja de cartuchos. Le lanzó una pistola de caballería a Berrigan, cogió un puñado de cartuchos y se los metió todos en un bolsillo antes de pararse a recoger un cuchillo.
—Me ha hecho perder el tiempo —acusó a sir George—. Me ha mentido, me ha causado molestias —se acercó con el cuchillo y vio el terror en la cara de sir George—. ¡Sally! —gritó.
—¡Estoy aquí! —voceó ella desde abajo.
—¿Cuánto le debe sir George?
—¡Dos libras y cinco chelines!
—Páguele —ordenó Sandman.
—No puede esperar que lleve dinero en…
—¡Páguele! —gritó Sandman, y sir George casi se cayó del taburete.
—Sólo llevo tres guineas encima —lloriqueó.
—Creo que la señorita Hood lo vale —contestó Sandman—. Dele las tres guineas al sargento.
Sir George entregó el dinero mientras Sandman se giró hacia el cuadro. Britannia estaba prácticamente acabada, sentada a pecho descubierto y con la mirada altiva en su roca en medio de un soleado mar. La diosa era inequívocamente Sally, aunque sir George le había cambiado su habitual expresión alegre por una calmada superioridad.
—Realmente me ha causado molestias —insistió a sir George—, y lo que es peor, estaba dispuesto a dejar morir a un muchacho inocente.
—¡Le he dicho todo lo que sé!
—Ahora sí, sí, pero me mintió y creo que se merece que le causen alguna molestia. Necesita aprender, sir George, que para cada pecado hay un castigo. En resumen, debe ser castigado.
—Insolente… —comenzó sir George, se puso en pie de repente y gritó—. ¡No!
Berrigan sujetó a sir George mientras Sandman acercaba el cuchillo hasta la Apoteosis de lord Nelson. Sammy acababa de subir su bandeja de té hasta el final de las escaleras y vio horrorizado cómo Sandman cortaba el lienzo por abajo y por los lados.
—Un amigo mío —explicaba Sandman, mientras rasgaba la pintura— probablemente se va a casar pronto. Él no lo sabe, ni tampoco su futura novia, pero se gustan mutuamente y querría hacerles un regalo cuando eso ocurra —siguió rasgando el cuadro por arriba. El lienzo se separó con un agudo sonido crepitante, dejando pequeñas hebras. Volvió a pasar el cuchillo hacia abajo y extrajo del enorme cuadro un retrato de medio cuerpo de Sally, de tamaño natural. Lanzó el cuchillo al suelo, enrolló la pintura de Britannia y sonrió a sir George—. Éste será un espléndido regalo, así que haré que lo barnicen y lo enmarquen. Muchas gracias por su ayuda. ¿Sargento? Creo que aquí ya hemos acabado.
—¡Me voy con ustedes! —gritó Sally desde las escaleras—. Pero alguien tiene que abrocharme el vestido.
—El deber le llama —le insinuó Sandman a Berrigan—. A su servicio, sir George.
Éste se le quedó mirando, pero parecía incapaz de hablar. Sandman empezó a sonreír mientras bajaba las escaleras y ya reía cuando llegó a la calle, donde esperó a Berrigan y Sally.
Se reunieron con él cuando el vestido de Sally estuvo abrochado.
—¿A quiénes conoce que vayan a casarse pronto? —preguntó Berrigan.
—Sólo dos amigos —respondió Sandman, sin darle importancia—, y si no, bueno, podría quedarme con el cuadro.
—¡Capitán! —le reprendió Sally.
—¿Casarse? —Berrigan parecía horrorizado.
—Estoy chapado a la antigua —respondió Sandman— y soy un devoto creyente de la moralidad cristiana.
—Hablando de eso —señaló el sargento—, ¿por qué llevamos pistolas?
—Porque nuestra próxima visita, sargento, debe ser al Club de los Serafines, y no quiero ir allí desarmado. También preferiría que no supiesen que estamos allí, así que, ¿cuándo es la mejor hora para hacer nuestra visita?
—¿Por qué vamos allí? —quiso saber Berrigan.
—Para hablar con los cocheros, por supuesto.
El sargento se puso a pensar durante un instante y asintió.
—Entonces debemos ir después de que anochezca —aseguró—, porque nos será más fácil entrar, y como mínimo habrá uno.
—Esperemos que sea el cochero que buscamos —comentó Sandman y abrió el reloj—. ¿Hasta que anochezca, no? Lo cual significa que tengo toda la tarde para entretenerme —pensó durante un instante—. Iré a hablar con un amigo. ¿Quedamos a las nueve, por ejemplo? ¿Detrás del club?
—Espéreme en la entrada de los carruajes —propuso el sargento—, que está en un callejón cerca de Charles II Street.
—A menos que prefiera venir conmigo —apuntó Sandman—. Sólo voy a pasar el rato con un amigo.
—No —Berrigan se ruborizó—. Creo que necesito un descanso.
—Entonces sea tan amable de dejar esto en mi habitación —le pidió Sandman, dándole al sargento el retrato enrollado de Sally—. ¿Y usted, señorita Hood? No tengo ni idea de cómo quiere pasar la tarde. ¿Querría acompañarme a ver a un amigo?
Sally entrelazó su brazo con el del sargento, le sonrió a Sandman dulcemente, muy dulcemente, y le dijo con delicadeza:
—Esfúmese, capitán.
Sandman se echó a reír e hizo lo que le dijeron. Se esfumó.