Capítulo 3

Había dejado de llover, aunque el aire era húmedo y los adoquines de Saint James's Street brillaban como si les hubiesen dado una capa de barniz. El humo de todas las chimeneas volaba bajo el viento fresco, arremolinando inmundicias y cenizas como nieve oscura. Dos elegantes carruajes traqueteaban por la colina, adelantando a un tercero que había perdido una rueda. Un grupo de hombres iba avisando del vehículo ladeado, mientras los caballos, un brioso grupo de zainos, eran paseados por un cochero. Dos borrachos, vestidos a la moda, se apoyaban el uno en el otro mientras le hacían reverencias a una mujer, la cual, tan elegante como sus admiradores, paseaba con un parasol plegado. Ella ni miraba a los borrachos, y tampoco hacía caso de las obscenidades que le gritaban desde las ventanas de los clubes de caballeros. Sandman dedujo que no era ninguna dama, ya que ninguna mujer respetable pasaría por Saint James's Street. Se le quedó mirando descaradamente cuando se le acercaba y Sandman, educadamente, se tocó el sombrero con la mano, pero la dejó pasar por el lado de la pared y siguió caminando.

—Demasiado caliente para ti, ¿verdad? —gritó un hombre a Sandman, desde una ventana.

Pero pasó por alto la burla. «Concéntrate», se decía a sí mismo, «concéntrate», y para hacerlo se detuvo en la esquina de King Street y miró hacia Saint James's Palace como si sus antiguos ladrillos le pudiesen inspirar.

Se preguntaba por qué iba al Club de los Serafines. Porque, si Sally tenía razón, ellos habían encargado el retrato de la condesa asesinada, pero ¿y qué? Sandman estaba empezando a sospechar que el cuadro no tenía nada que ver con el asesinato. Si Corday decía la verdad, entonces el asesino fue la persona que le había interrumpido cuando llamaron a la puerta de las escaleras traseras, pero Sandman no tenía ni la más mínima idea de quién podía ser. Entonces, ¿por qué se dirigía al Club de los Serafines? Porque el misterioso club, evidentemente, había conocido a la mujer muerta y se había gastado el dinero en un retrato suyo, el cual, sin que la señora lo supiese, la iba a mostrar desnuda, lo cual indicaba que algún miembro del club había sido su amante o ella no había querido serlo, y el amor, como el rechazo, conducía hasta el odio, y el odio llevaba al asesinato; ese encadenamiento de ideas alentaba a Sandman a preguntarse si el cuadro estaba relacionado con el asesinato o no. Todo era confuso, demasiado confuso, y no llegaba a ninguna parte intentando concentrarse en ello, así que se puso a caminar de nuevo.

Nada indicaba el local del Club de los Serafines, pero un barrendero le señaló una casa con ventanas cerradas en la parte este de la plaza. Sandman atravesó la plaza y, cuando se acercaba, vio un carruaje tirado por cuatro caballos parado en el bordillo delante del club. El coche estaba pintado de azul oscuro y en las puertas había escudos rojos grabados con ángeles de toga dorada en pleno vuelo. Evidentemente, acababa de subir un pasajero, porque arrancó cuando Sandman llegó a la puerta pintada de azul esmaltado y sin placa de latón. Había una cadena dorada en el porche de poca altura, y cuando tiró de ella resonó una campanilla en el interior del edificio. Estaba a punto de tirar de la cadena de nuevo, cuando se dio cuenta de que había una rendija de luz en el centro de la puerta y vio una mirilla que atravesaba la madera pintada de azul. Creyó que alguien le estaba observando, así que dio un paso atrás y oyó que descorrían un cerrojo. Quitaron un segundo cerrojo, una cerradura giró y, por fin, la puerta fue abierta levemente por un criado vestido con una librea negra y amarilla que inspeccionó a Sandman.

—¿Está usted seguro, señor —preguntó, después de una pausa—, de que no se equivoca de casa? —El «señor» no sonaba con respeto, sino que era una mera formalidad.

—¿Es éste el Club de los Serafines?

El criado dudó. Era un hombre alto, probablemente un año o dos mayor que Sandman, y tenía la cara oscurecida por el sol, marcada por la violencia y endurecida por la experiencia. «Un hombre brutal pero atractivo», pensó Sandman, y que parecía competente.

—Ésta es una casa privada, señor —respondió el criado, con firmeza.

—Que pertenece, según creo, al Club de los Serafines —replicó Sandman, bruscamente—, con el que tengo un asunto pendiente —agitó la carta del secretario de Estado—. Un asunto del gobierno —añadió.

Sin esperar ninguna respuesta, pasó por delante del criado hasta un vestíbulo de techos altos, elegante y caro. El suelo era un tablero de ajedrez de azulejos de mármol relucientes que también encuadraba la chimenea, en la que había un pequeño fuego y sobre la cual había un cuadro enmarcado con gran profusión de querubines dorados, ramilletes de flores y hojas de acanto. Un araña colgaba del techo justo en el hueco de unas escaleras, con al menos un centenar de velas apagadas. Unos oscuros cuadros colgaban en las paredes blancas. Una mirada rápida le permitió ver que eran paisajes sin ninguna dama desnuda a la vista.

—El gobierno, señor, no tiene ningún asunto aquí, ninguno —aseguró el alto criado.

Parecía sorprendido de que Sandman se hubiese atrevido a pasar por delante de él, y como reprobación, le lanzó una clara indirecta dejando abierta la puerta de entrada e invitándole a que se marchase. Otros dos criados, ambos muy corpulentos y con la misma librea negra y amarilla, habían salido de la habitación de al lado para animar al visitante indeseado a que se marcharse.

Sandman, al ver a los recién llegados, se volvió hacia el criado más alto que aguantaba la puerta y advirtió que el buen aspecto del hombre quedaba desfavorecido por las pequeñas cicatrices negras de su mejilla derecha. La mayoría de la gente casi no habría notado las marcas, que eran poco más que motas oscuras bajo la piel, pero Sandman había adquirido el hábito de reconocer las quemaduras de pólvora.

—¿En qué regimiento? —le preguntó al hombre.

La cara del criado esbozó una media sonrisa.

—En el primero de infantería, señor.

—Yo luché a su lado en Waterloo —le informó Sandman. Se metió la carta en el bolsillo de la chaqueta, se sacó el sobretodo empapado, que tiró en una silla dorada con el sombrero—. Probablemente tenga razón —continuó—, el gobierno normalmente no tiene ningún asunto aquí, pero sospecho que necesito que me lo diga un directivo del club. ¿Hay algún secretario? ¿Algún presidente? ¿Un comité? —se encogió de hombros—. Lo siento, pero el gobierno es como los carabineros franceses. Si no los envías al infierno a la primera, vuelven el doble de fuertes la siguiente vez.

El criado se sentía presionado entre su deber para con el club y su camaradería con otro soldado, pero pudo más su lealtad hacia los serafines. Dejó la puerta y flexionó las manos como si estuviese preparándose para una pelea.

—Lo siento, señor —insistió—, pero lo único que le dirán es que concierte una cita.

—Entonces esperaré aquí hasta que la concedan —replicó Sandman. Se fue hasta el fuego y puso las manos frente a él—. Me llamo Sandman, por cierto, y estoy aquí en nombre de lord Sidmouth.

—Señor, no está permitido esperarse —insistió el criado—, pero si lo desea puede dejar una tarjeta, señor, en la bandeja o en la mesa.

—No tengo tarjeta —contestó Sandman alegremente.

—Es hora de irse —le dijo el criado, y esta vez no le llamó «señor», sino que se acercó al visitante con fría confianza.

—Está bien, sargento Berrigan —interrumpió una suave voz desde detrás de Sandman—; el señor Sandman será atendido.

—Capitán Sandman —añadió Sandman, girándose.

Un pisaverde, un petimetre, un galán se presentó ante él. Era un joven alto y extraordinariamente bien parecido que llevaba una chaqueta negra con botones dorados, unos pantalones blancos tan ajustados que se le ceñían a los muslos y unas botas altas negras y brillantes. Un fular blanco almidonado salía de su lisa camisa blanca, la cual quedaba enmarcada por el cuello de la chaqueta, que era tan alto que casi le tapaba las orejas. Su cabello era negro y muy corto, y enmarcaba una cara pálida tan afeitada que la piel parecía brillar. Era una cara divertida e inteligente, y llevaba monóculo, una fina varilla dorada que aguantaba una sola lente a través de la cual inspeccionó a Sandman brevemente antes de ofrecerle una ligera y cortés reverencia.

—Capitán Sandman —rectificó, acentuando gentilmente la primera palabra—, lo siento. Y debería haberle reconocido. Le vi conseguir cincuenta carreras en Martingale y Bennett el año pasado. Una pena que su destreza no nos haya entretenido en ningún campo de Londres esta temporada. Mi nombre, por cierto, es Skavadale, lord Skavadale. Acompáñeme a la biblioteca, por favor —señaló una sala detrás de él—. Sargento, ¿sería tan amable de colgar el abrigo del capitán? En la chimenea del portero, ¿le parece? ¿Y que deseará beber para entrar en calor, capitán? ¿Café? ¿Té? ¿Ponche? ¿Brandy de contrabando?

—Café —respondió Sandman. Olió a agua de lavanda al pasar junto a lord Skavadale.

—Hace un día absolutamente horrible, ¿verdad? —preguntó Skavadale mientras seguía a Sandman a la biblioteca—. Y ayer hacía buen tiempo. He ordenado que enciendan las chimeneas, como puede ver, no tanto para que den calor como para contrarrestar la humedad. —La biblioteca era una sala enorme y armoniosa en la que un generoso fuego ardía en una amplia chimenea entre los altos estantes. Había una docena de sillones repartidos a lo largo de la habitación, pero Skavadale y Sandman eran los únicos ocupantes—. La mayoría de los miembros están en el campo en esta época del año —Skavadale explicó el vacío de la sala—, pero yo tengo que venir a la ciudad por negocios. Bastante aburridos, me temo —sonrió—. ¿Y qué le trae por aquí, capitán?

—Un extraño nombre —Sandman pasó por alto la pregunta—, el Club de los Serafines.

Sandman paseó la mirada por toda la biblioteca, pero no había nada indigno en ella. El único cuadro era un retrato a tamaño real y de cuerpo entero que estaba colgado sobre la repisa de la chimenea. Mostraba a un hombre delgado con cara desenfadada y atractiva y cabello magníficamente rizado que le caía por encima de los hombros. Llevaba una chaqueta entallada de seda con encajes en puños y cuello, y una banda ancha en el pecho, de la que colgaba una espada con guarda.

—John Wilmot, segundo conde de Rochester —lord Skavadale identificó al hombre—. ¿Conoce su obra?

—Sé que fue un poeta —respondió Sandman—, y un libertino.

—Tuvo la suerte de ser las dos cosas —observó Skavadale con una sonrisa—. Ciertamente fue un poeta, un poeta del más alto ingenio y de excepcional talento, y nosotros lo consideramos, capitán, como nuestro modelo. Los serafines son seres elevados, los más elevados, de hecho, de todos los ángeles. Un pequeño engreimiento por nuestra parte.

—¿Más elevado que los simples mortales como el resto de nosotros? —preguntó Sandman, con amargura. Lord Skavadale era tan cortés, tan perfecto y tan pagado de sí mismo que irritaba a Sandman.

—Simplemente intentamos destacar —respondió Skavadale en tono agradable—, como seguramente haga usted, capitán, en el críquet y en cualquier otra cosa a la que se dedique, y estoy siendo negligente al no darle la oportunidad de que me lo explique.

Esa oportunidad tuvo que esperar un momento, porque apareció un criado con una bandeja de plata en la que llevaba unas tazas de porcelana y una cafetera de plata. Ni lord Skavadale ni Sandman hablaron mientras se servía el café, y, durante el silencio, Sandman oyó un extraño chirrido intermitente que provenía de una habitación cercana. Entonces detectó un sonido metálico y se dio cuenta de que estaban practicando esgrima y que los chirridos eran el sonido de los zapatos sobre un suelo encerado.

—Siéntese, por favor —le pidió Skavadale, cuando el criado hubo atizado el fuego y abandonado la sala—, y dígame qué le parece nuestro café.

—Charles Corday —soltó Sandman, tomando asiento en una butaca.

Lord Skavadale parecía desconcertado, y sonrió.

—Me ha desconcertado por un momento, capitán. Charles Corday, por supuesto, el joven condenado por el asesinato de la condesa de Avebury. Ciertamente es usted un hombre misterioso. Por favor, explíqueme por qué menciona su nombre.

Sandman sorbió el café. El platillo estaba decorado con la insignia de un ángel dorado volando en un escudo rojo. Era como el blasón que había visto pintado en la puerta del carruaje, aunque ese ángel iba bastante desnudo.

—El secretario de Estado —contestó Sandman— me ha encargado que investigue los motivos de la condena de Corday.

Skavadale arqueó una ceja.

—¿Por qué?

—Porque hay dudas sobre su culpabilidad —respondió Sandman, procurando no decir que el secretario de Estado no compartía esas dudas.

—Tranquiliza saber que nuestro gobierno llega tan lejos para proteger a su pueblo —comentó Skavadale, piadosamente—, pero ¿por qué iba a traerle eso hasta nuestra puerta, capitán?

—Porque sabemos que el retrato de la condesa de Avebury fue encargado por el Club de los Serafines —respondió Sandman.

—¿De verdad? —preguntó Skavadale, gentilmente—. Lo encuentro sorprendente. —Se inclinó para colocarse en el guardafuegos de piel, teniendo un exquisito cuidado de no arrugarse la chaqueta ni los pantalones—. El café proviene de Java —le informó— y creemos que es bastante bueno. ¿No le parece?

—Lo que hace al asunto más interesante —prosiguió Sandman— es que el encargo del retrato requería que la dama fuese pintada desnuda.

Skavadale sonrió a medias.

—Me parece muy amable por parte de la condesa, ¿no cree?

—Aunque ella no debía saberlo —continúo Sandman.

—Pues vaya —Skavadale pronunció la vulgaridad con cuidado, pero a pesar de la burla sus oscuros ojos estaban muy vivos y no parecía sorprendido en absoluto. Dejó el monóculo en una mesa y sorbió su café—. ¿Puedo preguntarle, capitán, cómo ha sabido de estos sorprendentes hechos?

—Puede que un hombre se enfrente a la horca dentro de poco —respondió Sandman, eludiendo la pregunta.

—¿Me está diciendo que Corday se lo dijo?

—Lo vi ayer.

—Esperemos que la inminencia de la muerte le haga decir la verdad —suspiró Skavadale. Sonrió—. Le confieso que no sé nada del asunto. Es posible que alguno de nuestros miembros encargase el retrato, pero ¡ay!, no me lo confiaron. Aunque estoy forzado a preguntarme, ¿importa eso? ¿Cómo afecta eso en la culpabilidad del joven?

—Vos habláis en nombre del Club de los Serafines, ¿verdad? ¿Sois el secretario? ¿O algún directivo?

—Nosotros no tenemos algo tan vulgar como directivos, capitán. Nosotros los miembros somos pocos en número y nos consideramos amigos. Tenemos un empleado que lleva la contabilidad, pero no toma decisiones. Son acordadas por todos nosotros, como amigos e iguales.

—Así que si el Club de los Serafines encargase un retrato —persistió Sandman—, entonces vos lo sabríais.

—Así es —respondió Skavadale, con energía—, y ese retrato no fue encargado por el club. Pero, como digo, es posible que uno de los miembros lo encargase a título privado.

—¿El conde de Avebury es miembro del club? —preguntó Sandman.

Skavadale vaciló.

—Realmente no puedo divulgar quiénes son nuestros miembros, capitán. Esto es un club privado. Pero creo que me parece más seguro decirle que no tenemos el honor de contar al conde entre nosotros.

—¿Conocíais vos a la condesa? —preguntó Sandman.

Skavadale sonrió.

—Por supuesto que sí, capitán. Muchos de nosotros la adorábamos, ya que era una dama de belleza divina y lamentamos su muerte extremadamente. Extremadamente. —Dejó su café a medio acabar sobre una mesa y se levantó—. Me temo que su visita ha sido en balde, capitán. Le aseguro que el Club de los Serafines no encargó ningún retrato, y me temo que el señor Corday le ha informado mal. ¿Le acompaño a la salida?

Sandman se levantó. No había conseguido nada y le habían hecho sentir idiota, pero justo entonces se abrió una puerta detrás de él y se volvió para ver que una de las estanterías tenía un frontal de falsos lomos enganchado a una puerta, y apareció un joven en mangas de camisa con un florete en la mano y una expresión hostil.

—Pensaba que te habías deshecho de ese necio, Johnny —se dirigió a Skavadale—, pero ya veo que no.

Skavadale, suave como la miel, sonrió.

—Permíteme que te presente al capitán Sandman, el célebre jugador de críquet. Éste es lord Robin Holloway.

—¿Jugador de críquet? —lord Robin Holloway estaba momentáneamente confuso—. Creía que era el lacayo de Sidmouth.

—También lo soy —afirmó Sandman.

Lord Robin percibió la agresividad en la voz de Sandman y sacudió el florete. No tenía nada de la cortesía de Skavadale. Tendría unos veinte años, pensó Sandman, y era alto y apuesto como su amigo, pero donde Skavadale era moreno, Holloway era dorado. Su cabello era dorado, había oro en sus dedos y una cadena dorada en su cuello. Se mordió los labios y levantó la espada a media altura.

—¿Y qué es lo que quiere Sidmouth de nosotros? —preguntó.

—El capitán Sandman ya se marchaba —respondió Skavadale con firmeza.

—He venido a preguntar sobre la condesa de Avebury —contestó Sandman.

—Está en la tumba, necio, en la tumba —replicó Holloway. Un segundo hombre apareció detrás de él, también con un florete en la mano, aunque Sandman dedujo por la sencilla vestimenta que llevaba que sería un criado del club, quizá el maestro de armas. La habitación tras la falsa puerta era una sala de esgrima, ya que tenía estantes de floretes y sables y un suelo de madera dura—. ¿Y cómo has dicho que te llamas? —le preguntó a Sandman.

—No lo he dicho —respondió éste—, pero me llamo Sandman, Rider Sandman.

—¿El hijo de Ludovic Sandman?

Sandman asintió.

—Así es.

—El condenado me estafó —protestó lord Robin Holloway. Sus ojos, ligeramente saltones, desafiaban a Sandman—. ¡Me debe dinero!

—Un asunto para tus abogados, Robin —lord Skavadale fue conciliatorio.

—Seis mil malditas guineas —gruñó lord Holloway—, y como tu padre se metió un tiro, ¡no se nos paga! Así que, ¿qué vas a hacer, necio?

—El capitán Sandman ya se marcha —insistió con firmeza lord Skavadale, y cogió del codo a Sandman.

Sandman lo apartó.

—Me he comprometido a pagar algunas de las deudas de mi padre —se dirigió a lord Robin. El mal genio de Sandman estaba aflorando, pero no lo mostró en la cara y su voz era todavía respetuosa—. Estoy pagando las deudas a los comerciantes que se quedaron con dificultades económicas debido al suicidio de mi padre. Y por lo que respecta a vuestra deuda —hizo una pausa—, no pienso hacer absolutamente nada.

—Vete al infierno, imbécil —profirió lord Robin y desenfundó el florete como si fuese a rajarle la mejilla a Sandman.

Lord Skavadale se puso entre los dos.

—¡Ya es suficiente! El capitán se marcha.

—No deberías haberle dejado entrar —se quejó lord Robin—, ¡sólo es un asqueroso espía del maldito Sidmouth! La próxima vez, Sandman, utiliza la entrada de los comerciantes de la parte de atrás. La puerta principal es para los caballeros.

Sandman había estado controlando su mal genio y se marchaba hacia el vestíbulo principal, pero de repente, se volvió y pasó junto a Skavadale y Holloway.

—¿Adónde diablos vas? —le preguntó Holloway.

—A la puerta de atrás, por supuesto —respondió Sandman, y entonces se paró al lado del maestro de armas y levantó la mano. El hombre dudó, miró a Skavadale y frunció el ceño mientras Sandman le agarraba rápidamente el florete. Sandman se volvió hacia Holloway—. He cambiado de opinión —comentó—; creo que utilizaré la puerta principal, después de todo. ¿O su señoría tiene intención de detenerme?

—Robin… —lord Skavadale advirtió a su amigo.

—Vete al infierno —respondió Holloway, y alzó el florete, intentó apartar la espada de Sandman y entró a fondo.

Sandman esquivó a Holloway, le apartó la hoja hacia arriba, y le asestó un golpe en la cara. La punta del florete era redonda, por lo que no podía agujerear ni rasgar, pero aun así le dejó una marca rojiza en la mejilla derecha. La espada de Sandman volvió rápidamente para marcarle la mejilla izquierda, retrocedió tres pasos y la bajó.

—¿Qué es lo que soy? —preguntó—. ¿Un comerciante o un caballero?

—¡Vete al infierno!

Holloway estaba hecho una furia y no se dio cuenta de que su oponente también había perdido los estribos, pero el mal genio de Sandman era frío y cruel mientras que el de Holloway era todo ardor e imprudencia. Holloway sacudió el florete como si fuese un sable, esperando abrirle la cara a Sandman con la fuerza de un golpe de látigo, pero éste se echó hacia atrás, dejó pasar la espada unos centímetros por delante de la nariz y avanzó para clavarle el arma en el vientre. El botón evitó que el florete agujerease la ropa o la piel, y se dobló como un arco, lo que Sandman usó para retroceder, ya que lord Robin atacaba otra vez. Sandman dio otro paso atrás; Holloway pensó que el movimiento era de nerviosismo y le clavó la espada en el cuello.

—Petimetre —soltó Sandman, con desdén—. Pequeño y débil petimetre —gruñó.

Empezó a luchar, una vez se había desatado su ira, una ira incandescente y asesina, una furia con la que luchaba, que odiaba, que rezaba por que le abandonase, y ya no estaba para evasivas, sino que iba a matar. Se abalanzó hacia él; su arma era un terror sibilante y el botón atizó la cara de lord Holloway, casi sacándole un ojo, después le golpeó en la nariz, provocándole una hemorragia. El acero retrocedió, rápido como una serpiente, y lord Holloway se apartó dolorido; de repente, un par de brazos extremadamente fuertes se cerraron sobre Sandman a la altura del pecho. El sargento Berrigan le había inmovilizado; entonces el maestro de armas se puso delante de lord Holloway y lord Skavadale le arrancó a su amigo el florete de la mano.

—¡Ya es suficiente! —gritó Skavadale—. ¡Ya es suficiente! —Lanzó el florete de Holloway hacia el fondo de la sala, cogió la espada de Sandman y la tiró junto a la otra—. Se marcha ahora, capitán —insistió—, ¡se marcha ahora!

Sandman se sacudió de encima los brazos de Berrigan. Pudo ver el miedo en los ojos de lord Robin.

—Yo estaba luchando con hombres de verdad —le dijo a lord Robin— cuando tú todavía te meabas en los calzones.

—¡Váyase! —le interrumpió Skavadale.

—¿Señor? —Berrigan, tan alto como Sandman, sacudió la cabeza hacia el vestíbulo—. Creo que es mejor que se vaya, capitán.

—Si descubre a la persona que encargó el retrato —le pidió Sandman a Skavadale—, le agradecería que me informase al respecto. —En realidad no esperaba que lord Skavadale hiciese tal cosa, pero decir eso le permitió marcharse con algo de dignidad—. Puede dejar un mensaje para mí en La Gavilla, en Drury Lane.

—Buen día, capitán —se despidió Skavadale con frialdad.

Lord Robin miró a Sandman, pero no dijo nada. Había sido azotado y lo sabía. El maestro de armas le miró con respeto, pero él vio destreza en el manejo de la espada.

Recogió el sobretodo y el sombrero, medio secos y bien cepillados, en el pasillo del vestíbulo, donde el sargento Berrigan abrió la puerta principal. Saludó con la cabeza sombríamente a Sandman, que pasó por su lado hasta el primer escalón.

—Mejor que no vuelva, señor —le advirtió Berrigan, tranquilamente, y cerró la puerta de un golpe.

Empezaba a llover de nuevo.

Sandman caminaba lentamente hacia el norte.

Estaba verdaderamente nervioso, tan nervioso que se preguntaba si había ido al Club de los Serafines simplemente para retrasar su siguiente deber.

¿Era un deber? Se decía a sí mismo que sí, aunque sospechaba que era una indulgencia y tenía la certeza de que era una tontería. Aunque Sally tenía razón. Tenía que encontrar a la joven Meg, encontrarla y descubrir la verdad, y la mejor manera de encontrar a una criada era preguntar a otros sirvientes, que era la razón por la que se dirigía a Davies Street, un lugar que había evitado con asiduidad durante los últimos seis meses.

Aunque cuando llamó a la puerta todo parecía tan familiar como siempre y Hammond, el mayordomo, ni siquiera pestañeó.

—Capitán Rider —exclamó—, es un placer, señor, ¿me permite que le coja el abrigo? Debería llevar un paraguas, señor.

—Sabes que al duque nunca le han gustado los paraguas, Hammond.

—El duque de Wellington puede ordenar la moda de los soldados, señor, pero su excelencia no tiene autoridad sobre los ciudadanos de Londres. ¿Puedo preguntarle cómo está su madre, señor?

—No ha cambiado, Hammond. El mundo no se adapta a ella.

—Siento oír eso, señor. —Hammond colgó el abrigo y el sombrero de Sandman en un perchero lleno de chaquetas—. ¿Tiene tarjeta de invitación? —preguntó.

—¿Lady Forrest está ofreciendo una velada de música? Me temo que no he sido invitado. Esperaba que sir Henry estuviese en casa, pero puedo dejar una nota.

—Está en casa, señor, y estoy seguro de que deseará recibirle. ¿Por qué no se espera en la sala pequeña?

La sala pequeña era el doble de grande que el salón de la casa que Sandman había alquilado para su madre y su hermana en Winchester, un hecho que su madre mencionaba con frecuencia pero que en ese momento no quería recordar, así que se puso a mirar un cuadro de ovejas en una pradera y a escuchar a un tenor cantando una extravagante pieza más allá de las puertas que conducían a las habitaciones más grandes de la parte trasera de la casa. El hombre acabó con una floritura, hubo un palmoteo de aplausos y entonces la puerta del vestíbulo se abrió y entró sir Henry Forrest.

—¡Mi querido Rider!

—Sir Henry.

—Un nuevo tenor francés —informó sir Henry, con pesar— que no debería haber pasado de Dover. —A sir Henry nunca le habían gustado demasiado los conciertos de su esposa y habitualmente procuraba evitarlos—. Olvidé que había un concierto esta tarde —explicó—, si no, me podría haber quedado en el banco —sonrió a Sandman con picardía—. ¿Qué tal estás, Rider?

—Estoy bien, gracias. ¿Y usted, señor?

—Estoy muy ocupado, Rider, muy ocupado. El Tribunal de Regidores requiere tiempo, Europa necesita dinero y nosotros se lo proporcionamos, o al menos conseguimos los negocios que Rothschild y Baring no quieren. ¿Has visto el precio del maíz? Sesenta y tres chelines el cuarto en Norwich la semana pasada. ¿Te lo puedes creer? —Sir Henry le echó un rápido vistazo a la ropa de Sandman para saber si su fortuna había mejorado y pensó que no—. ¿Cómo está tu madre?

—Quejosa —respondió Sandman.

Sir Henry hizo una mueca.

—Quejosa, vaya. Pobre mujer —se estremeció al pensarlo—. Todavía tiene los perros, ¿verdad?

—Me temo que sí, señor. —La madre de Sandman se desvivía por dos perros falderos ruidosos, mal educados y apestosos.

Sir Henry abrió el cajón de un aparador y extrajo dos cigarros.

—Hoy no se puede fumar en el invernadero —comentó—, así que podrían ahorcarnos por fumigar la salita, ¿eh? —Hizo una pausa para encender la caja de la yesca y el cigarro. Su altura, su columna ligeramente encorvada, su cabello canoso y su triste semblante siempre le habían recordado a don Quijote, aunque su parecido era engañoso porque docenas de rivales en los negocios lo habían descubierto demasiado tarde. Sir Henry, hijo de un boticario, poseía una comprensión instintiva del dinero; cómo conseguirlo, cómo utilizarlo y cómo multiplicarlo. Semejantes habilidades habían ayudado a construir los barcos, a alimentar a las tropas y a vaciar las armas que derrotaron a Napoleón, y que otorgaron a Henry Forrest el título de sir, por el cual su esposa estaba más que agradecida. Era, en pocas palabras, un hombre de talento, aunque inseguro al tratar con la gente—. Me alegro de verte, Rider —afirmó, y realmente lo pensaba, porque Sandman era una (le las pocas personas con las que se sentía cómodo—. Ha pasado mucho tiempo.

—Así es, sir Henry.

—¿Y a qué te dedicas actualmente?

—A un trabajo bastante inusual, señor, que me ha convencido para que le pida un favor.

—Un favor, ¿eh? —sir Henry aún parecía agradable, pero había precaución en sus ojos.

—En realidad necesito preguntárselo a Hammond, señor.

—A Hammond, ¿eh? —sir Henry se quedó mirando a Sandman como si no estuviese seguro de lo que acababa de oír—. ¿Mi mayordomo?

—Me explicaré —señaló Sandman.

—Espero que lo hagas —contestó sir Henry, y entonces, frunciendo el ceño con perplejidad, volvió al aparador y llenó dos vasos de brandy—. Te tomarás un trago conmigo, ¿verdad? Todavía se me hace raro verte sin el uniforme. ¿Y qué es lo que quieres de Hammond?

Pero antes de que Sandman pudiese explicarse, la doble puerta del salón se abrió y apareció Eleanor. La luz del gran salón quedaba detrás de ella y parecía que su cabello fuese un halo alrededor de la cara. Miró a Sandman y respiró hondo antes de sonreír a su padre.

—A mamá le preocupaba que te perdieses el dueto, papá.

—El dueto, ¿eh?

—Las hermanas Pearman, papá, han estado practicando durante semanas —explicó Eleanor, y volvió a mirar a Sandman—. Rider —dijo suavemente.

—Señorita Eleanor —respondió él muy formalmente e hizo una reverencia.

Ella le miró. Tras ella, en el salón, un grupo de invitados estaban aposentados en sillas doradas que daban a las puertas abiertas del invernadero, en el que había dos jóvenes sentadas en el banco del piano. Eleanor les echó un vistazo y cerró las puertas con firmeza.

—Creo que las hermanas Pearman pueden actuar sin mí. ¿Qué tal estás, Rider?

—Estoy bien, gracias, estoy bien. —Por un momento pensó que no podría hablar, porque se le había hecho un nudo en la garganta y notaba lágrimas en los ojos. Eleanor llevaba un vestido de seda verde claro con encajes amarillos en el pecho y en los puños. Lucía un collar de oro y ámbar que Sandman no había visto antes, y entonces sintió una extraña envidia de la vida que ella habría llevado en los últimos seis meses. Recordó que estaba prometida y eso le hirió en lo más vivo, aunque procuró guardar las formas—. Estoy bien —repitió—, ¿y tú?

—Estoy consternada al saber que estás bien —respondió Eleanor, con severidad fingida—. ¿Pensar que estás bien sin mí? Es misterioso, Rider.

—Eleanor —su padre la reprendió.

—Le estoy tomando el pelo, papá, está permitido, y pocas cosas lo están. —Se volvió hacia Sandman—. ¿Has venido a la ciudad para pasar el día?

—Vivo aquí —contestó Sandman.

—No lo sabía.

Sus ojos grises parecían más grandes. Que su nariz fuese demasiado larga, su barbilla demasiado afilada, sus ojos demasiado separados, su cabello demasiado pelirrojo y su boca demasiado espléndida era cierto, pero con sólo mirarle Sandman se sintió casi alegre, como si se hubiese bebido una botella entera de brandy y no sólo dos sorbos. Se la quedó mirando; ella le devolvió la mirada y tampoco habló.

—¿Aquí en Londres? —sir Henry rompió el silencio.

—¿Perdón? —Sandman se obligó a mirar a sir Henry.

—¿Vives aquí, Rider, en Londres?

—En Drury Lane, señor.

Sir Henry frunció el ceño.

—Eso no tiene importancia —hizo una pausa—. ¿Es peligroso?

—Es una taberna —explicó Sandman— que me recomendó un oficial fusilero en Winchester y me establecí antes de descubrir que era, quizá, un lugar poco deseable. Pero me va bien.

—¿Llevas por aquí mucho tiempo? —preguntó Eleanor.

—Tres semanas —admitió Sandman—, o algo más.

Sandman pensó que parecía como si le hubiese pegado en la cara.

—¿Y no has venido hasta ahora? —protestó ella.

Sandman notó que se estaba ruborizando.

—No estaba seguro —respondió— de tener una razón para venir. Pensé que preferías que no lo hiciese.

—Si es que lo pensaste —replicó Eleanor, de manera cortante. Sus ojos eran grises, casi del color del humo, con motas verdes.

Sir Henry señaló débilmente hacia las puertas.

—Te estás perdiendo el dueto, querida —le recordó—, y Rider ha venido para ver a Hammond. ¿No es así, Rider? En realidad no es una visita social.

—Hammond, así es —confirmó Sandman.

—¿Qué diablos quieres de Hammond? —preguntó Eleanor, con los ojos repentinamente brillantes de curiosidad.

—Estoy seguro de que eso deben discutirlo ellos dos —aseguró sir Henry, con frialdad—, y yo, por supuesto —añadió precipitadamente.

Eleanor hizo caso omiso de su padre.

—¿Qué? —le preguntó a Sandman.

—Me temo que es una historia bastante larga —respondió Sandman, excusándose.

—Mejor que escuchar a las hermanas Pearman cómo destrozan los arreglos que su profesor de música ha hecho de Mozart —contestó Eleanor, y cogió una silla con cara expectante.

—Querida —empezó su padre, e inmediatamente fue interrumpido.

—Papá —le contestó Eleanor con severidad—, estoy segura de que cualquier cosa que Rider quiera de Hammond no es inapropiada para los oídos de una joven, y eso es más de lo que puedo decir de las efusiones de las Pearman. ¿Rider?

Sandman se aguantó una sonrisa y explicó la historia, que dio lugar al asombro, porque ni Eleanor ni su padre habían relacionado a Charles Corday con sir George Phillips. Ya era bastante malo que la condesa de Avebury hubiese sido asesinada en la calle de al lado; ahora que parecía que el condenado había estado en compañía de Eleanor.

—Estoy segura de que es el mismo hombre —aseguró Eleanor—, aunque sólo sé que le llamaban Charlie. Pero parecía que pintaba la mayor parte de la obra.

—Probablemente era él —comentó Sandman.

—Mejor no se lo digas a tu madre —observó sir Henry con discreción.

—Pensará que estuve a punto de ser asesinada —comentó Eleanor.

—Dudo que él sea el asesino —añadió Sandman.

—Y, además, estabas acompañada, ¿verdad? —le preguntó su padre.

—Por supuesto que sí, papá. Ésta es —miró a Sandman y arqueó una ceja— una familia respetable.

—La condesa también estaba acompañada —señaló Sandman, y explicó lo de la muchacha desaparecida, Meg, y que necesitaba a las criadas para enterarse de lo que se decía sobre el destino de la servidumbre de la casa de Avebury—. El chismorreo del servicio no es algo que me guste fomentar, señor —sostuvo, y fue interrumpido por Eleanor.

—No seas tan estirado, Rider —replicó—, no hace falta que se fomente o no, simplemente ocurre.

—Pero lo cierto es que —continuó Sandman— todos los sirvientes se hablan entre ellos y si Hammond pudiese preguntar a las criadas lo que han oído…

—Entonces no te enterarás de nada —interrumpió de nuevo Eleanor.

—Querida —protestó su padre.

—¡De nada! —reiteró Eleanor, con firmeza—. Hammond es un mayordomo muy bueno y un admirable cristiano, de hecho a menudo he pensado que sería un obispo extraordinario, pero todas las criadas le temen. No, la persona a preguntar es mi criada Lizzie.

—¡No puedes implicar a Lizzie! —objetó Sir Henry.

—¿Por qué no?

—Porque no puedes —respondió su padre, incapaz de encontrar un motivo convincente—. Simplemente no está bien.

—¡Lo que no está bien es que ahorquen a Corday! No, si es inocente. ¡Y tú, papá, deberías saberlo! ¡Nunca te había visto tan horrorizado!

Sandman miró inquisitivamente a sir Henry, el cual se encogió de hombros.

—El deber me llevó a Newgate —admitió—. Descubrí que nosotros, la Comisión de Regidores, somos los patronos del verdugo, y el desgraciado nos ha solicitado un ayudante. A uno no le gusta desembolsar los fondos innecesariamente, así que dos de nosotros nos comprometimos a descubrir las demandas de su trabajo.

—¿Y ya has tomado una decisión? —preguntó Eleanor.

—Seguimos el consejo del sheriff —respondió sir Henry—. Yo me inclinaba a rechazar la petición, pero confieso que podría haber sido un mero perjuicio para el verdugo. Me impresionó que fuese un vil desgraciado, ¡un desgraciado!

—No es un empleo que atraiga a personas de calidad —señaló Eleanor, secamente.

—Botting, se llama, James Botting —sir Henry se estremeció—. La horca no es nada agradable, Rider, ¿has visto alguna vez alguna ejecución?

—He visto a hombres después de ser ahorcados —respondió Sandman, pensando en Badajoz, con su acequia empapada de sangre y sus calles llenas de gritos. El ejército británico, que había irrumpido en la ciudad a pesar de la firme defensa francesa, había infligido una terrible venganza en los habitantes y Wellington había ordenado a los verdugos que calmasen la ira de los casacas rojas—. Solíamos ahorcar a los saqueadores —le explicó a sir Henry.

—Supongo que debíais hacerlo —comentó sir Henry—. Es una muerte terrible, terrible. Pero necesaria, por supuesto, nadie discute que…

—Sí que lo hacen —añadió su hija.

—Nadie en su sano juicio lo discute —su padre corrigió su afirmación con firmeza—, pero espero no tener que presenciar otra.

—Yo debería presenciar una —declaró Eleanor.

—No seas ridícula, te lo pido —le respondió bruscamente su padre.

—¡Debería! —insistió Eleanor—. Constantemente se nos dice que el propósito de la ejecución es doble: castigar a los culpables y disuadir a los demás para que no cometan crímenes, por eso se presenta como un espectáculo público, así mi alma inmortal estaría indudablemente más segura si fuera testigo de una ejecución y no estaría predispuesta a cualquier delito que pudiera estar tentada a cometer. —Miró a su desconcertado padre y a Sandman, y se volvió hacia su padre—. ¿Estás pensando que soy una delincuente improbable, papá? Muy amable de tu parte, pero estoy segura de que la muchacha que fue ahorcada el lunes pasado era una delincuente improbable.

Sandman miró a sir Henry, quien asintió confirmándolo, a su pesar.

—Ahorcaron a una muchacha —detalló, y se quedó mirando la alfombra—, y era una cría, Rider. Sólo era una cría.

—Quizá —persistía Eleanor—, si su padre la hubiese llevado a presenciar una ejecución, entonces no hubiese cometido el delito. Es más, papá, no cumples con tu deber cristiano y de padre si no me llevas a Newgate.

Sir Henry se la quedó mirando, sin estar seguro de si se lo decía de broma; entonces miró a Sandman y se encogió de hombros como si dijera que no debían tomarse en serio a su hija.

—¿Entonces crees, Rider, que mis criadas podrían haber oído algo del paradero de esa muchacha, Meg?

—Espero que sí, señor. O que pueden preguntar a las criadas que viven en Mount Street. La casa de Avebury está a un tiro de piedra y estoy seguro de que todas las criadas de la zona se conocen.

—Seguro que Lizzie conoce a todo el mundo —afirmó Eleanor, deliberadamente.

—Querida —contestó su padre, con severidad—, éstos son asuntos delicados, no un juego.

Eleanor miró a su padre exasperada.

—Son cotilleos de criadas, papá, y Hammond está por encima de eso. A Lizzie, en cambio, le encantan.

Sir Henry se movía intranquilo.

—No hay peligro, ¿verdad? —le preguntó a Sandman.

—No lo creo, señor. Como dice Eleanor, sólo queremos saber dónde se ha ido Meg, y eso es mero cotilleo.

—Lizzie puede justificar su interés diciendo que a uno de nuestros cocheros le gustaba mucho —comentó Eleanor, con entusiasmo.

A su padre le preocupaba pensar en implicar a Eleanor, pero fue casi incapaz de rechazar a su hija. Era su única hija y su cariño hacia ella era tal que incluso le habría permitido casarse con Sandman, a pesar de la pobreza de éste y de la desgracia de su familia, pero lady Forrest tenía otras ideas. La madre de Eleanor siempre había visto a Sandman como a alguien de segunda categoría. Era cierto que cuando el compromiso original se llevó a cabo Sandman tenía la perspectiva de una riqueza considerable, suficiente como para haber convencido a lady Forrest de que sería un yerno aceptable, pero no poseía la única cosa que lady Forrest deseaba por encima de todo para su hija. No tenía ningún título y lady Forrest soñaba con que Eleanor fuese algún día duquesa, marquesa, condesa, o como mínimo, una dama. El empobrecimiento de Sandman le había dado a lady Forrest la excusa para oponerse y su marido, por toda su indulgencia hacia Eleanor, no pudo prevalecer sobre la determinación de su mujer de que su hija fuese la señora con título de escaleras de mármol, extensas hectáreas y salones de baile lo suficientemente grandes como para comandar a brigadas enteras.

Por tanto, aunque Eleanor no pudiese casarse con quien quisiera, se le permitiría pedirle a su sirvienta que hurgase en los chismorreos de Mount Street.

—Te escribiré —le prometió a Sandman—, si me dices dónde.

—A La Gavilla —contestó Sandman—, en Drury Lane.

Eleanor se levantó y, poniéndose de puntillas, le dio un beso a su padre en la mejilla.

—Gracias, papá.

—¿Por qué?

—Por dejarme hacer algo útil, aunque sólo sea para animar la propensión de Lizzie por el cotilleo, y gracias, Rider —le cogió la mano—. Estoy orgullosa de ti.

—Pensaba que siempre lo habías estado.

—Por supuesto que sí, pero es que estás haciendo algo bueno.

Le tenía la mano cogida cuando la puerta se abrió.

Lady Forrest entró. Tenía el mismo cabello rojo, la misma belleza y la misma fuerza de carácter que su hija, aunque los ojos grises de Eleanor y su inteligencia provenían de su padre. Los ojos de lady Forrest se abrieron por completo cuando vio que su hija tenía cogida la mano a Sandman, pero forzó una sonrisa.

—Capitán Sandman —le saludó con una voz que podría haber cortado el hielo—, qué sorpresa.

—Lady Forrest —Sandman consiguió hacer una reverencia, a pesar de tener una mano atrapada.

—¿Qué es lo que estás haciendo, Eleanor? —la voz de lady Forrest estaba a pocos grados de la congelación.

—Le estoy leyendo la mano a Rider, mamá.

—¡Ah! —lady Forrest se quedó intrigada inmediatamente. Temía que su hija se comprometiese con un pobre, pero se sentía totalmente atraída por la idea de las fuerzas sobrenaturales—. Nunca me lee la mía, capitán —comentó—, siempre se niega. ¿Y qué es lo que ves?

Eleanor fingió examinar la mano de Sandman.

—Veo —anunció, en tono profético— un viaje.

—A algún lugar agradable, espero —observó lady Forrest.

—A Escocia —añadió Eleanor.

—Puede ser muy agradable en esta época del año —comentó lady Forrest.

Sir Henry, más astuto que su mujer, captó la alusión a los matrimonios de Gretna Green[8].

—Ya es suficiente, Eleanor —le susurró.

—Sí, papá —Eleanor soltó la mano de Sandman y le hizo una reverencia a su padre.

—¿Y qué es lo que le trae por aquí, Rid…? —lady Forrest casi perdió el control, pero hizo una corrección a tiempo—, capitán.

—Rider, muy amablemente, me ha traído noticias de un rumor de que los portugueses podrían estar demorando el pago de sus créditos a corto plazo —sir Henry respondió por Sandman—, lo cual, debo decir, no me sorprende. Nosotros desaconsejamos la conversión, como recordarás, querida.

—Seguro que sí, querido, seguro —lady Forrest no estaba segura de nada, pero de todas maneras le satisfizo la explicación—. Ahora ven, Eleanor —le pidió—, se está sirviendo el té y estás desatendiendo a tus invitados. Ha venido lord Eagleton —le comentó a Sandman con orgullo.

Lord Eagleton era el hombre con el cual se suponía que Eleanor se iba a casar, y Sandman se estremeció.

—No conozco a su señoría —repuso con frialdad.

—No me sorprende —respondió lady Forrest—, ya que él sólo se mueve en los mejores círculos. Henry, ¿es necesario que fumes aquí dentro?

—Sí —contestó sir Henry—, lo es.

—Espero que disfrute en su visita a Escocia, capitán —concluyó lady Forrest, que condujo a su hija hacia fuera y cerró la puerta bajo el humo de cigarro.

—Escocia —repitió sir Henry con pesimismo y negó con la cabeza—. Ellos no cuelgan a tanta gente como hacemos aquí en Inglaterra y Gales. Sin embargo, me parece que el índice de asesinatos no es más alto —se quedó mirando a Sandman—. Es extraño, ¿no te parece?

—Muy extraño, señor.

—No obstante, supongo que el Departamento de Estado sabe lo que hace. —Se giró y miró en dirección a la chimenea con aire taciturno—. No es una muerte rápida, Rider, en absoluto, y sin embargo el alcaide estaba desmesuradamente orgulloso de todo el proceso. Quería nuestra aprobación e insistió en mostrarnos el resto de la prisión —sir Henry se calló, frunciendo el ceño—. ¿Sabías —continuó, después de un rato— que hay un pasillo desde la prisión hasta la Cámara de Sesiones? Así no hace falta que los presos salgan a la calle cuando van ajuicio. El Paseo de las Jaulas, le llaman, y es donde entierran a los ahorcados. Ya las mujeres, supongo, aunque la muchacha que ahorcaron fue llevada a los cirujanos para su disección. —Había estado mirando al fondo de la chimenea vacía, pero se volvió hacia Sandman—. Las losas del Paseo de las Jaulas estaban sueltas, Rider, se movían. Eso es porque las tumbas estaban debajo. Tenían barriles de cal para acelerar la descomposición. Era horrible. Indescriptiblemente horrible.

—Siento que tuviese que presenciarlo —se lamentó Sandman.

—Pensé que era mi deber —respondió sir Henry con un estremecimiento—. Estaba con un amigo y él disfrutaba indecentemente con todo. La horca es algo necesario, por supuesto, pero no debe disfrutarse, ¿verdad? ¿O es que soy demasiado escrupuloso?

—Me ha sido muy útil, sir Henry, y le estoy muy agradecido.

Sir Henry asintió.

—Deberás aguardar un día o dos antes de recibir respuesta, estoy seguro, pero esperemos que sirva de algo. ¿Ya te vas? Debes venir más por aquí, Rider, debes venir más. —Condujo a Sandman por el vestíbulo y le dio el abrigo.

Sandman se marchó, sin ni siquiera darse cuenta de si estaba lloviendo o no.

Pensaba en lord Eagleton. Eleanor no se había comportado como si estuviese enamorada de su señoría, de hecho había puesto cara de desagrado cuando oyó su nombre, y eso le daba esperanzas a Sandman. Pero entonces se preguntó qué tenía que ver el amor con el matrimonio. El matrimonio estaba relacionado con el dinero, las tierras y la respetabilidad. Significaba permanecer a salvo de la ruina financiera. Salvaguardar la reputación.

¿Y el amor? «Maldita sea», pensó Sandman, pero él estaba enamorado.

Ya no llovía, de hecho era una preciosa tarde con un excepcional cielo despejado sobre Londres. Todo parecía nítido, recién lavado, prístino. Las nubes de lluvia se habían ido hacia el oeste y el Londres de moda se echó a las calles. Carruajes descapotables, tirados por caballerías con pelaje cepillado y crines encintadas, trotaban elegantemente hacia Hyde Park para el desfile diario. Las bandas de música rivalizaban entre sí, haciendo sonar las trompetas, golpeando los tambores y pasando agitando sus cepillos. Sandman estaba totalmente ajeno a lo que le rodeaba.

Estaba pensando en Eleanor, y cuando ya no pudo extraer ninguna pista de sus intenciones en cada mirada y matiz que recordaba, se preguntó qué es lo que había conseguido aquel día. Pensaba que se había enterado de que Corday le contó casi toda la verdad, se había confirmado a sí mismo que los aburridos aristócratas jóvenes estaban entre los hombres menos educados, y había puesto en movimiento a la criada de Eleanor en busca de los rumores que circulaban, pero, en realidad, no le había servido de mucho. No podía informar de nada al vizconde de Sidmouth. Entonces, ¿qué debía hacer?

Pensaba en eso al volver a La Gavilla y bajó su ropa sucia a una mujer que cobraba un penique por camisa, y tuvo que aguantar veinte minutos hablando, o si no la señora se ofendía. Luego se cosió las botas, utilizando una aguja de marinero y piel que cogió prestada del dueño de la posada, y cuando sus botas estuvieron arregladas mínimamente se cepilló la chaqueta, intentando quitar una mancha del faldón. Reflejaba todos los inconvenientes de la pobreza, pero la falta de un criado que le mantuviese limpia la ropa era lo que más tiempo le llevaba. Tiempo. Era lo que más necesitaba, e intentó decidir qué debía hacer a continuación. «Iré a Wiltshire», se dijo a sí mismo. No quería ir porque estaba lejos, sería caro y no tenía ninguna seguridad de que encontrase a Meg, pero si esperaba a saber algo por Eleanor podría ser demasiado tarde. Existía la posibilidad, al menos, de que toda la servidumbre de la casa de Londres se hubiese trasladado a la casa de campo del conde. «Así que, vamos allá», se dijo. Si cogía el coche del correo por la mañana, llegaría a primera hora de la tarde y podría volver cogerlo al alba del día siguiente, pero se amilanó ante el gasto. Pensó en tomar una diligencia y supuso que el trayecto de ida no le costaría más de una libra; pero no le dejaría en Wiltshire antes del anochecer, encontrar la residencia de Avebury le llevaría probablemente dos o tres horas, y por tanto no era probable que llegase de día, lo que significaba que debería esperar hasta la mañana siguiente para acercarse a la casa, mientras que si usaba el coche del correo estaría en la propiedad del conde a media tarde, como mucho. Le costaría al menos el doble, pero a Corday sólo le quedaban cinco días. Contó sus monedas y deseó no haber sido tan generoso como para pagarle el almuerzo a Sally Hood; se reprendió a sí mismo por semejante pensamiento mezquino y se dirigió a la oficina de correos en Charing Cross, donde pagó dos libras y siete chelines para la última de las cuatro plazas del correo que la mañana siguiente iba hasta Marlborough.

Volvió a La Gavilla, y en la habitación trasera de la posada, entre barriles de cerveza y muebles rotos que esperaban ser reparados, lustró sus botas recién arregladas. Era un lugar oscuro y maloliente, frecuentado por las ratas y por Dodds, el recadero de la posada. Sandman, sentado en un barril de un oscuro rincón, oyó el silbido poco melodioso de Dodds y estaba a punto de saludarle cuando escuchó la voz de un extraño.

—Sandman no está arriba.

—Le he visto entrar —aseguró Dodds, con su actitud agresiva habitual.

Sandman, con mucho cuidado, se puso las botas. La voz del extraño había sido dura, y no invitaba a identificarse, sino a buscar un arma, y lo único a mano era una duela de barril. No era mucho, pero la cogió como una espada mientras se acercaba a la puerta.

—¿Has encontrado algo? —preguntó el extraño.

—Sí, este sable y también un bate de críquet —respondió otro hombre.

Sandman, todavía escondido, se inclinó hacia delante y vio a un joven con su bate y su espada del ejército. Los dos hombres habían subido y no le habían encontrado, por eso uno había bajado a buscarle mientras el otro se quedaba a registrar su habitación, y había encontrado las dos únicas cosas de valor. Sandman no podía permitir perder ninguna de las dos; debía recuperar el bate y la espada y descubrir quiénes eran aquellos dos hombres.

—Miraré en el bar —afirmó el primero.

—Tráemelo aquí —ordenó el segundo, exponiéndose a la merced de Sandman.

Porque lo único que Sandman necesitaba hacer era esperar. El primer hombre siguió a Dodds hasta la puerta del servicio y dejó al segundo en el pasillo, que había desenvainado la mitad de la espada de Sandman y miraba la inscripción en la hoja. Todavía la estaba mirando cuando Sandman salió rápidamente de la habitación trasera y le clavó la duela en los riñones como si fuese una porra. La madera se astilló con el golpe y el hombre se tambaleó hacia delante, jadeando; Sandman soltó la duela, cogió al hombre de la melena y tiró de él hacia atrás. El hombre se movió para recobrar el equilibrio, pero Sandman lo zarandeó tanto que se estampó de espaldas contra el suelo; acto seguido, le pegó una patada en la entrepierna. El hombre gritó de dolor y se retorció de agonía.

Sandman recuperó el bate y la espada, que habían caído en el pasillo. La lucha no había durado más que unos segundos y el hombre estaba quejándose y retorciéndose, incapacitado por el dolor, pero eso no significaba que no se recuperase rápidamente. Sandman temió que llevase una pistola, así que usó la funda de la espada para apartar el abrigo del hombre a un lado.

Y vio una librea negra y amarilla.

—¿Eres del Club de los Serafines? —preguntó Sandman, y el hombre dio un grito ahogado de dolor, pero la respuesta no servía de nada y Sandman no se sintió obligado a obedecer la orden. Se inclinó sobre el hombre, registró los bolsillos de su abrigo y encontró una pistola de la cual tiró, aunque con las prisas rasgó el forro del bolsillo con el percutor de la pistola—. ¿Está cargada? —le preguntó.

El hombre repitió la orden, por lo que Sandman le apuntó en la cabeza y amartilló el arma.

—Volveré a preguntar —insistió—, ¿está cargada?

—¡Sí!

—¿Y por qué estáis aquí?

—Querían que le llevásemos al club.

—¿Por qué?

—¡No lo sé! ¡Sólo nos enviaron!

Parecía lógico que el hombre no supiese más que eso, así que Sandman dio un paso atrás.

—Pues fuera —le ordenó—. Reúnete con tu amigo en el bar y dile que si quiere problemas con un soldado, deberá traer un ejército.

El hombre se giró en el suelo y miró hacia arriba con incredulidad.

—¿Puedo irme?

—Fuera —gruñó Sandman.

Vio cómo el hombre se ponía de pie y se iba cojeando por el pasillo. Entonces, ¿por qué le quería el Club de los Serafines? ¿Y por qué enviar a dos matones para ir a buscarlo? ¿Por qué no enviar una invitación?

Siguió al hombre renqueante hasta el bar, donde un grupo de clientes estaban sentados en las mesas. Un violinista ciego afinaba su instrumento en el rincón de la chimenea y levantó la mirada repentinamente, con los ojos en blanco, mientras Sally Hood daba un grito de alarma. Estaba mirando la pistola que llevaba Sandman. La levantó, apuntando con la ennegrecida boca hacia el techo, y los dos hombres captaron la indirecta y huyeron. Sandman bajó con cuidado el trabuco y se lo puso bajo el cinturón, mientras Sally corría a través de la habitación.

—¿Qué está pasando? —le preguntó, agarrándole el brazo con ansiedad.

—No pasa nada, Sally —respondió Sandman.

—Oh, maldita sea, sí que pasa —gimió ella, mirando detrás de él, con los ojos como platos, y Sandman oyó cómo amartillaban una pistola.

Se quitó de encima la mano de Sally y se giró para ver una pistola de cañón largo apuntándole entre ceja y ceja. El Club de los Serafines no había enviado a dos hombres para buscarle, sino a tres, y el tercero, sospechó Sandman, era el más peligroso de ellos, porque era el sargento Berrigan, el que fuera soldado del primero de infantería de Su Majestad. Allí estaba, sentado en un reservado, sonriendo de oreja a oreja, y Sally volvió a cogerle el brazo a Sandman y profirió un leve gemido.

—Es como los carabineros franceses, capitán —comentó el sargento Berrigan—. Si no te deshaces de esos cabrones a la primera, seguro que volverán a atraparte.

Y Sandman estaba atrapado.