El sargento Berrigan siguió apuntando a Sandman durante unos instantes; después bajó el arma, la dejó sobre la mesa y le indicó con la cabeza que se sentase.
—Me ha hecho ganar una libra, capitán.
—¡Bastardo! —le gritó Sally a Berrigan.
—¡Sally! ¡Sally! —Sandman la calmó.
—No tiene el maldito derecho de apuntarle con una pipa —protestó, y se volvió hacia Berrigan—. ¿Quién diablos se cree que es?
Sandman la hizo sentar en el banco y después él se puso a su lado.
—Permítame que le presente al sargento Berrigan —le anunció—, un antiguo soldado del primero de infantería de Su Majestad. Ésta es la señorita Sally Hood.
—Sam Berrigan —se presentó el sargento, claramente divertido por la furia de Sally—. Es un honor, señorita.
—Para mí no lo es, maldita sea. —La joven le fulminó con la mirada.
—¿Una libra? —preguntó Sandman a Berrigan.
—Les dije a esos estúpidos bastardos que no le cogerían, señor. No al capitán Sandman, del 52 regimiento.
Sandman sonrió a medias.
—Lord Skavadale parecía conocerme como jugador de críquet, no como soldado.
—Yo era el que sabía en qué regimiento sirvió —señaló Berrigan, que dio un chasquido con los dedos y una de las camareras acudió corriendo. A Sandman no le impresionaba demasiado que Berrigan supiese cuál fue su antiguo regimiento, pero sí que un extraño pudiese tener un servicio tan rápido en La Gavilla. Había algo de competente en Sam Berrigan—. Yo tomaré una cerveza, señorita —le pidió el sargento a la muchacha, y después miró a Sally—. ¿Y usted, señorita Hood?
Sally dudó durante un instante sobre si aceptar la oferta de Sam Berrigan, pero decidió que la vida era demasiado corta para rechazar un trago.
—Tomaré ponche de ginebra, Molly —decidió, enfurruñada.
—Cerveza —dijo Sandman.
Berrigan le dio una moneda a Molly, le cerró la mano y se la cogió.
—Una jarra de cerveza, Molly —le pidió—, y asegúrate de que el ponche sea tan bueno como el que sirven en Limmer's.
Molly, embelesada por el sargento, le hizo una reverencia.
—Al señor Jenkins —le susurró— no le gusta que haya pipas en las mesas.
Berrigan sonrió, le soltó la mano y se metió la pistola en un profundo bolsillo de la chaqueta. Miró a Sandman.
—Lord Robin Holloway ha enviado a esos dos —comentó sin darle importancia—. Y el marqués me ha enviado a mí.
—¿El marqués?
—Skavadale, capitán. Quería asegurarse de que no le pasara nada.
—De repente su señoría es muy generosa.
—No, señor —contestó Berrigan—. El marqués no quiere provocar problemas, pero ¿y lord Robin? A él no le importa. Es un imbécil, eso es lo que es. Ha enviado a esos dos para convencerle de que volviese al club. Planeaba desafiarle.
—¿A un duelo? —preguntó Sandman, divertido.
—De pistolas, imagino —a Berrigan también le hacía gracia—. No me lo imagino retándole de nuevo con una espada. Pero le dije al marqués que esos dos no podrían con usted. Era un soldado demasiado bueno.
Sandman sonrió.
—¿Cómo sabe qué clase de soldado era, sargento?
—Sé exactamente qué tipo de militar era —respondió Berrigan. Tenía una cara agradable, pensó Sandman, amplia, dura y con ojos dignos de confianza.
Sandman se encogió de hombros.
—No creo que tuviese ninguna reputación en concreto.
Berrigan miró a Sally.
—Era el final del día en Waterloo, señorita, y nos habían derrotado. Lo sabía. He estado en suficientes batallas como para saber cuándo te han derrotado, y nosotros sólo estábamos allí muriendo. No nos habíamos rendido, no me malinterprete, señorita, pero los malditos ranas nos habían derrotado. Simplemente había demasiados bastardos. Les habíamos estado matando todo el día y seguían llegando. Al acabar el día, el último de ellos subía la colina y eran cuatro veces más que nosotros. Entonces le vi —señaló con la cabeza a Sandman—; iba arriba y abajo al frente de la línea de fuego, como si no le importase nada. ¿Había perdido su sombrero, verdad, señor?
Sandman se rió al recordarlo.
—Así es, tiene usted razón —le habían volado el bicornio con un disparo de mosquete y había desaparecido. Inmediatamente se había puesto a buscarlo por el suelo ennegrecido por el fuego en el que se encontraba, pero no estaba. Nunca lo encontró.
—Era un buen sombrero —le explicó Berrigan a Sally—. Destacaba en un día oscuro. Caminaba arriba y abajo y los ranas tenían un enjambre de soldados a menos de cincuenta pasos, todos disparándole y él sin pestañear.
Sandman se sintió avergonzado.
—Sólo cumplía con mi deber, sargento, como usted, y estaba aterrorizado, se lo aseguro.
—Pero es el único que vimos que cumplía con su deber —contestó Berrigan, y entonces miró a Sally, que estaba escuchando boquiabierta—. «Está caminando arriba y abajo y la guardia personal del emperador sube la colina a por nosotros», pensé, «¡eso es! Eso es, Sam». Una vida breve y una tumba poco profunda, porque éramos poquísimos los que quedábamos, pero el capitán seguía allí, paseando como si fuese un domingo en Hyde Park, y entonces se paró, miró a los franceses con toda la calma del mundo y se echó a reír.
—Yo no recuerdo eso —comentó Sandman.
—Pues lo hizo —insistió Berrigan—. ¡Los casacas azules iban subiendo por la colina y usted se estaba riendo!
—Tenía un abanderado que explicaba chistes malos en momentos inoportunos —recordó Sandman—, así que me imagino que diría algo bastante indecente.
—Después le vi ordenar a sus hombres que rodeasen a los bastardos por el flanco —continuó Berrigan contándole la historia a Sally— y los envió al infierno.
—No fui yo —rectificó Sandman, en tono reprobatorio—. Fue Johnny Colborne quien nos hizo mover hacia el flanco. Fue su regimiento.
—Pero usted los guió —insistió Berrigan—. Los guió.
—No, no, no —replicó Sandman—. Estábamos muy cerca de usted, sargento, y no es cierto que derrotásemos a los guardias franceses solos. Que yo recuerde, su regimiento estuvo en medio del meollo.
—Estuvimos bien aquel día —reconoció Berrigan—, estuvimos muy bien, y suerte que lo estuvimos, porque los ranas eran fieros como cabrones. —Llenó dos jarras de cerveza y levantó la suya—. A su salud, capitán.
—Brindo por que así sea —asintió Sandman—, aunque dudo que sus empleados compartan el sentimiento.
—No le gusta a lord Robin —observó Berrigan—, porque le ha hecho parecer un maldito idiota, pero no es muy difícil, porque eso es lo que es.
—Quizá no les guste —señaló Sandman— porque no quieren que se investigue el asesinato de la condesa.
—No crea que les importa —aseguró Berrigan.
—He oído que ellos encargaron el retrato, y el marqués admitió conocer a la muerta —Sandman iba encajando las piezas contra los empleados de Berrigan—. Y se niegan a responder cualquier pregunta. Sospecho de ellos.
Berrigan se bebió la jarra y la volvió a llenar. Se quedó mirando a Sandman durante unos segundos y se encogió de hombros.
—Son el Club de los Serafines, capitán, y sí, han asesinado, robado, sobornado e incluso han intentado dedicarse al bandolerismo. Las llaman travesuras. ¿Pero matar a la condesa? No he oído nada al respecto.
—¿Podría haber oído algo? —le preguntó Sandman.
—Quizá no —reconoció Berrigan—. Pero nosotros los criados sabemos casi todo lo que hacen, porque limpiamos lo que ellos ensucian.
—¿Por qué hacen esas fechorías? —Sally parecía indignada. Era diferente para sus amigos en La Gavilla ser delincuentes, porque habían nacido pobres—. ¿Por qué diablos quieren ser maleantes? —preguntó—. Ellos ya son ricos, ¿o no?
Berrigan miró a Sally, y evidentemente le gustó lo que vio.
—Lo hacen exactamente por eso, señorita, porque son ricos —respondió—. Ricos, con títulos y privilegiados, y por esa razón creen que son mejores que todos nosotros. Y se aburren. Lo que quieren, lo cogen, y lo que se interpone en su camino, lo destruyen.
—¿O le envían a usted para destruirlo, Berrigan? —supuso Sandman.
El sargento miró a Sandman con mucha calma.
—Hay treinta y seis serafines —le informó— y veinte criados, sin contar a los cocineros ni las muchachas. Y los veinte debemos solucionar sus líos. Son suficientemente ricos, por tanto no necesitan preocuparse —su tono indicaba que estaba advirtiendo a Sandman—, y son unos cabrones, capitán, unos verdaderos cabrones.
—Pero usted trabaja para ellos —añadió Sandman, con discreción.
—No soy un santo, capitán —admitió Berrigan—, y me pagan bien.
—¿Porque necesitan su silencio? —supuso Sandman, y, como obtuvo respuesta, fue un poco más lejos—. ¿Por qué necesitan su silencio?
Berrigan miró a Sally y después a Sandman.
—No quiera saberlo —gruñó.
Sandman entendió las implicaciones de ese vistazo a Sally.
—¿Violación? —preguntó.
Berrigan asintió, pero no dijo nada.
—¿Es ése el propósito del club? —preguntó Sandman.
—El propósito —respondió Berrigan— es hacer cualquier cosa que les plazca. Todos son lores, barones o condenadamente ricos y el resto del mundo somos ordinarios, y creen que tienen el derecho de hacer lo que se les antoje. Allí no hay ni un hombre que se salve de la horca.
—¿Incluyéndolo a usted? —preguntó Sandman, y como el sargento no respondía, le preguntó otra cosa—. ¿Por qué me está contando esto?
—Lord Robin Holloway —respondió Berrigan— le quiere muerto porque lo humilló, pero no lo consentiré, capitán, no después de Waterloo. Aquello fue un… —Hizo una pausa y frunció el ceño sin poder encontrar la palabra exacta—. Creí que no sobreviviría —confesó—, y nada ha sido igual desde entonces. Estuvimos a las puertas del infierno —miró a Sally—, y nos chamuscaron, pero conseguimos sobrevivir —la voz del sargento se enronqueció de emoción, y Sandman lo entendía. Había conocido a muchos soldados que podían empezar a llorar con sólo pensar en sus años de servicio, en las batallas que habían soportado y en los amigos que habían perdido. Sam Berrigan parecía tan duro como un adoquín, y sin duda lo era, pero también era un hombre muy sentimental—. Casi no ha habido un día en el que no haya pensado en usted —continuó—, sobre aquella colina y rodeado de aquel maldito humo. Es lo que recuerdo de la batalla, sólo eso, y no sé por qué. Por eso no quiero que le haga daño un imbécil tarado como lord Robin Holloway.
Sandman sonrió.
—Yo creo que usted está aquí, sargento, porque quiere dejar el Club de los Serafines.
Berrigan se inclinó hacia atrás y contempló a Sandman y después, con admiración, a Sally. Ésta se ruborizó bajo su mirada, y el sargento sacó un cigarro de su bolsillo interior y lo encendió con una caja de yesca.
—No pretendo ser el criado de otro por mucho tiempo —aseguró, mientras el cigarro tiraba—, pero cuando lo deje, capitán, montaré mi propio negocio.
—¿Haciendo qué? —preguntó Sandman.
—De éstos —respondió Berrigan, dando unos toques al cigarro—. Muchos caballeros les tomaron el gusto durante la guerra española, pero son muy difíciles de conseguir. Yo los busco para los miembros del club y consigo tanta plata como con el sueldo. ¿Me entiende, capitán?
—No estoy seguro.
—No necesito sus consejos. No necesito sus sermones ni su ayuda. Sam Berrigan puede cuidarse a sí mismo. Sólo he venido a advertirle, nada más. Márchese de la ciudad, capitán.
—Habrá júbilo en el cielo —entonó Sandman— sobre el pecador que se arrepienta.
—Oh, no. No, no, no —Berrigan negó con la cabeza—. Sólo le he hecho un favor, capitán, ¡eso es todo! —se levantó—. Y eso es lo único que he venido a hacer.
Sandman sonrió.
—Me haría falta un poco de ayuda, sargento, así que cuando decida dejar el club, venga a buscarme. Me voy de Londres mañana, pero volveré el martes al mediodía.
—Será mejor que así sea —añadió Sally.
Sandman, divertido, arqueó una ceja.
—Para la representación privada —explicó Sally—. Irá a Covent Garden a aplaudirme, ¿verdad? Es Aladino.
—Aladino, ¿eh?
—Un Aladino ensayado a medias. Tengo que estar allí mañana por la mañana para aprenderme los pasos. Irá, ¿verdad, capitán?
—Por supuesto que sí —respondió Sandman, y volvió a mirar a Berrigan—. Así que estaré de vuelta el martes, y gracias por la cerveza. Cuando se decida a ayudarme, ya sabe dónde encontrarme.
Berrigan se le quedó mirando un instante sin decir nada, saludó a Sally con la cabeza y se marchó después de dejar un puñado de monedas sobre la mesa. Sandman vio cómo se iba.
—Un joven muy preocupado, Sally —le confesó.
—No me ha parecido preocupado. Aunque es guapo, ¿verdad?
—¿Ah, sí?
—¡Por supuesto que sí! —contestó Sally con energía.
—Pero aun así, está preocupado —insistió Sandman—. Quiere ser bueno y le es más fácil ser malo.
—Bienvenido a la realidad —replicó Sally.
—Por tanto vamos a tener que ayudarle a ser bueno, ¿vale?
—¿Vamos? —Sally parecía alarmada.
—He decidido que no puedo arreglar el mundo yo solo —respondió Sandman—. Necesito aliados, querida, y ha sido elegida. La tenemos a usted, a alguien a quien he visto esta tarde, quizás al sargento Berrigan y… —Sandman se giró, ya que un recién llegado al bar había tirado una silla; después se deshizo en disculpas, caminó torpemente con su bastón y se golpeó la cabeza con una viga. El reverendo lord Alexander Pleydell había llegado—… y con su admirador ya son cuatro —acabó Sandman.
Y quizá cinco, porque lord Alexander estaba acompañado de un joven, un joven con cara de ingenuo y de preocupación.
—¿Es usted el capitán Sandman? —el joven no esperó a que les presentasen, sino que atravesó apresuradamente la sala y le estrechó la mano.
—Sí, señor, para servirlo —respondió Sandman con cautela.
—¡Gracias a Dios que le he encontrado! —exclamó el joven—. Me llamo Carne, Christopher Carne.
—Encantado de conocerle —respondió Sandman educadamente, aunque no le decía nada el nombre y la cara del joven le era desconocida.
—La condesa de Avebury era mi madrastra —explicó Carne—. Soy el único hijo de mi padre, hijo único, de hecho, y por tanto heredero del condado.
—Ah —exclamó Sandman.
—Debemos hablar —propuso Carne—. Por favor, debemos hablar.
Lord Alexander le hizo una reverencia a Sally y, al mismo tiempo, se puso colorado. Sandman sabía que su amigo estaría contento durante un rato, por lo que llevó a Carne hasta el fondo del bar, donde un reservado ofrecía un poco de intimidad.
—Debemos hablar —repitió Carne—. Dios mío, Sandman, usted puede evitar una gran injusticia y Dios sabe que debe hacerlo.
Así que hablaron.
Era, por supuesto, lord Christopher Carne.
—Llámeme Kit —le pidió—, por favor.
Sandman no era un radical. Nunca había compartido la pasión de lord Alexander de derrocar una sociedad basada en la riqueza y el privilegio, pero no le gustaba llamar a alguien «milord», a menos que le pareciese digno de respeto. Sabía que el marqués de Skavadale había notado su renuencia, igual que Sandman había notado que el marqués era lo suficientemente caballero como para no comentarlo. Pero aunque Sandman no estaba dispuesto a llamar a lord Christopher Carne milord, tampoco estaba dispuesto a llamarle Kit, así que era mejor no llamarle nada.
Sandman sólo escuchaba. Lord Christopher Carne era un joven nervioso e inseguro con anteojos de lentes gruesas. Era muy menudo, de cabello ralo y con un ligero tartamudeo. En general no era un hombre atractivo, aunque poseía una intensidad en sus modales que compensaba su aparente debilidad.
—Mi padre —le explicó a Sandman— es un hombre terrible, simplemente t-terrible.
—¿Terrible?
—Es como si los diez mandamientos, Sandman, se hubiesen escrito expresamente para desafiarle. ¡Especialmente el séptimo!
—¿El adulterio?
—Por supuesto. ¡Lo mancilla, Sandman, lo mancilla! —Tras las gruesas lentes los ojos de lord Christopher se abrieron como si la misma idea de adulterio fuese horrible, y su señoría se ruborizó como si mencionarlo fuese vergonzoso. Sandman observó que iba bastante decentemente vestido, con una chaqueta entallada y una buena camisa, pero los puños estaban manchados de tinta, lo que revelaba una predisposición libresca—. Lo que quiero decir —lord Christopher parecía incómodo bajo el examen de Sandman— es que, como muchos pecadores habituales, mi padre se siente agraviado cuando se peca en su contra.
—No entiendo.
Lord Christopher parpadeó varias veces.
—Él ha pecado con las mujeres de muchos hombres, capitán Sandman —aseguró, con incomodidad—, pero se enfureció cuando su propia esposa le fue infiel.
—¿La madrastra de usted?
—Eso mismo. La amenazó con matarla. Le oí.
—Amenazar con matar a alguien —comentó Sandman— no es lo mismo que hacerlo.
—Conozco la diferencia —contestó lord Christopher, con una sorprendente acritud—, pero he hablado con Alexander y me ha dicho que usted se está encargando del caso del pintor, ¿Cordell?
—Corday.
—Eso mismo, y no puedo creer, ¡no puedo creer que lo hiciese! ¿Qué motivo tenía? Pero mi padre, Sandman, mi padre tenía un motivo —lord Christopher habló con feroz vehemencia, incluso se inclinó hacia delante y le agarró con fuerza la muñeca a Sandman mientras hacía la acusación. Después, dándose cuenta de lo que había hecho, se sonrojó y le soltó—. Quizá lo entienda —continuó, más calmado—, si le cuento un poco de la historia de mi padre.
La historia fue breve. La primera esposa del conde, la madre de lord Christopher, era la hija de una familia noble y, como aseguraba lord Christopher, una santa en vida.
—La trataba muy mal, Sandman —le confesó—, la avergonzaba, abusaba de ella y la insultaba, pero ella lo soportó con paciencia cristiana hasta que murió. Fue en 1809. Que en gloria esté.
—Amén —añadió Sandman, piadosamente.
—Él apenas lloró su muerte —refunfuñó lord Christopher indignado—, sino que continuó metiendo mujeres en su lecho, y entre ellas estaba Celia Collett. Era poco más que una cría, Sandman; ¡tenía un tercio de su edad! Pero estaba loco por ella.
—¿Celia Collett?
—Mi madrastra, y era una espabilada, Sandman, una espabilada —la violencia volvió a su voz—. Era bailarina de ópera en el Sans Pareil. ¿Lo conoce?
—He oído hablar de él —respondió Sandman.
El Sans Pareil en Strand era uno de los nuevos teatros ilegales que ofrecían entretenimientos con abundante baile y canciones, y si Celia, la condesa de Avebury, aparecía en el escenario, debía de ser hermosa.
—Ella rechazaba sus insinuaciones —lord Christopher retomó su historia—. ¡Le rechazaba sin más! ¡Le mantuvo fuera de su l-lecho hasta que se casó con ella, y después le dio quebraderos de cabeza, Sandman! No diré que no se lo merecía, porque sí, pero ella cogió todo el dinero que pudo y lo usó para ponerle los cuernos.
—Obviamente, a usted no le gustaba —observó Sandman.
Lord Christopher se ruborizó de nuevo.
—Casi no la conocí —reconoció con incomodidad—, pero, ¿qué me podía gustar de ella? Una mujer de nulas creencias, pocos modales y apenas educación.
—¿Su padre se preocupaba… se preocupa —rectificó Sandman— por cosas como la religión, los modales o la educación?
Lord Christopher frunció el ceño como si no entendiese la pregunta, y después asintió.
—Lo ha descrito con exactitud —respondió—. A mi padre no le importa para nada ni Dios, ni las letras, ni la cortesía. Me odia, Sandman, y ¿sabe por qué? Porque la propiedad está vinculada a mí. Su propio padre hizo eso, ¡su propio padre! —lord Christopher repicó en la mesa para recalcar sus palabras.
Sandman no dijo nada, pero entendió que una propiedad vinculada significaba un gran insulto para el actual conde de Avebury, ya que revelaba que su padre, el abuelo de lord Christopher, había desconfiado tanto de su propio hijo que se aseguró de que no pudiera heredar la fortuna de la familia, que estaba en manos de fiduciarios, y, aunque el actual conde podía vivir de las rentas de la propiedad, el capital, la tierra y las inversiones serían mantenidas en fideicomiso hasta su muerte, momento en el cual pasarían a lord Christopher.
—Me odia —continuó lord Christopher—, y no sólo por eso, sino porque le he expresado el deseo de ordenarme sacerdote.
—¿El deseo? —preguntó Sandman.
—No es un paso que deba tomarse a la ligera —respondió lord Christopher, severamente.
—Por supuesto que no —confirmó Sandman.
—Y mi padre sabe que cuando muera y la fortuna de la familia pase a mis manos, será utilizada al servicio de Dios. Eso le fastidia.
Sandman pensó que la conversación se había alejado bastante de la afirmación de lord Christopher de que su padre había cometido el asesinato.
—Debo entender —comentó con cuidado— que es una fortuna considerable.
—Muy considerable —respondió lord Christopher, sin alterarse.
Sandman se echó hacia atrás. Las carcajadas se extendían por el bar, que en esos momentos estaba abarrotado, aunque la gente instintivamente evitaba el reservado en el cual Sandman y lord Christopher hablaban con tanta seriedad. Lord Alexander miraba a Sally con devoción perruna, totalmente ajeno a los otros hombres que intentaban atraer la atención de la muchacha. Sandman volvió la vista al diminuto lord Christopher.
—Su madrastra —recordó— tenía una buena casa en Mount Street. ¿Qué pasó con las criadas?
Lord Christopher parpadeó rápidamente como si la pregunta le sorprendiese.
—No tengo idea de ello.
—¿Se habrían marchado a la propiedad de su padre?
—Podría ser —lord Christopher parecía tener dudas—. ¿Por qué lo pregunta?
Sandman se encogió de hombros como si las preguntas que le estaba haciendo no fuesen de gran importancia, aunque la verdad era que no le gustaba lord Christopher, y también sabía que esa aversión era tan irracional e injusta como su desagrado por Charles Corday. Lord Christopher, como Corday, carecía de lo que Sandman, a falta de una palabra mejor, calificaba de masculinidad. Dudaba sobre si lord Christopher era un mariquita, como diría Sally, aunque las miradas que le lanzaba a ésta indicaban lo contrario, pero había una irascible debilidad en él. Sandman podía imaginar a ese pequeño y distinguido individuo como un clérigo obsesionado con los pecados más mezquinos de sus feligreses, y su aversión por lord Christopher indicaba que no deseaba prolongar la conversación. Por tanto, en lugar de admitir la existencia de Meg, solamente dijo que le gustaría descubrir en palabras de las criadas lo que ocurrió el día del asesinato de la condesa.
—Si son leales a mi padre —le advirtió lord Christopher—, no le dirán nada a usted.
—¿Por qué debería hacerlas mudas esa lealtad?
—¡Porque él la mató! —gritó lord Christopher demasiado fuerte, e inmediatamente se sonrojó al ver que había atraído la atención de la gente de otras mesas—. O, al menos, hizo q-que la matasen. Tiene la gota, y no puede caminar mucho, pero tiene hombres que le son leales, hombres que hacen lo que se le antoje, hombres malvados —se estremeció—. Debe decirle al secretario de Estado que Corday es inocente.
—Dudo que sirva de algo si lo hago —contestó Sandman.
—¿No? ¿Por qué? En nombre de Dios, ¿por qué?
—Lord Sidmouth opina que Corday ya ha sido declarado culpable —explicó Sandman—, por lo tanto, para cambiar ese veredicto necesito o presentar al verdadero asesino, con una confesión, o aducir pruebas de que la inocencia de Corday es incontrovertible.
Lord Christopher se quedó mirando a Sandman en silencio durante unos instantes.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto.
—¡Dios mío! —lord Christopher parecía sorprendido y se echó hacia atrás, como si estuviera mareado—. Entonces sólo tiene cinco días para encontrar al verdadero asesino, ¿verdad?
—Así es.
—Entonces el muchacho está sentenciado, ¿no?
Sandman temía que así fuese, pero no quería admitirlo. Aún quedaban cinco días para averiguar la verdad y poder robarle un alma al patíbulo de Newgate.
A las cuatro y media de la mañana un par de lámparas brillaban con luz trémula desde las ventanas del patio de La Posada de George. La aurora teñía los tejados con un tenue brillo. Un cochero con capa que bostezaba ampliamente golpeó con su látigo frente a un terrier gruñón que se apartó de las enormes puertas de la cochera, las cuales se abrieron pesadamente dejando al descubierto un reluciente coche de correo azul oscuro. El vehículo, brillante por el nuevo barniz y con las puertas, las ventanas, la lanza del tiro y los varales resaltados en rojo escarlata, fue movido a pulso hasta los adoquines del patio, donde un muchacho encendió sus dos lámparas de aceite y media docena de hombres cargaron con esfuerzo las sacas de correo en el maletero. Los ocho caballos, inquietos y retozones, resoplando vaho en el aire de noche, fueron conducidos desde los establos. Los dos cocheros, ambos con el uniforme azul y rojo de Royal Mail y armados con trabucos y pistolas, cerraron con llave el maletero y esperaron a que les pusiesen los arreos al tiro. «¡Un minuto!», gritó una voz, y Sandman se bebió el café hirviendo que la taberna había proporcionado a los pasajeros del correo. El conductor volvió a bostezar y trepó hasta la cabina. «¡Todos a bordo!»
Había cuatro pasajeros. Sandman y un clérigo de mediana edad tomaron el asiento delantero con los caballos a sus espaldas, mientras que una pareja de ancianos se sentó frente a ellos tan cerca que sus rodillas no podían evitar tocar las de Sandman. Los coches de correo eran ligeros y nada cómodos, pero el doble de rápidos que las grandes diligencias. Se oyó un chirriar de bisagras cuando abrieron las verjas del patio de la taberna, y el carruaje se balanceó cuando los cocheros fustigaron al tiro hasta salir a Tothill Street. El sonido de los treinta y dos cascos resonaba fuertemente en las casas y las ruedas crujían y chirriaban cuando el coche cogió velocidad, pero Sandman ya estaba profundamente dormido cuando llegaron a Knightsbridge.
Se despertó a eso de las seis y notó que el coche traqueteaba a buen paso, balanceándose y dando sacudidas a través de un paisaje de pequeños campos y espesuras dispersas. El clérigo tenía un cuaderno en su regazo, gafas de media luna en la nariz y un reloj en la mano. Estaba mirando a través de las ventanas de ambos lados, buscando mojones, y vio que Sandman se había despertado.
—¡Una fracción de segundo sobre nueve millas por hora! —exclamó.
—¿Ah, sí?
—¡Así es! —Pasó otro mojón y el clérigo empezó a hacer sumas en el cuaderno—. Diez y me llevo tres, esto es la mitad, menos dieciséis, me llevo dos. ¡Increíble! ¡No hay duda, nueve y cuarto! Una vez viajé a una velocidad media de doce millas por hora, pero eso fue en 1804 y fue un verano muy seco. Muy seco, y las carreteras estaban lisas… —el coche dio con una rodada y se tambaleó violentamente, lanzando al clérigo contra el hombro de Sandman—, muy lisas, de hecho —insistió, y volvió a mirar por la ventana.
El anciano se apretó la maleta de mano que llevaba contra el pecho y parecía aterrorizado, como si Sandman o el clérigo pudiesen ser ladrones, aunque en realidad los bandoleros como el hermano de Sally eran un peligro mucho más grande. Aunque no aquella mañana, porque Sandman vio que dos petirrojos escoltaban el carruaje. Los petirrojos eran la patrulla a caballo, todos ellos soldados de caballería retirados que, uniformados con abrigos azules sobre chalecos rojos y armados con pistolas y sables, protegían las carreteras cercanas a Londres. Los dos policías siguieron al coche hasta que pasó por un pueblo, donde la pareja se separó para dirigirse hacia una taberna en la que, a pesar de ser tan temprano, ya había un par de hombres con largos blusones sentados en el porche y bebiendo cerveza.
Sandman se quedó mirando fijamente por la ventana, alegrándose ele estar fuera de Londres. El aire parecía extraordinariamente limpio. No había ni rastro del omnipresente hedor de humo de carbón y boñiga de caballo, sólo la luz de la mañana sobre las hojas de los árboles, y el destello de un arroyo serpenteando bajo sauces y alisos cerca de un campo de ganado de pastoreo que subió la vista cuando el cochero hizo sonar el cuerno. Todavía estaban cerca de Londres y el paisaje era llano, pero bien despejado. Sandman pensó que era un buen campo de caza y se imaginó persiguiendo a un zorro al lado de la carretera. Sintió cómo su caballo imaginario se preparaba y saltaba un seto, escuchó el cuerno del cazador y a los sabuesos con la lengua fuera.
—¿Va muy lejos? —el clérigo interrumpió su ensoñación.
—A Marlborough.
—Bonita ciudad, bonita ciudad.
El clérigo, un archidiácono, había dejado sus cálculos sobre la velocidad del coche y en esos momentos divagaba sobre la visita a su hermana en Hungerford. Sandman respondía educadamente, pero seguía mirando por la ventana. Los campos estaban a punto para la cosecha y las espigas de centeno, cebada y trigo eran enormes. El terreno se estaba haciendo más accidentado, pero el carruaje, con sus traqueteos, tambaleos y sacudidas, mantenía su buen paso y dejaba una estela de polvo que blanqueaba los setos. El cuerno advertía a la gente de su paso y los niños saludaban con la mano mientras los ocho caballos pasaban a gran velocidad. Un herrero, con el delantal de cuero ennegrecido por el fuego, estaba de pie en la entrada de su casa. Una mujer levantó su puño cuando su bandada de ocas se dispersó debido al ruido del coche, un niño agitaba una carraca en un vano intento de alejar a los arrendajos de las hileras de plantas de guisante; entonces el sonido de las cadenas y los cascos y las ruedas traqueteando empezó a resonar en el interminable muro de una gran finca.
El conde de Avebury, pensó Sandman, probablemente vivía en una propiedad amurallada, una gran franja de campo aristocrático aislada con ladrillos, guardabosques y vigilantes. ¿Y si el conde se negaba a recibirle? Decían que su señoría vivía recluido, y cuanto más al oeste se dirigía Sandman, más temía ser sumariamente expulsado de la propiedad, pero eso era un riesgo que debía tomar. Olvidó sus temores cuando el coche se metió por una calle de modernas casas de ladrillo, el cuerno sonó con urgencia y se dio cuenta de que habían llegado al pueblo de Reading, donde el carruaje entró en el patio de una taberna para cambiar los caballos.
—¡Menos de dos minutos, caballeros! —Los dos cocheros saltaron del pescante y, como ya empezaba a hacer más calor, se quitaron los abrigos—. Menos de tres minutos y no esperamos a rezagados, milores.
Sandman y el archidiácono orinaron juntos en el rincón del patio de la taberna y se bebieron de un trago una taza de té tibio mientras les ponían los arreos a los nuevos caballos y se llevaban a los otros, blancos de sudor, al abrevadero. Los dos cocheros sacaron apresuradamente una saca de correo del maletero y colocaron otra en su lugar, antes de que trepasen hasta su pescante de asientos de piel.
—¡Es la hora, caballeros! ¡Es la hora!
—¡Un minuto y cuarenta y cinco segundos! —exclamó un hombre desde la puerta de la taberna—. ¡Bien hecho, Josh! ¡Bien hecho, Tim!
Sonó el cuerno, los nuevos caballos levantaron las orejas y Sandman cerró de golpe la puerta del coche y fue tirado hacia el asiento trasero cuando el vehículo dio una sacudida hacia delante. La pareja de ancianos había dejado el coche y su puesto lo había tomado una mujer de mediana edad, la cual, al cabo de una milla, estaba vomitando por la ventana.
—Deben perdonarme —murmuró, jadeando.
—Es un movimiento violento como un barco, señora —comentó el archidiácono, y sacó una petaca plateada del bolsillo—. Un poco de brandy la ayudará.
—¡Oh, Dios bendito! —gritó la mujer, horrorizada ante el ofrecimiento; se asomó a la ventana y le dieron arcadas de nuevo.
—Los saltos son suaves —señaló el archidiácono.
—Y el camino está lleno de baches —añadió Sandman.
—Sobre todo a ocho millas y media por hora. —El archidiácono estaba ocupado con el reloj y el lápiz de nuevo, esforzándose para escribir números legibles a pesar del traqueteo—. Siempre lleva tiempo acostumbrar a un tiro nuevo y la velocidad, de la que ahora carecemos, alisa el camino.
Sandman se animaba conforme iba pasando cada milla. Se dio cuenta de que se sentía feliz, pero no estaba seguro de por qué. Pensó que quizá se debía a que su vida volvía a tener un propósito, un serio propósito, o quizá era porque había visto a Eleanor y pensaba que nada en su comportamiento delataba una boda inminente con lord Eagleton.
Lord Alexander Pleydell se había insinuado bastante la noche anterior, la mayor parte de la cual había pasado adorando a Sally Hood, aunque Sally había parecido distraída, recordando al sargento Berrigan. Pero lord Alexander no se había dado cuenta. Al igual que lord Christopher Carne, se había quedado mudo ante Sally, tan mudos que casi toda la noche los dos aristócratas se habían quedado boquiabiertos, a veces tartamudeando banalidades hasta que al final Sandman se había llevado a lord Alexander a la sala de atrás.
—Quiero hablar contigo —le había dicho.
—Quiero continuar mi conversación con la señorita Hood —lord Alexander se había quejado de mala manera, preocupado de que a su amigo Kit se le permitiese el libre acceso a Sally.
—Y eso es lo que harás —le había asegurado Sandman—, pero primero habla conmigo. ¿Qué sabes del marqués de Skavadale?
—Es el heredero del ducado de Ripon —había contestado lord Alexander inmediatamente—, de una de las antiguas familias católicas de Inglaterra. No es un hombre inteligente y se rumorea que la familia tiene problemas económicos. Fueron muy ricos, extremadamente ricos, con propiedades en Cumberland, Yorkshire, Chesire, Hertfordshire, Kent y Sussex, pero padre e hijo son jugadores, por tanto los rumores pueden ser bien ciertos. Fue un bateador aceptable en Eaton, pero no sabe lanzar. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Y lord Robin Holloway?
—El hijo menor del marqués de Bleasby y un muchacho absolutamente cruel que es clavado a su padre. Tiene mucho dinero, nada de cerebro y mató a un hombre en un duelo el año pasado. No es jugador de críquet, me temo.
—¿El duelo fue con espadas o con pistolas?
—Con espadas, me parece. Tuvo lugar en Francia. ¿Me vas a hacer preguntas sobre toda la aristocracia?
—¿Y lord Eagleton?
—Un petimetre, pero un útil bateador zurdo que a veces juega para el equipo del vizconde de Barchester, aunque en todo lo demás es completamente mediocre. De hecho es un pelmazo, a pesar de ser un jugador de críquet pasable.
—¿El tipo de hombre que le podría gustar a Eleanor?
Alexander se le había quedado mirando con expresión de asombro.
—No seas absurdo, Rider —le había respondido, encendiendo otra pipa—. ¡No lo aguantaría ni dos minutos! —Frunció el ceño como si tratase de recordar algo, pero cualquier cosa que fuese no le vino a la cabeza.
—Tu amigo lord Christopher —le comentó Sandman— está convencido de que su padre ha cometido el asesinato.
—O ha hecho que alguien lo cometa —añadió Alexander—. Parece probable. Kit me buscó cuando supo que estabas investigando el caso y le aplaudo por eso. Él, como yo, tiene muchas ganas de que no se cometa una injusticia el próximo lunes. ¿Crees ahora que podría volver a mi conversación con la señorita Hood?
—Antes dime lo que sepas del Club de los Serafines.
—Nunca he oído hablar de él, pero parece una asociación de clérigos altruistas.
—No lo es, créeme. ¿Hay alguna significación en la palabra serafines?
Lord Alexander había suspirado.
—Los serafines, Rider, son la orden de ángeles más elevada. Los creyentes afirman que existen nueve jerarquías: serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles y, por debajo de todos, los simples ángeles. Éste no es, me apresuro a asegurarte, el credo de la iglesia de Inglaterra. Se cree que la palabra «serafines» proviene de la palabra hebrea «seraphim», que significa «serpiente»; una asociación oscura pero que llama a la reflexión. En singular es «serafín», «seraph», una maravillosa criatura con una mordedura ardiente como el fuego. También se cree que los serafines son los patronos del amor. No tengo ni idea de la razón por la que debieran serlo, pero eso dicen, al igual que se afirma que los querubines son los patronos del conocimiento. Me he olvidado por un momento de lo que hacen las demás órdenes. ¿He satisfecho tu curiosidad o deseas que continúe esta conferencia?
—Entonces, ¿los serafines son ángeles de amor y veneno?
—Sería un resumen simple, pero válido —respondió lord Alexander, con grandilocuencia, y luego insistió en volver al bar donde volvió a quedarse boquiabierto ante la presencia de Sally. Se había quedado hasta pasada la medianoche, se había emborrachado y se había vuelto verboso. Más tarde se marchó con lord Christopher, que había bebido poco y tuvo que aguantar a su amigo, el cual salió tambaleándose de La Gavilla declarando su amor eterno a Sally con una voz alterada por el brandy.
Sally frunció el ceño cuando el coche de lord Alexander se fue.
—¿Por qué me ha llamado estúpida?
—No lo ha hecho —le aclaró Sandman—, tan sólo ha dicho que usted era el stupor mundi, el asombro del mundo.
—¡Caray! ¿Qué es lo que le pasa?
—Tiene miedo de su belleza —le respondió, y a ella le había gustado eso.
Sandman se había ido a dormir preguntándose cómo se despertaría a tiempo para coger el coche del correo, aunque ahí estaba, traqueteando a través de un maravilloso día de verano como nadie pudiese soñar.
La carretera se extendía junto a un canal y Sandman admiraba las barcazas que eran tiradas por grandes caballos de crines encintadas y arreos de latón. Un niño lanzaba un aro por un camino de sirga, los patos chapoteaban, Dios estaba en el cielo, aunque hizo falta fijarse con atención para ver que no todo estaba tan bien como parecía. Los juncos de muchos techos estaban gastados y en cada pueblo había dos o tres casas que se habían venido abajo y que estaban recubiertas de enredaderas. Había demasiadas trampas en los caminos, demasiados mendigos frente a las iglesias, y Sandman sabía que un gran número de ellos habían sido casacas rojas, fusileros o marineros. Había mucha penuria, penuria entre la abundancia, la penuria de los precios en aumento y de muy poco trabajo; escondidos entre las casas, las antiguas iglesias y los gruesos olmos había asilos de pobres repletos de refugiados de las revueltas del pan que habían estallado en las grandes ciudades de Inglaterra, y sin embargo todo era desgarradoramente bello. Las dedaleras formaban matorrales rojizos bajo las rosas de los setos. Sandman no podía apartar la vista. Todavía no hacía un mes que estaba en Londres, pero ya le parecía demasiado.
A mediodía, el coche se balanceó al cruzar un puente de piedra y traqueteó al subir una pequeña cuesta que llevaba a la amplia calle principal de Marlborough, con sus iglesias gemelas y sus amplias posadas. Una pequeña muchedumbre estaba esperando el correo y Sandman se abrió paso entre la gente hasta la entrada de una taberna. El carro de un portador se dirigía lenta y pesadamente hacia el este y Sandman le preguntó al hombre dónde podía encontrar la finca del conde de Avebury. El carretero dijo que la Mansión Carne no estaba lejos, tan sólo había que cruzar el río y subir la colina, hasta Savernake. «Una caminata de media hora», pensó, y muerto de hambre se dirigió al sur, hacia los frondosos árboles del bosque de Savernake.
Tenía calor. Había estado cargando con la chaqueta, una prenda que no necesitaba en aquel caluroso día, aunque la había agradecido al salir de La Gavilla al amanecer. Pidió más indicaciones en un caserío y le hicieron bajar por un largo camino que serpenteaba entre hayas, hasta que llegó al gran muro de ladrillo de la Mansión Carne, el cual siguió hasta encontrar una caseta y un par de verjas de hierro colado con dos columnas de piedra coronadas por dos grifos esculpidos. Un camino de grava, lleno de hierbajos, empezaba tras las verjas cerradas. Había una campanilla en la caseta, pero, aunque Sandman llamó una docena de veces, nadie respondió. Ni tampoco podía ver a nadie dentro de la finca. Ambos lados del camino de entrada eran jardines, un césped salpicado de magníficos olmos, hayas y robles, pero no había ganado ni venado que pastase en un césped que crecía largo y grueso con acianos y amapolas. Sandman le dio a la campanilla un último y desesperado tirón y, cuando su sonido se perdió en la cálida tarde, dio un paso atrás y miró los pinchos encima de las verjas. Parecían enormes, así que volvió a subir por el camino hasta que llegó a un lugar en el que un olmo que crecía muy cercano al muro había combado los ladrillos. La proximidad del árbol al muro hacía que fuese fácil trepar. Se paró un momento en la albardilla de argamasa y se dejó caer en el jardín. La hierba era lo suficientemente alta como para esconder una trampa de muelle colocada contra los ladrones, por lo que caminó con precaución hasta alcanzar el camino de grava, y después se dirigió hacia la casa, que estaba escondida detrás de un bosque que crecía en la cima de una pequeña colina.
Caminaba despacio, en cierto modo esperando a un guardabosques o algún otro criado que le saliese al paso, pero no vio a nadie mientras seguía el camino a través de un espléndido hayal, en el centro del cual había un claro lleno de maleza que rodeaba una estatua cubierta de musgo de una mujer desnuda con una bíblica jarra de agua al hombro. Siguió caminando y desde el final del hayedo pudo ver, al fin, la Mansión Carne a media milla de distancia. Era un magnífico edificio de piedra con una fachada de tres altos hastiales en los que las enredaderas crecían sobre los parteluces. Había establos, cocheras y un huerto amurallado en la parte oeste, y tras la casa había bancales de césped que caían hasta un tranquilo arroyo. Siguió caminando. De repente le pareció una expedición inútil, inútil y cara, porque la reputación del conde como ermitaño indicaba que se le recibiría muy probablemente con un látigo.
El ruido de sus pasos parecía extremadamente fuerte mientras cruzaba la rotonda de grava en la que los carruajes podían girar frente a la casa, aunque los hierbajos, el césped y el musgo que creían tan altos entre las piedras indicaba que pocos coches lo hacían. Subió los escalones de la entrada. Había dos faroles de vidrio a ambos lados del porche, aunque a uno le faltaba un cristal y un nido de pájaros cubría la palmatoria. Tiró de la cadena del timbre y, como no oyó nada, tiró de ella otra vez y esperó. La puerta de madera se había vuelto gris con el tiempo y estaba manchada de herrumbre que había caído de los tachones metálicos decorativos. Las abejas se amontonaban en el techo del porche. Un cuco joven, que se asemejaba asombrosamente a un halcón, volaba a través del camino. La tarde era cálida y Sandman deseaba abandonar la búsqueda del conde recluido, bajar por el arroyo y dormir a la sombra de un gran árbol.
Entonces un estrépito a su derecha hizo que diera un paso atrás para ver que un hombre estaba intentando abrir una ventana emplomada en la habitación más cercana al porche. La ventana estaba evidentemente atascada, porque el hombre la golpeó tan fuerte que Sandman tuvo la certeza de que las luces de plomo se rompían, pero entonces se abrió con un chirrido y el hombre se asomó. Era de edad madura, tenía una cara pálida y el cabello despeinado, lo cual indicaba que acaba de despertarse de un profundo sueño.
—La casa no está abierta a las visitas —recalcó con irritación.
—No suponía que lo estuviese —contestó Sandman, aunque se le había ocurrido pedir al encargado de la casa, si es que lo era la persona que le había respondido, una visita a las habitaciones públicas. La mayoría de las grandes casas permitían tales visitas, pero estaba claro que el conde de Avebury no compartía la cortesía—. ¿Es usted su señoría? —le preguntó.
—¿Es que tengo aspecto de serlo? —respondió el hombre, de nuevo con un tono irritado.
—Debo tratar un asunto con su señoría —explicó entonces Sandman.
—¿Un asunto? ¿Un asunto? —el hombre hablaba como si nunca hubiese oído tal cosa, y entonces una mirada de preocupación cruzó sus pálidas facciones—. ¿Es usted abogado?
—Es un asunto delicado —insinuó Sandman, enérgicamente, para indicar que no era uno de los criados—, y yo soy el capitán Sandman —fue una mera cortesía decirle su nombre, y una reprobación, porque no se lo había pedido.
El hombre se le quedó mirando un momento y se retiró hacia dentro. Sandman esperó. Las abejas zumbaban alrededor de la enredadera y los vencejos volaban haciendo virajes sobre los hierbajos esparcidos por la grava, pero el criado no volvía y Sandman, resentido, volvió a tirar de la campanilla.
Se abrió una ventana en el otro lado del porche y apareció allí el mismo criado.
—¿Capitán de qué? —preguntó en tono perentorio.
—Del 52 regimiento de infantería —respondió Sandman, y el criado desapareció por segunda vez.
—Su señoría desea saber —el criado reapareció por la primera ventana— si estuvo con el 52 regimiento en Waterloo.
—Sí, estuve allí —contestó Sandman.
El criado volvió adentro, hubo otra pausa y entonces Sandman oyó cómo corrían los cerrojos tras la puerta, que finalmente chirrió al abrirse; el criado le ofreció una mínima reverencia.
—No recibimos visitas —le confesó—. Su chaqueta y su sombrero, señor. Sandman, ¿verdad?
—Capitán Sandman.
—Del 52 regimiento de infantería, claro, señor, por aquí, señor.
La puerta principal daba a un vestíbulo con paneles de madera oscura en el que unas elegantes escaleras pintadas de blanco subían en espiral bajo unos retratos de hombres de anchos carrillos con gorgueras. El criado hizo pasar a Sandman por un pasillo hasta una larga galería cubierta de cortinas de terciopelo negro a un lado y grandes cuadros en el otro. Sandman esperaba que la casa estuviese sucia, ya que los terrenos estaban descuidados, pero todo estaba impecable y las habitaciones olían a cera abrillantadora. Por lo que pudo ver en la penumbra de las cortinas, los cuadros eran extraordinariamente bellos. Pensó que eran italianos, ya que mostraban a divinidades retozando en viñedos y laderas mareantes. Había sátiros persiguiendo a ninfas desnudas, y le llevó un momento darse cuenta de que todos los cuadros mostraban desnudos: una galería de abundante y generosa carne femenina. Le vinieron a la memoria algunos de sus soldados, boquiabiertos ante un cuadro que habían arrebatado a los franceses en la batalla de Vitoria. El lienzo, arrancado del marco, había sido hurtado por un arriero español para usarlo como lona impermeable, y los casacas rojas se lo habían comprado por dos peniques, esperando usarlo como suelo impermeable. Sandman se lo había comprado a sus nuevos dueños por una libra y lo había enviado al cuartel general, donde fue identificado como una de las muchas obras maestras saqueadas en El Escorial, el palacio del rey de España.
—Por aquí, haga el favor, señor —el criado interrumpió su ensoñación.
El hombre abrió una puerta y anunció a Sandman, el cual se deslumbró de repente, porque la habitación a la que le habían hecho pasar era inmensa y las ventanas, que daban al sur y al oeste, estaban con las cortinas corridas y el sol entraba a raudales iluminando una enorme mesa. Durante unos segundos Sandman no pudo distinguir la mesa, porque era verde y desigual y estaba recubierta a trozos por lo que a primera vista creyó que eran flores o pétalos. Después sus ojos se ajustaron a la luz del sol y vio que las zonas de colores eran figuras de soldados. Había miles de soldados de juguete en una mesa cubierta con una tela verde colocada a través de una especie de bloques que se asemejaban al valle en el que la batalla de Waterloo tuvo lugar. Se quedó boquiabierto, sorprendido por el tamaño de la maqueta, que tendría al menos nueve metros de largo por seis de ancho. Había dos muchachas sentadas en una mesa auxiliar con pinceles y pintura, que aplicaban a los soldados de plomo. De repente un chirriante sonido le hizo mirar al resplandor de una ventana que daba al sur, en la que vio al conde.
Su señoría iba en una silla de ruedas como la que le hubiese gustado usar a la madre de Sandman en Bath cuando se sentía especialmente mal, y el chirrido provenía de los ejes sin engrasar que el criado puso en movimiento al empujar al conde hasta su visitante.
El conde iba vestido a la antigua usanza, que había prevalecido antes de que los hombres adoptasen la sobriedad del negro y el azul oscuro. Su chaqueta era de seda floreada, roja y azul, con puños extremadamente amplios y un generoso cuello sobre el que caía una cascada de encaje. Llevaba una honda peluca que enmarcaba una anciana y arrugada cara inapropiadamente empolvada y coloreada, decorada con un lunar de terciopelo en una de las hundidas mejillas. No había sido afeitado adecuadamente y se le notaban algunas zonas de pelo blanco en los pliegues de la piel.
—Se estará preguntando —se dirigió a Sandman con una voz aguda— cómo introducimos las figuras en el centro de la mesa, ¿verdad?
La pregunta no se le habría ocurrido a Sandman, pero en esos momentos lo encontraba desconcertante, ya que la mesa era demasiado amplia como para llegar al centro desde los lados, y si alguien caminaba sobre la maqueta aplastaría inevitablemente los pequeños árboles hechos de esponja o desordenaría las apretadas filas de soldados pintados.
—¿Cómo lo hacen, milord? —preguntó Sandman. No le importó llamar al conde «milord» porque era un hombre mayor y era una mera cortesía que la juventud mostraba hacia los ancianos.
—Betty, querida, muéstraselo —ordenó el conde, y una de las dos muchachas dejó el pincel y desapareció bajo la mesa. Se oyó un sonido de fricción y toda la sección del valle se levantó como si fuese un ancho sombrero para la sonriente Betty—. Es una maqueta de Waterloo —explicó el conde con orgullo.
—Eso veo, milord.
—Maddox me ha dicho que estuvo en el 52. Muéstreme dónde estaban situados.
Sandman caminó hasta el borde de la mesa y señaló a uno de los batallones de casacas rojas en la cresta sobre el castillo de Hougoumont.
—Estábamos aquí, milord —le señaló.
La maqueta era realmente extraordinaria. Mostraba a los dos ejércitos al inicio del combate, antes de que las filas se vieran mermadas y antes de que Hougoumont hubiese sido reducido a un armazón negro. Sandman pudo incluso distinguir su propia compañía en el flanco del 52 regimiento, y supuso que la pequeña figura montada a caballo justo al frente de las filas pintadas era él mismo. Era una extraña idea.
—¿Por qué sonríe? —le preguntó el conde.
—Por nada, milord —Sandman volvió a mirar la maqueta—, sólo que yo no iba a caballo aquel día.
—¿En qué compañía?
—En la de granaderos.
El conde asintió.
—Le sustituiré por un soldado de a pie —declaró. Su silla chirriaba al seguir a Sandman hasta la mesa. Su señoría llevaba unas medias con ligas de seda azul, aunque uno de sus pies estaba aparatosamente vendado—. Entonces, dígame —preguntó el conde—, ¿Bonaparte perdió la batalla por retrasar el inicio?
—No —respondió Sandman de manera cortante.
El conde indicó al criado que dejase de empujar la silla. Ya estaba cerca de Sandman y podía mirarle con sus ojos de bordes enrojecidos, oscuros y fríos. El conde era mucho más viejo de lo que Sandman se esperaba. Sabía que la condesa todavía era joven cuando murió, y había sido lo suficientemente bella como para ser pintada desnuda, aunque su marido parecía anciano a pesar de la peluca, la cosmética y los volantes del encaje. Además, apestaba; desprendía un hedor de maquillaje rancio, ropa sin lavar y sudor.
—¿Quién diablos es usted? —gruñó.
—Vengo de parte del vizconde de Sidmouth, milord, y, con su permiso…
—¿Sidmouth? —le interrumpió el conde—. No conozco a ningún vizconde de Sidmouth. ¿Quién diablos es el vizconde de Sidmouth?
—El secretario de Estado, milord —la información no provocó ninguna reacción, por lo que Sandman se explicó—. Se trata de Henry Addington, milord, el que fuese primer ministro. Ahora es el secretario de Estado.
—Entonces no es un verdadero lord, ¿eh? —declaró el conde—. ¡No es un aristócrata! ¿Se ha dado cuenta de cómo los condenados políticos se conceden títulos? Es como transformar un lavabo en una fuente, ¡ja! Vizconde de Sidmouth. No es un caballero. ¡Es un maldito político, eso es lo que es! ¡Un falso mentiroso! ¡Un engaño! Supongo que será el primer vizconde.
—Estoy seguro, milord —respondió Sandman.
—¡Ja! Un aristócrata de segunda, ¿eh? ¡Un pedazo de canalla! ¡Un ladrón bien vestido! Yo soy el decimosexto conde.
—Vuestra familia nos asombra a todos, milord —observó Sandman, con una ironía dirigida totalmente al conde—, pero dejando aparte su reciente ennoblecimiento, vengo con la autoridad del vizconde —le mostró la carta del secretario de Estado, que fue apartada—. He oído, milord —continuó—, que las criadas de su casa de la ciudad en Mount Row están aquí —no había oído nada parecido, pero quizá la misma afirmación provocaría que el conde compartiese una opinión con él—. Si es así, milord, entonces me gustaría hablar con una de ellas.
El conde se movió en la silla.
—¿Sugiere, entonces —preguntó con voz peligrosa— que Blutchet podría haber vuelto más pronto si Bonaparte hubiese atacado antes?
—No, milord.
—¡Entonces si hubiese atacado antes, habría ganado! —insistió el conde.
Sandman miró la maqueta. Era impresionante, muy completa y totalmente incorrecta. Estaba demasiado limpio para ser el inicio. Incluso por la mañana, antes de que atacasen los franceses, todo el mundo estaba mugriento, porque el día anterior la mayoría del ejército había vuelto con gran esfuerzo de Quatre Bras entre barrizales y había pasado la noche al raso, bajo sucesivos aguaceros. Sandman recordaba los rayos y truenos azotando la lejana cordillera y el terror cuando se soltaron algunos caballos durante la noche y galoparon entre las empapadas tropas.
—Entonces, ¿por qué perdió Bonaparte? —preguntó el conde, quejumbrosamente.
—Porque permitió que su caballería luchara sin el apoyo de la artillería —respondió Sandman brevemente—. ¿Y podría preguntar a su señoría qué les pasó a las criadas de la casa de Mount Street?
—Entonces, ¿por qué comprometió a su caballería, eh? ¿Dígame por qué?
—Fue un error, milord, incluso los mejores generales los cometen. ¿Las criadas volvieron aquí?
El conde golpeó enfurruñado los brazos de mimbre de su silla.
—¡Bonaparte no cometió errores inútiles! El hombre puede ser escoria, pero es escoria inteligente. Entonces, ¿por qué?
Sandman suspiró.
—Nuestro frente había sido mermado, estábamos en la ladera opuesta de la colina y les parecería, desde su lado del valle, que estábamos derrotados.
—¿Derrotados? —el conde saltó sobre esa palabra.
—Dudo que incluso fuéramos visibles —añadió Sandman—. El duque había ordenado a los hombres que se echaran al suelo, para que desde el punto de vista de los franceses pareciese como si hubiéramos desaparecido. Los franceses vieron una cresta vacía, sin duda vieron a nuestros heridos retirándose en el bosque de atrás, y debieron pensar que nos retirábamos todos, así que atacaron. Milord, decidme que les pasó a las criadas de vuestra esposa.
—¿Esposa? Yo no tengo esposa. ¡Maddox!
—¿Milord? —el criado que había dejado entrar a Sandman en la casa dio un paso adelante.
—El pollo frío, creo, y un poco de champán —ordenó el conde y miró a Sandman con el ceño fruncido—. ¿Le hirieron?
—No, milord.
—Entonces, ¿estuvo usted cuando atacó la guardia imperial?
—Estuve allí, milord, desde las pistolas que indicaron el primer asalto francés hasta el último tiro del día.
El conde parecía estremecerse.
—Odio a los franceses —declaró de repente—. Los detesto. Una raza de maestros de baile, pero nosotros nos llevamos la gloria en Waterloo, capitán, ¡la gloria!
Sandman se preguntaba qué gloria había en derrotar a maestros de baile, pero no dijo nada. Había tratado con otros hombres como el conde, hombres que estaban obsesionados por Waterloo y que querían conocer todos los detalles de los recuerdos de la batalla, hombres que nunca escuchaban suficientes historias sobre aquel horrible día. Sandman sabía que tenían una cosa en común: ninguno había estado allí. Y, sin embargo, veneraban aquel día, recordándolo como el momento supremo de sus vidas y de la historia de Gran Bretaña. De hecho, para algunos parecía que la historia se había acabado el 15 de junio de 1815, y que el mundo nunca sería testigo de una rivalidad comparable a la de Gran Bretaña y Francia. Una rivalidad que había dado sentido a una generación entera, que había hecho arder el globo terráqueo, igualando flotas y ejércitos en Asia, América y Europa; en el presente no quedaba nada de eso y sólo había aburrimiento, y para el conde de Avebury, como para otros muchos, ese aburrimiento sólo podía superarse reviviendo la rivalidad.
—Entonces, dígame —insistió el conde—, cuántas veces atacó la caballería francesa.
—¿Trajisteis a vuestras criadas de Mount Street a esta casa?
—¿Criadas? ¿Mount Street? Está diciendo tonterías. ¿Estuvo en la batalla?
—Todo el día, milord. Y lo único que deseo saber de vos, milord, es si una muchacha de servicio llamada Meg llegó aquí desde Londres.
—¿Cómo diablos iba a saber lo que les pasó a esas criadas de las narices, eh? ¿Y por qué lo pregunta?
—Hay un hombre en prisión, milord, esperando ser ejecutado por el asesinato de vuestra esposa, y hay buenas razones para creer que es inocente. Por eso estoy aquí.
El conde se quedó mirando a Sandman y empezó a reír. La risa provenía del fondo de su estrecho pecho y le hizo convulsionarse, provocándole una flema que casi le ahogó, le llenó los ojos de lágrimas y le dejó respirando entrecortadamente. Sacó un pañuelo de su manga de encaje, se secó los ojos y escupió en él.
—Injurió a un hombre hasta en su mismísimo final, ¿verdad? —preguntó con voz ronca—. Oh, era buena, mi Celia, era muy buena siendo mala —escupió un poco más de baba en el pañuelo y miró a Sandman con mala cara—. Entonces, ¿cuántos batallones de la guardia de Napoleón subieron la colina?
—No los suficientes, milord. ¿Qué pasó con las criadas de vuestra esposa?
El conde no se molestó en contestar a Sandman porque habían colocado el pollo frío y el champán en el borde de la mesa de la maqueta. Mandó a Betty que cortase el pollo, y mientras lo hacía, le puso un brazo alrededor de la cintura. Ella pareció estremecerse ligeramente cuando la tocó al principio, pero después soportó sus caricias.
El conde, con un hilo de baba colgando de la barbilla, volvió sus rojizos y reumáticos ojos hacia Sandman.
—Siempre me han gustado las mujeres jóvenes —comentó—, jóvenes y tiernas. ¡Tú! —se dirigía a la otra muchacha—. Sirve el champán, niña. —La muchacha se colocó al otro lado del conde y éste le metió una mano por debajo de la falda mientras ella servía el champán. Seguía mirando con actitud desafiante a Sandman—. Carne joven —gruñó—, joven y suave.
Sus criadas miraron a las paredes revestidas con paneles y Sandman se giró para mirar por la ventana a dos hombres que cortaban el césped mientras un tercero rastrillaba la hierba cortada. Dos garzas sobrevolaban el lejano arroyo.
El conde les quitó las manos de encima a las dos muchachas, engulló el pollo y sorbió el champán.
—Me dijeron —envió a las dos muchachas a que prosiguiesen con su pintura, golpeándoles los traseros— que la caballería francesa atacó al menos veinte veces. ¿Fue así?
—No las conté —respondió Sandman, todavía mirando por la ventana.
—Quizá no estuviese allí, después de todo —apuntó el conde.
Sandman no picó el anzuelo. Todavía estaba mirando por la ventana, pero en vez de ver largas guadañas silbando sobre la hierba, estaba mirando fijamente una humeante ladera en Bélgica. Estaba presenciando su sueño recurrente, viendo a la caballería francesa apoderarse de la pendiente, con sus caballos subiendo a trompicones por la tierra húmeda. El aire en la cresta tomada por los británicos parecía caldeado, como si las puertas del gran horno del infierno se hubiesen entreabierto, y con ese calor y ese humo la caballería francesa no había dejado de llegar. Sandman no había contado sus ataques porque fueron demasiados, una sucesión de soldados de caballería cargando contra las filas británicas, con sus caballos sangrando y renqueando, con el humo de los mosquetes y los cañones dispersándose sobre los estandartes británicos, con el suelo bajo los pies como una maraña de tallos de cebada pisoteados, gruesa como una estera, pero húmeda y podrida por la lluvia. Los franceses se habían estado quejando, con los ojos enrojecidos por el humo y las bocas abiertas llamando a gritos a su condenado emperador.
—Lo único que recuerdo claramente, milord —respondió Sandman, volviéndose hacia el conde—, es estar agradecido a los franceses.
—¿Agradecido, por qué?
—Porque mientras su caballería se arremolinaba sobre nuestros hombres, su artillería no podía dispararnos.
—Pero ¿cuántas veces atacaron? ¡Alguien debe de saberlo! —el conde se había puesto irascible.
—¿Diez? —calculó Sandman—. ¿Veinte? Simplemente seguían llegando. Y era difícil contarlos debido al humo. Lo único que recuerdo es que tenía mucha sed. Y no nos estuvimos allí sólo mirando cómo llegaban, también mirábamos hacia atrás.
—¿Hacia atrás, por qué?
—Porque cuando un ataque había atravesado muestras formaciones, milord, tenían que volver a la carga.
—Entonces, ¿atacaban desde ambos lados?
—Por todas partes —respondió Sandman, recordando el remolino de soldados de caballería, el barro y la paja salpicados por los cascos y los alaridos de los caballos moribundos.
—¿Cuántos soldados de caballería había? —quiso saber el conde.
—No los conté, milord. ¿Cuántas criadas tenía vuestra esposa en Mount Street?
El conde sonrió burlonamente y le dio la espalda.
—Tráeme un caballo, Betty —ordenó, y la muchacha, diligentemente, le llevó una figura de carabinero francés con casaca verde—. Muy bien, querida —dijo, y entonces colocó el carabinero en la mesa y se puso a Betty en el regazo—. Soy un viejo, capitán —le confesó—, y si quiere algo de mí, entonces deberá obligarme. Betty ya lo sabe, ¿verdad, niña?
La muchacha asintió. Se estremeció cuando el conde le introdujo su esquelética mano en el vestido para toquetearle uno de los pechos. Quizá tendría quince o dieciséis años, una campesina, de pelo rizado, pecosa y con una redonda y saludable cara.
—¿Y de qué manera debo obligarle, milord? —preguntó Sandman.
—¡No como lo hace Betty! ¡No, no! —el conde le lanzó una mirada lasciva—. Usted me contará todo lo que yo quiera saber, capitán, y quizá, cuando haya acabado, le cuente algo de lo que quiere saber. ¡La categoría tiene sus privilegios!
Fuera, en el vestíbulo, un reloj dio las seis, y el sonido parecía triste en la gran casa vacía. Sandman sintió la desesperación del tiempo perdido. Necesitaba descubrir si Meg estaba allí y necesitaba volver a Londres, y parecía que el conde estaría jugando con él toda la tarde y después lo echaría sin responderle las preguntas. El conde, notando y disfrutando de la desaprobación de Sandman, le sacó a la muchacha los pechos fuera del vestido.
—Empecemos por el principio, capitán —le dijo, bajando la cabeza para acariciar la carne fresca—, empecemos al amanecer, ¿eh? Había estado lloviendo, ¿cierto?
Sandman caminó alrededor de la mesa hasta que estuvo detrás del conde, y entonces se inclinó para que su cara quedase cerca de los tiesos cabellos de la peluca.
—¿Por qué no hablamos del final de la batalla, milord? —preguntó Sandman en voz baja—. ¿Por qué no hablamos del ataque de la guardia imperial? Porque yo estuve allí cuando deshicimos la línea de ataque y atacamos a los cabrones por el flanco. —Se agachó un poco más. Podía sentir el hedor de su señoría y vio un piojo andando por la peluca. Bajó la voz hasta un ronco susurro—. Habrían ganado la batalla, milord, estaba todo hecho menos la persecución, pero nosotros cambiamos la historia en un abrir y cerrar de ojos. Nos salimos de la línea de fuego y descargamos sobre ellos, milord; después fijamos las bayonetas y puedo explicaros exactamente cómo ocurrió. Puedo explicaros cómo ganamos, milord. —El mal genio de Sandman empezaba a surgir y había resentimiento en su voz—. ¡Ganamos! ¡Pero vos nunca escucharéis esa historia, milord, nunca, porque estoy condenadamente seguro de que ningún oficial del 52 hablará con vos! ¿Entendéis eso? Ningún oficial hablará con vos. Que tengáis un buen día, milord. ¿Sería su señoría lo suficientemente amable como para mostrarme la salida? —Caminó hacia la puerta. Le preguntaría al criado si Meg estaba en la casa, y si no, como sospechaba que así era, entonces todo ese viaje habría sido una pérdida de tiempo y dinero.
—¡Capitán! —el conde se quitó a la muchacha de encima—. ¡Espere! —Su coloreada cara cambió. Había malevolencia en ella; una antigua, amarga y despiadada malevolencia, pero aun así deseaba profundamente saber con exactitud cómo fue derrotada la cacareada guardia de Bonaparte, por lo que gruñó a las dos muchachas y a los criados que se marchasen de la sala—. Estaré solo con el capitán —anunció.
Todavía le llevó tiempo sonsacarle la historia. Tiempo y una botella de brandy francés de contrabando, pero finalmente el conde vomitó la amarga historia de su matrimonio, confirmando lo que lord Christopher le había dicho a Sandman. Celia, la segunda esposa del decimosexto conde de Avebury, había estado en los escenarios cuando la vio por primera vez.
—Piernas —comentó el conde, en tono soñador—, vaya piernas, capitán, vaya piernas. Eso fue lo primero que vi de ella.
—¿En el Sans Pareil? —preguntó Sandman.
El conde le lanzó una mirada perspicaz.
—¿Con quién ha estado hablando? —le preguntó—. ¿Con quién?
—La gente habla en la ciudad —respondió Sandman.
—¿Mi hijo? —adivinó el conde, y se echó a reír—. ¿Ese pequeño imbécil? ¿Ese pálido alfeñique? Dios mío, capitán, debería haberlo sacrificado cuando todavía era un niño. Su madre era una maldita santa imbécil y fornicar con ella era como tirarse a un ratón devoto; el maldito imbécil cree que ha salido a ella, pero no es así. Se parece a mí. Ya puede estarse siempre de rodillas, capitán, pero continuamente está pensando en tetas y culos, piernas y tetas otra vez. Puede engañarse a sí mismo, pero a mí no me engaña. ¡Y dice que quiere ser sacerdote! Pero no lo será. Lo que quiere, capitán, es que yo muera para que la finca sea suya, ¡toda entera! Está vinculada a él, ¿se lo dijo? Y se lo gastará todo en tetas, piernas y culos, justo como yo hubiese hecho, sólo que la diferencia entre ese pequeño imbécil tartamudo y yo es que yo nunca me he avergonzado. Yo he disfrutado, capitán, y lo sigo haciendo, y él se siente culpable. ¡Culpable! —el conde pronunció la palabra escupiendo saliva por el suelo—. Entonces, ¿qué le contó ese pequeño y pálido imbécil? ¿Que yo maté a Celia? Quizá lo hiciese, capitán, o quizá Maddox fue a la ciudad y lo hizo por mí, pero ¿cómo lo probará, eh? —el conde esperaba una respuesta, pero Sandman no habló—. ¿Sabía, capitán —le preguntó—, que a un aristócrata se le ahorca con una soga de seda?
—No lo sabía, milord.
—Eso dicen —declaró el conde—, eso dicen. A la gente corriente se la liquida con un metro o dos de cáñamo, pero a nosotros los lores se nos coloca una soga de seda, y yo con mucho gusto me pondría una a cambio de la muerte de aquella bruja. Señor, pero es que me cegó completamente. ¡Nunca había conocido a una mujer con la que gastarse el dinero como aquélla! Después, cuando me di cuenta, intenté retirarle la asignación. Rechacé asumir sus deudas y les dije a los fiduciarios de la finca que la echasen de la casa, pero los cabrones la dejaron allí. Quizá se tiraba a alguno de ellos. Así es como ganaba dinero, capitán, fornicando con dedicación.
—¿Estáis diciendo que era una fulana, milord?
—No una fulana corriente —contestó el conde—. Diré en su favor que no era un simple trasero. Se llamaba a sí misma cantatriz, una actriz y bailarina, pero en realidad era una zorra lista, y yo fui un imbécil al canjear un matrimonio por una temporada de fornicaciones, por muy buena que fuese —se rió entre dientes y le miró con sus reumáticos ojos—. Celia utilizaba el chantaje, capitán. Aceptaba a algún joven de la ciudad como amante, le hacía escribir al pobre iluso una carta o dos rogándole sus servicios y después, cuando él se comprometía con alguna heredera, le amenazaba con hacer públicas las cartas. Hizo un dineral, ¡ya lo creo! ¡Y me lo dijo! Me lo dijo a la cara. Me dijo que no necesitaba mi dinero, que ya tenía el suyo.
—¿Sabéis a qué hombres trató así, milord?
El conde negó con la cabeza. Se quedó mirando la maqueta de la batalla, y no quería mirarle a la cara.
—No quise saber sus nombres —le respondió suavemente y, por primera vez, Sandman sintió algo de pena por el viejo.
—¿Y las criadas, milord? Las criadas de vuestra casa de Londres. ¿Qué pasó con ellas?
—¿Cómo diablos iba a saberlo? Aquí no están —le miró con el ceño fruncido—. ¿Y por qué tendría que querer a las criadas de aquella zorra aquí? Le dije a Faulkner que se deshiciese de ellas, sólo que se deshiciese de ellas.
—¿Faulkner?
—Un abogado, uno de los fiduciarios, y como todos los abogados es un trozo de mierda con la barriga caída —el conde miró a Sandman—. No sé lo que pasó con las malditas criadas de Celia —repitió—, y no me importa. Ahora, vaya hasta la puerta, busque a Maddox y dígale que cenaré ternera, y después, maldita sea, explíqueme qué ocurrió cuando la guardia del emperador atacó.
Eso es lo que Sandman hizo.
Había ido a Wiltshire, no había encontrado a Meg, pero se había enterado de algo.
Aunque no sabía si sería suficiente.
Y a la mañana siguiente volvió a Londres.