Sandman llegó a Bunhill Row justo antes de que los relojes de la ciudad dieran las tres; el tañido de las campanas ahogaba momentáneamente el sonido del bate contra la bola, las ovaciones y los aplausos de los espectadores. Parecía un gran gentío y, a juzgar por los gritos, un buen partido. El guardián le hizo señas de que entrase.
—No necesito tus seis peniques, capitán.
—Deberías, Joe.
—Sí, y tú deberías estar jugando, capitán.
Joe Mallock, guardián de Artillery Ground, había bateado para los mejores clubes de Londres antes de que los dolores en las articulaciones le dejasen débil, y recordaba bien uno de sus últimos partidos, cuando un joven oficial del ejército, poco más que un crío, había bateado su lanzamiento fuera de los jardines de New Road, en Marylebone.
—Hace demasiado que no te vemos batear, capitán.
—Ya no soy un jovencito, Joe.
—¿Que ya no eres un jovencito, muchacho? ¡Ya no eres un jovencito, dices! Si ni siquiera has cumplido los treinta. Venga, entra. Lo último que he oído es que Inglaterra llevaba cincuenta y seis carreras, con sólo cuatro de una vez. ¡Te necesitan!
Una escandalosa burla le valió la entrada, mientras caminaba hasta la línea del terreno de juego. El once del marqués de Canfield jugaba contra el equipo de Inglaterra, y a uno de los jugadores de campo del marqués se le había escapado una bola fácil; en esos momentos soportaba el desprecio de la multitud. «¡Patoso! —gritaban—. ¡Dadle un cubo!»
Sandman miró el marcador y vio que Inglaterra, en la segunda entrada, ganaba sólo por dieciséis carreras y aún le quedaban cuatro bateadores. La mayoría del público animaba al once de Inglaterra y recibió con gran ovación un buen golpe que envió rápidamente la bola hacia el otro extremo del campo. El lanzador del marqués, un gigante barbudo, escupió en el césped y levantó la mirada al cielo, como si no oyese los gritos del público. Sandman miró al bateador, Budd, caminar hasta la portería[5] y apisonar una pequeña parcela de fina hierba.
Sandman se paseó por delante de los carruajes aparcados frente al terreno de juego. El marqués de Canfield, de barba y cabello blancos, que estaba instalado con un telescopio en un landó, le saludó secamente con la cabeza y deliberadamente apartó la mirada. Un año antes, antes de la desgracia del padre de Sandman, el marqués le habría llamado para saludarlo, habría insistido en compartir unos momentos de charla y le habría rogado que jugase en su equipo, pero en el presente el nombre de Sandman tenía mala reputación y el marqués le había evitado a propósito. Pero entonces, desde lejos, y como si de una recompensa se tratase, una mano se agitaba vigorosamente desde otro carruaje y una ansiosa voz le saludaba a gritos.
—¡Rider! ¡Aquí! ¡Rider!
La mano y la voz eran de un joven alto y desgreñado, extremadamente delgado, muy huesudo, desgarbado y vestido de negro que fumaba una pipa de porcelana de la que le iba cayendo ceniza en el chaleco y la chaqueta. Su cabello rojo necesitaba un buen par de tijeras, ya que le caía sobre la cara de nariz larga y a los lados de un cuello amplio y pasado de moda.
—Baja la escala del carruaje —le ordenó—, venga, sube. Llegas tardísimo. Heydell ha marcado treinta y cuatro en la primera entrada y ellos también han anotado bastante. ¿Qué tal estás, amigo mío? Fowkes está lanzando bastante bien, pero falla un poco en el juego exterior. Budd está bateando, y aquél que acaba de entrar se llama Fellowes y no sé nada de él. Deberías estar jugando. Tú también estás pálido. ¿Ya comes como es debido?
—Como —respondió Sandman—, ¿y tú?
—«Dios me protege, en su inmensa sabiduría Él me protege.» —El reverendo lord Alexander Pleydell se recostó en su asiento—. Ya veo que mi padre te evita.
—Me ha saludado con la cabeza.
—¿Ah, sí? ¡Ah! Qué elegancia. ¿Es cierto que jugaste para sir John Hart?
—Jugué y perdí —contestó Sandman con amargura—. Estaban sobornados.
—¡Querido Rider! ¡Te advertí acerca de sir John! El hombre no es más que codicia. Sólo te quería para que jugaras y todo el mundo pensara que su equipo era incorruptible, y funcionó, ¿no es así? Espero que te pagara bien, porque debió de ganar bastante dinero contigo. ¿Quieres un poco de té? Por supuesto que quieres. Me parece que le diré a Hughes que nos traiga té y un poco de pastel del puesto de la señora Hillman, ¿vale? Budd está mejor que nunca, ¿verdad? ¡Menudo bateador está hecho! ¿Has cogido alguna vez su bate? ¡Es un garrote, una porra! ¡Oh, bien hecho! ¡Bien golpeado! ¡Duro con ellos, duro con ellos! —estaba animando a Inglaterra en voz bien alta, para que su padre, cuyo equipo era el adversario, lo oyese—. ¡Estupendo! ¡Bien hecho! Hughes, querido amigo, ¿dónele estás?
Hughes, el criado de lord Alexander, se acercó al carruaje.
—¿Milord?
—Saluda al capitán Sandman, Hughes, y creo que nos atreveremos con el té de la señora, ¿verdad? Y quizá un trozo de su pastel de albaricoque —le puso unas monedas en la mano—. ¿Qué dicen las apuestas, Hughes?
—Sin duda favorecen al once de su padre, milord.
Lord Alexander le puso dos monedas más en la mano.
—El capitán Sandman y yo apostaremos una guinea cada uno a favor de Inglaterra.
—No puedo permitirme tal cosa —protestó Sandman—, y, además, detesto jugarme el dinero en el críquet.
—No seas pedante —le acusó lord Alexander—, no estamos sobornando a los jugadores, sino arriesgando el dinero al reconocerles su habilidad. Estás pálido de verdad, Rider, ¿estás enfermo? ¿Cólera, a lo mejor? ¿La peste? ¿La tisis, quizá?
—Fiebre de prisión.
—¡Amigo mío! —Lord Alexander parecía aterrorizado—. ¿Fiebre de prisión? Por Dios, siéntate.
El carruaje se balanceó cuando Sandman se sentó al lado de su amigo. Habían ido a la misma escuela, donde se habían hecho amigos inseparables y donde Sandman, que siempre había destacado en los juegos y era uno de los héroes de la escuela, había protegido a lord Alexander de los bravucones que creían que el pie deforme de su señoría le convertía en objeto de ridículo. Sandman, al dejar la escuela, había conseguido una comisión en infantería, mientras que lord Alexander, segundo hijo del marqués de Canfield, se había ido a Oxford, donde había conseguido dos matrículas de honor durante el primer año en el que se premiaban.
—No me digas que has estado preso —reprendió a Sandman.
Éste sonrió y le enseñó la carta del Departamento de Estado; después le describió la mañana, aunque la narración de su historia era interrumpida constantemente por las exclamaciones de elogio o burla que lord Alexander dirigía a los jugadores, muchas de las cuales con la boca llena de pastel de albaricoque de la señora Hillman, que su señoría reducía a un montón de migas que se mezclaban con la ceniza del chaleco. Al lado de su silla tenía una bolsa llena de pipas de porcelana, y tan pronto como se llenaba una, cogía otra y le daba a la piedra de lumbre. Las chispas de la piedra saltaban sobre su chaqueta y sobre el asiento de piel del carruaje, donde se apagaban mientras su señoría daba caladas a la pipa.
—Debo decir —comentó cuando hubo considerado el relato de Sandman— que creo bastante improbable que el joven Corday sea culpable.
—Pero ha sido procesado.
—¡Mi querido Rider! ¡Mi querido, querido Rider! Rider, Rider, Rider. ¡Rider! ¿Has asistido alguna vez a las sesiones de Old Bailey? Por supuesto que no, has estado demasiado ocupado calentando a los franceses, pobre desdichado. Pero me atrevo a decir que en una semana esos cuatro jueces liquidan un centenar de casos. ¿Cinco al día, cada uno? A menudo son más. ¡La gente no tiene un juicio de verdad; los arrastran por el túnel desde Newgate, llegan parpadeando a la Cámara de Sesiones, son golpeados como animales y deben caminar con grilletes! ¡No hay justicia!
—Son defendidos, supongo.
Lord Alexander miró a su amigo con cara indignada.
—Los juicios no son tu consejo de guerra, Rider. ¡Esto es Inglaterra! ¿Qué abogado defenderá a un joven sin un céntimo acusado de robar ovejas?
—Corday no está sin un céntimo.
—Pero apuesto a que no es rico. Por Dios, Rider, la mujer fue encontrada desnuda, bañada en sangre y con su espátula clavada en el cuello.
A Sandman, que miraba a los bateadores anotar un tanto rápido después de que un golpe poco elegante enviase la bola a la portería contraria, le hizo gracia que su amigo supiese los detalles del crimen de Corday, lo que daba a entender que lord Alexander, cuando no estaba entre volúmenes de filosofía, teología y literatura, hojeaba los periódicos del vulgo que describían los crímenes más violentos del país.
—Entonces estás sugiriendo que Corday es culpable —insinuó Sandman.
—No, Rider, estoy sugiriendo que parece culpable, que es diferente. Y en cualquier sistema de justicia respetable podríamos concebir maneras de distinguir entre la apariencia y la realidad de la culpabilidad. Pero no en la sala de sir John Silvester. El hombre es un animal, un animal inconsciente. ¡Oh, bien bateado, Budd, bien bateado! ¡Corre, hombre, corre! ¡No te entretengas! —Su señoría cogió otra pipa y se dio lumbre—. Todo el sistema —farfulló entre caladas— es pernicioso. ¡Pernicioso! Sentencian a cien personas a la horca, pero sólo matan a diez porque al resto le han conmutado las sentencias. ¿Y cómo consigues una conmutación? Pues haciendo que un hacendado, un clérigo o un noble firmen la petición. ¿Y qué pasa si no conoces a gente tan elevada? Pues que te colgarán. Te colgarán. ¡Imbécil! ¡Imbécil! ¿Has visto eso? ¡Han eliminado a Fellowes, por Dios! ¡Menudo bateador! ¡Cierra los ojos y le intenta dar! Deberían colgarlo. ¿Ves, Rider, lo que está pasando? La sociedad, o sea, la gente respetable, tú y yo, bueno, al menos tú, ha ideado una manera de mantener a las clases bajas controladas. Les hacemos depender de nuestra piedad y nuestra bondadosa amabilidad. Les condenamos a la horca, después les perdonamos la vida y se supone que deben estarnos agradecidos. ¡Agradecidos! Es pernicioso. —Lord Alexander estaba completamente exaltado. Se frotaba las largas manos con nerviosismo y el pelo, bastante alborotado, se despeinaba aún más—. Esos condenados tories… —miró a Sandman, incluyéndolo en su condena—. ¡Es completamente pernicioso! —Frunció el ceño un instante y le vino una feliz idea a la cabeza—. ¡Tú y yo, Rider, asistiremos a una ejecución!
—¡No!
—Es tu deber, amigo mío. Ahora que eres un funcionario de este opresivo Estado, deberías saber qué brutalidad les espera a esas almas inocentes. Escribiré al alcaide de Newgate y solicitaré que tengamos acceso privilegiado en la próxima ejecución. Oh, cambian al lanzador. Dicen que ese tipo la lanza con astucia. ¿Vendrás a cenar conmigo esta noche?
—¿En Hampstead?
—Por supuesto, en Hampstead —respondió lord Alexander—, allí es donde como y duermo, Rider.
—Entonces, no.
Lord Alexander suspiró. Había intentado desesperadamente convencer a Sandman para que se mudase a su casa, y éste había estado tentado, porque el padre de lord Alexander, a pesar de estar en desacuerdo con los pensamientos radicales de su hijo, le pasaba una mensualidad que le permitía disfrutar de un carruaje, establos, criados y de una excepcional biblioteca, pero Sandman había aprendido que pasar más de unas cuantas horas en compañía de su amigo era acabar discutiendo amargamente. Era mejor, mucho mejor, ser independiente.
—Vi a Eleanor el sábado pasado —comentó lord Alexander con su falta de tacto habitual.
—Espero que esté bien.
—Estoy seguro que sí, pero creo que no se lo pregunté. Pero, entonces, ¿por qué debería uno preguntar? Parece tan redundante… Obviamente no se estaba muriendo, tenía buen aspecto, así que ¿por qué debía preguntar? ¿Recuerdas los Principios de Paley?
—¿Es un libro? —preguntó Sandman, que obtuvo a cambio una miraba de incredulidad—. No lo he leído —añadió precipitadamente.
—¿Qué has estado haciendo con tu vida? —recriminó lord Alexander con irritación—. Te lo dejaré, pero sólo para que entiendas los viles argumentos que se dan en favor del patíbulo. ¿Sabías que —lord Alexander recalcó sus palabras golpeando a Sandman con la boquilla de la pipa— Paley aprobaba ahorcar a inocentes con las engañosas premisas de que la pena capital es una necesidad, de que los errores no se pueden evitar en un mundo imperfecto y de que, además, los que no tienen culpa sufren para que la sociedad sea más segura? Los inocentes que son ejecutados así se convierten en un sacrificio inevitable, por no decir lamentable. ¿Puedes dar crédito a semejante argumento? ¡Deberían haber colgado a Paley por eso!
—Era clérigo, creo —señaló Sandman, aplaudiendo un toque sutil que envió a un jugador de campo a correr hacia la línea que daba a Chiswell Street.
—Por supuesto que era clérigo, pero ¿qué tiene que ver con eso? Yo soy clérigo. ¿Es que eso da a mis argumentos poder divino? A veces eres absurdo. —Lord Alexander había roto la boquilla de la pipa mientras azuzaba a su amigo y tuvo que encender otra—. Reconozco que Thomas Jefferson trata el mismo tema, por supuesto, pero su argumento me parece más elegante que el de Paley.
—Es significativo —insinuó Sandman— que Jefferson sea uno de tus héroes y sea incapaz de hacer nada mal.
—Soy más crítico de lo que crees —contestó su amigo, de mal humor—, e incluso debes admitir que Jefferson tiene razones políticas para sus ideas.
—Lo que hace que sean más censurables —replicó Sandman—. Te estás quemando.
—Es cierto. —Lord Alexander se sacudió la chaqueta—. Eleanor preguntó por ti, que yo recuerde.
—¿Ah, sí?
—¿No te lo acabo de decir? Y le dije que sin duda estabas en buena forma. Oh, bien golpeado, bien golpeado. ¡Budd batea casi tan fuerte como tú! Nos vimos en el Egyptian Hall. Había una conferencia sobre —calló, frunciendo el ceño mientras miraba al bateador—, válgame Dios, he olvidado por qué fui, pero Eleanor estaba con el doctor Vaux y su esposa. Dios mío, ese hombre es imbécil.
—¿Vaux?
—¡No, el bateador nuevo! ¡No sirve de nada pegar con el bate al aire! ¡Batea, hombre, batea, está hecho para eso! Eleanor tenía un mensaje para ti.
—¿Ah, sí? —El pulso de Sandman se aceleró. Su compromiso con Eleanor se había roto, pero todavía estaba enamorado de ella—. ¿Qué?
—¿Qué? —lord Alexander frunció el ceño—. Se me ha ido de la cabeza, Rider, se me ha ido completamente. Por Dios. Pero no debió de ser nada importante. No era importante para nada. Y en cuanto a la condesa de Avebury… —se encogió de hombros, evidentemente incapaz de expresar ninguna opinión sobre la mujer asesinada.
—¿Qué pasa con la señora? —preguntó Sandman, sabiendo que sería inútil hacerle recordar el mensaje de Eleanor.
—¡Señora! ¡Ja! —La exclamación de lord Alexander fue tan alta que atrajo la mirada de un centenar de espectadores—. Aquella bruja —soltó, y entonces recordó que era sacerdote—. Pobre mujer, aunque fue trasladada a un sitio más agradable, sin duda. Si alguien la quería muerta, creo que sería su marido. ¡Al condenado le pesarían demasiado los cuernos!
—¿Crees que la mató el conde? —preguntó Sandman.
—Estaban separados, Rider, ¿no es eso un indicio?
—¿Separados?
—Pareces sorprendido. ¿Puede uno preguntarse la razón? La mitad de los maridos de Inglaterra parecen estar separados de sus mujeres. No es una situación poco común.
Sandman estaba sorprendido porque podría haber asegurado que Corday le había dicho que el conde había encargado el retrato de su esposa, pero ¿por qué iba a hacer tal cosa si estaban separados?
—¿Estás seguro de que estaban separados?
—Lo sé de buena fuente —respondió lord Alexander a la defensiva—. Soy amigo del hijo del conde. Christopher, así se llama, y es un hombre de lo más cordial. Estaba en Brasenose cuando yo estaba en Trinity.
—¿Cordial? —preguntó Sandman. Parecía una palabra extraña.
—¡Oh, mucho! —respondió Alexander, enérgicamente—. Recuerdo que estudió una carrera extremadamente respetable y se marchó con Lasalle a la Sorbona. Su campo es la etimología.
—¿Los bichos?
—Las palabras, Rider, las palabras —lord Alexander miró al cielo ante la ignorancia de Sandman—. El estudio del origen de las palabras. Siempre he pensado que no es un campo serio, pero Christopher parecía creer que había trabajo que hacer. La muerta, por cierto, era su madrastra.
—¿Te habló de ella alguna vez?
—Hablábamos de cosas serias —respondió Alexander en tono reprobatorio—, pero, naturalmente, en el curso de cualquier charla, uno se enteraba de trivialidades. Te puedo decir que había poco amor en esa familia. El padre despreciaba al hijo, odiaba a su esposa, ésta detestaba a su marido y el hijo estaba amargamente predispuesto contra los dos. Debo decir que los condes de Avebury son un claro ejemplo de los peligros de la vida familiar. ¡Oh, bien golpeado! ¡Bien golpeado! ¡Qué bueno! ¡Bien hecho! ¡Corre, corre!
Sandman aplaudió al bateador y sorbió el té que le quedaba.
—Me sorprende saber que los condes estuviesen separados —observó—, porque Corday afirma que el conde encargó el retrato. ¿Por qué iba a hacer tal cosa si estaban separados?
—Eso debes preguntárselo a él —contestó lord Alexander—, aunque si te sirve de algo, creo que Avebury, aunque celoso, todavía estaba enamorado de ella. Ella era una renombrada belleza y él es un renombrado imbécil. Ojo, Rider, que yo no acuso a nadie. Tan sólo afirmo que si alguien quería a la dama muerta, podía ser su marido perfectamente, aunque dudo que le diera el golpe fatal él mismo. Incluso Avebury es lo suficientemente sensato como para haber contratado a alguien para hacer el trabajo sucio. Con lo cual es un mártir. ¡Oh, buen golpe! ¡Buen golpe! ¡Duro con ellos! ¡Duro con ellos!
—¿Su hijo todavía está en París?
—Volvió. Lo veo de tanto en tanto, aunque no tenemos tanto trato como cuando estábamos en Oxford. ¡Mira eso! ¡Juguetea con el bate! ¡De qué sirve atizar a las bolas!
—¿Podrías presentármelo?
—¿El hijo de Avebury? Supongo que sí.
El partido acabó a las ocho y media pasadas, cuando el equipo del marqués, que sólo necesitaba noventa y tres carreras para ganar, se vino abajo. Su derrota complació a lord Alexander, pero hizo sospechar a Sandman que otra vez el soborno había arruinado el juego. No podía probarlo, y lord Alexander se burló de la sospecha y no quiso saber nada cuando Sandman intentó rechazar sus ganancias de las apuestas.
—Por supuesto que te lo quedas —insistió lord Alexander—. ¿Aún te hospedas en La Gavilla? ¿Sabes que es una taberna de germanía?
—Lo sé ahora —admitió Sandman.
—¿Por qué no cenamos allí? Así aprenderé algo de su popular germanía, aunque supongo que toda germanía es popular. ¿Hughes? Manda traer los caballos del carruaje, y dile a Williams que nos vamos a Drury Lane.
La germanía era el argot de los delincuentes de Londres y la etiqueta con la que se conocía su lenguaje. Nadie robaba carteras, sino que se pulía algo, desplumaba un pavo o pegaba el tirón. La prisión era el encierro o estar a la sombra, Newgate era la Taberna de la Cabeza del Rey y sus carceleros los grilleros. Un buen hombre era un ostentoso bribón y su víctima un mudo. A lord Alexander lo consideraron un mudo, pero uno genial. Aprendió el argot y pagó por las palabras comprando cerveza y ginebra, y no se marchó hasta pasada la medianoche. Fue entonces cuando Sally Hood volvía a casa del brazo de su hermano, ambos borrachos, y pasaron por delante de lord Alexander, que estaba apoyado en su carruaje, el cual creía que era realmente un purasangre y sus linternas un par de luceros. Se aguantaba de pie sujetándose a una rueda, cuando Sally pasó a toda prisa. Se la quedó mirando boquiabierto.
—Estoy enamorado, Rider —declaró a voz en grito.
Sally miró hacia atrás y le dedicó a Sandman una deslumbrante sonrisa.
—No estás enamorado, Alexander —rectificó Sandman, con firmeza.
Lord Alexander siguió mirando a Sally hasta que desapareció tras la puerta principal de La Gavilla.
—Estoy enamorado —insistió lord Alexander—. He sido alcanzado por la flecha de Cupido. Estoy prendado. Soy un enamorado.
—Lo que eres es un clérigo muy borracho, Alexander.
—Soy un clérigo muy borracho enamorado. ¿Conoces a la dama? ¿Puedes conseguirme una cita? —Se tambaleó hacia Sally, pero su pie deforme resbaló con los adoquines y cayó cuan largo era—. ¡Insisto, Rider! —gritó desde el suelo—. Insisto en presentar mis respetos a la dama. Deseo casarme con ella.
En realidad, estaba tan borracho que no se tenía en pie, pero Sandman, Hughes y el cochero consiguieron colocar a su señoría en su carruaje y, con sus luceros titilantes, se marchó trotando en dirección norte.
Llovía a la mañana siguiente y todo Londres parecía estar de mal humor. Sandman tenía dolor de cabeza, ardor de estómago y el recuerdo de lord Alexander cantando la canción de la horca que le habían enseñado en el bar.
Y ahora me voy al infierno, me voy al infierno,
y es lo mejor, es lo mejor.
Si te vas allí a vivir, allí a vivir,
maldice tus ojos.
Tenía la melodía grabada en la memoria y no podía quitársela de la cabeza mientras se afeitaba y cuando se preparaba té en el fuego de la habitación trasera, donde a los inquilinos se les permitía hervirse el agua. Sally entró corriendo, con el pelo despeinado, pero con el vestido ya abrochado. Se sirvió una taza de agua y la alzó en fingido brindis.
—El desayuno —le anunció a Sandman, y sonrió—. He oído que estaba muy alegre anoche.
—Buenos días, señorita Hood —gruñó Sandman.
Ella se echó a reír.
—¿Quién era aquel tipo tullido con el que estaba?
—Es amigo mío —respondió Sandman—, el reverendo lord Alexander Pleydell, Maestro en las Artes, el segundo hijo de los marqueses de Canfield.
Sally se quedó mirando a Sandman.
—Me está engañando.
—Le prometo que no.
—Dijo que se había enamorado de mí.
Sandman esperaba que ella no hubiese oído nada.
—Y sin duda esta mañana, señorita Hood —aseguró—, cuando esté sobrio, seguirá enamorado de usted.
Sally se rió del tacto de Sandman.
—¿De verdad es reverendo? No viste como tal.
—Recibió las órdenes cuando dejó Oxford —explicó Sandman—, pero me parece que más bien lo hizo para enojar a su padre. O quizá, por aquel entonces, deseaba convertirse en miembro de su universidad. Pero nunca se ha ganado la vida. No necesita ninguna parroquia ni ningún otro tipo de trabajo, porque su padre es rico. Dice que está escribiendo un libro, pero no he visto nada al respecto.
Sally se bebió el agua e hizo una mueca de asco, por el sabor. «¿Un reverendo rico tullido?», pensó por un momento, y sonrió con malicia.
—¿Está casado?
—No —respondió Sandman, sin añadir que Alexander se enamoraba regularmente de cualquier dependienta guapa que viese.
—Bueno, podía vivir en un infierno con alguien mucho peor que un clérigo lisiado, ¿no? —observó Sally, y suspiró mientras el reloj daba las nueve—. Ay, Señor, llego tarde. A ese cabrón para el que trabajo le gusta empezar temprano. —Se fue corriendo.
Sandman se puso el sobretodo y se marchó hacia Mount Street. A investigar, le había animado Alexander, y eso haría. Tenía seis días para descubrir la verdad, y decidió que empezaría con la criada desaparecida, Meg. Si ella existía, ya que en aquella húmeda mañana Sandman dudaba de la historia de Corday, podría acabar con su confusión al afirmar o desmentir la historia del pintor. Subió a toda prisa por New Bond Street, pero entonces se dio cuenta de que debía pasar por delante de la casa de Eleanor en Davies Street, y como no quería que nadie pensara que estaba siendo importuno, la evitó dando un largo rodeo, con lo cual, al llegar a la casa en Mount Street donde había tenido lugar el asesinato, estaba empapado hasta los huesos.
Fue bastante sencillo saber cuál era la casa de ciudad del conde de Avebury, porque incluso con ese tiempo y a pesar de los pocos peatones, una vendedora de periódicos se guarecía bajo una lona, en un esfuerzo de pregonar sus mercancías justo delante de la casa del asesinato.
—La historia de un asesinato, señor —le ofreció a Sandman—, por sólo un penique. Un horrible asesinato, señor.
—Dame uno.
Sandman esperó mientras ella intentaba sacar un ejemplar de su bolsa de lona, después subió los escalones y llamó a la puerta principal. Las ventanas de la casa estaban con los postigos cerrados, pero eso significaba poco. Mucha gente, que se quedaba en Londres fuera de temporada, cerraba los postigos para aparentar que se había ido al campo, aunque parecía que la casa estaba realmente vacía, ya que la llamada de Sandman no sirvió de nada.
—No hay nadie en la casa —comentó la mujer que vendía los periódicos—, no ha habido nadie desde el asesinato, señor.
Un barrendero que pasaba, atraído por el golpeteo de Sandman, se había acercado a la casa y también confirmaba que estaba vacía.
—¿Pero es ésta la casa del conde de Avebury? —preguntó Sandman.
—Sí, señor, así es —el barrendero, un niño de unos diez años, esperaba una propina—, y está vacía, su señoría.
—Había una criada aquí —señaló Sandman— que se llamaba Meg. ¿La conocías?
El barrendero negó con la cabeza.
—No conozco a ninguna, señoría.
Otros dos muchachos, ambos pagados para barrer el estiércol de caballo de las calles, se habían unido al barrendero.
—Se marcharon —comentó uno de ellos.
Un sereno, con su bastón de vigilante, se quedó mirando a Sandman boquiabierto, pero no intervino, y justo entonces la puerta principal de la casa de al lado se abrió y apareció en la entrada una mujer de mediana edad, vestida con poca gracia. Tembló debido a la lluvia, miró con nerviosismo a la pequeña multitud que se congregaba frente a la puerta de sus vecinos y sacó un paraguas.
—¡Señora! —la llamó Sandman—. ¡Señora!
—¿Señor? —La ropa de la mujer indicaba que era una sirvienta, quizás un ama de llaves.
Sandman dejó atrás al pequeño grupo y se quitó el sombrero.
—Perdone, señora, pero el vizconde de Sidmouth me ha encargado que investigue los tristes acontecimientos que aquí ocurrieron. —Hizo una pausa y la mujer le miró boquiabierta mientras la lluvia bajaba chorreando por los bordes del paraguas, aunque parecía impresionada por la mención de un vizconde, por eso Sandman le había hablado de ello—. ¿Es cierto, señora —continuó—, que había una criada llamada Meg en la casa?
La mujer miró atrás hacia la puerta cerrada como si buscase una escapatoria, pero entonces asintió.
—Sí que la había, señor, sí que la había.
—¿Sabe dónde está?
—Se marcharon, señor. Todos, señor.
—Pero ¿adónde?
—Creo que se marcharon al campo, señor —le hizo una reverencia, esperando, evidentemente, que eso le haría marcharse.
—¿Al campo?
—Se marcharon de aquí, señor. Y el conde, señor, tiene una casa en el campo, señor, cerca de Marlborough, señor.
No sabía nada más. Sandman la presionó, pero cuanto más la interrogaba, menos segura estaba de lo que le acababa de decir. De hecho, sólo estaba segura de una cosa, de que los cocineros, lacayos, cocheros y criadas de la condesa se habían marchado todos y ella pensaba, pero no lo sabía con certeza, que debían de haberse ido a la casa de campo del conde cerca de Marlborough.
—Eso es lo que le he dicho —afirmó uno de los muchachos barrenderos—, se marcharon.
—Su señoría se marchó —comentó el vigilante, y se echó a reír—; se la cargaron y se marchó.
—Lea todo sobre el asunto —añadió la vendedora de periódicos con optimismo.
Parecía evidente que había poco más que saber en Mount Street, así que Sandman se marchó. ¡Meg existía! Eso confirmaba parte de la historia de Corday, pero sólo parte, porque el aprendiz de pintor podía haber cometido el asesinato mientras la criada estaba fuera de la habitación. Sandman pensó en la afirmación del portero de Newgate de que todos los criminales mienten y se preguntó si no estaba siendo imperdonablemente ingenuo al dudar de la culpabilidad de Corday. Después de todo, el desgraciado muchacho había sido procesado y condenado, y aunque lord Alexander podía burlarse de la justicia inglesa, a Sandman le costaba ser tan desdeñoso. Había pasado la mayor parte de la última década luchando por su país contra una tiranía que lord Alexander celebraba. Había un retrato de Napoleón colgado en casa de su amigo, junto con otros de George Washington y Thomas Paine. Le parecía que a lord Alexander no le gustaba nada de lo inglés, mientras que lo extranjero era preferible, y ni siquiera toda la sangre que había caído de la guillotina le convencería nunca de que libertad e igualdad eran incompatibles, un punto de vista extremadamente obvio para Sandman. Por tanto, parecía que estaban condenados a discrepar. Lord Alexander Pleydell lucharía por la igualdad mientras que Sandman creía en la libertad; para éste era impensable que un inglés nacido libre no tuviese un juicio justo, y eso es precisamente lo que su nombramiento como investigador le animaba a pensar. Era más cómodo pensar que Corday era un mentiroso, aunque Meg existía indudablemente y su existencia ponía en duda la fuerte creencia que Sandman tenía en la justicia británica.
Iba caminando hacia el este por los jardines de Burlington, pensando en tales asuntos y sólo medio consciente del traqueteo de los carruajes que salpicaban bajo la lluvia, cuando vio que el final de la calle estaba bloqueado por los carros y el andamiaje de un cantero, así que giró por Sackville Street, donde tuvo que andar por la alcantarilla porque una pequeña multitud se concentraba bajo el toldo de la joyería Gray. La mayoría se resguardaba de la lluvia, pero algunos estaban admirando los rubíes y zafiros de un magnífico collar expuesto dentro de una caja dorada en el escaparate de la tienda. Gray… El nombre le recordaba algo, así que se paró en la calle y miró hacia arriba, por encima del toldo.
—¿Te quieres suicidar? —gruñó un carretero a Sandman, y tiró de las riendas.
Sandman hizo caso omiso del hombre. Corday le había dicho que el estudio de sir George Phillips estaba allí, pero no podía ver nada en las ventanas sobre la tienda. Dio un paso atrás y encontró una entrada a un lado de la tienda, claramente separada del negocio de joyas, pero ninguna placa anunciaba quién vivía o comerciaba tras la puerta pintada de verde brillante con una aldaba de latón bien pulido. Un mendigo con una sola pierna estaba sentado en la entrada, con la cara desfigurada por llagas.
—¿Le presta una moneda a un soldado viejo, señor?
—¿Dónde sirvió? —preguntó Sandman.
—En Portugal, señor, España, señor, y Waterloo, señor. —El mendigo se dio unas palmaditas en el muñón—. Perdí la pierna en Waterloo, señor. Estuve en toda la guerra, señor.
—¿En qué regimiento?
—En artillería, señor. Soy artillero, señor. —En esos momentos parecía más nervioso.
—¿Qué batallón y qué compañía?
—El octavo batallón, señor —el mendigo se sentía totalmente incómodo y su respuesta no era convincente.
—¿Qué compañía? —preguntó Sandman—. ¿Y con qué comandante?
—¿Por qué no lo dejamos? —gruñó el hombre.
—No estuve mucho en Portugal —le informó Sandman—, pero luché por España y estuve en Waterloo. —Levantó la aldaba de latón y llamó con fuerza—. Lo pasamos bastante mal en España —continuó—, pero Waterloo fue con diferencia lo peor, y siento compasión por todos los que lucharon allí. —Volvió a llamar—. ¡Pero puedo enfadarme, enfadarme mucho —su mal genio afloraba— con aquéllos que dicen que han luchado allí y no lo hicieron! ¡Me molesta en extremo!
El mendigo se alejó apresuradamente de la ira de Sandman; justo entonces la puerta verde se abrió y un paje negro de trece o catorce años retrocedió ante la salvaje cara de Sandman. Debió de pensar que la cara significaba problemas, porque intentó cerrar la puerta, pero Sandman consiguió poner la bota. Detrás del muchacho había un corto y elegante pasillo y después unas escaleras estrechas.
—¿Es éste el estudio de sir George Phillips? —preguntó Sandman.
El paje, que llevaba una librea gastada y una peluca que necesitaba urgentemente ser empolvada, tiraba de la puerta, pero no podía hacer nada ante la mayor fuerza de Sandman.
—Si no tiene una cita, entonces no es bienvenido —dijo el muchacho.
—Tengo una cita.
—¿De verdad? —El sorprendido muchacho soltó la puerta, haciendo que Sandman tropezase al abrirse del todo—. ¿De verdad? —volvió a preguntar.
—Tengo una cita —respondió Sandman, presuntuoso— vengo de parte del vizconde de Sidmouth.
—¿Quién es, Sammy? —bramó una voz desde el piso de arriba.
—Dice que viene de parte del vizconde de Sidmouth.
—¡Entonces deja que suba! ¡Deja que suba! No somos demasiado orgullosos para pintar a políticos. A esos cabrones les cobramos más.
—¿Le guardo la chaqueta, señor? —preguntó Sammy, haciéndole una reverencia mecánica.
—Me la dejo puesta.
Sandman entró en el pasillo, que era diminuto, pero sin embargo decorado con un moderno papel a rayas e iluminado por una pequeña araña. Los ricos patrones de sir George eran recibidos por un paje uniformado y una entrada alfombrada, pero al subir las escaleras la elegancia era mancillada por el hedor a aguarrás, y en la habitación de arriba, que se suponía tan elegante como la entrada, reinaba el desorden. La habitación era un salón en el que sir George podía mostrar sus pinturas acabadas y atraer a futuros clientes, pero se había convertido en un vertedero de obras a medio acabar, de paletas de pintura reseca, de un pastel de ave abandonado que se había hecho una pasta, de pinceles viejos, de trapos y de un montón de ropa de hombre y de mujer. Un segundo tramo de escaleras subía hasta el último piso y Sammy le indicó a Sandman que subiese.
—¿Quiere café, señor? —preguntó, yendo hacia una entrada con cortina que obviamente escondía una cocina—. ¿O té?
—Té, por favor.
El techo del último piso había sido eliminado para abrir la larga habitación a las vigas del ático y las claraboyas se habían colocado en el tejado, por lo que Sandman parecía estar subiendo hacia la luz. La lluvia golpeteaba las tejas y goteaba lo suficiente como para tener cubos por todo el estudio. Una estufa negra con forma de olla dominaba el centro de la sala, aunque a esas alturas sólo servía de mesa para una botella de vino y una copa. Al lado de la estufa un caballete aguantaba un enorme lienzo, mientras un oficial de marina posaba con un marinero y una mujer en una plataforma al final de la habitación. La mujer gritó cuando apareció Sandman y agarró una tela gris que cubría la caja de embalaje en la que estaba sentado el oficial.
Era Sally Hood. Sandman, con el sombrero empapado en la mano derecha, le hizo una reverencia. La joven llevaba un tridente en la mano, un casco de latón y muy poco más. De hecho, Sandman se dio cuenta de que no llevaba nada más, aunque sus caderas y muslos estaban bastante tapados por un escudo ovalado de madera, en el que se había dibujado al carboncillo y a toda prisa una bandera del Reino Unido. Sandman comprendió que ella era Britannia.
—Se está regalando la vista con las tetas de la señorita Hood —observó el hombre al lado del caballete—. ¿Y por qué no? Con esa forma son espléndidas, la quintaesencia del pezón.
—Capitán… —murmuró Sally, que había reconocido a Sandman.
—A su servicio, señorita Hood —respondió Sandman, y volvió a inclinarse ante ella.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó el pintor—. ¿Ha venido a verme a mí o a Sally?
Era un hombre enorme, gordo como un tonel, con grandes carrillos, nariz abotargada y una panza que hinchaba una camisa manchada de pintura, adornada con volantes. Su pelo blanco estaba envuelto en una ajustada cofia como la que solía llevarse debajo de las pelucas.
—¿Sir George? —preguntó Sandman.
—A su servicio, señor. —Sir George intentó inclinarse, pero estaba tan gordo que sólo pudo conseguir una pequeña inclinación, pero hizo un bonito gesto con el pincel, moviéndolo como si fuese un abanico plegado—. Es usted bienvenido —añadió— mientras venga a hacer un encargo. Cobro ochocientas guineas por un retrato completo, seiscientas de cintura para arriba, y no hago bustos a menos que me esté muriendo de hambre, y eso no pasa desde el año noventa y nueve. ¿Le envía el vizconde de Sidmouth?
—No desea que le pinten, sir George.
—¡Entonces váyase a la mierda! —exclamó el pintor.
Sandman no le hizo caso, y se puso a mirar el estudio, que era un desbarajuste de estatuas de yeso, cortinas, harapos en el suelo y lienzos a medio acabar.
—Oh, está en su casa, por favor —gruñó sir George, y gritó escaleras abajo—: Sammy, negro bastardo, ¿dónde está el té?
—¡Se está haciendo! —contestó Sammy.
—¡Date prisa!
Sir George tiró al suelo la paleta y el pincel. Dos jóvenes le flanqueaban; ambos estaban pintando olas en el lienzo y Sandman supuso que serían sus aprendices. El lienzo era enorme, al menos de tres metros y medio de ancho, y mostraba una roca solitaria en un soleado mar en el que había una flota a medio pintar. Un almirante estaba sentado en la cima de la roca, flanqueado por un apuesto joven vestido de marinero y por Sally Hood desnuda como Britannia. Por qué razón el almirante, el marinero y la diosa debían estar tan abandonados en su aislada roca no estaba claro y Sandman no quería preguntar, pero entonces se dio cuenta de que el oficial que estaba posando como almirante no tendría más de dieciocho años, pese a lo cual llevaba un uniforme lleno de condecoraciones en el que brillaban dos estrellas. Eso confundió a Sandman durante un instante, y entonces vio que su manga derecha vacía estaba prendida con alfileres a la chaqueta.
—El verdadero Nelson está muerto —sir George había estado siguiendo la mirada de Sandman y dedujo sus pensamientos—, por tanto hacemos lo que podemos con el joven maestro Corbett; ¿conoce la tragedia de la vida del joven maestro Corbett? Es que está de espaldas a Britannia, y así debe estar durante horas todos los días, sabiendo que uno de los pares de tetas más turgentes de todo Londres están justo a medio metro detrás de él y no las puede ver. ¡Ja! Y por Dios, Sally, deja de esconderte.
—No está pintando —contestó Sally—, por tanto me puedo tapar.
—Había dejado la tela gris que convertía la caja de embalaje en una roca y se había puesto su abrigo.
Sir George recogió su pincel.
—Ahora estoy pintando —gruñó.
—Tengo frío —protestó Sally.
—De repente eres demasiado importante como para enseñarnos los pechos, ¿no es eso? —gruñó sir George y miró a Sandman—. ¿Le ha contado lo de su señor? ¿El que se ha enamorado de ella? Pronto estaremos todos haciéndole reverencias y peleándonos por ella, ¿verdad? Sí, señora, enséñenos sus tetas, señora —se echó a reír y sus aprendices sonrieron.
—Ella no le ha mentido —contestó Sandman—. Su señoría existe, le conozco, y es cierto que está enamorado de la señorita Hood y que es muy rico. Más que lo suficientemente rico para encargarle una docena de retratos, sir George.
Sally le miró con cara de gratitud mientras que sir George, desconcertado, mojó el pincel en la pintura de la paleta.
—Entonces, ¿quién diablos es usted? —le preguntó a Sandman—. Además de ser el enviado de Sidmouth.
—Soy el capitán Rider Sandman.
—¿De marina, infantería, artillería, caballería, o la capitanía es una ficción? Hoy en día la mayoría de los rangos lo son.
—Estuve en infantería —respondió Sandman.
—Te puedes destapar —le explicó sir George a Sally—, porque el capitán fue soldado, lo que quiere decir que ha visto más tetas que yo.
—No ha visto las mías —replicó Sally, apretándose el abrigo contra el pecho.
—¿Cómo es que la conoce? —preguntó sir George a Sandman, desconfiado.
—Nos alojamos en la misma taberna, sir George.
El pintor gruñó.
—Entonces o ella vive mucho mejor de lo que se merece, o usted vive peor. Suelta el abrigo, quejica estúpida.
—Me da vergüenza —confesó Sally, ruborizándose.
—Él ha visto a peores que tú desnudas —comentó sir George con amargura, y dio un paso atrás para examinar el cuadro—. La apoteosis de lord Nelson, ¿qué le parece? ¿Se estará preguntando quizá por qué no le he puesto al pequeño cabrón un parche en el ojo? ¿Se lo está preguntando?
—No —respondió Sandman.
—Porque nunca llevó un parche en el ojo, ése es el motivo. ¡Nunca! Lo pinté dos veces en vida. A veces llevaba una visera verde, pero nunca un parche, así que no llevará ninguno en esta obra maestra encargada por sus señorías del Almirantazgo. No soportaban al pequeño cabrón cuando vivía, y ahora lo quieren colgado en la pared. Pero lo que realmente quieren colocar en sus paneles, capitán Sandman, son las tetas de Sally. ¡Sammy, negro bastardo! ¡En nombre de Dios, qué diantre estás haciendo ahí abajo! ¿Cultivando la malditas hojas de té? ¡Tráeme brandy! —Miró a Sandman con cara de pocos amigos—. Entonces, ¿qué es lo que quiere de mí, capitán?
—Hablar de Charles Corday.
—¡Oh, Santo Dios! —blasfemó sir George, mirándole agresivamente—. ¿Charles Corday? —pronunció el nombre con mucha solemnidad—. ¿Querrá decir el pequeño y mugriento Charles Cruttwell?
—Que ahora se hace llamar Corday, sí.
—Me importa un carajo cómo se hace llamar —gruñó sir George—, le van a retorcer su flacucho cuello el próximo lunes. He pensado que podría ir a verlo. Uno no ve cada día a uno de sus aprendices ahorcado; una pena —le dio un cachete a uno de los jóvenes que estaba pintando laboriosamente unas olas salpicadas de blanco y miró con mala cara a sus tres modelos—. Sally, por Dios, tus tetas son mi dinero. ¡Venga, posa, que para eso te pago!
Sandman, cortésmente, se dio media vuelta mientras ella se quitaba el abrigo.
—El secretario de Estado —le informó— me ha pedido que investigue el caso de Corday.
Sir George se rió.
—Su madre ha estado implorando a la reina, ¿no es eso?
—Sí.
—Qué suerte tiene el pequeño Charlie, con esa madre. ¿Quiere usted saber si lo hizo?
—Me ha dicho que no lo hizo.
—Por supuesto que le habrá dicho eso —replicó sir George, con desdén—. No es muy probable que confiese, ¿verdad? Pero, por extraño que parezca, probablemente le esté diciendo la verdad. Al menos acerca de la violación.
—¿Él no la violó?
—Podría haberlo hecho —sir George daba pequeños toques con el pincel, que mágicamente iban dando vida a la cara de Sally bajo el casco—. Podría haberlo hecho, pero habría ido contra su naturaleza —sir George miró a Sandman maliciosamente—. Nuestro monsieur Charles Corday, capitán, es sodomita —se rió de la expresión de Sandman—. Te ahorcan si eres uno de ellos, así que da igual si Charlie es culpable o inocente, ¿no? Ciertamente es culpable de sodomía, así que de todas maneras se merece la horca. Como todos. Asquerosos maricones. Los colgaría a todos, y no precisamente del cuello.
Sammy, sin librea ni peluca, trajo una bandeja en la que habían unas tazas mal colocadas, una tetera y una botella de brandy. El muchacho sirvió té para sir George y Sandman, pero sólo sir George recibió un vaso de brandy.
—Tendréis vuestro té enseguida —informó sir George a sus modelos—, cuando esté preparado.
—¿Está seguro? —le preguntó Sandman.
—¿De que les daré su té o de que Corday es sodomita? Por supuesto que estoy condenadamente seguro. Podías dejar a Sally y a una docena como ella en cueros y a él no le molestaba mirar, pero siempre estaba intentando ponerle las manos encima a Sammy, ¿verdad, Sammy?
—Le dije: «¡Piérdete!» —contestó Sammy.
—¡Bien hecho, Samuel! —exclamó sir George. Dejó su pincel y se bebió el brandy de un trago—. ¿Se estará preguntando quizá, capitán, por qué admití a un asqueroso sodomita en este templo del arte? Se lo diré. Porque Charlie era bueno. Sí, era bueno. —Se sirvió más brandy, se bebió la mitad y volvió al lienzo—. Dibujaba maravillosamente, capitán, dibujaba como el joven Rafael. Era un verdadero placer observarlo. Tenía talento, que es más de lo que puedo decir de este par de manazas —le dio un cachete al segundo aprendiz—. Sí, Charlie era bueno. Sabía pintar tan bien como dibujaba, con lo cual le podía confiar la carne, no sólo los ropajes. Un año o dos más y podría haber trabajado por su cuenta. ¿El cuadro de la condesa? Está allí, si usted quiere ver lo bueno que era —señaló unos lienzos sin enmarcar que estaban amontonados contra una mesa repleta de tarros, cola, cuchillos, manos de mortero y frascos de óleo—. Ve a buscarlo, Barney —ordenó a uno de sus aprendices—. Ésa es toda su obra, capitán —continuó sir George—, porque no llegó al punto en el que el cuadro necesita mi talento.
—¿No lo podría haber acabado él mismo? —preguntó Sandman. Sorbió el té, que era una excelente mezcla de gunpowder [6] y té verde.
Sir George se echó a reír.
—¿Qué le he dicho, capitán? No, deje que lo adivine. Charlie le contó que yo no podía hacerlo, ¿verdad? Le dijo que yo estaba borracho, y que por eso tuvo que pintar él a la señora. ¿Es eso lo que le dijo?
—Sí —admitió Sandman.
A sir George le hizo gracia.
—Ese pequeño bastardo mentiroso. Merece que lo cuelguen por eso.
—Entonces, ¿por qué le dejó pintar a la condesa?
—Piense un poco —contestó sir George—. Sally, hombros hacia atrás, cabeza erguida, pezones fuera, ésa es mi chica. Eres Britannia y dominas las malditas olas, no eres una maldita puta de Brighton tirada en una roca.
—¿Por qué? —insistió Sandman.
—Porque, capitán —sir George hizo una pausa para dibujar un trazo con el pincel—, estábamos engañando a la dama. La estábamos pintando con un vestido, pero una vez el lienzo volviese aquí, la íbamos a pintar desnuda. Eso es lo que el conde quería y eso es lo que Charlie habría hecho. Pero cuando un hombre pide a un pintor que represente a su esposa desnuda, y muchos lo hacen, puede usted estar seguro de que el retrato resultante no será expuesto. ¿O es que un hombre cuelga semejante pintura en su despacho para excitar a sus amigos? No. ¿O lo muestra en su casa de Londres para instruir a la sociedad? No. Lo cuelga en su vestidor o en su estudio, donde nadie que no sea él pueda verlo. ¿De qué me sirve eso a mí? Si yo pinto un cuadro, capitán, quiero que todo Londres lo mire boquiabierto. Quiero que hagan cola en esas escaleras rogándome que les pinte uno igual para ellos, lo que significa que no se hace dinero con las tetas de la sociedad. Yo pinto los cuadros provechosos y Charlie se dedicaba a los retratos de boudoir. —Dio un paso atrás y miró enfadado al joven que posaba como marinero—. Estás aguantando mal ese remo, Johnny. Quizá debería pintarte desnudo. Como Neptuno —se giró y lanzó una mirada lasciva a Sandman—. ¿Por qué no se me ha ocurrido antes? Usted sería un buen Neptuno, capitán. Tiene una buena figura. Me haría un favor si se desnudara y se colocara enfrente de Sally. Le daremos cola de pez para que se mantenga erecto. Tengo cola de pez en alguna parte; la utilicé para La apoteosis del conde Saint Vincent.
—¿Cuánto paga? —preguntó Sandman.
—Cinco chelines por día —sir George se quedó sorprendido por la reacción.
—¡A mí no me paga eso! —protestó Sally.
—¡Porque eres una maldita mujer! —gruñó bruscamente sir George, y miró a Sandman—. ¿Y bien?
—No —respondió Sandman, y se quedó quieto. El aprendiz había estado pasando los lienzos y Sandman lo había detenido—. Déjame ver éste —le pidió, señalando un retrato de cuerpo entero.
El aprendiz lo sacó del montón y lo apoyó en una silla para que la luz del cielo cayese sobre el lienzo, el cual mostraba a una joven sentada en una mesa con la cabeza ladeada de una manera casi agresiva. La mano derecha descansaba en una pila de libros y la izquierda sostenía un reloj de arena. Su cabello rojo estaba recogido, para mostrar un largo y esbelto cuello rodeado de zafiros. Llevaba un vestido plata y azul con un encaje blanco en el cuello y las muñecas. Sus ojos miraban con atrevimiento al frente y añadían más beligerancia, que era suavizada por la mera sospecha de que estaba a punto de sonreír.
—Ésa es —comentó sir George, con reverencia— una señorita muy inteligente. Cuidado con ése, Barney, se tiene que barnizar esta tarde. ¿Le gusta, capitán?
—Es… —Sandman hizo una pausa, buscando una palabra que halagara a sir George—, es maravilloso —observó sin convicción.
—Sí que lo es —respondió sir George, con entusiasmo, alejándose del apoteosis de Nelson medio acabado para admirar a la joven, cuyo cabello rojo se había apartado de una frente alta y ancha, cuya nariz era recta y larga y su boca generosa y amplia, y que había sido pintada en un espléndido salón con una pared de retratos ancestrales, lo que indicaba que provenía de una familia de gran antigüedad, aunque su padre era hijo de un boticario y su madre hija de un párroco que se había casado con un hombre de clase inferior a la suya—. La señorita Eleanor Forrest —anunció sir George—. Su nariz es demasiado larga, su barbilla demasiado afilada, sus ojos están más separados de lo que la convención dicta como bellos, su cabello es lamentablemente pelirrojo y su boca es demasiado espléndida, aunque el efecto es extraordinario, ¿verdad?
—Sí que lo es —respondió Sandman, con fervor.
—Sin embargo, de todos sus atributos —sir George había abandonado el tono de chanza y en esos momentos hablaba con sinceridad—, su inteligencia es lo que más admiro. Me temo que desperdiciará su vida con el matrimonio.
—¿Ah, sí? —Sandman tuvo que esforzarse para que su voz no delatase sus sentimientos.
—Lo último que oí —sir George volvió a Nelson— es que estaba comprometida como la futura señora Eagleton. Creo que el retrato es un regalo para él, aunque la señorita Eleanor es demasiado inteligente para casarse con un idiota como Eagleton —entonces gruñó—. Desperdiciada.
—¿Eagleton? —Sandman sintió como si una mano helada le hubiese agarrado el corazón. ¿Era aquél el mensaje que lord Alexander había olvidado? ¿Que Eleanor estaba prometida a lord Eagleton?
—Lord Eagleton, heredero del conde de Bridport y un pelmazo. Un pelmazo, capitán, un pelmazo, y yo detesto a los pelmazos. ¿De verdad Sally Hood va a ser una señora? Dios bendito, Inglaterra se ha echado a perder. Enséñamelas, querida, que no son nobles todavía y el Almirantazgo ha pagado por ellas. Barney, encuentra a la condesa.
El aprendiz siguió buscando por los lienzos. Soplaba el viento y hacía que las vigas crujiesen. Sammy vació dos de los cubos en los que caía la lluvia lanzando el agua por la ventana trasera y provocando un bramido de protestas abajo. Sandman miró a través de las ventanas delanteras, más allá del toldo de la joyería Gray, hacia Sackville Street. ¿Realmente Eleanor iba a casarse? Hacía más de seis meses que no la veía y era muy posible. A su madre, al menos, le corría prisa ver a Eleanor caminar hacia un altar, preferiblemente un altar aristocrático, ya que Eleanor ya tenía veinticinco años y pronto se la consideraría una solterona. «Maldita sea», pensó Sandman, pero se olvidó de ella.
—Es éste, señor —Barney, el aprendiz, interrumpió sus pensamientos. Colocó un retrato inacabado sobre el cuadro de Eleanor—. La condesa de Avebury, señor.
«Otra belleza», pensó Sandman. La pintura apenas estaba empezada, aunque era extrañamente real. El lienzo había sido centrado, así como un dibujo al carboncillo de una mujer reclinada en una cama rematada con un dosel de formas puntiagudas. Corday había pintado muestras del papel de la pared, del material del dosel, del cubrecama, de la alfombra y de la cara de la mujer. Apenas había pintado el cabello, por lo que parecía como si la condesa estuviese en el campo, más que en su dormitorio de Londres, y aunque el resto del lienzo casi no tenía ningún otro color, era impresionante y estaba lleno de vida.
—Oh, sabía pintar, nuestro Charlie, sabía pintar. —Sir George, secándose las manos con un trapo, se había aproximado a mirar el cuadro. Su voz era reverente y sus ojos delataban una mezcla de admiración y celos—. Es un hábil diablillo, ¿verdad?
—¿Es un buen retrato?
—Ya lo creo —asintió sir George—, por supuesto que sí. Ella era una belleza, capitán, una mujer que hacía volverse a la gente, pero eso era todo. La sacaron de los bajos fondos, capitán. Era como Sally. Una bailarina de ópera.
—Yo soy actriz —insistió Sally, enfadada.
—Actriz, bailarina de ópera, ramera… todas son iguales —gruñó sir George—, y Avebury fue un idiota al casarse con ella. Debería haberla conservado como amante, pero nunca casarse con ella.
—¡Este té está jodidamente frío! —protestó Sally. Había abandonado la tarima y se había quitado el casco.
—Vete a almorzar algo, niña —le ordenó sir George, presuntuosamente—, pero vuelve a las dos. ¿Ha terminado, capitán?
Sandman asintió. Estaba mirando el cuadro de la condesa. Su vestido había sido muy poco esbozado, seguramente porque estaba condenado a desaparecer, pero su cara, atractiva y seductora, estaba casi acabada.
—¿Verdad que usted ha dicho que el conde de Avebury encargó el retrato?
—Así es —admitió sir George—, lo encargó él.
—Pero he oído que estaban separados —objetó Sandman.
—Yo también —contestó sir George, con ligereza, y soltó una risotada—. Sin duda le ponía los cuernos. La señora tenía una reputación, capitán, y no tenía que ver precisamente con alimentar a los pobres o consolar a los afligidos. —Se estaba poniendo un anticuado abrigo, de puños amplios, cuello ancho y botones dorados—. ¡Sammy! —gritó escaleras abajo—. ¡Me comeré el pastel de ave aquí arriba! Y un poco de ese salpicón si no está reseco. Y puedes abrir otra botella de burdeos. —Avanzó pesadamente hacia la ventana y miró con el ceño fruncido a la lluvia que luchaba contra el humo de un millar de chimeneas.
—¿Por qué un hombre separado de su mujer se gastaría una fortuna en su retrato? —preguntó Sandman.
—La vida, capitán —respondió sir George solemnemente—, es un misterio incluso para mí. ¿Cómo diablos lo iba a saber? —Sir George se giró hacia Sandman—. Tendrá que preguntarle a su cornuda señoría. Creo que vive cerca de Marlborough, aunque tiene fama de vivir recluido, por lo que me temo que su viaje sería en balde. Por otra parte, quizá no sea un misterio. Podría ser que hubiese querido vengarse de ella. Colgar sus tetas desnudas en la pared sería un tipo de venganza, ¿o no?
—¿Ah, sí?
Sir George se rió entre dientes.
—No hay nadie que sea tan consciente de su propiedad como una ramera ennoblecida, capitán, así que, ¿por qué no recordarle a la zorra lo que le dio el título? Las tetas, señor, las tetas. Si no hubiese sido por sus buenas tetas y sus largas piernas todavía estaría cobrando a diez chelines la noche. Pero ¿la mató el pequeño Charlie, el sodomita? Lo dudo, capitán, lo dudo mucho, pero no me importa demasiado. Al pequeño Charlie se le habían subido los humos a la cabeza, así que no me lamentaré al ver cómo se retuerce al final de la soga. ¡Ah! —se frotó las manos mientras su criado subía las escaleras con una pesada bandeja—. ¡El almuerzo! Que tenga un buen día, capitán, espero haberle sido de ayuda.
Sandman no estaba seguro de si sir George le había ayudado de algún modo, aunque le había servido para terminar de confundirle, pero sir George había acabado con él y se había despedido.
Por lo tanto, se fue. Y estaba lloviendo a cántaros.
—¡Ese gordo cabrón nunca nos ofrece el almuerzo! —protestó Sally Hood. Estaba sentada frente a Sandman en una taberna de Piccadilly en la que, inspirados por el almuerzo de sir George Phillips, compartían un cuenco de salpicón: un mezcla fría de carne asada, anchoas, huevo duro y cebolla—. Anda que no traga —continuó Sally—, y se supone que nosotros nos tenemos que morir de hambre. —Partió un trozo de pan de una barra, echó más aceite al cuenco y sonrió tímidamente a Sandman—. Sentí tanta vergüenza cuando entrasteis…
—No tuvo por qué sentirla —respondió Sandman.
Al salir del estudio de sir George había invitado a Sally a comer y habían corrido bajo la lluvia hasta Los Tres Barcos, donde pagó por el salpicón y una gran jarra de cerveza con parte del dinero que le habían avanzado en el Departamento de Estado.
Sally puso sal en el cuenco y lo removió todo enérgicamente.
—¿No se lo dirá a nadie? —le preguntó muy seriamente.
—Por supuesto que no.
—Ya sé que no es actuar —comentó—, y no me gusta que aquel gordo cabrón se me quede mirando todo el día, pero es guita, ¿no?
—¿Guita?
—Dinero.
—Es guita —asintió Sandman.
—Y yo no debería haber dicho nada sobre su amigo —se lamentó Sally—, porque me he sentido como una tonta.
—¿Se refiere a lord Alexander?
—Soy una tonta, ¿verdad? —sonrió de oreja a oreja.
—Por supuesto que no.
—Sí lo soy —insistió la joven con fervor—, pero no quiero estar haciendo eso siempre. Tengo veintidós años y tendré que encontrar algo pronto, ¿no? Y no me importaría conocer a un verdadero lord.
—¿Quiere casarse?
Ella asintió, se encogió de hombros y pinchó medio huevo duro.
—No lo sé —admitió—. Me refiero a que cuando la vida va bien, va muy bien. Hace dos años no parecía que iba a dejar de trabajar. Era la criada de una bruja en una obra sobre un rey escocés —frunció el ceño intentando recordar el nombre, y sacudió la cabeza—. Era un bastardo. Después fui una bailarina en un espectáculo sobre un rey negro que fue asesinado en la India y que era otro bastardo, pero ¿cree que duraron dos o tres meses? ¡Nada! ¡Ni siquiera hay trabajo en Vauxhall Gardens!
—¿Qué hacía allí?
Sally cerró los ojos mientras pensaba.
—¿Tablo? —farfulló—. ¿Tabló?
—Tableau vivants?
—¡Eso es! Yo fui una diosa durante tres meses el verano pasado. Estaba encima de un árbol tocando un arpa y la guita no estaba mal. Después tuve una oportunidad en Astley's con los caballos bailarines y con eso pasé el invierno, pero ahora no hay nada, ¡ni siquiera allí abajo en Strand! —Se refería a los teatros más nuevos que ofrecían más música y baile que los dos antiguos teatros de Drury Lane y Covent Garden—. Aunque tengo un espectáculo privado que me ha salido —añadió, despreciando la posibilidad.
—¿Privado? —preguntó Sandman.
—Un tipo rico quiere que su chica sea actriz, ¿sabe? Así que alquila un teatro cuando está fuera de temporada y nos paga para cantar y bailar, paga a los espectadores para que aplaudan y paga a los escritorzuelos para que la presenten en los periódicos como la nueva Vestris[7]. ¿Quiere ir? Es el jueves por la noche en Covent Carden y es la única representación, así que no tendrá que pagar entrada, ¿vale?
—Si puedo, iré —prometió Sandman.
—Lo que necesito —aseguró Sally— es meterme en una compañía, y podría hacerlo si estuviera dispuesta a ser una golfa. ¿Sabe lo que es? Por supuesto que sí. Y ese gordo cabrón —sacudió la cabeza, refiriéndose a sir George Phillips— se cree que soy una golfa, ¡y no lo soy!
—Yo nunca he pensado que lo fuese.
—Entonces es usted el único maldito hombre que no lo piensa —le sonrió—. Bueno, usted y mi hermano. Jack mataría a cualquiera que dijera que soy una golfa.
—Hace bien —asintió Sandman—. Seguramente su hermano me gustaría.
—A todo el mundo le gusta Jack —afirmó Sally.
—Realmente no lo conozco, por supuesto —comentó Sandman—, pero parece simpático.
El hermano de Sally, en las pocas ocasiones en las que Sandman se lo había encontrado, parecía un hombre seguro de sí mismo, de trato fácil. Era popular presidiendo una generosa mesa en el bar de La Gavilla y era extremadamente atractivo, lo que atraía a una multitud de jovencitas. También era misterioso porque nadie en la taberna sabía exactamente de qué trabajaba, aunque indudablemente se ganaba la vida bastante bien, ya que Sally y él tenían alquiladas dos habitaciones grandes en el primer piso de la posada.
—¿A qué se dedica su hermano? —preguntó a Sally y, como respuesta, recibió una mirada muy extraña—. No, de verdad —insistió—, ¿en qué trabaja? Es que como hace un horario tan raro…
—¿No sabe quién es? —preguntó Sally.
—¿Debería saberlo?
—Él es Robin Hood —respondió Sally, y se echó a reír al ver la cara de Sandman—. Ése es mi Jack, capitán —añadió—, Robin Hood.
—¡Dios bendito! —exclamó Sandman.
Robin Hood era el apodo de un bandolero buscado por todos los jueces de Londres. La recompensa por su captura era de más de mil libras y seguía aumentando constantemente.
Sally se encogió de hombros.
—Es un tonto, de verdad. Siempre le estoy diciendo que acabará bailando al son de Jemmy Botting, pero no me escucha. Pero cuida de mí. Bueno, hasta cierto punto, porque con Jack se pasa del festín a la hambruna, y cuando tiene plata se la da a sus señoritas. Pero es bueno conmigo, sí que lo es, y no dejaría que nadie me pusiese la mano encima. —Frunció el ceño—. ¿No se lo dirá a nadie?
—¡Por supuesto que no!
—Me refiero a que todos en la taberna saben quién es, pero nadie lo dirá delante de él.
—Ni yo tampoco —le aseguró Sandman.
—Por supuesto que no lo hará —asintió Sally y sonrió—. ¿Y qué me dice de usted? ¿Qué quiere en esta vida?
Sandman, sorprendido ante la pregunta, pensó por un instante.
—Supongo que quiero volver a mi antigua vida.
—¿A la guerra? ¿A ser un soldado? —preguntó ella con desaprobación.
—No. Sólo al lujo de no tener que preocuparme de dónde viene el próximo chelín.
Sally se echó a reír.
—Todos queremos eso. —Echó más aceite y vinagre en el cuenco y lo removió todo—. Así que tenía dinero, ¿verdad?
—Lo tenía mi padre. Era un hombre muy rico, pero hizo unas malas inversiones, pidió prestado demasiado dinero, jugó y perdió. Así que falsificó unos pagarés y los presentó en el banco de…
—¿Pagarés? —Sally no lo entendía.
—Instrucciones para pagar dinero —explicó Sandman—, y por supuesto fue una estupidez, pero supongo que estaba desesperado. Quería conseguir algo de dinero y marcharse a Francia, pero descubrieron sus falsificaciones y se enfrentó a la detención. Lo hubieran ahorcado, si no fuera porque se voló la tapa de los sesos antes de que llegaran los agentes.
—Dios —exclamó Sally, mirándole.
—Por tanto mi madre lo perdió todo. Ahora vive en Winchester con mi hermana pequeña y yo intento mantenerlas. Les pago el alquiler, me preocupo de las facturas, ese tipo de cosas —se encogió de hombros.
—¿Y por qué no trabajan? —preguntó Sally, con mal humor.
—No están acostumbradas a hacerlo —respondió Sandman, y Sally repitió sus palabras, aunque en voz baja. Sólo movió los labios y Sandman se rió—. Todo eso pasó hace poco más de un año —continuó—, y yo ya había dejado el ejército por aquel entonces. Me iba a casar. Habíamos escogido una casa en Oxfordshire, pero, claro, ella no podía casarse conmigo cuando me quedé sin un céntimo.
—¿Por qué no? —preguntó Sally.
—Porque su madre no le dejaría casarse con un pobre.
—¿Porque ella también era pobre?
—Al contrario —negó Sandman—; su padre había prometido darle seis mil libras al año. Mi padre me había prometido aún más, pero como se arruinó… —se encogió de hombros, sin atreverse a acabar la frase.
Sally se le quedó mirando boquiabierta.
—¿Seis mil? —preguntó—. ¿Libras? —Sólo pudo exhalar la última palabra, incapaz de comprender tal riqueza.
—Libras —confirmó Sandman.
—¡Rediós! —fue suficiente para convencerla de que dejase de comer por un momento, pero recordó que estaba hambrienta y continuó—. Siga, siga —le animó.
—Por tanto me quedé con mi madre y mi hermana por un tiempo, pero eso no era práctico. No había trabajo para mí en Winchester, así que llegué a Londres el mes pasado.
Sally pensó que era divertido.
—Nunca había trabajado de verdad en su vida, ¿eh?
—Fui un buen soldado —respondió Sandman, en tono pacífico.
—Supongo que eso en un trabajo —aceptó Sally, a regañadientes—, de algún tipo —buscó una pata de pollo en el cuenco—. ¿Pero qué es lo que quiere hacer?
Sandman levantó la mirada al techo lleno de humo.
—Sólo trabajar —contestó vagamente—. No estoy cualificado para nada. No soy ni abogado, ni cura. Asistí al Winchester College durante dos trimestres —hizo una pausa, estremeciéndose al recordarlo—, así que pensé probar con los comerciantes de Londres. Contratan a hombres para administrar los cultivos. Cultivos de tabaco y plantaciones de azúcar.
—¿En el extranjero? —preguntó Sally.
—Sí —respondió Sandman con discreción, porque, de hecho, sí que le habían ofrecido un trabajo en una plantación de azúcar en Barbados, pero al saber que el puesto requería supervisar a esclavos, decidió rechazarlo. Su madre se había burlado de su negativa diciéndole que no tenía voluntad, pero él estaba satisfecho con su decisión.
—Pero ahora no es necesario que se vaya al extranjero —le animó Sally—, no si está trabajando para el secretario de Estado.
—Me temo que es un empleo muy temporal.
—¿Robarle gente a la horca? ¡Eso no es temporal! Más bien de jornada completa. —Arrancó la carne del hueso de pollo con los dientes—. Pero ¿va a sacar a Charlie de la Taberna de la Cabeza del Rey?
—¿Le conoce?
—Me lo encontré una vez —respondió, con la boca llena de carne—, y el gordo de sir George tiene razón. Es un mariquita.
—¿Un mariquita? No importa, creo que ya entiendo. ¿Y usted cree que es inocente?
—Por supuesto que lo es, puñeta —contestó ella con energía.
—Le declararon culpable —señaló Sandman, con precaución.
—¿En las sesiones de Old Bailey? ¿Quién fue el juez?
—Sir John Silvester —respondió Sandman.
—¡Rediós! ¿La Cachiporra? —Sally estaba siendo mordaz—. Es un cabronazo. Yo le digo, capitán, que hay docenas de almas inocentes en sus tumbas gracias a La Cachiporra. Y Charlie es inocente. Tiene que serlo. Es un mariquita, ¿no? No sabría qué hacer con una mujer, ¡imagínese violarla! Y quienquiera que la matase le dio una buena paliza, y Charlie no tiene fuerza para hacer eso. Bueno, le habrá visto, ¿verdad? ¿Tiene el aspecto de haber podido degollarla? ¿Qué es lo que dice ahí? —señaló al periódico que Sandman se había sacado del bolsillo y había desdoblado sobre la mesa. En la cabecera del diario había un dibujo mal impreso de un ahorcamiento que pretendía ser la inminente ejecución de Charles Corday, y mostraba a un hombre encapuchado de pie en una carreta bajo la horca—. Siempre ponen este dibujo —comentó—. Me gustaría que encontrasen uno nuevo. Ni siquiera se usa la carreta ya. ¡Esfúmate, bobo! —gritó esas palabras a un hombre bien vestido que se le había acercado, le había saludado y estaba a punto de hablar. Se marchó con cara de sorpresa—. Ya sé lo que quiere —le explicó.
Sandman parecía alarmado ante su arrebato, pero se echó a reír y siguió mirando el periódico.
—Según dice aquí, la condesa estaba desnuda cuando la encontraron. Desnuda y ensangrentada.
—Fue apuñalada, ¿no?
—Dice que tenía el cuchillo de Corday clavado en el cuello.
—No podría haberla apuñalado con eso —negó Sally, con desdén—; no está afilado. Es un… no sé, ¿cómo se llama? Es para mezclar la pintura, no es para rajar.
—¿Rajar?
—Cortar.
—Entonces es una espátula —afirmó Sandman—, pero aquí dice que fue apuñalada doce veces en las… —vaciló.
—En las tetas —continuó Sally—. Siempre dicen eso si es una mujer. Nunca las apuñalan en otra parte. Siempre en los pechos —negó con la cabeza—. A mí no me parece eso obra de un mariquita. ¿Por qué desnudarla? ¿Para sólo matarla? ¿No quiere más? —empujó el cuenco hacia él.
—No, por favor. Para usted.
—Me comería un maldito caballo entero —apartó su plato y se colocó el cuenco delante—. No —aseguró, después de un momento de reflexión—, él no lo hizo, ¿verdad? —Volvió a callarse, frunciendo el ceño, y Sandman notó que estaba dudando si contarle algo, pero él se lo tomó con calma. Ella le miró, como si juzgase si realmente le gustaba o no, y se encogió de hombros—. Le ha metido del todo —le susurró.
—¿Corday?
—¡No! ¡Sir George! Le ha mentido. He oído que le ha dicho que el conde quería el cuadro, pero no es así.
—¿Ah, no?
—Estuvieron hablando de ello ayer —le reveló Sally con seriedad—, él y un amigo, sólo que él piensa que no escucho. Me quedo allí de pie pasando frío y él habla como si yo no fuese nada más que un par de tetas —se sirvió más cerveza—. No fue el conde quien encargó el cuadro. Se lo confesó a su amigo, me miró y me dijo: «No has oído nada, Sally Hood». ¡Me dijo eso!
—¿Mencionó quién había encargado el cuadro?
Sally asintió.
—Un club encargó el cuadro, aunque se volvería loco si supiese que se lo he dicho, porque está que se muere de miedo por esos cabrones.
—¿Lo encargó un club?
—Como un club de caballeros. Como Boodles o Whites, aunque no fueron ellos, porque tiene un nombre divertido. ¿El Club del Semáforo? No, así no es. ¿Sema? ¿Sera? No lo sé. Tiene algo que ver con ángeles.
—¿Ángeles?
—Ángeles —confirmó Sally—. ¿Semáforo? Algo así.
—¿Serafines?
—¡Eso es! —estaba muy impresionada de que Sandman hubiese dado con el nombre—. El Club de los Serafines.
—Nunca he oído hablar de él.
—Me parece que es realmente privado —declaró Sally—, ¡quiero decir realmente privado! No está lejos. En Saint James's Square, así que deben de tener dinero. Aunque son demasiado ricos para mí.
—¿Lo conoce?
—No mucho —respondió la joven—, pero me pidieron que fuese allí una vez, sólo que no soy ese tipo de actriz.
—¿Pero por qué querría el Club de los Serafines el retrato de la condesa? —preguntó Sandman.
—Dios sabrá —contestó Sally.
—Tendré que preguntárselo.
Sally parecía alarmada.
—¡No les diga que se lo he dicho yo! ¡Sir George me mataría! Y necesito el trabajo, ¿vale?
—No les diré nada de usted —le prometió—, aunque, de todas formas, supongo que ellos no la mataron.
—Entonces, ¿cómo va a encontrar a quien lo hizo? —preguntó Sally.
Era una buena pregunta. Sandman se puso a pensar y le dijo la verdad.
—No lo sé —admitió con arrepentimiento—. Pensaba que cuando el secretario de Estado me pidió investigar todo esto, lo único que debía hacer era ir a Newgate y hacer unas preguntas. Como si interrogase a uno de mis soldados. Pero no es así. Tengo que encontrar la verdad y ni siquiera estoy seguro de por dónde empezar. Nunca había hecho algo así antes. De hecho, no conozco a nadie que lo haya hecho. Así que supongo que debo preguntar, ¿no? Hablo con todos, les pregunto cualquier cosa que se me ocurra y espero poder encontrar a la muchacha sirvienta.
—¿Qué muchacha sirvienta?
Así que Sandman le explicó quién era Meg, que había ido a la casa de Mount Street y que le habían dicho que toda la servidumbre había sido despedida.
—Podrían haberse marchado a la casa de campo del conde —comentó Sandman—, o quizá simplemente fueron despedidos.
—Pregunte a las criadas —propuso Sally—. Pregunte a las otras criadas en la calle y a todas las criadas de las calles cercanas. Alguna de ellas lo sabrá. Las criadas cotillean cualquier cosa. Oh, Dios mío, ¿ya es la hora?
El reloj de la taberna acababa de sonar dos veces. Sally cogió rápidamente el abrigo, agarró lo que quedaba de pan y salió corriendo.
Sandman se quedó y volvió a leer el periódico. No decía mucho, pero le daba tiempo para pensar.
Y tiempo para preguntarse por qué un club privado, muy privado, y con un nombre angélico, quería una mujer pintada desnuda.
Pensó que ya era hora de saberlo. Era hora de visitar a los serafines.