Rider Sandman se levantó tarde aquella mañana de lunes porque le habían pagado siete guineas para jugar en el once de sir John Hart contra un equipo de Sussex, y los ganadores se repartirían una prima de mil guineas. Sandman había logrado sesenta y seis carreras en la primera entrada y treinta y dos en la segunda, y ésos eran unos dignos resultados para cualquiera, aunque el once de sir John perdiese. Eso ocurrió el sábado; Sandman, observando a los otros bateadores golpear con furia bolas mal lanzadas, se dio cuenta de que el partido estaba vendido. A los corredores de apuestas los habían desplumado porque se esperaba que el equipo de sir John ganase con facilidad, pero alguien debió de apostar fuertemente por el once de Sussex, el cual al final ganó el partido por una entrada y cuarenta y ocho carreras. Se rumoreaba que el propio sir John había apostado en su contra, y evitó cruzar su mirada con la de Sandman, lo cual hacía creíble el rumor.
Por eso el capitán Rider Sandman caminaba de vuelta a Londres.
Iba caminando porque había rechazado compartir un carruaje con hombres que habían aceptado sobornos para perder un partido. Le encantaba el críquet, era bueno, y una vez había conseguido divinamente ciento catorce carreras para un once de Inglaterra que jugaba contra la selección del marqués de Canfield; los amantes del deporte viajaron muchas millas para ver al capitán Rider Sandman, soldado del 52 regimiento de infantería de Su Majestad, actuar en la línea de bateo. Pero odiaba el soborno y detestaba la corrupción, y tenía carácter, por lo que se enzarzó en una furiosa discusión con sus traidores compañeros de equipo y, cuando aquella noche durmieron en la confortable casa de sir John y viajaron cómodamente de vuelta a Londres al día siguiente, Sandman se negó. Era demasiado orgulloso.
Orgulloso y pobre. No podía permitirse el billete de la diligencia, ni siquiera el billete de cualquier carruaje común, porque en plena ira le había tirado a sir John los honorarios del partido a la cara y eso, admitió Sandman, había sido una estupidez por su parte, ya que se había ganado el dinero honradamente, aunque pareciese un trabajo sucio. Por eso caminaba de vuelta a casa, tras haber pasado la noche del sábado en un pajar cerca de Hickstead y después de anclar con dificultad durante todo el domingo hasta que la suela de su bota derecha estuvo a punto de gastarse del todo. Llegó a Drury Lane muy tarde aquella noche y dejó el equipo de críquet en el suelo de su habitación alquilada en un ático, se desvistió, cayó en la estrecha cama y durmió. Sólo durmió. Y aún estaba durmiendo cuando la trampilla se vino abajo en Old Bailey y la ovación de la muchedumbre hizo que un millar de alas sobresaltadas volaran hacia el plomizo cielo de Londres. Sandman todavía estaba soñando a las ocho y media. Estaba soñando, agitándose y sudando. Gritó, sin razón aparente, mientras sus oídos se llenaban del trote de caballos, de descargas de mosquetes y cañones, y sus ojos se asombraban de los cortes de sables y los tajos de espadas bien afiladas; aquella vez el sueño iba a acabar con la caballería aplastando las escasas filas escarlatas, pero entonces el galope de los cascos se mezcló con el ruido de unos pasos presurosos y un escueto golpeteo en la endeble puerta del ático. Abrió los ojos y recordó que ya no era un soldado; entonces, antes de que pudiese articular alguna respuesta, Sally Hood entró en la habitación. Por un instante, Sandman pensó que el torbellino de ojos claros, vestido de algodón y cabello dorado era un sueño, y entonces Sally empezó a reírse.
—Maldita sea, le he despertado. ¡Dios, lo siento! —La joven se dio la vuelta para marcharse.
—No pasa nada, señorita Hood. —Sandman buscó a tientas su reloj. Estaba sudando—. ¿Qué hora es?
—Saint Giles acaba de dar las ocho y media —le respondió.
—¡Oh, Dios mío! —Sandman no podía creer que hubiese dormido hasta tan tarde. No tenía motivos para levantarse, pero el hábito de despertarse temprano había arraigado en él hacía tiempo. Se sentó en la cama, recordó que estaba desnudo y se subió rápidamente la fina sábana hasta el pecho—. Hay una bata colgada en la puerta, señorita Hood, si fuera usted tan amable…
Sally encontró la bata.
—Es que tengo prisa —explicó su repentina aparición en la habitación—. Mi hermano no me hace caso y tengo trabajo, y el vestido tiene que abrocharse, ¿lo ve? —se giró, mostrando su espalda descubierta—. Se lo habría pedido a la señora Gunn —continuó—, pero hoy hay una ejecución y se ha ido a verla. Dios sabe lo que puede ver, ya que está medio ciega y completamente borracha, pero le encanta una buena ejecución y no se puede dar muchos gustos a su edad. Está bien, ya se puede levantar, tengo los ojos cerrados.
Sandman salió de la cama con cuidado porque sólo había un pequeño espacio en su habitación del ático donde podía estar de pie sin darse con la cabeza en las vigas. Era un hombre alto, de casi un metro noventa, con cabello rubio, ojos azules y una cara alargada y huesuda. No era atractivo a la manera convencional, las facciones de su cara eran demasiado marcadas para eso, pero lucía tal aire de capacidad y amabilidad en su expresión que lo hacía memorable. Cogió la bata y se ató el cinturón.
—¿Dice que tiene trabajo? —le preguntó a Sally—. Un buen trabajo, supongo.
—No es lo que yo querría —admitió Sally—, porque no es sobre las tablas.
—¿Las tablas?
—El escenario, capitán —respondió. Se llamaba a sí misma actriz y quizá lo fuese, aunque Sandman había visto pocas muestras de que el teatro estuviese interesado por Sally, la cual, como Sandman, se aferraba al filo de la decencia y era retenida allí, o eso parecía, por su hermano, un joven muy misterioso que trabajaba en horas extrañas—. Pero no es un mal trabajo —continuó—, y es respetable.
—Seguro que lo es —asintió Sandman, al notar que Sally no quería hablar del asunto.
El hombre se preguntó por qué se había puesto a la defensiva sobre un trabajo respetable, mientras Sally se preguntaba por qué Sandman, que era un caballero a todas luces, vivía de alquiler en una habitación de ático de la taberna La Gavilla de Drury Lane. Que estaba de mala racha estaba claro, pero aun así, ¿La Gavilla? Quizá no conocía ninguna mejor. La Gavilla era una famosa taberna de mala fama, refugio de toda clase de ladrones, desde carteristas hasta saqueadores, pasando por atracadores y hurtadores de tiendas, y a Sally le parecía que el capitán Rider Sandman era más tieso que un palo de escoba. Pero era un buen hombre, pensaba. La trataba como a una dama, y aunque sólo habían hablado un par de veces al cruzarse por los pasillos de la posada, había detectado cierta amabilidad en él. Suficiente amabilidad como para dejarla abusar de su intimidad aquella mañana de lunes.
—¿Y usted, capitán? —preguntó—, ¿trabaja?
—Estoy buscando empleo, señorita Hood —respondió Sandman, y era cierto, pero no encontraba ninguno. Era demasiado mayor para ser aprendiz de empleado, no estaba capacitado para trabajar con la ley o con dinero, y era demasiado escrupuloso para aceptar un trabajo dirigiendo esclavos en las plantaciones de azúcar en las islas.
—He oído que usted era jugador de críquet —comentó Sally.
—Sí, lo soy.
—Y famoso, dice mi hermano.
—No estoy seguro de eso —respondió Sandman modestamente.
—Pero puede ganar dinero con eso, ¿no?
—No tanto como necesito —aclaró Sandman, que sólo jugaba en verano y si estaba dispuesto a soportar los sobornos y la corrupción del juego—. Tengo un pequeño problema aquí. Faltan algunos corchetes.
—Eso es porque nunca tengo tiempo de arreglarlos —explicó Sally—, así que haga lo que pueda.
La joven estaba mirando en dirección a la repisa de la chimenea, en la que había un montón de cartas con los bordes doblados, lo que indicaba que habían sido enviadas hacía mucho tiempo. Se inclinó ligeramente hacia delante y consiguió ver que el primer sobre iba dirigido a la señorita tal o cual, ya que no entendía el nombre, aunque la primera palabra revelaba que al capitán Sandman le habían dejado plantado y que habían devuelto sus cartas. «Pobre capitán Sandman», pensó Sally.
—Y a veces —continuó Sandman—, donde hay corchetes no hay anillas.
—Por eso he traído esto —señaló Sally, moviendo un pañuelo de seda deshilachado sobre su espalda—. Hágalo pasar por los huecos, capitán. Póngame decente.
—Así que hoy visitaré algunos conocidos —Sandman volvió a su primera pregunta— y veré si pueden ofrecerme trabajo; después, esta tarde, caeré en la tentación.
—¡Ooh! —Sally sonrió a sus espaldas, con ojos brillantes de alegría—. ¿Tentación?
—Iré a ver cómo juegan a críquet en Artillery Ground.
—Eso no me tentaría —aseguró Sally—; a propósito, capitán, si va a bajar a desayunar, hágalo rápido, o no comerá nada después de las nueve.
—¿Ah, no? —preguntó Sandman, aunque en realidad no tuviera intención de pagar a la taberna por un desayuno que no se podía permitir.
—La Gavilla siempre se llena cuando hay una ejecución en Newgate —explicó Sally—, porque la gente quiere desayunar cuando vuelven, ¿sabe? Les abre el apetito. Allí es donde ha ido mi hermano. Siempre baja a Old Bailey cuando hay un ahorcamiento. Les gusta que vaya.
—¿A quiénes?
—A sus amigos. Normalmente suele conocer a alguno de los pobres desgraciados que son retorcidos, ¿sabe?
—¿Retorcidos?
—Colgados, capitán. Colgados, retorcidos, ahorcados, estrangulados, asfixiados o acogotados. Bailando la Morris de Newgate, danzando sobre el escenario de James Botting, haciendo gárgaras en la soga. Deberá aprender la germanía si vive aquí, capitán.
—Ya lo veo —dijo Sandman, que acababa de empezar a pasar el pañuelo por los huecos del vestido, cuando Dodds, el recadero de la posada, empujó la puerta medio abierta y sonrió de oreja a oreja al descubrir a Sally Hood en la habitación del capitán Sandman y a éste abrochándole el vestido con el pelo alborotado y con tan sólo una raída bata vieja encima.
—Te van a entrar moscas si no cierras tu maldita bocaza —le gritó Sally a Dodds—, y él no es mi amante, pequeño bastardo. Sólo me está abrochando el vestido porque mi hermano y la madre Gunn se han ido a la horca, que es donde acabarás tú si es que hay una maldita justicia.
Dodds hizo caso omiso de la invectiva y le mostró un papel sellado a Sandman.
—Carta para usted, capitán.
—Eres muy amable —dijo Sandman, y se inclinó sobre su ropa doblada en busca de un penique—. Espera un momento —le pidió al chico, el cual, en realidad, no hizo el gesto de marcharse hasta que no le diesen propina.
—¡No le dé usted nada! —protestó Sally. Apartó la mano de Sandman y le quitó la carta a Dodds—. El pequeño sinvergüenza la olvidó, ¿verdad? ¡Esta mañana no ha llegado ninguna maldita carta! ¿Cuántos días hace?
Dodds la miró con resentimiento.
—Llegó el viernes —admitió finalmente.
—¡Si una maldita carta llega el viernes, entrégala el viernes! ¡Venga, largo de aquí, a robar afuera! —le dio con la puerta en las narices—. ¡Pedazo de holgazán! Deberían llevarlo a la maldita Newgate y que bailase en el patíbulo. Eso le estiraría su maldito cuello holgazán.
Sandman acabó de pasar el pañuelo de seda a través de los huecos en los cierres del vestido, dio un paso atrás y asintió.
—Está muy atractiva, señorita Hood.
—¿Eso cree?
—Por supuesto —asintió Sandman. El vestido era verde claro, estampado de flores de aciano, y los colores favorecían la piel trigueña y el cabello rizado de Sally, que era tan rubio como el de Sandman. Era una bonita muchacha de ojos claros, de piel sin marcas de sífilis y una sonrisa contagiosa—. El vestido le favorece realmente —le aseguró.
—Es el único medio bueno que tengo —comentó ella—, así que más vale que me favorezca. Gracias —le entregó la carta—. Cierre los ojos, dé la vuelta tres veces y después pronuncie el nombre de su amada en voz alta antes de abrirla.
Sandman se rió.
—¿Y qué conseguiré con eso?
—Así serán buenas noticias, capitán —le explicó con seriedad—, buenas noticias —sonrió y se fue.
Sandman escuchó sus pasos bajando las escaleras y miró la carta. Quizá sería la respuesta a una de sus demandas de empleo. Desde luego era papel del bueno y la letra era educada y elegante. Deslizó un dedo bajo la solapa, decidido a abrir la carta, pero se detuvo. Se sentía como un tonto, pero cerró los ojos, dio la vuelta tres veces y pronunció el nombre de su amada en voz alta: «Eleanor Forrest», dijo; abrió los ojos, arrancó el sello de cera roja y desdobló el papel. Leyó la carta, la leyó otra vez e intentó determinar si realmente eran buenas noticias o no.
El honorable vizconde de Sidmouth le presentaba sus respetos al capitán Rider Sandman y tenía el honor de convocarlo a la mayor brevedad posible, preferiblemente antes del mediodía, en su despacho. Se agradecía la prontitud en su respuesta al secretario de lord Sidmouth, el señor Sebastian Witherspoon.
La primera impresión de Sandman fue que lo de la carta debían de ser malas noticias, que su padre habría pedido dinero al vizconde de Sidmouth, como había hecho con otros, y que su señoría le escribía para presentar una demanda sobre el patrimonio de Sandman. Pero era una estupidez. Su padre, por lo que Rider Sandman sabía, nunca había tratado con lord Sidmouth, y si lo hubiese hecho se habría vanagloriado de ello, ya que siempre le había la gustado la compañía de hombres importantes. Y había pocas personas más importantes que el honorable Henry Addington, primer vizconde de Sidmouth, otrora primer ministro de Gran Bretaña y por aquel entonces secretario de Estado de Su Majestad.
Así que, ¿por qué el Departamento de Estado quería ver a Rider Sandman?
Sólo había una manera de saberlo.
Así que Sandman se puso su camisa más limpia, sacó brilló a sus desgastadas botas con su camisa más sucia, se cepilló la chaqueta y, negando su pobreza al vestirse como el caballero que era, se fue a ver a lord Sidmouth.
El vizconde de Sidmouth era un hombre fino. De labios finos y cabello fino, tenía una fina nariz y una fina mandíbula que acababa en una fina barbilla de comadreja, sus ojos tenían toda la calidez del sílex finamente pulido y su fina voz era precisa, seca y desagradable. Era conocido como «el Doctor», un apodo sin cariño ni afecto, pero acertado, ya que era cínico, desaprobatorio y frío. Había hecho esperar a Sandman durante dos horas y cuarto, aunque si éste se había presentado en el despacho sin cita previa no podía culpar al Departamento de Estado por eso. Más tarde, mientras un moscardón zumbaba contra uno de los altos ventanales, lord Sidmouth fruncía el ceño ante el visitante.
—Ha sido usted recomendado por sir John Colborne.
Sandman inclinó la cabeza en señal de reconocimiento, pero no dijo nada. No había nada que decir. Un reloj de pie hacía tictac en una esquina del despacho.
—Estuvo usted en el batallón de sir John, en Waterloo —comentó Sidmouth—, ¿no es así?
—Así es, milord.
Sidmouth gruñó como si no le gustaran los hombres que habían estado en Waterloo y eso, reflexionó Sandman, podía ser bien cierto, ya que Gran Bretaña parecía entonces dividida entre aquéllos que habían luchado contra los franceses y los que habían permanecido en casa. Sandman sospechaba que estos últimos estaban celosos y preferían sugerir, muy delicadamente, que habían sacrificado una oportunidad de darse una vuelta por el extranjero debido a la necesidad de mantener próspera Gran Bretaña. Hacía ya dos años de las guerras contra Napoleón, pero la división continuaba, aunque sir John Colborne debía de poseer algún tipo de influencia en el gobierno si su recomendación había llevado a Sandman a aquel despacho.
—Sir John me ha dicho que está usted buscando empleo —prosiguió el secretario de Estado.
—Debo hacerlo, milord.
—¿Debe? —saltó Sidmouth de repente—. ¿Debe? Pero usted recibe la paga del ejército, ¿no? Y no son unos honorarios poco generosos, ¿no es cierto? —hizo la pregunta con amargura, como si su señoría desaprobara totalmente dar pensiones a hombres que eran capaces de ganarse su propio sueldo.
—No tengo derecho a la paga, milord —dijo Sandman.
Había vendido su comisión y, como era tiempo de paz, había recibido menos de lo que se esperaba, aunque había sido suficiente para conseguir el arrendamiento de una casa para su madre.
—¿No tiene ingresos? —preguntó Sebastian Witherspoon, el asistente del secretario de Estado, desde su sitio detrás de la mesa de su señor.
—Algunos —respondió Sandman, y decidió que probablemente era mejor no decir que lo poco que ganaba provenía de jugar a críquet. El vizconde de Sidmouth no parecía un hombre que aprobase tal cosa—. No los suficientes —Sandman rectificó su respuesta—, y la mayor parte de lo que gano es para pagar las pequeñas deudas de mi padre. Deudas de comerciantes —añadió, por si el secretario de Estado pensaba que estaba intentando devolver las grandes cantidades que debían a los inversores ricos.
Witherspoon frunció el ceño.
—Según la ley, Sandman —le informó—, usted no es responsable de ninguna de las deudas de su padre.
—Soy responsable de la buena reputación de mi familia —contestó Sandman.
Lord Sidmouth soltó un resoplido de escarnio que bien podía ser una burla de la buena reputación de los Sandman o una respuesta irónica a sus evidentes escrúpulos o, lo más probable, un comentario sobre el padre de Sandman, el cual, enfrentado a la amenaza del encarcelamiento o del exilio debido a sus enormes deudas, se había quitado la vida deshonrando su propio nombre y dejando a su mujer y a su familia arruinados. El secretario de Estado escrutó largamente a Sandman con cara avinagrada y después se giró a mirar el moscardón que golpeaba la ventana. El reloj de pie sonaba hueco. Hacía calor en la sala y Sandman sentía la desagradable sensación del sudor empapándole la camisa. El silencio se alargaba y Sandman sospechaba que el secretario de Estado estaba sopesando la idea de darle un empleo al hijo de Ludovic Sandman. Los carros pasaban con gran estruendo bajo los ventanales. Los cascos sonaban agudos, y entonces, por fin, lord Sidmouth se decidió.
—Necesito a un hombre para llevar a cabo un trabajo —anunció, todavía mirando en dirección a la ventana—, aunque debo advertirle de que no es un puesto permanente. De ninguna manera es permanente.
—La verdad es que es cualquier cosa menos permanente —añadió Witherspoon.
Sidmouth miró con el ceño fruncido a su secretario.
—El puesto es totalmente temporal —le informó, y se dirigió hacia una enorme cesta de media altura, abarrotada de papeles, que había en el suelo alfombrado. Algunos eran pergaminos, otros estaban doblados y sellados con cera, y unos cuantos mostraban pretensiones legales al estar envueltos con cinta roja—. Éstas, capitán —continuó—, son peticiones —el tono de lord Sidmouth dejaba claro que detestaba las peticiones—. Un condenado puede elevar una petición al rey solicitando clemencia o, incluso, el perdón total. Ésa es su prerrogativa, capitán, y todas esas peticiones de Inglaterra y Gales llegan a este departamento. ¡Recibimos casi dos mil al año! Parece como si cada persona condenada a muerte lograse enviar una petición en su defensa, y todas deben leerse. ¿No son leídas todas, Witherspoon?
El secretario de Sidmouth, un joven de mejillas rollizas, aguda mirada y modales elegantes, asintió.
—Sin duda son examinadas, milord. Sería una negligencia por nuestra parte no atender tales peticiones.
—Una negligencia, por supuesto —asintió Sidmouth piadosamente—, y si el delito no es demasiado atroz, capitán, y hay personas cualificadas dispuestas a hablar por el condenado, entonces podríamos mostrar clemencia. Nos podríamos conmutar una sentencia de muerte por, pongamos, ¿una de expatriación?
—¿Vos, milord? —preguntó Sandman, sorprendido por el uso que había hecho Sidmouth del término «nos».
—Las peticiones son dirigidas al rey —explicó el secretario de Estado—, pero la responsabilidad de decidir sobre la respuesta recae adecuadamente en este departamento. Mis decisiones son después ratificadas por el Consejo del Reino, y le puedo asegurar, capitán, que quiero decir ratificadas. No son cuestionadas.
—¡Por supuesto que no! —añadió Witherspoon, divertido.
—Yo decido —declaró Sidmouth con agresividad—. Es una de las responsabilidades de este ilustre departamento, capitán, decidir quiénes serán ahorcados y quiénes salvados. Hay cientos de almas en Australia, capitán, que deben sus vidas a este departamento.
—Y estoy seguro, milord —añadió Whiterspoon con elocuencia—, de que su gratitud es infinita.
Sidmouth pasó por alto el comentario de su secretario. Entregó una petición enrollada a Sandman.
—Y de vez en cuando —continuó—, muy de vez en cuando, alguna petición nos convence de que investiguemos el asunto. En una de esas raras ocasiones, capitán, designamos a un investigador, pero no es algo que nos guste hacer. —Hizo una pausa, obviamente invitando a Sandman a que preguntase por qué el Departamento de Estado era tan reacio a nombrar un investigador, pero Sandman hizo caso omiso de la pregunta, mientras quitaba la cinta del pergamino—. Una persona condenada a muerte —el secretario de Estado le dio la explicación de todas formas— acaba de ser procesada. Él o ella ha sido juzgada y declarada culpable por un tribunal de justicia, y no es asunto del gobierno de Su Majestad revisar unos hechos que han sido considerados por los tribunales apropiados. Nuestra política, capitán, no es desautorizar a la judicatura, pero de vez en cuando, muy infrecuentemente, sí que investigamos. Esa petición sólo es un caso extraño.
Sandman desenrolló la petición, que estaba escrita con tinta marrón en papel amarillo barato. «A Dios pongo por testigo —leyó— de que él es un buen chico y no podría haber matado nunca a lady Avebury, porque Dios sabe que es incapaz de matar ni a una mosca.» Había bastante más en el mismo estilo, pero Sandman no pudo seguir leyendo porque el secretario de Estado había empezado a hablar de nuevo.
—El asunto —explicó lord Sidmouth— concierne a Charles Corday. Ése no es su verdadero nombre. La petición, como puede ver usted mismo, proviene de la madre de Corday, la cual firma como Cruttwell, pero el muchacho parece haber adoptado un nombre francés. Dios sabe por qué. Fue condenado por el asesinato de la condesa de Avebury. Sin duda recordará el caso, ¿verdad?
—Me temo que no, milord —dijo Sandman.
Nunca había estado especialmente interesado por el crimen, nunca había comprado los calendarios de Newgate ni leído los periódicos que celebraban a famosos criminales y sus salvajes hazañas.
—No tiene ningún misterio —dijo el secretario de Estado—. El desgraciado violó y apuñaló a la condesa de Avebury y, por supuesto, merece la horca. ¿Cuándo le espera el patíbulo? —se giró hacia Witherspoon.
—Le espera de aquí a una semana, milord —le recordó Witherspoon.
—Si no tiene ningún misterio, milord —planteó Sandman—, entonces, ¿por qué investigar los hechos?
—Porque la peticionaria, Maisie Cruttwell —Sidmouth pronunció el nombre como si fuese agrio para su lengua—, es una costurera de Su Majestad, la reina Carlota, y Su Majestad ha tenido la deferencia de interesarse por el asunto —la voz de lord Sidmouth dejaba claro que gustosamente hubiese estrangulado a la esposa del rey Jorge III por ser tan gentil—. Es mi responsabilidad, capitán, y mi obligación convencer a Su Majestad de que se ha llevado a cabo toda investigación posible y de que no existe la menor duda de que aquel desgraciado es culpable. Por ese motivo he escrito a Su Majestad para informarla de que he designado un investigador que examinará los hechos y ofrecerá la seguridad de que se está haciendo justicia —Sidmouth lo explicó todo con aburrimiento, pero después señaló con su huesudo índice a Sandman—. Me pregunto si usted puede ser ese investigador, capitán, y si comprende lo que necesitamos.
Sandman asintió.
—Desea convencer a la reina, y para hacerlo debe estar completamente convencido de que el preso es culpable.
—¡No! —respondió bruscamente Sidmouth, que parecía realmente enojado—. Yo estoy completamente convencido de que el hombre es culpable. Corday, o como quiera que se haga llamar, fue acusado después de un debido proceso judicial. Es la reina quien necesita convencerse.
—Entiendo —asintió Sandman.
Witherspoon se acercó.
—Perdone la pregunta, capitán, pero, ¿no será usted de temperamento radical?
—¿Radical?
—¿No tendrá nada en contra de la horca?
—¿Para un hombre que viola y mata? —Sandman parecía indignado—. Por supuesto que no.
La respuesta era bastante franca, aunque, en realidad, no había pensado mucho sobre el asunto. Era algo que nunca había visto, aunque sabía que existía un patíbulo en Newgate, un segundo al sur del río, en la prisión de Horsemonger Lane, y otro en toda ciudad con tribunal superior de Inglaterra y Gales. De vez en cuando había oído alguna discusión sobre si el patíbulo se usaba demasiado o sobre si era una tontería colgar a un aldeano hambriento por robar un cordero de cinco chelines, pero, en general, poca gente quería abolir la horca. El patíbulo era una medida represiva, un castigo y un ejemplo. Era necesario. Era la máquina de la civilización y protegía a todos los ciudadanos decentes de sus depredadores.
Witherspoon, satisfecho con la indignada respuesta de Sandman, sonrió.
—Sabía que usted no era un radical —afirmó calmadamente—, pero uno debe asegurarse.
—Por tanto —lord Sidmouth echó un vistazo al reloj de pie—, ¿se compromete usted a ser nuestro investigador? —Esperaba una respuesta inmediata, pero Sandman dudaba. La duda no era porque no quisiera el trabajo, sino porque dudaba poseer las cualidades para ser un investigador del crimen, pero entonces se preguntó quién las tenía. Lord Sidmouth creyó que la duda significaba reticencia—. El trabajo no cubrirá sus gastos, capitán —observó con irritación—, el desgraciado es claramente culpable y uno solamente pretende satisfacer las femeninas preocupaciones de la reina. ¿Qué le parece la paga de un mes por un día de trabajo? —Calló y adoptó un aire despectivo—. ¿O teme que el empleo interfiera en su críquet?
Sandman necesitaba la paga de un mes, así que pasó por alto los insultos.
—Por supuesto que lo haré, milord —respondió—; será un honor.
Witherspoon se puso en pie, señal de que la audiencia había acabado, y el secretario de Estado se despidió con una inclinación de cabeza.
—Witherspoon le proporcionará una carta de autorización —le informó Sidmouth—, y yo esperaré con interés su informe. Que tenga un buen día, caballero.
—A vuestro servicio, milord. —Sandman hizo una reverencia, pero el secretario de Estado estaba ya atendiendo otros asuntos.
Siguió al asistente hasta una antesala en la que un empleado trabajaba en una mesa.
—Será necesario un momento para sellar su carta —comentó Witherspoon—, así que, por favor, siéntese.
Sandman se había llevado la petición de Corday y la leyó toda, aunque extrajo poca información de las palabras mal escritas. La madre del condenado, que había firmado la petición con una cruz, simplemente había dictado una incoherente petición de clemencia. Decía que su hijo era un buen chico, un alma inofensiva y un cristiano, pero al lado de sus súplicas habían dos comentarios condenatorios. «Absurdo», decía el primero, «es culpable de un crimen atroz», mientras que el segundo, con letra apretada, rezaba: «Que la ley siga su curso». Sandman mostró la petición a Witherspoon.
—¿Quién ha escrito los comentarios?
—El segundo es la decisión del secretario de Estado —respondió Witherspoon—, y lo escribió antes de que supiese que Su Majestad estaba por medio. Y el primero es del juez que dictó sentencia. En este caso era sir John Silvester. ¿Lo conoce?
—Me temo que no.
—Es el registrador de Londres y, como podrá deducir de eso, un juez con mucha experiencia. Sin duda no es hombre que permita una flagrante injusticia en su sala. —Le entregó una carta al empleado—. Su nombre debe aparecer en la carta de autorización, por supuesto. ¿Hay alguna dificultad en su ortografía?
—No —respondió Sandman, y entonces, mientras el empleado escribía su nombre en la carta, leyó la petición de nuevo, pero no presentaba ningún argumento en contra de los hechos del caso. Maisie Cruttwell sostenía que su hijo era inocente, pero no podía aducir ni una prueba de semejante afirmación. En cambio, suplicaba clemencia al rey—. ¿Por qué me han escogido a mí? —preguntó Sandman a Witherspoon—. Lo que quiero decir es que deben de haber utilizado a alguien más como investigador anteriormente. ¿Es que no fue satisfactorio?
—El señor Talbott fue completamente satisfactorio —respondió Witherspoon, que estaba buscando el sello que autentificaría la carta—, pero murió.
—Ah.
—De un ataque —añadió Witherspoon—. Muy trágico. ¿Y por qué usted? Porque, como le ha informado el secretario de Estado, ha sido recomendado —estaba revolviendo el contenido de un cajón, buscando el sello—. Yo tuve un primo en Waterloo —continuó—, el capitán Witherspoon, un húsar. Era un oficial del duque. ¿Lo conoció?
—Pues no.
—Murió.
—Lo siento.
—Quizá fue lo mejor —observó Witherspoon. Por fin había encontrado el sello—. Siempre decía que temía el fin de la guerra. Siempre se preguntaba qué entusiasmo podía proporcionar la paz.
—Era un temor muy común en el ejército —comentó Sandman.
—Esta carta —el secretario estaba calentando una barra de cera sobre la llama de una vela— confirma que usted está investigando para el Departamento de Estado y solicita a todo el mundo que le ofrezcan su colaboración, aunque no requiere que lo hagan. Fíjese en esa distinción, fíjese bien. No tenemos ningún derecho legal para exigir colaboración —le advirtió mientras dejaba gotear la cera sobre la carta y apretaba cuidadosamente el sello sobre la mancha escarlata—, de manera que sólo podemos solicitarla. Le agradecería que me devolviese esta carta después de que hayan concluido sus investigaciones, y respecto a la naturaleza de las mismas, capitán, mi consejo es que no es necesario que sean muy laboriosas. No hay ninguna duda de que el hombre es culpable. Corday es un violador, un asesino y un mentiroso, y lo único que necesitamos de él es una confesión. Lo encontrará en Newgate, y si es usted lo suficientemente convincente, sin duda confesará su brutal crimen y usted habrá hecho su trabajo —le mostró la carta—. Espero tener noticias suyas muy pronto. Necesitaremos un informe por escrito, pero, por favor, que sea breve. —De repente, retuvo la carta para dar fuerza a sus siguientes palabras—. Lo que no queremos, capitán, es complicar las cosas. Proporciónenos un sucinto informe que permita a mi señor convencer a la reina de que no hay ningún motivo posible para el perdón y deje que nos olvidemos del condenado asunto.
—¿Y si no confiesa? —preguntó Sandman.
—Fuércele —respondió Witherspoon, enérgicamente—. De todas formas será ahorcado, capitán, tanto si usted entrega su informe como si no. Tan sólo sería más conveniente si pudiésemos convencer a Su Majestad de que el hombre es culpable antes de que sea ejecutado.
—¿Y si es inocente? —preguntó Sandman.
Witherspoon parecía horrorizado ante tal posibilidad.
—¿Cómo va a serlo? ¡Ya ha sido declarado culpable!
—Claro —asintió Sandman, que cogió la carta y se la metió en un bolsillo de la chaqueta—. Su señoría —insinuó, con poca elegancia— ha mencionado los honorarios —odiaba tener que hablar de dinero, era del todo impropio de un caballero, pero también lo era su pobreza.
—Así es —afirmó Witherspoon—. Solíamos pagar veinte guineas al señor Talbott, pero me parece un tanto difícil recomendar el mismo importe en este caso. Realmente es un asunto demasiado trivial, así que autorizaré un pago de quince guineas. Se las enviaré. ¿Adónde? —Bajó la vista a su cuaderno de notas y de repente le miró escandalizado—. ¿De verdad? ¿La Gavilla? ¿En Drury Lane?
—Así es —respondió fríamente Sandman.
Sabía que Whiterspoon merecía una explicación, ya que La Gavilla era conocida como guarida de delincuentes, pero Sandman no sabía nada de eso cuando solicitó un habitación y creía que no debía justificarse ante Witherspoon.
—Supongo que usted sabrá lo que le conviene —dijo Witherspoon con recelo.
Sandman vaciló. No era un cobarde, de hecho tenía fama de hombre valiente, aunque esa fama la había ganado en el fragor de la batalla, por lo que se armó de valor.
—Ha mencionado un pago, señor Witherspoon —comentó—, y me preguntaba si podría convencerle para cobrar. Habrá gastos inevitables… —su voz se fue apagando porque no tenía ni la más remota idea de qué gastos serían.
Tanto Whiterspoon como el empleado se le quedaron mirando como si se le hubiesen caído los pantalones.
—¿Cobrar? —preguntó Whiterspoon con voz queda.
Sandman sabía que se estaba ruborizando.
—Ustedes quieren el asunto resuelto rápidamente —prosiguió—, pero podrían haber imprevistos que requieran un desembolso. No puedo prever la naturaleza de tales imprevistos, pero… —se encogió de hombros y su voz se fue apagando de nuevo.
—Prendergast —Witherspoon miraba a Sandman, aunque le hablaba al empleado—, por favor, vaya al despacho del señor Hodge, preséntele mis respetos y pídale que nos avance quince guineas —calló, aún mirando a Sandman— en efectivo.
Encontraron el dinero, se lo entregaron, y se marchó del Departamento de Estado con los bolsillos llenos de oro. «Maldita pobreza», pensó, pero el alquiler era pagadero en La Gavilla y hacía tres días que no comía como es debido.
Pero ¡quince guineas! Ya se podía permitir una comida. Una comida, algo de vino y una tarde de críquet. Era una perspectiva tentadora, pero Sandman no era un hombre que faltase al deber. El trabajo como investigador del Departamento de Estado podía ser temporal, pero si acababa esa primera investigación rápidamente, podría conseguir otras asignaciones más lucrativas de lord Sidmouth, y éste era un resultado que deseaba con devoción, por lo que renunció a la comida, se olvidó del vino y pospuso el críquet.
Porque había un asesino que visitar y una confesión que obtener.
Así que Sandman se fue a buscarla.
En Old Bailey, una calle con forma de embudo que se estrechaba desde Newgate Street hasta Ludgate Hill, estaban desmontando el patíbulo. La tela negra que había cubierto la plataforma ya estaba plegada encima de una pequeña carreta y dos hombres bajaban la pesada viga desde la cual se había ahorcado a las cuatro víctimas. Ya se estaban vendiendo a un penique los primeros periódicos que describían las ejecuciones y los delitos que las habían causado a los que quedaban de la muchedumbre de la mañana, que habían esperado para ver cómo Jemmy Botting sacaba los cuatro cadáveres del foso, los sentaba en el borde para sacarles las sogas y los colocaba en los ataúdes. Un puñado de espectadores había subido al patíbulo para que la mano de los muertos les tocase sus verrugas, forúnculos y tumores.
Por fin fueron llevados los ataúdes a la prisión, pero algunas personas se quedaron para ver cómo desmontaban el patíbulo. Dos vendedores ofrecían lo que decían que eran trozos de las sogas asesinas. Algunos letrados con peluca y toga negra se dirigían a toda prisa hacia la Posada del Cordero, La Urraca y el Tocón y a los tribunales de la Cámara de Sesiones, que se había construido al lado de la prisión. La calle se había abierto al tráfico de nuevo, por lo que Sandman tuvo que esquivar coches, carruajes y carretas para alcanzar la entrada de la prisión, donde esperaba encontrarse celadores y compuertas, en vez de un portero sin uniforme al final de las escaleras y docenas de personas yendo y viniendo. Las mujeres llevaban paquetes de comida, bebés y botellas de ginebra, cerveza o ron. Los niños corrían y gritaban, mientras dos camareros de La Urraca y el Tocón repartían comidas en bandejas de madera a los presos que podían permitirse sus servicios.
—¿Su señoría busca a alguien? —El portero, viendo la confusión de Sandman, se había abierto paso entre la multitud para salirle al encuentro.
—Estoy buscando a Charles Corday —respondió Sandman, y como el portero parecía confundido, añadió que trabajaba para el Departamento de Estado—. Me llamo Sandman —explicó—, capitán Sandman, y soy el investigador oficial de lord Sidmouth. —Sacó la carta con el impresionante sello del Departamento de Estado.
—¡Ah! —el portero no se interesó por la carta—. Usted ha sustituido al señor Talbott, que en paz descanse. Era un verdadero caballero, señor.
Sandman guardó la carta.
—¿Debería, quizá, presentar mis respetos al gobernador? —preguntó.
—Alcaide, señor, el señor Brown es el alcaide, señor, y no le agradecerá que le presente sus respetos, señor, si no es necesario. Simplemente entre, señor, y visite al preso. El señor Talbott, que en paz descanse, los llevaba a una de las cajas de sal vacías y allí tenía una pequeña charla. —El portero sonrió e hizo la pantomima de un puñetazo—. Un servidor de la verdad, el señor Talbott. Un gran hombre, como usted. ¿Cómo se llamaba su amigo?
—Corday.
—Está condenado, ¿verdad? Entonces lo encontrará en Press Yard, su señoría. ¿Lleva alguna pipa, señor?
—¿Una pipa?
—Una pistola, señor. ¿No? Algunos caballeros llevan, pero las armas no son aconsejables, señor, porque esos mal nacidos podrían dominarle. Y un consejo, capitán —el portero, cuyo aliento apestaba a ron, miró un momento hacia atrás y le agarró la solapa, para enfatizar sus palabras—, le dirá que no lo hizo, señor. Aquí no hay ni un culpable, ¡ni uno! No si usted les pregunta. Todos juran por sus madres que no lo hicieron, pero no es así. Son culpables. Todos —sonrió y le soltó la solapa—. ¿Lleva reloj, señor? ¿Sí? Mejor que no lleve nada que le puedan robar. Guárdelo aquí en el cajón, señor, bajo llave y vigilancia. A la vuelta de la esquina, señor, encontrará unas escaleras. Bájelas, señor, siga el túnel y no se preocupe por el olor. ¡Dejen pasar! —El último grito iba dirigido a toda la gente del vestíbulo, porque unos operarios, acompañados de tres vigilantes armados con porras, estaban sacando un ataúd de madera de la prisión—. Es la chica que han colgado esta mañana, señor —confió el portero a Sandman—. Se la llevan a los cirujanos. Los caballeros quieren a una joven para diseccionarla. Baje las escaleras, señor, y siga su olfato.
El olor de cuerpos sin lavar le recordó a Sandman los alojamientos españoles abarrotados de casacas rojas cansados, y el hedor se hizo incluso más nocivo al pasar por el túnel de piedra, que llevaba a otras escaleras que subían hasta un cuarto de guardia, al lado de una enorme compuerta barrada que conducía a Press Yard. Dos carceleros, armados con porras, guardaban la entrada.
—¿Charles Corday? —respondió uno cuando Sandman preguntó dónde podía encontrar al preso—. No le pasará inadvertido. Si no está en el patío, estará en la Sala de Reuniones —señaló una puerta abierta al otro lado del patio—. Parece una maldita cría, es por eso que no lo confundirá.
—¿Una cría?
El hombre abrió la compuerta.
—Parece una maldita muchacha, señor —aclaró con desdén—. ¿Es amigo suyo? —Sonrió con burla, pero la sonrisa desapareció cuando Sandman se giró y se lo quedó mirando—. No lo veo en el patio, señor —el carcelero había sido soldado, por lo que enderezó la espalda y se mostró respetuoso bajo la mirada de Sandman—, así que estará en la Sala de Reuniones, señor. Es aquella puerta, señor.
Press Yard era un espacio estrecho entre edificios altos y húmedos. La poca luz que llegaba al patio sobrepasaba la hilera de pinchos que coronaba la pared de Newgate Street, al lado de la cual una veintena de presos, fácilmente identificables por sus grilletes, estaban sentados con sus visitas. Unos niños jugaban alrededor de una alcantarilla abierta. Un ciego estaba sentado en los escalones que llevaban a las celdas, refunfuñando solo y rascándose las llagas de sus tobillos esposados. Un borracho, también encadenado, yacía durmiendo mientras una mujer, seguramente su esposa, lloraba en silencio a su lado. Creyó que Sandman era un hombre rico y le extendió una mano pidiendo limosna.
—Tened piedad de una mujer pobre, su señoría, tened piedad.
Sandman entró en la Sala de Reuniones, que era un enorme espacio repleto de mesas y bancos. Un fuego de carbón ardía en un gran hueco donde varias ollas de estofado colgaban de una barra. Las ollas eran removidas por dos mujeres que al parecer estaban cocinando para una docena de personas sentadas alrededor de una de las largas mesas. El único carcelero de la estancia, un hombre más bien joven armado con una porra, también estaba a la mesa, compartiendo una botella de ginebra y las risas, que desaparecieron de golpe cuando Sandman apareció. Entonces las demás mesas callaron y cuarenta o cincuenta personas se giraron para ver al recién llegado. Alguien escupió. Algo de Sandman, quizá su estatura, hablaba de autoridad y ése no era un sitio donde la autoridad fuese bienvenida.
—¡Corday! —gritó Sandman, con el típico tono de oficial—. ¡Busco a Charles Corday! —Nadie respondió—. ¡Corday! —volvió a gritar.
—¿Señor?
La voz que respondió era temblorosa y procedía del rincón más lejano y oscuro de la sala. Sandman se abrió paso entre las mesas para ver a una figura patética encogida contra la pared. Charles Corday era muy joven, de poco más de diecisiete años, extremadamente delgado y con una cara pálida enmarcada en largo cabello rubio que le hacía parecer, ciertamente, afeminado. Tenía largas pestañas, labios temblorosos y una oscura magulladura en una mejilla.
—¿Tú eres Charles Corday? —Sandman sintió una antipatía instintiva hacia el joven, quien parecía demasiado delicado y autocompasivo.
—Sí, señor. —El brazo de derecho de Corday estaba temblando.
—Levántate —ordenó Sandman. Corday parpadeó sorprendido por el tono de la orden, pero obedeció, estremeciéndose, ya que los grilletes le apretaban los tobillos—. He sido enviado por el secretario de Estado —continuó—, y necesito algún sitio privado donde podamos hablar. Podemos usar las celdas, quizá. ¿Podemos ir desde aquí? ¿O desde el patio?
—El patio, señor —respondió Corday, aunque no parecía haber entendido demasiado lo que le había dicho Sandman.
Condujo a Corday hasta la puerta.
—¿Es tu amante, Charlie? —preguntó un hombre—. ¿Viene a darte un abrazo de despedida, verdad?
El resto de los presos se echaron a reír, pero Sandman tenía la capacidad del oficial experimentado para saber cuándo soslayar la insubordinación, así que siguió andando, aunque cuando oyó chillar a Corday se giró y vio a un hombre de pelo grasiento y sin afeitar que le había agarrado del pelo como si fuese una correa.
—¡Te estoy hablando a ti, Charlie! —insistió el hombre. Le tiró del pelo, haciendo que el muchacho volviese a gritar—. ¡Danos un beso, Charlie! —pidió el hombre—, ¡danos un beso!
Las mujeres de la mesa al lado del fuego reían de la situación de Corday.
—Déjalo —ordenó Sandman.
—Aquí tú no das las órdenes, amigo —gruñó el hombre sin afeitar—. Nadie da órdenes aquí, ya no hay más órdenes, no hasta que Jemmy venga a buscarnos, así que piérdete, amigo, vete a… —El hombre calló de repente y dio un extraño alarido—. ¡No! —gritó—. ¡No!
Rider Sandman siempre había sufrido de mal genio. Era algo que sabía y contra lo cual luchaba. En su vida diaria adoptaba un tono de gentil calma, usaba la cortesía mucho más de lo necesario, enaltecía la razón y la reafirmaba con la plegaria, y hacía todo esto porque temía su propio mal genio, aunque ni la plegaria, la razón ni la cortesía habían eliminado su mal carácter. Sus soldados habían descubierto que había un demonio en él. Era un verdadero demonio y sabían que no era un hombre al que contrariar, porque tenía un genio tan repentino y temible como una tormenta de rayos y centellas. Además, era un hombre alto y fuerte, lo suficientemente fuerte como para levantar al preso sin afeitar y estamparlo contra la pared con tanta violencia que la cabeza le rebotó en la piedra. Entonces el hombre gritó porque Sandman le había clavado un puñetazo en el vientre.
—Te digo que lo dejes —ordenó Sandman, bruscamente—. ¿No has oído lo que he dicho? ¿Eres sordo o sólo un maldito idiota? —Golpeó al hombre una, dos veces más; sus ojos centelleaban y su voz amenazaba con aún más violencia—. ¡Maldita sea! ¿Por qué clase de imbécil me tomas? —espetó al hombre—. ¡Contesta!
—¡Señor! —consiguió responder el hombre.
—Responde. ¡Maldita sea! —Tenía su mano derecha en el cuello del preso y lo estaba estrangulando, por lo que el otro no podía decir nada.
Había un silencio absoluto en la Sala de Reuniones. El hombre, que miraba a los furiosos ojos de Sandman, se estaba ahogando.
El carcelero, tan horrorizado por la fuerza de la ira de Sandman como el resto de presos, atravesó nerviosamente la sala.
—¿Señor? Le está estrangulando, señor.
—Le estoy matando —gruñó Sandman.
—Señor, por favor, señor.
De repente, Sandman entró en razón y soltó al preso.
—Si no puedes ser educado —le dijo al hombre medio estrangulado—, deberías callarte.
—No le dirá ni una palabra más, señor —dijo el carcelero con preocupación—, le garantizo que no lo hará, señor.
—Vamos, Corday —ordenó Sandman, y se marchó bruscamente de la sala.
Hubo un suspiro de alivio cuando se fue.
—¿Quién diablos era? —consiguió decir el magullado preso, con dolor en el cuello.
—No lo había visto nunca.
—No tenía derecho a pegarme —protestó el prisionero, y sus amigos gruñeron su conformidad, aunque ninguno se atrevió a seguir a Sandman para debatir la cuestión.
Sandman condujo a un Corday aterrorizado a través de Press Yard hasta los escalones que llevaban a las quince cajas de sal. Las cinco celdas de la planta baja estaban siendo usadas por prostitutas y Sandman, a quien todavía le hervía la sangre, no se disculpó al interrumpirlas, sino que cerró las puertas de un portazo y subió las escaleras para encontrar una celda vacía en el primer piso.
—Aquí —le indicó a Corday.
El asustado joven se escabulló por delante de él. Sandman se estremeció por el hedor de esa antigua zona de la cárcel, que había sobrevivido a los incendios de las revueltas de Gordon[3]. El resto de la prisión había quedado reducido a cenizas durante los disturbios, pero esas plantas solamente se habían chamuscado, y las cajas de sal parecían más bien mazmorras medievales que modernas celdas. Había una esterilla en el suelo, que servía evidentemente de colchón, un montón de sábanas para seis o siete personas se apilaban desordenadamente bajo una ventana de altos barrotes y un orinal sin vaciar apestaba en un rincón.
—Soy el capitán Rider Sandman —se volvió a presentar a Corday—, y el secretario de Estado me ha pedido que investigue tu caso.
—¿Por qué? —Corday, que se había arrellanado en el montón de sábanas, se armó de valor para preguntar.
—Tu madre tiene contactos —comentó Sandman brevemente, con el mal genio aún reciente.
—¿La reina ha hablado por mí? —Corday parecía esperanzado.
—Su Majestad ha solicitado que se confirme tu culpabilidad —respondió Sandman, a quien le faltaba el aire.
—Pero yo no soy culpable —protestó Corday.
—Ya has sido condenado —replicó Sandman—, así que tu culpabilidad ya no está en tela de juicio.
Sabía que sonaba insoportablemente pomposo, pero quería acabar con esa desagradable reunión para poder ir a jugar al críquet. Serían, pensó, las quince guineas que más rápido habría ganado jamás, porque no podía imaginarse a esa despreciable criatura resistiéndose a sus peticiones de que confesase. Corday parecía patético, afeminado y a punto de llorar. Llevaba una ropa mugrienta pero elegante: pantalones negros, medias blancas, una camisa blanca de volantes y un chaleco azul de seda, aunque no llevaba ni fular ni chaqueta. La ropa, sospechó Sandman, era mucho más cara que cualquier cosa que él mismo poseía, lo cual hacía que aumentase su antipatía hacia Corday, cuya voz sonaba nasal, con un acento que revelaba pretensiones sociales. Un pequeño gimoteo advenedizo, juzgó Sandman instintivamente; era apenas un adulto y ya imitaba las maneras de sus mayores.
—¡Yo no lo hice! —protestó Corday de nuevo, y empezó a llorar. Se puso a gimotear, su voz lloriqueaba y las lágrimas le caían por sus pálidas mejillas.
Sandman se apoyó en la entrada de la celda. Su predecesor obviamente había sacado las confesiones a los prisioneros a golpes, pero Sandman no se imaginaba haciendo lo mismo. No era honrado y no podía hacerlo, lo cual significa que debía convencer al desgraciado muchacho de que le dijese la verdad, pero lo primero era hacer que parase de llorar.
—¿Por qué te haces llamar Corday —le preguntó, esperando distraerle—, si el apellido de tu madre es Cruttwell?
—No hay ninguna ley que lo prohíba —respondió Corday tratando de no llorar.
—¿Acaso he dicho que la hubiera?
—Soy retratista —dijo Corday enfurruñado, como si necesitase reafirmarse de ese hecho—, y los clientes prefieren pintores que tengan nombres franceses. Cruttwell no suena distinguido. ¿Dejará que Charlie Cruttwell le haga el retrato cuando puede contratar a monsieur Charles Corday?
—¿Eres pintor? —Sandman no podía esconder su sorpresa.
—¡Sí! —Corday, con los ojos enrojecidos de llorar, miró a Sandman con agresividad, y se vino debajo de nuevo—. Era el aprendiz de sir George Phillips.
—Es muy famoso —asintió Sandman, con desdén—, a pesar de tener un nombre prosaicamente inglés. Y sir Thomas Lawrence a mí no me suena muy francés.
—Creí que cambiarme el nombre ayudaría —subrayó Corday, malhumorado—, ¿importa?
—Importa que eres culpable —contestó Sandman, severamente— y, si no hay nada más, te enfrentarás al juicio de Dios con la conciencia clara, si lo confiesas.
Corday se quedó mirando a Sandman como si estuviese loco.
—¿Sabe de qué soy culpable? —preguntó finalmente—. Soy culpable de tener delirios de grandeza. Soy culpable de ser un pintor decente. Soy culpable de ser condenadamente mejor pintor que el maldito sir George Phillips, y soy culpable, Dios mío, cuán culpable soy, de ser estúpido, ¡pero yo no maté a la condesa de Avebury! ¡Yo no lo hice!
A Sandman no le gustaba el muchacho, pero sentía el peligro de ser condenado por su culpa, por eso se armó de valor para recordar las palabras de advertencia del portero de la prisión.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó.
—Dieciocho —respondió Corday.
—Dieciocho —repitió Sandman—. Dios se apiadará de tu juventud —comentó—. Todos hacemos estupideces cuando somos jóvenes, y tú has hecho cosas terribles, pero Dios sopesará tu alma y todavía hay esperanza. No estarás condenado a los fuegos del infierno si confiesas y le imploras perdón a Dios.
—¿Perdón por qué? —preguntó Corday.
Sandman estaba tan desconcertado que no dijo nada.
Corday, con los ojos enrojecidos y la cara pálida, se quedó mirando al corpulento Sandman.
—Míreme —señaló—, ¿tengo el aspecto de un hombre con la fuerza para violar y matar a una mujer, incluso aunque quisiera? ¿Eh? —No lo tenía. Sandman debía admitirlo, al menos para sí, ya que Corday era una criatura débil e insignificante, enclenque y flaca, que volvía a llorar otra vez—. Todos son iguales —lloriqueó—. ¡Nadie escucha! ¡A nadie le importa! Mientras se ahorque a alguien, a nadie le importa.
—¡Deja de llorar, por Dios! —gruñó Sandman, e inmediatamente se censuró a sí mismo por dejarse vencer por su temperamento—. Lo siento —farfulló.
Esas dos palabras hicieron que Corday frunciera el ceño con desconcierto. Dejó de llorar, miró a Sandman y frunció el ceño de nuevo.
—Yo no lo hice —susurró—. Yo no lo hice.
—Entonces, ¿qué pasó? —preguntó Sandman, despreciándose a sí mismo por haber perdido el control de la entrevista.
—Yo la estaba pintando —respondió Corday—. El conde de Avebury quería un retrato de su esposa y le pidió a sir George que se lo hiciese.
—¿Se lo pidió a sir George y estabas tú pintándola? —Sandman se mostraba escéptico.
Corday, después de todo, sólo tenía dieciocho años mientras que sir George Phillips era conocido como el único rival de sir Thomas Lawrence.
Corday suspiró como si Sandman estuviera siendo deliberadamente obtuso.
—Sir George bebe —afirmó, con desdén—. Empieza con Blackstrap[4] en el desayuno y empina el codo hasta la noche, lo cual significa que le tiembla la mano. Así que él bebe y yo pinto.
Sandman salió al pasillo para escapar del olor del orinal de la celda. Se preguntaba si estaba siendo un ingenuo, porque pensaba que Corday era curiosamente convincente.
—¿Pintabas en el estudio de sir George? —preguntó, no porque le importase, sino porque quería llenar el silencio.
—No —respondió Corday—. Su marido quería que el retrato estuviese situado en su dormitorio, así que lo hice allí. ¿Tiene usted idea de la molestia que significa eso? Hay que llevar el caballete, el lienzo, tizas, óleos, trapos, lápices, paños para el suelo, cuencos para hacer las mezclas y más trapos. Sin embargo, el conde de Avebury pagaba por eso.
—¿Cuánto?
—Lo que sir George pudiese llevarse. ¿Ochocientas guineas? ¿Novecientas? A mí me ofreció cien. —Corday parecía resentido ante tales honorarios, aunque a Sandman le parecía una fortuna.
—¿Es normal pintar un retrato en el dormitorio de una dama? —preguntó Sandman con evidente desconcierto. Podía imaginarse a una mujer que quisiese ser pintada en un salón o bajo un árbol de un soleado jardín, pero el dormitorio le parecía una perversa elección.
—Tenía que ser un retrato de boudoir —comentó Corday, y aunque el término era nuevo para Sandman, entendió lo que significaba—. Están muy de moda —continuó—, porque hoy en día todas las mujeres quieren parecerse a la Paulina Bonaparte de Canova.
Sandman frunció el ceño.
—Me confundes.
Corday levantó sus ojos suplicantes al cielo ante tal ignorancia.
—El escultor Canova —explicó— hizo un retrato de la hermana del emperador, que es muy famosa, y toda belleza en Europa desea ser pintada en la misma postura. La mujer se reclina en una chaise longue, con una manzana en la mano izquierda y la cabeza apoyada en la derecha. —Corday, para vergüenza de Sandman, hizo una demostración de la postura—. Lo destacable —continuó el muchacho—, es que la mujer está desnuda de cintura para arriba. Y bastante de cintura para abajo.
—¿Así que la condesa estaba desnuda cuando la pintaste? —preguntó Sandman.
—No —Corday vaciló y se encogió de hombros—. Ella no debía saber que se la iba a pintar desnuda, así que llevaba un camisón. Íbamos a usar una modelo en el estudio para pintar los pechos.
—¿No lo sabía? —Sandman no se lo creía.
—Su marido quería un retrato —insistió Corday, con impaciencia—, y la quería desnuda, algo a lo que ella se hubiese negado; por eso le mintió. No le importaba hacerse un retrato de boudoir, pero no se iba a desnudar ante cualquiera, así que íbamos a inventarlo, y yo estaba empezando el trabajo preliminar, el dibujo y las tintas. Un dibujo al carboncillo con unos pocos toques de color: las colchas, el papel de la pared, y el cabello y la piel de la señora. Menuda zorra.
Sandman sintió renacer sus esperanzas, ya que sus últimas palabras habían sido malévolas, justo lo que esperaba de un asesino hablando de su víctima.
—¿No te gustaba?
—¿A mí? ¡La detestaba! —Corday escupió—. ¡Era una falsa de dudosa reputación! —Quería decir que era una cortesana, una prostituta de lujo—. Un par de tetas, sólo eso —Corday la degradó salvajemente—. Pero que no me gustase no me convierte en un violador y un asesino. Además, ¿realmente cree que una mujer como la condesa de Avebury permitiría a un aprendiz de pintor estar a solas con ella? Estuvo siempre acompañada por una doncella cuando la pintaba. ¿Cómo podría haberla violado o asesinado?
—¿Había una doncella? —preguntó Sandman.
—Por supuesto —insistió Corday con desdén—, una fea zorra llamada Meg.
Sandman estaba ya totalmente desconcertado.
—Y me imagino que Meg testificó en tu juicio.
—Meg ha desaparecido —contestó Corday, cansado—, por eso me van a ahorcar. —Miró a Sandman—. ¿Usted no me cree, verdad? Cree que me lo estoy inventando. Pero había una doncella que se llamaba Meg y estuvo allí y cuando se celebró el juicio no la encontraron. —Había hablado con actitud desafiante, pero su comportamiento cambió de repente y comenzó a llorar de nuevo—. ¿Duele? —preguntó—. Sé que duele. ¡Seguro!
Sandman bajó la mirada al suelo.
—¿Dónde estaba la casa?
—En Mount Street —Corday estaba encorvado y sollozando— está justo…
—Ya sé dónde está Mount Street —le interrumpió Sandman, un tanto bruscamente. Le apenaban las lágrimas de Corday, pero perseveró haciendo preguntas motivadas por la simple curiosidad—. ¿Y tú admites que estuviste en casa de la condesa el día en que fue asesinada?
—¡Estuve allí justo antes de que fuese asesinada! —respondió Corday—. Había escaleras traseras, para el servicio, y alguien llamó a esa puerta. Un golpeteo deliberado, una señal; la condesa se puso nerviosa e insistió en que me marchase inmediatamente. Así que Meg me acompañó hasta abajo por las escaleras de delante y me mostró la puerta. Tuve que dejarlo todo: las pinturas, el lienzo, todo, y eso convenció a los agentes de que era culpable. Así que al cabo de una hora llegaron y me detuvieron en el estudio de sir George.
—¿Quién envió a los agentes?
Corday se encogió de hombros indicando que no lo sabía.
—¿Meg? ¿Alguna otra criada? Y los agentes te encontraron en el estudio de sir George. ¿Que está dónde?
—En Sackville Street. Encima de los Gray, los joyeros. —Corday miró a Sandman con los ojos enrojecidos—. ¿Lleva una navaja?
—No.
—Porque si la lleva, le ruego que me la dé. ¡Démela! ¡Prefiero cortarme las venas que quedarme aquí! ¡Yo no hice nada, NADA! ¡Y encima me pegan y abusan de mí todos los días, y en una semana me ahorcarán! ¿Por qué esperar una semana? Ya estoy en el infierno. ¡Estoy en el infierno!
Sandman se aclaró la voz.
—¿Por qué no te quedas aquí, en las celdas? Aquí estarás solo.
—¿Solo? ¡Estaré solo durante dos minutos! Es más seguro abajo, donde al menos hay testigos —Corday se secó las lágrimas con la manga—. ¿Qué hará ahora?
Sandman estaba desconcertado. Esperaba haber escuchado una confesión y después volver a La Gavilla y escribir un respetable informe. En vez de eso, estaba confundido.
—Ha dicho que el secretario de Estado quería que usted hiciese investigaciones. ¿Las hará? —La mirada de Corday era desafiante, pero se hundió de nuevo—. A usted no le importa. ¡A nadie le importa!
—Haré las investigaciones —respondió Sandman con brusquedad. Ya no podía soportar más el hedor, las lágrimas y la miseria, y se marchó corriendo por las escaleras. Salió al aire fresco de Press Yard y por un momento sintió pánico de que los carceleros no le abriesen la compuerta que conducía al túnel, pero, por supuesto, lo hicieron.
El portero abrió su cajón y sacó el reloj de Sandman, un Breguet chapado en oro que había sido un regalo de Eleanor. Sandman había intentado devolverle el reloj con sus cartas, pero ella se había negado a aceptarlo.
—¿Ha encontrado al hombre, señor? —preguntó el portero.
—Así es.
—Y se habrá inventado una historia, seguro. —El portero se rió—. Se ha inventado una excusa, ¿eh? Le pueden tomar a uno el pelo, señor, muy fácilmente. Pero hay una manera fácil de saber cuándo miente un condenado, señor, una manera fácil.
—Y supongo que debo escucharla —añadió Sandman.
—Hablan, señor, así es como se puede decir que están mintiendo, porque hablan.
El portero pensó que era un buen chiste y soltó unas carcajadas mientras Sandman bajaba por los escalones hasta Old Bailey.
Se paró en la acera, olvidándose de la multitud que iba y venía. Se sentía envilecido por la prisión. Abrió la tapa del reloj Breguet y vio que eran las dos y media pasadas; se preguntaba a dónde había ido a parar el día. «Para Rider», decía la inscripción de Eleanor que había en la tapa del reloj, «in aeternam», y esa, a todas luces, falsa promesa no mejoró su estado de ánimo. Cerró el reloj justo cuando un obrero le gritaba que tuviese cuidado. La trampilla, el pabellón y la escalera del patíbulo ya habían sido desmantelados y en esos momentos el revestimiento machihembrado que cubría la plataforma estaba siendo desmontado y las tablas iban cayendo peligrosamente cerca de Sandman. Un carretero que transportaba una enorme pila de ladrillos azuzaba a los caballos con fuerza, aunque los animales no podían avanzar ante el embrollo de vehículos que bloqueaban la calle.
Finalmente Sandman se metió el reloj en el bolsillo y caminó en dirección norte. Estaba en un dilema. Corday había sido declarado culpable y, sin embargo, aunque no le gustaba el joven en absoluto, su historia era creíble. Sin duda el portero tenía razón y cada preso de Newgate estaba convencido de su inocencia, pero Sandman no era un ingenuo. Había dirigido a una compañía de soldados con consumada habilidad y creía que sabía cuándo alguien estaba diciendo la verdad. Si Corday era inocente, las quince guineas que llenaban los bolsillos de Sandman no serían tan rápidas ni fáciles de ganar.
Decidió que necesitaba un consejo.
Así que se fue a ver cómo jugaban a críquet.