Capítulo 17

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Los doctores del pequeño hospital regional tuvieron mucho trabajo ese día. En dos ambulancias llegaron cuatro pacientes que requerían atención médica, todos procedentes de la misma casa. Francis FI. Willis, de 44 años, fue tratado de una herida de arma blanca en el costado, contusión severa y colapso parcial de un pulmón. Dorothy S. Willis, de 42 años, fue ingresada a causa de una intoxicación. Henry P. York, de 12 años, fue tratado de quemaduras en el mentón y de una conmoción cerebral producida por una fractura craneal leve. Richard Hutchins, de 10 años, fue tratado de una fractura en la muñeca. Penélope, Henrietta y Anastasia Willis fueron interrogadas por separado, al igual que Ezekiel Johnson. Todos relataron la misma historia y el ayudante del sheriff que los interrogó la repitió a su vez durante las semanas siguientes. Los niños le estarían eternamente agradecidos por ello.

Frank Willis resbaló desde lo alto de las escaleras llevando un cuchillo en la mano y se llevó por delante a su sobrino inglés, que estaba de visita. Él se clavó el cuchillo pero, por suerte, el chico sólo se partió el brazo. Todos los habitantes de la casa corrieron hacia allí al oír el alboroto, incluida Dotty, que había estado friendo beicon. Se llevó la sartén con ella y cuando vio el cuchillo clavado en el costado del viejo Frank, se desmayó allí mismo. Henry, el otro sobrino, intentó cogerla para que no cayera al suelo, pero lo único que consiguió fue mancharse la cara con la grasa que saltó de la sartén y golpearse en la nuca con el pomo de la puerta principal. Claro que, a pesar de todo, fue una suerte que Dotty se desmayara, de lo contrario no se hubiesen dado cuenta de que se había intoxicado.

* * *

Frank fue el último a quien dieron el alta en el hospital regional. Dotty fue a recogerlo con la camioneta y lo llevó de vuelta a Henry (Kansas) conduciendo con cuidado por las carreteras comarcales. Entraron en los límites de la ciudad lo más discretamente que les permitía la camioneta. De camino a su casa, situada en el extremo de la ciudad, pasaron por delante de la estación de autobuses carbonizada y el antiguo campo de béisbol.

Esa noche el viento trajo nubes negras y llovió con fuerza. Penélope le había contado toda la historia a Zeke y le había invitado a cenar. El chico llegó a la cena empapado y se sentó a la mesa con el resto de la familia en torno a tres pasteles de carne. Cuando terminaron de cenar, Dotty arqueó las cejas en dirección a Frank, que asintió con la cabeza y dejó su tenedor en el plato.

—Bien —dijo paseando la vista por la mesa—, ésta es una reunión oficial. Todos hemos vivido una aventura y aquí es donde acaba. Nada de volver a mirar por las puertas o de atravesarlas.

—Pero yo no he pasado a través de ninguna —dijo Anastasia—; ni una sola vez.

Frank sonrió.

—Lo sé, pero así es como se quedarán las cosas —miró a Penélope—. Penny, ahora podrás tener tu propio cuarto; tu madre y yo vamos a mudarnos a la habitación del abuelo.

Los chicos bajaron la vista a sus platos y Dotty se sonrojó.

—Frank… —dijo—. Nadie parece recordar cómo pasó, pero en medio de todo el jaleo la puerta volvió a cerrarse.

—¿La puerta de la habitación del abuelo? —inquirió Frank—. ¿Se cerró?

Dotty sonrió.

—Sí.

—Henrietta tiene la llave —dijo Henry. Se irguió en su asiento y la miró.

—La tenía —dijo Henrietta—, pero de eso hace mucho. ¿La ha visto alguien?

Anastasia se inclinó sobre la mesa.

—Henrietta tiene una cría de rinoceronte escondida en el granero.

Henrietta suspiró. Todo el mundo estaba mirándola.

—No es un rinoceronte. Se parece un poco, pero es mucho más pequeño.

—Y tiene alas —dijo Anastasia—. Ayer la seguí. Le está dando comida para gatos.

Zeke miró a Henrietta.

—¿Era eso lo que llevabas en brazos?

Ella asintió.

—Bueno —dijo Frank—, pues ya que estamos todos aquí, ve y trae al rinoceronte.

Henrietta regresó al comedor chorreando. Sus brazos se ceñían en torno a un bulto gordo y gris con unos pequeños ojos negros, redondos y brillantes. Lo colocó sobre la mesa y se sentó. El animal se incorporó sobre sus cuatro patas, sacudió las plumas grises de sus alas y miró en derredor. Su aspecto era casi exacto al de un rinoceronte, sólo que medía unos cuarenta y cinco centímetros de largo y tenía alas. Su cuerno era corto y romo, y estaba partido y quebrado en la punta. Su panza colgaba casi hasta el suelo como la de un perro salchicha.

—Todavía no le he puesto nombre —dijo Henrietta—. Y no consigo que vuele.

—Espero que no estés pensando en quedártelo —dijo Dotty.

Frank estaba inclinado hacia delante, intentando mirar a aquella cosa a los ojos, sonriendo.

—¿No me estarás buscando a mí, verdad? —le preguntó.

—¿Qué es? —preguntó Zeke.

—Es un raggant.

Dotty miró a su marido.

—¿Qué?

—Un raggant. Sólo había visto dos. De donde yo provengo los solían usar para buscar gente. Sólo se pueden usar una vez. Cuando encuentran a quien buscaban, se quedan con él hasta que mueren. —Miró a Henrietta—. ¿Dónde lo encontraste?

—La puerta de las brújulas es en realidad una caja y el raggant estaba dentro. Golpeó la puerta intentando salir y se rompió el cuerno. Estaba medio muerto y apenas podía moverse cuando lo saqué.

Henry se rió y se inclinó hacia delante.

—Fuiste tú quien agrietó la escayola de la pared de mi cuarto, ¿no? Fuiste tú quien lo empezó todo.

El raggant miró a Henry a los ojos y resopló. Avanzó hacia él, levantó una de las patas delanteras y se inclinó, señalándole, hasta que su cuerno casi tocó la cara del chico.

—¡Ja! —exclamó Frank—. ¡Es de Henry!

—¿Qué? —dijo Henrietta—. ¡Es mío, lo encontré yo! ¡Yo lo he alimentado y he cuidado de él!

—¡No nos lo vamos a quedar! —zanjó Dotty.

Frank sonrió.

—Henry sí.

El raggant se volvió y retrocedió hacia Henry. Se sentó muy derecho delante de él, con las alas recogidas, y se quedó mirando al vacío.

—Alguien está buscándote, Henry —dijo Frank.

Henry sintió cómo los nervios se apoderaban de él.

—No te preocupes —añadió Frank—. Nunca se ha usado a un raggant para nada malo, que yo sepa.

—Esto no es justo —protestó Henrietta—. Yo nunca he tenido una mascota.

—Tienes a Blake —apuntó Anastasia, y miró debajo de la mesa, donde el gato estaba dormido.

—¿Blake? —repitió Henrietta—. Blake no es más que un gato, como otro cualquiera.

Zeke se echó a reír y, aunque Henrietta lo miró furibunda, no dejó de hacerlo. Ella no dijo nada más.

—Frank —dijo Dotty a su marido—, todavía no hemos acabado.

—Es verdad —dijo Frank—. Voy a volver a cubrir las puertas con escayola este fin de semana. Si oigo a alguien martilleando de madrugada, lo mando a dormir al granero. Y si alguien encuentra la llave de la habitación del abuelo, deberá entregársela inmediatamente y sin protestas de ningún tipo a la jefa de la manada.

—Que soy yo —dijo Dotty, por si alguien no lo tenía claro.

Cuando todos hubieron dejado su plato limpio, Dotty le dijo a las chicas que recogieran la mesa. Zeke se levantó para ayudar, mientras que Richard se levantó para mirar y siguió a la cocina a Anastasia, que se pasó todo el trayecto haciéndole muecas. Frank se levantó despacio, puso la mano en el hombro de Henry y lo condujo fuera, al porche delantero. El raggant caminaba con paso orgulloso detrás de ellos.

Había dejado de llover, pero estaba aún oscuro y mojado. El viento era cálido. Frank se acomodó en una desvencijada silla de mimbre y empezó a morder un palillo de dientes. Henry se sentó en el escalón superior del porche y miró a su alrededor, buscando al raggant. Se había encaramado a la barandilla del porche y tenía el morro mirando hacia el cielo y las alas desplegadas contra la brisa.

—¿Ha volado, tío Frank? —preguntó Henry—. ¿Lo has visto?

—Seguro que lo ha hecho, aunque yo no he visto nada. Los raggants son animales orgullosos, sobre todo cuando han conseguido completar un trabajo, y no les gusta que la gente los vea volar. No estoy seguro de por qué. Probablemente piensan que volar les confiere un aspecto poco digno.

Aquella extraña criatura estaba allí de verdad. Henry podría haber alargado la mano y tocarlo, pero aún no había asimilado todo lo que había pasado.

—¿Por qué iba a estar buscándome nadie? —preguntó.

—Pues… —dijo Frank—, porque te perdieron.

Henry lo miró. Su tio se sacó el palillo de la boca y examinó el extremo.

—Ya te dije que Phil y Urs no son tus verdaderos padres, Henry.

—Dijiste que era adoptado.

—Sí —asintió Frank—, pero… bueno, no fue una adopción normal.

Henry se quedó esperando a que continuara. Frank lo miró.

—Tu abuelo siempre decía que te había encontrado en el porche, pero de lo que decía no te podías creer ni la mitad.

—Leí en el diario del abuelo —dijo Henry—, que yo había salido de una de las puertas.

Frank se recostó en su asiento.

—¿Crees que podría ser verdad? —preguntó Henry—. ¿Crees que vengo de un sitio distinto?

—Según mi experiencia —dijo Frank lentamente—, las cosas que encontraba tu abuelo normalmente venían del ático. —Señaló al raggant con el palillo de dientes—. Sin ir más lejos, no hay muchas mascotas como ésa por aquí.

Henry miró al animal. Su cuerno romo estaba aún levantado, pero había cerrado los ojos.

—Dots y yo queríamos quedarnos contigo, Henry, pero fue a Phil y a Urs a quienes les dieron la adopción. Siempre me he sentido culpable por ello y me habría gustado haber podido cambiar las cosas.

Henry miró a su tío y las nubes que pasaban rodando sobre ellos. Miró al raggant. El viento olía igual que en Badon Hill.

—No soy de aquí —dijo.

—Ni tú ni yo —dijo Frank—, pero de aquí es de donde somos ahora.

Se quedaron allí sentados en silencio y observaron el mundo agitarse. Cuando el viento cesó y la oscuridad se volvió más espesa, se quedaron allí, escuchando la respiración acompasada del raggant y las risas que provenían de la cocina.

* * *

Esa noche, mientras estaba tumbado en su cama, Henry se palpó la cabeza, que le dolía, y la herida que estaba empezando a cicatrizar en su mentón. Observaba las noventa y nueve puertas de su pared y pensaba en la del piso de abajo. Se había asegurado de que la cama obstruyera la puerta negra y se sentía más tranquilo con la compañía del raggant, que roncaba a sus pies.

Se colocó de lado, de espaldas a la pared, y alargó el brazo para apagar la lámpara. Cuando lo hizo, tuvo que parpadear. Un rayo de luz amarilla atravesaba su cuarto. Se incorporó y miró el buzón. Había un sobre dentro. Se quedó mirando la puerta un momento y fue a buscar la llave, que aún seguía bajo los calcetines.

Cuando la puerta se abrió, sacó la carta, se acuclilló y se quedó mirando la habitación amarilla un rato, con la esperanza de vislumbrar las perneras misteriosas, pero no aparecieron. Al final acabó cerrando la puertecita y se sentó. Paseó la mirada por la pared. El raggant agitó un ala en sueños y movió las patas contra la ropa de cama.

—Yo vengo de una de esas puertas —le dijo al animal—. Pero tú eso ya lo sabes, ¿no? Y probablemente sabes de cuál.

Henry se puso de rodillas y alargó la mano hacia la puerta de Badon Hill. El tío Frank había dicho que nada de abrir más puertas, pero estaba seguro de que lo entendería. Tiró de la puerta para abrirla y se sentó, sólo para oler el aire y escuchar el murmullo de los árboles.

Algo salió volando de la oscuridad del hueco y aterrizó en su cama. Henry lo cogió. Era otra carta, doblada y cerrada con el sello del hombre verde. Ya iban dos cartas. Cerró la puerta y las miró, colocándolas juntas. Eran exactamente iguales que las primeras que había encontrado.

—No las quiero —dijo en voz alta—. Ya basta.

Sin embargo, abrió la primera y se esforzó por descifrar la caligrafía.

Señor:

Empuño esta pluma para expresaros el magno agradecimiento de nuestra orden. Vuestras manos reciben alabanzas por alimentar la última sangre endoriana. La vieja hija del segundo sire recupera su energía vital. Aguardamos su llamada.

Gratitudes y fraternidades,

Darius

Primero inter los Magos Benjamines

Perro de la Bruja de Bizantemo

Henry dejó caer la carta como si fuera a mancharle los dedos y la arrojó fuera de su cama de un puntapié. Aunque ésta también parecía un galimatías, ahora lo entendía. Había visto a los Perros de la Bruja en acción, o al menos una visión espectral de lo que habían hecho, y no quería sus gratitudes. No quería nada de ellos. Tocó el sello verde de la otra carta, se rompió con un chasquido y el pergamino se desdobló. Estaba escrita con una máquina de escribir antigua, como la otra vez.

Documento expedido por el Comité Central de Faeren para la Prevención de Desgracias

(Distrito R.R.K)

Redactado y aprobado por el Presidente del Comité de acuerdo con las Directrices Ejecutivas

(L.F.X.vii)

Entregado a través del Capítulo de Island Hill de Badon

(Distrito A.P)

A quien nos dirigimos:

El comité ha descubierto que el Niño Llorica (en adelante NL) ha auxiliado y actuado como cómplice en la liberación y potencial resurgimiento de un antiguo mal y es un peligro para los faeren, para sí mismo y para el tapiz de la realidad.

Por tanto, en adelante NL será declarado Enemigo, Peligro, y Percance Humano para todos los faeren de todos los distritos, de todos los mundos y de todos los caminos.

Se han puesto los medios necesarios para su identificación, y se ha documentado el cambio de estatus.

Allí donde NL fuere encontrado, el comité no sólo autoriza, sino que exige, que sea obstaculizado en sus empeños, entorpecido, detenido, dañado o destruido. Dicho proceder, ejecutado por cualquier faeren de cualquier distrito, camino o mundo, será estimado justo, necesario, piadoso e ineludible.

Ralph Radulf

Presidente del CCFPD (Distrito R.R.K.)

C y A por CC de acuerdo con EG

(L.F.X.vii)

Entregado a través del Capítulo de

Island Hill de Badon

(Distrito A.P.)

Henry se dejó caer de nuevo sobre el colchón y se quedó mirando el póster del techo. Le dio una patada a la pared. Él no había pedido nada de esto. No había querido liberar a una bruja. De hecho, apenas había tomado parte en aquello. De acuerdo, sí, había quitado toda la escayola de la pared y había descubierto las puertas, pero eso era todo. Y ni siquiera eso había sido culpa suya. Se incorporó sobre los codos.

—Fuiste tú —le dijo al raggant, y le dio con el pie—. Tenías que ponerte a pegar topetazos ahí dentro.

La piel del raggant se estremeció, como lo hace la de un caballo cuando quiere sacudirse una mosca, y se incorporó, quedándose sentado. Sus ojos negros miraron a Henry y luego bostezó y se subió a sus piernas. Henry se volvió a tumbar. El raggant trepó hasta su pecho, se hizo un ovillo y empezó a resollar. Henry sonrió.

—Es culpa tuya —dijo de nuevo—. Yo no hice nada; sólo soy parte del decorado.

* * *

En el piso de abajo, Dotty abrió los ojos.

—¿Frank?

Frank emitió un gruñido. Dotty se incorporó y alargó la mano para coger su bata.

—Henry York, más vale que no estés haciendo lo que creo que estás haciendo.

La mano de Frank tiró de ella para que volviera a echarse.

—No le pasará nada —le dijo.