Sandman volvió a Londres a última hora de la tarde del jueves. Había cogido el coche del correo desde Marlborough, justificando el gasto para ganar tiempo, pero justo al salir de Thatcham uno de los caballos perdió una herradura y después, cerca del pueblo de Hammersmith, un carro de heno con un eje roto había bloqueado un puente y pensó que hubiese sido bastante más rápido caminar las últimas millas que quedaban que esperar a que despejasen el camino, pero estaba cansado después de dormir de cualquier manera en un montón de paja en el patio de La Cabeza del Rey en Marlborough y se quedó en el coche. También estaba irritado, porque sabía que su viaje a Wiltshire había sido completamente inútil. Dudaba sobre si el conde de Avebury había matado a su esposa o preparado su muerte, pero en ningún momento pensó que el hombre fuese culpable. La única información que había conseguido era que la condesa muerta se había mantenido chantajeando a sus amantes, pero eso no le ayudaba a descubrir quiénes habían sido éstos.
Abrió la puerta lateral de La Gavilla que daba al patio de la cuadra de la taberna, donde bombeó un poco agua en la taza de latón encadenada al mango. Se la bebió, volvió a bombear y se giró mientras el sonido de unos cascos resonaba en la puerta de la caballeriza, en la que vio a Jack Hood ensillando a un alto y precioso caballo negro. El bandolero saludó escuetamente con la cabeza al darse cuenta de la presencia de Sandman y se inclinó para abrochar la cincha. Como el caballo, Jack era alto y oscuro. Llevaba botas negras, pantalones negros y una chaqueta negra entallada, y su largo cabello negro recogido con una cinta de seda negra a la altura de la nuca.
—Parece cansado, capitán.
—Cansado, pobre, hambriento y sediento —añadió Sandman, y se sirvió una tercera taza de agua.
—Eso es lo que la vida honrada hace por usted —contestó Hood, alegremente. Deslizó las pistolas de cañón largo en las fundas de la silla—. Debería estar en la brecha como yo.
Sandman se bebió el agua y dejó caer la taza.
—¿Y qué hará usted, señor Hood, cuando le atrapen? —le preguntó.
Hood condujo al caballo hacia el menguante sol del atardecer. El animal estaba bien criado y era inquieto y asustadizo; un caballo, sospechó Sandman, que podía volar como el viento de la noche cuando fuese necesario huir.
—¿Cuando me atrapen? —dijo Hood—. Le pediré ayuda, capitán. Sally dice que es usted un robaescoria.
—Un ladrón de la horca —Sandman había aprendido suficiente germanía como para ser capaz de traducir la expresión—. Pero todavía no he robado a nadie del patíbulo.
—Y dudo que lo haga —añadió Hood en tono grave—, porque así no funciona el mundo. A ellos no les importa cuántos ahorquen, capitán, mientras los demás tomemos nota de que ahorcan a la gente.
—Sí les importa —insistió Sandman—, si no, ¿por qué me han asignado el caso?
Hood le lanzó una mirada escéptica y entonces colocó el pie derecho en el estribo y se montó en la silla.
—¿Me está diciendo, capitán —le preguntó, mientras jugueteaba con el estribo—, que le asignaron el caso por la bondad de sus corazones? ¿Es que el secretario de Estado tuvo una repentina duda sobre la calidad de la justicia del tribunal de la Cachiporra?
—No —reconoció Sandman.
—Le asignaron, capitán, porque alguien con influencia quería que el caso de Corday se examinara. Alguien con influencia, ¿tengo razón?
Sandman asintió.
—Absolutamente.
—Cualquier individuo puede ser tan inocente como un recién nacido —aseguró Hood agriamente—, pero si no tiene un amigo influyente entonces colgará de lo más alto. ¿No es así? —Jack Hood apartó los faldones de la chaqueta para que quedasen sobre la grupa de su caballo y juntó las riendas—. Y como no es probable que acabe mis días sobre la pista de baile de Jem Botting, no perderé el sueño o lloraré por eso. La horca está siempre presente, capitán, y con ella vivimos hasta que en ella morimos. Es su mundo, no el nuestro, y ellos luchan por mantenerlo de la manera que quieren. Nos matan, nos envían a Australia o si no, nos agotan con la rutina, y ¿sabe por qué? Porque nos temen. Temen que nos convirtamos en algo parecido a la turbamulta francesa. Temen una guillotina en Whitehall y para evitar que ocurra, construyen un patíbulo en Newgate. Pueden dejarle salvar a un hombre, capitán, pero no crea que cambiará algo —se puso unos finos guantes de piel negra—. Hay unos tipos que quieren verle en la pocilga trasera —le avisó, queriendo decir que había unos hombres esperándole en el salón de atrás—. Pero antes de que hable con ellos —continuó Hood—, debería saber que cené en El Perro y el Gato.
—¿En Saint George's Fields? —preguntó Sandman, confundido por un comentario aparentemente irrelevante.
—Muchos de los salteadores viven y cenan allí —comentó Hood—, ya que es conveniente para los caminos de la parte oeste —quería decir que un grupo de bandoleros eran clientes de la taberna—. Y he oído un rumor allí, capitán. Su vida, por cincuenta libras. Debe de haber ofendido a alguien, capitán. He dado la voz en La Gavilla de que nadie le ponga las manos encima porque ha sido amable con mi Sal, y yo cuido de aquéllos que cuidan de ella, pero no puedo controlar todos los tugurios de Londres.
Sandman sintió palpitaciones. ¿Cincuenta guineas por su vida? ¿Era eso un cumplido o un insulto?
—Supongo que no sabrá quién ha ofrecido la recompensa —inquirió.
—Pregunté, pero nadie lo sabía. Pero es una buena cantidad, capitán, así que vigile. Se lo agradezco —las últimas palabras se debían a que Sandman había abierto la puerta del patio.
Alzó la vista hasta el jinete.
—¿No va a ver a Sally actuar esta noche?
Hood negó con la cabeza.
—Ya la he visto bastante —respondió de manera cortante—, y yo tengo mis propios asuntos, que ella no verá. —Clavó las espuelas en las ijadas del caballo y, sin despedirse, se marchó hacia el norte detrás de un carro cargado de ladrillos recién cocidos.
Sandman cerró la verja. El vizconde de Sidmouth, cuando le ofreció el trabajo le había insinuado que sería sencillo, la paga de un mes por un día de trabajo, pero de repente era una vida por la paga de un mes. Se volvió y echó un vistazo a las sucias ventanas del salón trasero, pero no pudo ver más allá del brillo de la luz del crepúsculo sobre los pequeños cristales. Quienesquiera que esperaran podían verle, pero no él a ellos, así que no fue directamente al salón, sino que cortó camino por la sala de los barriles hasta el pasillo en el que había una ventanilla de servicio. Empujó ligeramente la ventanilla, procurando no hacer ruido, y se inclinó para observar desde la rendija.
Oyó pasos detrás de él, pero antes de poder girarse notó el frío de una pistola apoyada en la oreja.
—Un buen soldado siempre hace un reconocimiento, ¿eh, capitán? —observó el sargento Berrigan—. Pensé que vendría aquí primero.
Sandman se estiró y se giró para ver que Berrigan sonreía de oreja a oreja, satisfecho de haberse mostrado más hábil.
—¿Y ahora qué va a hacer? —preguntó Sandman—. ¿Dispararme?
—Tan sólo asegurarme de que no lleva ninguna pipa encima, capitán —respondió Berrigan, y usó el cañón de la pistola para abrirle la chaqueta. Satisfecho de que el capitán no fuera armado, sacudió la cabeza hacia la puerta del salón—. Después de usted, capitán.
—Sargento —empezó Sandman, intentando apelar a lo mejor del carácter de Berrigan, pero las buenas maneras no aparecían, ya que el sargento amartilló la pistola y le apuntó en el pecho. Pensó en empujar el cañón hacia un lado y golpearle con la rodilla en la entrepierna, pero el sargento sonrió a medias y sacudió casi imperceptiblemente la cabeza, como si invitase a Sandman a probarlo—. Por la puerta, ¿eh? —preguntó, y cuando Berrigan asintió, giró el pomo y entró en el salón trasero.
El marqués de Skavadale y lord Robin Holloway estaban en un banco al final de la mesa grande. Ambos iban exquisitamente vestidos, con magníficos trajes negros, fulares abultados y pantalones ceñidos. Holloway frunció el ceño al ver a Sandman, pero Skavadale se levantó cortésmente y le ofreció una sonrisa.
—Mi querido capitán Sandman, qué amable de su parte unirse a nosotros.
—¿Han estado esperando mucho? —preguntó Sandman con agresividad.
—Una media hora —contestó Skavadale, en tono agradable—. Esperábamos encontrarle aquí, pero la espera no ha sido excesivamente tediosa. Por favor, siéntese.
Sandman se sentó de mala gana, mirando primero a Berrigan, que entró en el salón, cerró la puerta y descargó la pistola, aunque no la guardó. Se quedó junto a la puerta y miró a Sandman. El marqués de Skavadale le sacó el corcho a una botella de vino y sirvió un vaso.
—Un burdeos bastante fuerte, capitán, pero probablemente bienvenido después de su viaje. Pero ¿cómo podríamos esperar el mejor vino aquí, eh? Esto es La Gavilla, germano, pero no hermano, ¿eh? Está bastante bien, ¿no crees, Robin? Germano, pero no hermano.
Lord Robin Holloway ni sonrió ni habló, sólo miraba a Sandman. Todavía tenía dos cicatrices abiertas en las mejillas y en la nariz, donde Sandman le había golpeado con el florete de esgrima. Skavadale empujó el vaso a través de la mesa y pareció apenado cuando Sandman negó con la cabeza.
—Oh, venga, capitán —propuso Skavadale, con el ceño fruncido—, estamos aquí para ser amables.
—Y yo estoy aquí porque me han amenazado con una pistola.
—Guárdela, sargento —ordenó Skavadale y después brindó por Sandman—. Me he enterado de algunas cosas sobre usted durante estos últimos dos días, capitán. Ya sabía que era un jugador de críquet formidable, por supuesto, pero además tiene otra reputación.
—¿Cuál? —preguntó Sandman, sombríamente.
—Fue usted un buen soldado —respondió Skavadale.
—¿Y qué?
—Pero desafortunado de padre —añadió Skavadale con delicadeza—. Ahora, según tengo entendido, capitán, mantiene a su madre y a su hermana. ¿Es eso cierto? —esperó una respuesta, pero Sandman ni habló ni se movió—. Es triste —continuó— cuando la gente refinada es condenada a la pobreza. Si no fuese por usted, capitán, su madre se debería haber rebajado a aceptar caridad, y su hermana, ¿qué sería? ¿Una institutriz? ¿Una dama de compañía a sueldo? Aunque con una pequeña dote todavía podría casarse bien, ¿verdad?
Sandman aún seguía callado, aunque lord Skavadale no había dicho más que la verdad. Belle, su hermana, tenía diecinueve años y una sola esperanza de escapar a la pobreza, que era casarse bien, aunque sin una dote no podía esperar encontrar a un marido respetable. Tendría suerte si encontraba a algún comerciante dispuesto a casarse con ella, pero incluso si así fuera, Sandman sabía que su hermana no lo aceptaría, porque, como su madre, tenía una exagerada noción de su alta categoría en la sociedad. Un año antes, antes de la muerte de su padre, Belle podría haber esperado una dote de varios miles de libras, suficientes como para atraer a algún aristócrata y proporcionarle unos ingresos sustanciales; todavía anhelaba tales perspectivas y, de alguna extraña manera, culpaba a Sandman de su pérdida. Por eso él estaba en Londres, porque ya no podía soportar los reproches de su madre y de su hermana, las cuales esperaban que él sustituyese a su padre como proveedor de interminables lujos.
—Ahora —continuó Skavadale—, las deudas del juego de su padre ha llevado a la familia a la penuria. ¿No es cierto, capitán? Aunque está tratando de devolver algunas de sus deudas. Ha escogido un camino difícil y es muy honorable por su parte, muy honorable. ¿Verdad que es honorable, Robin?
Lord Robin Holloway no dijo nada. Sólo se encogió de hombros, con su fría mirada fija en Sandman.
—Entonces, ¿qué es lo que va a hacer, capitán? —preguntó Skavadale.
—¿Hacer?
—¿Una madre y una hermana que mantener, deudas que pagar y ningún empleo aparte de algún ocasional partido de críquet? —preguntó Skavadale, arqueando las cejas con falsa sorpresa—. Y, según tengo entendido, las demandas del secretario de Estado para con usted son bastante provisionales y es muy poco probable de que le lleven hasta una fortuna permanente. Así que, ¿qué es lo que va a hacer?
—¿Qué es lo que va a hacer usted? —preguntó a su vez Sandman.
—¿Perdón?
—Según tengo entendido —comentó Sandman, recordando la descripción del marqués de Skavadale que le hizo lord Alexander—, usted no es muy diferente a mí. Su familia poseía una gran fortuna, pero también poseía jugadores.
El marqués se mostró irritado por un instante, pero dejó pasar el insulto.
—Me casaré bien —afirmó a la ligera—, lo que quiere decir que me casaré con la riqueza. ¿Y usted?
—Quizá yo también me case bien —replicó Sandman.
—¿De verdad? —Skavadale arqueó una escéptica ceja—. Yo heredaré un ducado, Sandman, y eso es un gran atractivo para una mujer. ¿Cuál es su atractivo? ¿La habilidad en el críquet? ¿Los fascinantes recuerdos de Waterloo? —la voz de su señoría aún era educada, pero la burla era obvia—. Las mujeres que poseen dinero —continuó—, o se casan con más dinero o buscan categoría, porque el dinero y la categoría, capitán, son las únicas cosas que importan en este mundo.
—¿Y la verdad? —apuntó Sandman—. ¿Y el honor?
—Dinero —repitió Skavadale, cansinamente— y categoría. Mi familia puede estar al borde de la bancarrota, pero tenemos categoría. Por Dios, tenemos categoría, y eso restablecerá nuestra fortuna.
—Dinero y categoría —repitió Sandman, pensativamente—. Entonces, ¿cómo consolar a un hombre como el sargento Berrigan, cuya categoría es humilde y cuya fortuna, supongo, es mísera?
Skavadale miró al sargento perezosamente.
—Le aconsejé, capitán, que se uniera a un hombre de categoría y fortuna. Así es la vida. Él me sirve, yo le pago y juntos prosperamos.
—¿Y dónde encajo yo en ese esquema divinamente ordenado? —preguntó Sandman.
Skavadale esbozó una sonrisa.
—Usted es un caballero, capitán, por tanto posee categoría, pero se le ha negado su parte de riqueza. Si me lo permite, a nosotros —hizo un gesto para incluir al cetrino lord Robin Holloway—, y cuando digo nosotros me refiero a todos los miembros del Club de los Serafines, nos gustaría remediar esa carencia. —Sacó un trozo de papel de su bolsillo, lo puso encima de la mesa y lo deslizó hacia Sandman.
—¿Remediar? —preguntó Sandman sombríamente.
Pero Skavadale no dijo nada, sólo señaló al papel que Sandman cogió y abrió; vio, primero, la firma extravagantemente garabateada de lord Robin Holloway y, después, una cifra. Se la quedó mirando y levantó la vista hasta lord Skavadale, el cual sonrió. Volvió a mirar el papel. Era un cheque, a favor de Rider Sandman, procedente de la cuenta de lord Robin Holloway en el Courts Bank, por el valor de veinte mil guineas.
Veinte mil guineas. Le temblaron las manos ligeramente y se forzó a respirar profundamente.
Eso lo solucionaba todo. Todo.
Veinte mil guineas podían pagar las pequeñas deudas de su padre, podían pagarles a su madre y a su hermana una buena casa y todavía le quedaría bastante para tener una renta de seiscientas o setecientas libras al año, lo cual era poco, comparado con el dinero al que su madre estaba acostumbrada, pero seiscientas libras anuales podían mantener a una mujer y a su hija en el refinamiento del campo. Era respetable. Quizá no podrían permitirse un carruaje y caballos, pero podrían mantener a una sirvienta y a una cocinera, podrían dejar una moneda de oro en el platillo de los domingos y podrían recibir a sus vecinos con suficiente estilo. Podrían dejar de culpar a Rider Sandman de su pobreza.
Hubo un gran chacoloteo de cascos y cadenas mientras llegaba un carro al patio, pero Sandman estaba totalmente ajeno al ruido. Estaba siendo tentado por la idea de que él no era responsable de las deudas de su padre, y si se olvidaba de los comerciantes que habían estado al borde de la ruina debido al suicidio de Ludovic Sandman, entonces podría entregar a su madre una renta de ochocientas libras al año. Aunque lo mejor de todo, y lo más tentador, era saber que veinte mil guineas era una fortuna suficiente como para superar las objeciones de lady Forrest a que se casase con Eleanor. Se quedó mirando el cheque. Hacía posibles todas las cosas. «Eleanor», pensó, «Eleanor»; pensó también en el dinero que Eleanor le daría, y sabía que volvería a ser rico, tendría caballos en sus establos y podría jugar a críquet todo el verano y cazar todo el invierno. Sería un verdadero caballero de nuevo. Ya no tendría que escarbar para encontrar peniques o perder el tiempo preocupándose de la colada.
Levantó la vista hasta lord Robin Holloway. El joven era un tonto que había querido desafiar a Sandman a un duelo, ¿y de buenas a primeras le estaba dando una fortuna? Lord Robin hizo caso omiso de la mirada de Sandman y se quedó contemplando una telaraña en el techo del salón. Lord Skavadale sonrió a Sandman. Era la sonrisa de un hombre disfrutando de la buena fortuna de otro, aunque avergonzó a Sandman. Porque había sido tentado, tentado de verdad.
—¿Cree que estamos intentando sobornarle? —lord Skavadale había visto el cambio de expresión en Sandman y le hizo la pregunta con preocupación.
—No esperaba tal amabilidad por parte de lord Robin —respondió Sandman con sequedad.
—Todos los miembros del club han colaborado —aseguró el marqués—, y mi amigo Robin ha reunido los fondos. Es, por supuesto, un regalo, no un soborno.
—¿Un regalo? —Sandman repitió las palabras con amargura—. ¿No se trata de un soborno?
—Por supuesto que no es un soborno —insistió Skavadale severamente—, claro que no. —Se levantó y se dirigió a la ventana, por la que miró cómo descargaban los barriles de cerveza desde la base del carro; se giró y sonrió—. Me siento ofendido, capitán Sandman, cuando veo a un caballero reducido a la penuria. Tal cosa va en contra del orden natural, ¿no cree? Y cuando un caballero es un oficial que ha luchado valerosamente por su país, entonces la ofensa es mucho mayor. Le dije que el Club de los Serafines está compuesto por hombres que intentan distinguirse, que celebran los más altos logros. ¿Qué son los ángeles sino seres que hacen el bien? Por eso nos gustaría verle a usted y a su familia restablecidos en el lugar adecuado de la sociedad. Eso es todo —se encogió de hombros como si el gesto fuese verdaderamente insignificante.
Sandman quiso creerle. Lord Skavadale parecía razonable y tranquilo, como si esa transacción fuese algo muy normal. Pero Sandman sabía que había algo más.
—Me están ofreciendo caridad —declaró.
Lord Skavadale negó con la cabeza.
—Simplemente la corrección de un mal destino injusto, capitán.
—¿Y si yo permito que se me corrija el destino —preguntó Sandman—, qué querrán ustedes a cambio?
Lord Skavadale parecía ofendido, como si no se le hubiese ocurrido que Sandman podría prestarles algún pequeño servicio a cambio de entregarle una pequeña fortuna.
—Sólo esperaré, capitán —contestó con frialdad—, que se comporte como un caballero.
Sandman miró a lord Robin Holloway, que no había hablado.
—Yo considero que siempre me comporto como tal —respondió.
—Entonces sabrá —añadió Skavadale, lanzándole una indirecta— que los caballeros no realizan trabajos a sueldo.
Sandman no dijo nada. Lord Skavadale se molestó un poco por el silencio de Sandman.
—Por tanto, naturalmente, capitán, a cambio de aceptar ese cheque, renunciará a cualquier cometido asalariado del cual esté disfrutando.
Sandman bajó la mirada a la pequeña fortuna.
—Entonces, ¿escribo al secretario de Estado y renuncio a ser su investigador?
—Sin duda sería lo más caballeroso —observó Skavadale.
—¿Cuán caballeroso es —preguntó Sandman— dejar que ahorquen a un hombre inocente?
—¿Es inocente? —preguntó lord Skavadale—. Le dijo usted al sargento que traería pruebas del campo, ¿y bien? —esperó, pero estaba claro por la cara de Sandman de que no había tales pruebas. Lord Skavadale se encogió de hombros, como sugiriéndole que abandonase un caso perdido y aceptase el dinero.
Sandman estuvo tentado, estuvo muy tentado, pero también se avergonzaba de semejante tentación, así que se armó de valor y dejó el cheque hecho trizas. Vio a lord Skavadale pestañear sorprendido cuando hizo el primer rasgón; luego su señoría pareció furioso y Sandman sintió miedo. Pero no era miedo por la ira de lord Skavadale, sino por su propio futuro y por la enormidad de la fortuna que estaba rechazando.
Esparció los trozos de papel sobre la mesa. El marqués de Skavadale y lord Robin se levantaron. Nadie habló. Miraron al sargento Berrigan y parecía que le habían comunicado algún mensaje sin palabras, sin ni siquiera mirar a Sandman, y se fueron. Sus pasos se alejaban hacia el fondo del pasillo cuando un frío metal le tocó la nuca y supo que era la pistola. Sandman se puso tenso, planeando tirarse hacia atrás para intentar desequilibrar a Berrigan, pero el sargento le apretó el frío cañón en el cuello.
—Ha tenido su oportunidad, capitán.
—Usted todavía tiene una —replicó Sandman.
—Pero no soy un imbécil —prosiguió Berrigan— y no voy a matarle aquí. Ni aquí ni ahora. Demasiada gente en la posada. Si le mato aquí, capitán, bailaré en Newgate. —La presión de la pistola desapareció y el sargento le habló al oído—. Vaya con cuidado, capitán, vaya con cuidado. —Era el mismo consejo que le había dado Jack Hood.
Oyó que la puerta se abría y se cerraba de golpe, y los pasos del sargento se desvanecieron.
«Veinte mil guineas —pensó—. Perdidas.»
El reverendo lord Alexander Pleydell había conseguido uno de los palcos del teatro de Covent Garden para la actuación.
—No puedo decir que espere una gran maestría —comentó mientras seguía a Sandman a través de la multitud—, excepto en la señorita Hood. Estoy seguro de que estará más que deslumbrante. —Su señoría, como Sandman, se agarraba los bolsillos, ya que las muchedumbres del teatro eran famosas zonas de actuación para descuideros, manilargos, cortabolsas, buscones y rateros, todos ellos, para el deleite de lord Alexander, sinónimos de carteristas—. ¿Te das cuenta —le gritó con su aguda voz— de que existe toda una jerarquía de descuideros?
—Estaba escuchando la conversación, Alexander —respondió Sandman.
Lord Alexander, antes de que se marcharan de La Gavilla, había insistido en otra lección de germanía, esta vez por parte del dueño, Jenks, a quien le gustaba tener un lord reverendo como cliente. El lord reverendo había tomado notas, encantado de descubrir que el rango más bajo de descuidero era el remendón, un niño que birlaba pañuelos, mientras que los señores del carterismo eran los dedales, que robaban relojes. No solamente los practicantes del oficio tenían nombres, sino que todos los bolsillos también estaban bien diferenciados.
—Buhardilla —salmodió lord Alexander—, buhonero, perneras, hoyo, manos ásperas, salero y resbalón. ¿Me he dejado alguno?
—No estaba prestado atención —Sandman se colocó más cerca del toldo intensamente iluminado del teatro.
—Buhardilla, buhonero, perneras, hoyo, manos ásperas, salero y resbalón —repitió lord Alexander para desconcierto de la multitud. La buhardilla era el bolsillito del chaleco, mientras que los bolsillos inferiores eran las manos ásperas, las perneras eran los bolsillos de los pantalones, el buhonero era el bolsillo interior de la chaqueta, un bolsillo sin solapa en la pechera era un hoyo, un bolsillo exterior solapado en la chaqueta era un salero y el bolsillo de un faldón, el más fácil de robar, era un resbalón—. ¿Crees que Sally Hood —gritaba lord Alexander entre el ruido ele la multitud— vendrá con nosotros a cenar después de la actuación?
—Estoy seguro de que será más que feliz regodeándose ante la admiración de uno de sus admiradores.
—¿Uno de sus admiradores? —preguntó lord Alexander con preocupación—. ¿No estarás pensando en Kit Carne, verdad?
Sandman no estaba pensando en lord Christopher Carne, pero se encogió de hombros como si el heredero del conde de Avebury fuese realmente un rival para la mano de Sally. Lord Alexander parecía desaprobarlo.
—Kit no es un hombre serio, Rider.
—Pensaba que sí que era serio.
—He decidido que es débil —declaró lord Alexander con altivez.
—¿Débil?
—La otra noche —comentó lord Alexander— tan sólo miraba a la señorita Hood ¡con una mirada de bobo! Ridículo comportamiento. ¡Yo hablaba con ella mientras él tan sólo miraba boquiabierto! El Señor sabe lo que pensó ella de él.
—No me lo puedo imaginar —respondió Sandman.
—¡Se quedó boquiabierto como un pez! —exclamó lord Alexander, y se volvió alarmado mientras un niño gritaba. El dolor del muchacho fue recibido con una sonora carcajada—. ¿Qué ha pasado? —preguntó lord Alexander con preocupación.
—Alguien se habrá llenado los bolsillos de anzuelos —conjeturó Sandman— y a algún remendón se le habrán quedado los dedos rasgados —era una precaución corriente frente a los carteristas.
—Una lección que el niño no olvidará —aseguró lord Alexander con hipocresía—. Pero no debo ser tan duro con Kit. Tiene poca experiencia con las mujeres y me temo que no tiene defensas frente a sus encantos.
—Eso —observó Sandman—, viniendo de un hombre ansioso por ver bailar a Sally Hood, tiene gracia.
Lord Alexander sonrió de oreja a oreja.
—Ni siquiera yo soy perfecto. Kit quería venir hoy, pero le dije que se comprase su propia entrada. Dios bendito, ¡incluso hubiese querido venir a cenar con la señorita Hood! ¿Crees que a ella le gustaría visitar Newgate con nosotros?
—¿Visitar Newgate?
—¡Para una ejecución! Te dije que estaba solicitando un asiento privilegiado a las autoridades de la prisión, así que les escribí. De momento no me han respondido, pero estoy seguro de que accederán.
—Y yo estoy seguro de no querer ir —gritó Sandman entre el ruido de la multitud.
Justo entonces la muchedumbre dio un bandazo inexplicable y Sandman se lanzó hacia la puerta. Si era una multitud pagada la que causaba la aglomeración, pensó, entonces al señor Spofforth le costaba una fortuna poco común. El señor Spofforth era el hombre que había alquilado el teatro durante la tarde a favor de su protegida, la señorita Sacharissa Lasorda, que era anunciada como la nueva Vestris. La verdadera Vestris sólo tenía veinte años y era una deslumbrante actriz italiana famosa por aumentar en trescientas libras la recaudación de una noche sólo por descubrirse las piernas, y el señor Spofforth estaba intentando lanzar a la señorita Lasorda a una carrera de similar rentabilidad.
—¿Conoces a Spofforth? —le preguntó Sandman a su amigo.
Ya estaban dentro del teatro y una anciana les guiaba por unas escaleras con olor a humedad hasta su palco.
—Por supuesto que conozco a William Spofforth —el pie deforme de lord Alexander golpeaba las contrahuellas mientras subía con dificultad por las oscuras escaleras—, estuvo en Marlborough. Es un joven bastante tonto, cuyo padre hizo una fortuna con el azúcar. El joven Spofforth, nuestro anfitrión esta noche, jugaba de portero, pero no tenía ni idea de colocar a los jugadores de campo.
—Siempre he pensado que eso debe hacerlo el capitán o el lanzador —observó Sandman con ligereza.
—Una afirmación absurda —replicó lord Alexander bruscamente—. El críquet dejará de ser críquet cuando el portero abandone sus funciones de situar al equipo. Él ve igual que el bateador, por tanto, ¿quién mejor colocado para colocar a los jugadores? Realmente, Rider, soy insuperable a la hora de admirar tu bateo, pero cuando se trata de una comprensión teórica del juego realmente eres un niño.
Era una antigua discusión, que les hacía conversar alegremente mientras tomaban asiento sobre el proscenio del teatro. Lord Alexander llevaba su bolsa de pipas y encendió la primera de la tarde, con el humo arremolinándose frente a un enorme cartel que prohibía fumar. El teatro estaba abarrotado, con más de tres mil espectadores, y bullicioso, porque una buena parte de la audiencia ya iba bebida, lo cual indicaba que los criados del señor Spofforth habían buscado en las tabernas para encontrar a los seguidores. A un grupo de periodistas no dejaban de servirles champán, brandy y ostras en el palco de enfrente. El señor Spofforth, un altanero galán con un alzacuello que le subía por detrás de las orejas, estaba en el palco vecino, desde donde no dejaba de mirar con preocupación a los periodistas, los cuales le estaban costando bastante caro y cuyo veredicto podía ser el éxito o la ruina de su amante, pero un crítico ya se había dormido, otro acariciaba a una mujer, mientras que los dos que quedaban estaban pidiendo a gritos al encargado del palco más champán. Una docena de músicos entró en fila india en el foso orquestal y empezaron a afinar sus instrumentos.
—Estoy reuniendo a once caballeros para jugar contra Hampshire a final de mes —le informó lord Alexander—, y pensaba si querrías jugar.
—Sí, me gustaría. ¿El partido sería en Hampshire? —preguntó Sandman con preocupación, porque no quería jugar precisamente cerca de Wiltshire y de las quejumbrosas exigencias de su madre.
—Aquí, en Londres —respondió lord Alexander—, en el campo de Thomas Lord.
Sandman hizo una mueca.
—¿En aquella condenada ladera?
—Es un terreno muy bueno —respondió lord Alexander de mal humor—, quizá con una pequeña pendiente. Y ya he apostado cincuenta guineas en el partido, por eso quiero que juegues. Apostaré más si juegas en mi equipo.
Sandman se quejó.
—El dinero está arruinando el juego, Alexander.
—Por eso mismo los que estamos en contra de la corrupción debemos ser enérgicos con el patrocinio del juego —insistió lord Alexander—. Entonces, ¿jugarás?
—Me falta práctica —le advirtió Sandman a su amigo.
—Entonces, practica —contestó lord Alexander, con irritación, mientras encendía otra pipa. Le miró con mala cara—. Pareces apesadumbrado. ¿No te gusta el teatro?
—Mucho.
—¡Pues haz que lo parezca! —lord Alexander limpiaba las lentes de sus anteojos con los faldones de su chaqueta—. ¿Crees que a la señorita Hood le gustaría el críquet?
—No me la imagino jugando, no sé por qué.
—No seas tan grotescamente absurdo, Rider. Me refiero como espectadora.
—Pregúntaselo a ella, Alexander —contestó Sandman. Se inclinó sobre el borde del palco para mirar a la platea, donde una claque de La Gavilla se estaban preparando para ovacionar a Sally. Un par de prostitutas estaba trabajando al borde del foso de la orquesta y una de ellas, al verle mirar hacia abajo, le hizo gestos de subir al palco. Sandman rápidamente negó con la cabeza y se echó hacia atrás—. Supón que está muerta —preguntó de repente.
—¿La señorita Hood? ¿Muerta? ¿Por qué debería estarlo? —lord Alexander parecía muy preocupado—. ¿Estaba enferma? ¡Deberías habérmelo dicho!
—Estoy hablando de la sirvienta, Meg.
—Ah, ella —recordó lord Alexander, distraídamente, y miró con mala cara la pipa—. ¿Recuerdas aquellos cigarros españoles que hicieron furor cuando estabas luchando contra las fuerzas del librepensamiento en España?
—Por supuesto que sí.
—No se encuentran en ningún sitio, y me gustaban.
—Intenta en Pettigrews, en Old Bond Street —le indicó Sandman, molesto porque su amigo había pasado por alto su preocupación por Meg.
—Lo he intentado. No les queda ni uno. Y me gustaban.
—Sé de alguien que está pensando en importarlos —le informó Sandman, acordándose del sargento Berrigan.
—Házmelo saber si los traen —lord Alexander sopló el humo hacia los dorados querubines del techo—. ¿Tus amigos del Club de los Serafines saben que estás buscando a Meg?
—No.
—Entonces no tienen motivos para buscarla y matarla. Y si hubieran deseado matarla cuando lo del asesinato de la condesa, suponiendo que ellos cometieran, realmente, semejante hecho, entonces habrían dejado su cuerpo junto al cadáver de la condesa, para que Corday fuera condenado por las dos muertes. Lo cual indica que la muchacha está viva, ¿no? Se me ocurre, Rider, que tus deberes como investigador requieren bastante deducción lógica, razón por la cual eres un pobre candidato para el puesto. Sin embargo, siempre puedes consultarme.
—Eres muy amable, Alexander.
—Intento serlo, muchacho —lord Alexander, satisfecho consigo mismo, sonrió encantado—. Intento serlo.
Se oyó una ovación mientras los mozos iban por el teatro apagando las lámparas. Los músicos dieron un último chirrido y esperaron a que bajara la batuta del director. Algunos espectadores del foso empezaron a chiflar, pidiendo que se abriesen las cortinas. La mayoría de las tramoyas estaban hechas por marineros, hombres acostumbrados a las cuerdas y las alturas, y, al igual que en alta mar, algunas de las señales eran silbidos, y los chiflidos de los espectadores revelaban su impaciencia, pero el telón seguía obstinadamente bajado. Se apagaron más lámparas; después se descubrieron las enormes linternas reflectoras de los bordes del escenario, se oyó un portentoso redoble de tambores y un actor con una capa salió por entre las cortinas para recitar el prólogo en el amplio proscenio del escenario:
En África, más allá del mar,
un pequeño muchacho solía vagar.
Aladino nuestro héroe se llamaba…
No prosiguió mucho más antes de que el público lo ahogase en una algarabía de gritos, silbidos y abucheos.
—¡Muéstranos las patas de la chica! —gritó un hombre del palco próximo a Sandman—. ¡Muéstranos sus muslos!
—¡Creo que los seguidores de la Vestris están aquí! —le gritó lord Alexander en el oído.
El señor Spofforth parecía aún más preocupado. Los periodistas empezaban a prestar atención una vez que la multitud se quejaba a gritos, pero los músicos, que ya lo habían oído todo antes, empezaron a tocar y eso calmó ligeramente al público, que aplaudió porque el prólogo fue anulado y las pesadas cortinas escarlatas se abrieron para dejar ver un claro de África. Robles y rosas amarillas enmarcaban a un ídolo que custodiaba la entrada a una cueva en la que una docena de nativas de piel blanca estaban durmiendo. Sally era una de las nativas, las cuales iban inexplicablemente vestidas con medias blancas, chaquetas de terciopelo negro y unas cortísimas faldas de tartán. Lord Alexander gritó una ovación cuando las doce chicas se levantaron y empezaron a bailar. Los clientes de La Gavilla en el foso también vitorearon ruidosamente y los seguidores de la Vestris, suponiendo que las ovaciones provenían de la claque pagada por Spofforth, empezaron a abuchear.
—¡Traed a la chica! —pedía el hombre del palco de al lado.
Una ciruela voló hasta el escenario y se aplastó contra el ídolo, que se parecía sospechosamente a un tótem piel roja. El señor Spofforth hacía inútiles gestos para calmar a un público que estaba decidido a crear el caos, o al menos lo estaban los que habían sido contratados por los seguidores de la Vestris, mientras que los demás, pagados por el señor Spofforth, estaban demasiado intimidados para contraatacar. Algunas personas entre la multitud llevaban cascabeles que inundaron la alta y dorada sala con un barullo ensordecedor.
—¡Va a ser un completo desastre! —exclamó lord Alexander, con entusiasmo—. ¡Magnífico!
La dirección del teatro debió de pensar que la aparición de la señorita Sacharissa Lasorda calmaría el tumulto, porque empujaron prematuramente a la muchacha al escenario. El señor Spofforth se levantó y empezó a aplaudir cuando ella salió tambaleándose de los bastidores; su claque vio su oportunidad y la ovacionó con tantas ganas, que por un momento ahogaron los abucheos. La señorita Lasorda, que representaba el papel de la hija del sultán de África, era morena y sin duda bella, pero era todavía un misterio si sus piernas merecían ser tan famosas como las de la Vestris, ya que llevaba una larga falda bordada con medias lunas, camellos y cimitarras. Parecía momentáneamente asustada de encontrarse en el escenario, pero entonces les hizo una reverencia a sus seguidores antes de empezar a bailar.
—¡Muéstranos los muslos! —gritaba el hombre del palco de al lado.
—¡La falda fuera! ¡La falda fuera! ¡La falda fuera! —la multitud de la platea empezó a gritar y una lluvia de ciruelas y manzanas cayó sobre el escenario—. ¡La falda fuera! ¡La falda fuera! ¡La falda fuera!
El señor Spofforth todavía intentaba calmar a la gente con las manos, pero eso sólo lo convirtió en un blanco, y se agachó rápidamente cuando una lluvia de frutas salpicó su palco.
Lord Alexander lloraba de alegría.
—Así me gusta el teatro —afirmó—, Dios bendito, me encanta. ¡Esto debe de haberle costado a ese joven imbécil dos mil libras como mínimo!
Sandman no oyó lo que le había dicho su amigo y por eso se inclinó hacia él.
Escuchó que algo golpeaba contra la pared en la parte trasera del palco y vio, entre las sombras, una bocanada de polvo. Entonces se dio cuenta de que habían disparado en el teatro, y, estupefacto, miró hacia arriba boquiabierto y vio una nube de humo en las oscuras alturas de una galería de palcos superior. «Un fusil», pensó. Se acordó de los chaquetas verdes en Waterloo, recordó el inconfundible sonido de sus armas, y entonces comprendió que alguien acababa de dispararle; estaba tan horrorizado que, durante unos segundos, no se movió. Alzó la vista hacia el humo que se dispersaba y se dio cuenta de que el público se estaba callando. Algunos habían oído el disparo entre el escandaloso barullo de cascabeles, silbidos y gritos, mientras que otros pudieron oler el maloliente humo de pólvora; entonces alguien gritó en la galería superior. La señorita Lasorda miró hacia arriba, boquiabierta.
Sandman abrió rápidamente la puerta del palco y vio a dos hombres armados con pistolas subiendo por las escaleras a toda prisa. Cerró de un portazo.
—Nos vemos en La Gavilla —le indicó a lord Alexander.
Acto seguido, Sandman se subió a la balaustrada del palco, se paró un momento y saltó. Cayó mal, se torció un tobillo y estuvo a punto de caerse. El público gritó con entusiasmo, pensando que el salto de Sandman formaba parte del entretenimiento, pero entonces algunas personas de la platea empezaron a gritar al ver a los dos hombres armados en el palco de lord Alexander.
—¡Capitán! —gritó Sally y señaló hacia los bastidores.
Sandman dio un traspié. Le dolía el tobillo y era un terrible dolor que le hizo tambalearse hasta el ídolo que custodiaba la entrada de la cueva. Se giró para ver a los dos hombres en el palco, ambos apuntándole, pero no se atrevieron a disparar al escenario lleno de bailarinas. Entonces, uno de los hombres puso un pie sobre la dorada barandilla del palco y Sandman se metió cojeando entre bastidores, donde esperaban un hombre disfrazado de arlequín y otro con la cara tiznada, una alta corona y una lámpara mágica. Sandman se abrió paso a empujones, se alejó dando tumbos a través de un enredo de cuerdas, bajó unas escaleras y, al fondo, giró hacia un pasillo. No creía haberse roto el tobillo, pero seguramente se lo había torcido, y cada paso era una agonía. Se paró en el pasillo, con el pulso acelerado, y se pegó a la pared. Oyó los gritos de las bailarinas en el escenario y unos pasos bajando por las escaleras de madera; un instante después un hombre dobló la esquina y Sandman le puso la zancadilla y le pisó con fuerza el cuello. El hombre gruñía y Sandman le quitó la pistola de su mano inesperadamente débil. Le dio la vuelta.
—¿Quién eres? —le preguntó, pero el hombre simplemente le escupió.
Sandman le golpeó con el cañón, rebuscó en sus bolsillos y encontró un puñado de cartuchos. Se levantó, doliéndose de su pierna izquierda, y se marchó cojeando del pasillo hasta la puerta del escenario. Oyó más pasos detrás de él y se giró, con la pistola a punto, pero era Sally corriendo hacia él con su ropa de calle liada en una capa.
—¿Está bien? —le preguntó.
—Me he torcido el tobillo.
—Maldito jaleo el de ahí atrás —se quejó Sally—, hay más fruta en la maldita cubierta que en el mercado.
—¿Cubierta? —preguntó Sandman.
—El escenario —le explicó brevemente, y empujó la puerta.
—Debería usted volver —observó Sandman.
—Debería hacer muchas malditas cosas, pero no las hago —contestó Sally— así que vamos —le empujó hacia la calle. Un hombre silbó al verle sus largas piernas con medias blancas y ella le gruñó que se esfumase, y después se puso la capa sobre los hombros—. Apóyese en mí —le indicó a Sandman, que cojeaba y resoplaba de dolor—. Está muy mal, ¿verdad?
—Un esguince en el tobillo —respondió Sandman—. No creo que esté roto.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque no cruje a cada paso.
—Maldita sea —gruñó Sally—. ¿Qué ha ocurrido?
—Alguien me ha disparado. Con un fusil.
—¿Quién?
—No lo sé —respondió Sandman. ¿El Club de los Serafines? Parecía lo más probable, especialmente después de rechazar su enorme soborno, pero eso no explicaba lo que Jack Hood le había dicho de que habían puesto precio a su cabeza. ¿Por qué iba a pagar el Club de los Serafines a unos criminales cuando ellos o sus criados estaban más capacitados?—. Realmente, no lo sé —repitió, confundido y asustado.
Habían salido por la parte trasera del teatro y en esos momentos caminaban, o, en el caso de Sandman, cojeaba, por la plaza del mercado de Covent Carden. La tarde de verano hacía que todavía hubiese luz, aunque las sombras eran alargadas sobre los adoquines repletos de restos de verduras y fruta aplastada. Un rata se deslizó frente a Sandman, el cual miraba hacia atrás constantemente, pero no veía enemigos. No había rastro del sargento Berrigan ni del marqués de Skavadale.
—Deben de estar esperando a que vuelva a La Gavilla —dijo.
—Pero no sabrán en qué maldita puerta se mete, ¿verdad? —añadió Sally—, y una vez entre, estará a salvo, capitán, porque no hay ni un hombre allí que no le proteja —se giró de repente, asustada al oír unos pasos rápidos detrás, pero sólo era un niño huyendo de un hombre furioso que le acusaba de ser un carterista. Las vendedoras de flores estaban arreglando sus cestas en el suelo, preparadas para las multitudes que saldrían de los dos teatros cercanos. Se oían silbidos y cascabeles—. Los malditos serenos van de camino a la farsa —comentó Sally, queriendo decir que los agentes de policía se estaban reuniendo en el teatro de Covent Garden. Miró con mala cara la pistola que llevaba Sandman—. Esconda esa pipa. No quiero que le casque un sereno.
Sandman se metió el arma en el bolsillo.
—¿Está segura de que no debería estar en el teatro?
—No van a poder continuar con ese maldito circo, no si no han podido empezarlo, ¿no le parece? Estaba muerto antes de nacer. No, el salto a la fama de la señorita Sacharissa Lasorda se ha ido al traste, ¿verdad? Por cierto, su verdadero nombre no es Sacharissa Lasorda.
—Nunca he pensado que lo fuese.
—Flossie, se llama, y solía ser la compinche de un tragafuegos en Astley's. Debe de tener unos treinta como poco, y lo último que he oído es que se ganaba la pasta en una academia.
—¿Era maestra? —preguntó Sandman, sorprendido, ya que pocas mujeres escogían semejante profesión y la señorita Lasorda, o como quiera que se llamase, no tenía el aspecto de una profesora.
Sally se rió tanto que tuvo que aguantarse apoyándose en Sandman.
—Dios, me encanta, capitán —confesó, todavía riendo—. Una academia no es para aprender. Al menos no las letras. ¡Es un burdel!
—Oh —exclamó Sandman.
—Ya no queda mucho —señaló Sally, mientras se acercaban al Drury Lane Theatre, del que se oía una salva de aplausos—. ¿Cómo está su tobillo?
—Creo que puedo caminar —respondió Sandman.
—Inténtelo —le animó, y vio cómo Sandman cojeaba unos pasos—. No quiera quitarse la bota esta noche —le aconsejó—. Se le hinchará horriblemente el tobillo si lo hace. —Siguió caminando y abrió la puerta principal de La Gavilla.
Sandman casi temía ver a un hombre esperándole allí con una pistola, pero la entrada estaba vacía.
—No podemos estar mirando hacia atrás toda la noche —concluyó Sandman—, así que voy a ver si el salón de atrás está libre —guió a Sally a través del abarrotado bar, en el que el dueño estaba en una mesa, rodeado de gente—. ¿El salón de atrás está libre? —le preguntó Sandman.
Jenks asintió.
—El caballero dijo que usted volvería, capitán, y lo reservó para usted. Y también hay una carta para usted, que ha traído un esclavo.
—Un lacayo —le tradujo Sally a Sandman—, ¿y qué caballero reservó el salón trasero?
—Debe de haber sido lord Alexander —explicó Sandman—, porque quería que usted y yo cenásemos con él —le cogió la carta al señor Jenks y sonrió a Sally—. ¿No le importa la compañía de Alexander?
—¿Si me importa lord Alexander? Tan sólo se me quedará mirando boquiabierto como un bacalao de Billingsgate, ¿o no?
—Qué voluble es vuestro afecto, señorita Hood —opinó Sandman, y recibió un golpe en el hombro como recompensa.
—¡Hace así! —Sally se puso a imitar la devoción desorbitada de lord Alexander—. Pobre lisiado —suspiró con compasión y después bajó la vista a su corta falda de tartán bajo la capa—. Será mejor que me ponga algo decente o si no, se le saltarán los ojos.
Sandman fingió estar desconsolado.
—Prefiero esa falda escocesa.
—Y yo creía que usted era un caballero, capitán —comentó Sally riéndose, y subió corriendo las escaleras mientras él daba un empujón a la puerta del salón de atrás y, con gran alivio, se arrellanó en una silla.
La habitación estaba oscura porque los postigos estaban cerrados y las velas apagadas, por lo que se inclinó hacia delante y empujó el postigo más próximo; así vio que no era lord Alexander quien había reservado el salón, sino otro caballero totalmente diferente, aunque, quizá, el sargento Berrigan no era verdaderamente un caballero.
El sargento estaba repantigado en el banco de madera, pero levantó su pistola y le apuntó a la frente.
—Le quieren muerto, capitán —le avisó—, le quieren muerto. Por eso me han enviado, porque cuando se quiere hacer bien un trabajo sucio, se envía a un soldado. ¿No es cierto? Se envía a un soldado.
Por eso habían enviado a Sam Berrigan.
Sandman sabía que debía hacer algo rápidamente. ¿Lanzarse hacia delante? Pero tenía un dolor punzante en el tobillo y sabía que no podría moverse más rápido que Berrigan, que estaba en forma, era fuerte y tenía experiencia. Pensó sacarse la pistola que le había quitado a su atacante en el teatro, pero cuando la hubiese sacado, Berrigan ya le habría disparado, así que decidió que mantendría al sargento hablando hasta que llegara Sally y diese la alarma. Levantó su pie izquierdo y lo apoyó en una silla.
—Me he hecho un esguince —le hizo saber a Berrigan— saltando hasta el escenario.
—¿Escenario?
—En la actuación de la señorita Hood. Alguien ha intentado matarme.
—No nosotros, capitán —aseguró Berrigan.
—Alguien con un fusil.
—Uno de tantos abandonados en las guerras —añadió Berrigan—. Ahora se puede conseguir un Baker usado por siete u ocho chelines. Así que alguien más, aparte del Club de los Serafines, le quiere muerto, ¿eh?
Sandman se le quedó mirando.
—¿Está seguro de que no es el Club de los Serafines?
—Me han enviado a mí, capitán, sólo a mí —aseguró Berrigan—, y yo no estaba en el teatro.
Sandman se le quedó mirando, preguntándose quién diablos había puesto precio a su cabeza.
—Debe de ser un gran alivio no ser honrado —comentó.
Berrigan sonrió.
—¿Un alivio?
—Nadie intentando matarle, sin escrúpulos a la hora de aceptar miles de guineas… Diría que es un alivio. Mi problema, sargento, es que temía tanto ser como mi padre que me propuse comportarme de manera completamente distinta. Me propuse ser virtuoso de manera deliberada. Era sumamente aburrido por mi parte y a él le molestaba mucho. Supongo que lo hice por eso.
Si Berrigan estaba sorprendido o desconcertado por semejante confesión no lo aparentaba; más bien parecía interesado.
—¿Su padre fue deshonesto?
Sandman asintió.
—Si se hubiera hecho justicia, sargento, le habrían ahorcado en Newgate. No era un delincuente como los que viven aquí. No robaba diligencias ni era carterista ni entraba en casas a robar, sino que utilizaba el dinero de la gente con fines deshonrosos y todavía lo estaría haciendo si no se hubiera encontrado con alguien más listo que él que le hizo lo mismo. Y allí estaba yo, afirmando ser virtuoso, pero, aun así, he utilizado su dinero durante toda mi vida, ¿sabe?
El sargento Berrigan bajó el cañón de la pistola y puso el arma sobre la mesa.
—Mi padre fue honrado.
—¿Fue? ¿Ya no lo es?
Berrigan usó la caja de yesca para encender dos velas y levantó una jarra de cerveza que había tenido escondida en el suelo.
—Mi padre murió hace dos años. Trabajaba de herrero en Putney, y quería que yo aprendiese el oficio, pero, por supuesto, yo no opinaba lo mismo. Yo tenía otras ideas —parecía compungido—. Quería que la vida fuese algo más que estar siempre herrando caballos y arreglando cadenas.
—¿Por eso se alistó al ejército, para escapar del tenacero?
Berrigan rió.
—Me alisté para escapar de la horca —vertió la cerveza y le acercó una jarra—. Era un sacomano. ¿Sabe lo que es?
—Vivo aquí, ¿recuerda? —respondió Sandman.
Un sacomano era el que cortaba las cuerdas del equipaje de la parte trasera de las diligencias y, si lo hacía bien, ni los cocheros ni los pasajeros se daban cuenta de que sus maletas habían sido desvalijadas del portaequipajes. Para prevenir que ocurriera, muchos coches usaban cadenas para asegurar el equipaje, pero un buen sacomano siempre llevaba consigo una palanqueta para arrancar las abrazaderas del chasis del carruaje.
—Me atraparon —continuó Berrigan—, y el juez dijo que podía ser procesado o alistarme en el ejército. Y nueve años después me convertí en sargento.
—Y uno bueno, ¿eh?
—Podía mantener el orden —afirmó Berrigan, sombríamente.
—Como yo, curiosamente —contestó Sandman, y no era una afirmación tan rara como parecía. Muchos oficiales confiaban en sus sargentos para mantener el orden, pero Sandman poseía una autoridad natural. Había sido un buen oficial y él lo sabía, y si tenía que ser sincero consigo mismo, lo echaba de menos. Echaba de menos la guerra, la seguridad del ejército, el nerviosismo de las campañas y la camaradería de su compañía—. España fue lo mejor —recordó—. Nos lo pasamos bien en España. Hubo momentos terribles, por supuesto, pero no los recuerdo. ¿Estuvo usted en España?
—De 1812 a 1814 —respondió Berrigan.
—Aquéllos fueron, en general, buenos tiempos —observó Sandman—, pero odié Waterloo.
El sargento asintió.
—Fue horrible.
—Nunca he estado tan condenadamente asustado en mi vida —confesó Sandman. Se había puesto a temblar cuando la guardia imperial subía por la colina. Se acordaba de que sentía un tembleque en el brazo y que se había avergonzado de mostrar tanto miedo; no se le había ocurrido pensar hasta mucho después que la mayoría de hombres que estaban en la cima, así como los que acudían a atacarles, estaban igual de asustados y de avergonzados de sus temores—. El aire era caliente —comentó— como una puerta de horno abierta. ¿Lo recuerda?
—Sí, caliente —asintió Berrigan, y frunció el ceño—. Mucha gente le quiere muerto, capitán.
—Me confunde —admitió Sandman—. Cuando Skavadale me ofreció aquel dinero estaba convencido de que él o lord Robin habían asesinado a la condesa, pero ¿y ahora? Ahora hay alguien más por ahí fuera. Quizá sea el verdadero asesino, y lo extraño es que no tengo ni idea de quién puede ser. A menos que esto contenga la respuesta —levantó la carta que le había entregado el dueño—. ¿Puede acercarme una vela?
La carta estaba escrita en papel verde claro y tenía una letra que él conocía demasiado bien. Era de Eleanor, y recordaba cómo le latía el corazón cada vez que sus cartas le llegaban a España o Francia. Abrió su sello de cera verde y desdobló el fino papel. Esperaba que la carta le revelara el paradero de Meg, pero Eleanor le pedía que se reuniera con ella a la mañana siguiente en la pastelería Gunter's de Berkeley Square. Había una posdata. «Creo que podría tener noticias», había escrito, pero nada más.
—No —continuó—, todavía no tengo la verdad, pero creo que la tendré pronto —bajó la carta—. ¿No se supone que va a dispararme?
—¿En una taberna? —Berrigan negó con la cabeza—. Cortarle el cuello, más bien. Es más silencioso. Pero estoy intentando decidir si la señorita Hood volverá a dirigirme la palabra si lo hago.
—Dudo que lo haga —aseguró Sandman, con una sonrisa.
—Y la última vez que estuve de su parte, la cosa pintaba mal, pero ganamos.
—Contra la guardia del emperador también —asintió Sandman.
—Por tanto, me parece que vuelvo a estar de su parte, capitán —decidió el sargento.
Sandman sonrió y levantó su jarra simulando que hacía un brindis.
—Pero si no me mata, sargento, ¿podrá volver al Club de los Serafines? ¿O verán su desobediencia como la causa de su despido?
—No puedo volver —le informó Berrigan, y señaló con la cabeza una pesada bolsa, un morral y su vieja mochila del ejército, que estaban en el suelo.
Sandman no mostró ni alegría ni sorpresa. Estaba contento, pero no sorprendido, porque desde un principio supo que Berrigan estaba intentando escapar del club.
—¿Espera recibir una paga? —le preguntó.
—Nos repartiremos la recompensa, capitán.
—¿Hay una recompensa?
—Cuarenta libras —respondió Berrigan—; eso es lo que pagan los magistrados a cualquiera que atrape a un verdadero delincuente. Cuarenta —vio que el dinero de la recompensa era algo nuevo para Sandman y negó con la cabeza, sin dar crédito a lo que veía—. ¿Cómo diablos cree que los vigilantes se ganan la vida?
Sandman se sintió idiota.
—No lo sabía.
Berrigan llenó las dos jarras de cerveza.
—Veinte para usted, capitán, y veinte para mí —sonrió—. Así que, ¿qué vamos a hacer mañana?
—Mañana —anunció Sandman— empezaremos yendo a Newgate. Después me encontraré con una dama y usted, bueno, no sé lo que hará, pero ya lo veremos, ¿no? —se volvió cuando se abrió la puerta detrás de él.
—Maldita sea —Sally puso mala cara cuando vio la pistola en la mesa y miró a Berrigan—. ¿Qué diablos está usted haciendo aquí?
—He venido a cenar con usted, por supuesto —respondió Berrigan.
Sally se ruborizó y Sandman miró hacia la ventana para no incomodarla, pensando que sus aliados eran un reverendo aristócrata con el pie deforme y de ideas radicales, una actriz con la lengua afilada, un sargento criminal y, se atrevió a pensar, Eleanor.
Y juntos sólo tenían tres días para cazar a un asesino.