Zeke caminaba con el guante de béisbol sobre la cabeza y un bate de madera en la mano izquierda. Con la derecha iba lanzando una pelota al aire. La dejaba caer sobre el extremo del bate y la cogía. La hacía caer de nuevo, le daba dos golpes con el bate y la volvía a recoger. Luego probó a soltarla y ver cuántas veces era capaz de botarla. Cuando la pelota rebotaba contra un lado del bate y se le escapaba, se apresuraba a recogerla. Su récord caminando eran trece golpes. Parado había llegado hasta veinte.
Se dirigía a la casa de Frank y Dotty para buscar a Henry. Era temprano, pero quería batear un rato con él y después aprovechar para llevarlo a la granja Smythe, una propiedad abandonada a las afueras del pueblo. Antes de que empezara el partido que jugaba a diario con el resto de los chicos, quería enseñarle el coche herrumbroso que había en las cuadras y las herramientas oxidadas del altillo.
Cuando llegó a los escalones del porche delantero, se detuvo. Doce, trece, catorce, quince… La pelota rebotó del costado del bate al césped. Se agachó para recogerla y subió al porche. Dentro se oía el teléfono sonando. Apartó la malla que cubría la puerta y llamó. No recibió respuesta, así que abrió la puerta principal.
—¿Henry? Señora Willis, ¿está Henry en casa?
El teléfono seguía sonando. Zeke entró en la casa y miró a su alrededor.
—¿Señora Willis? —gritó de nuevo.
Un gato negro bajó corriendo las escaleras y se detuvo a unos tres escalones del rellano inferior. Se sentó y se quedó mirándolo. Zeke volvió a gritar, esta vez más fuerte.
—¿Señora Willis?
El teléfono dejó de sonar y Zeke oyó un ruido en el piso de arriba. Subió el primer escalón y se quedó escuchando. El gato no se movió.
—¿Qué? —gritó.
Le pareció oír a una de las chicas contestar algo, también a gritos. Decidió que sería mejor esperar un poco. No le parecía bien subir sin permiso. Se agachó para rascar al gato detrás de la oreja, pero tenía una calva enorme, con una llaga supurante en la espalda, que le bajaba por el costado y el pecho. No entendía cómo no se había dado cuenta antes. Además, no tenía collar.
—Me parece que no deberías estar aquí —dijo—. Probablemente la señora Willis te llevaría al veterinario, si tuviéramos uno, pero yo no soy tan bueno como ella.
El gato abrió la boca y le gruñó. Zeke retrocedió, extendió el bate sobre el gato y le dio un golpecito con él en la espalda.
—Vamos —le dijo, y repitió el toque.
El gato se dio la vuelta e intentó huir escaleras arriba, pero Zeke lo derribó, haciéndole caer sobre el costado. El niño arrastró el animal hasta el piso de abajo, con el bate apoyado en su vientre. Al llegar al final de la escalera, el gato se puso en pie de un salto y trató de rodearlo para escapar. Zeke le dio un puntapié, dirigiéndolo con el bate y con los pies hacia la puerta delantera. Se inclinó, empujó la malla que cubría la puerta y echó al gato al porche con el pie. Inmediatamente cerro la puerta de un golpe. El gato se recobró y saltó hacia ella. Zeke esperaba que el gato huyera, pero se quedó de pie sobre las patas traseras, arañando la malla y mirándolo con ojos enfadados. Zeke se frotó los arañazos que le había hecho en la pantorrilla y la espinilla, y volvió dentro de la casa.
—¿Hola? —gritó mirando hacia lo alto de las escaleras—. ¿Puedo subir? ¿Está Henry en casa?
Esa vez oyó una voz amortiguada, pero mucho más clara:
—¡No subas!
—¿Eres tú, Penny? —preguntó, pero el teléfono empezó a sonar de nuevo—. Esperaré —añadió, y se sentó en el último escalón, escuchando el timbre del teléfono.
Sin embargo, no tuvo paciencia. Cuando el teléfono dejó de sonar, se puso de pie otra vez y miró a lo alto de la escalera.
—Voy a subir —gritó—. Iré directamente al cuarto de Henry.
—¡No!
—¿Por qué no? ¿Está aquí Henry?
—No, no está.
Ésta era una voz distinta.
—¿Anastasia?
—Sí.
—¿Dónde está vuestra madre?
—También está aquí arriba.
—¿Estáis bien?
Anastasia no contestó. Penélope tampoco. Y entonces una de ellas gritó.
Zeke corrió arriba.
* * *
Penélope y Anastasia estaban sentadas en el suelo, junto a sus padres. El aliento salía tembloroso de la garganta de Dotty. Frank respiraba bien, pero el charco de sangre en la moqueta crecía sin parar. La puerta retumbó y vibró de nuevo.
—Sois demasiado jóvenes para saber cerrar una puerta así de bien. ¿La ha cerrado alguien por vosotras?
Anastasia se acercó a la puerta sigilosamente y miró por el agujero donde antes había estado el pomo. Se encontró con los ojos del gato negro; la mujer estaba sujetándolo a la altura de la puerta. La mujer se rió y tosió con tanta violencia que parecía que no pudiera parar. Finalmente paró y, cuando lo hizo, volvió a hablar.
—Vuestra sangre me resulta familiar, pero no es lo bastante fuerte como para enfrentarse a esta magia. He conocido a vuestra hermana; es una niña débil. ¿Está con ese Henry?
Anastasia abrió la boca para contestar, pero Penélope le clavó un dedo para que la mirara y se llevó el índice a los labios.
—No hace falta que me contestéis —dijo la bruja. Su voz se había tornado áspera; toda la dulzura se había desvanecido—. La sangre de Henry es más fuerte. Sólo un poco de su vida me ha dado mucho.
La puerta volvió a vibrar. La escayola de la pared se resquebrajó.
—También conozco a vuestra madre. La conocí antes de que se pusiera vieja y gorda. Su débil sangre corre por vuestras venas. Francis era más atrevido. Veremos si ella se despierta o si el sueño la retiene. Recuerdo a vuestro abuelo, aunque ahora la tierra lo encadena. Incluso conocí durante una temporada al abuelo de vuestra madre. Ha pasado mucho tiempo desde que vuestra familia perturbó por vez primera el descanso de mi madre en las heladas tinieblas. Vuestra maldita familia.
»Creía que el sendero se había perdido, pero se produjeron nuevas perturbaciones. ¿Dónde está ese Henry que me hirió? No puedo olerlo.
La bruja se calló y las chicas oyeron el teléfono sonando en el piso de abajo. Anastasia acercó de nuevo el ojo a la puerta y vio a la mujer agacharse y dejar al gato en el suelo. El animal se agazapó y corrió escaleras abajo.
—No sabe lo que es un teléfono —le susurró a Penélope—. Ha mandado al gato abajo para que lo averigüe.
La mujer tosió y Anastasia le vio la cara. Su rostro no tenía ojos. En el lugar que deberían haber ocupado sus ojos, había unas llagas hinchadas y rojas que contrastaban con su piel blanquecina. Las llagas estaban enmarcadas por cicatrices de arañazos. Tenía el cabello rapado casi al cero, pero el poco pelo que asomaba a su cuero cabelludo era oscuro.
Anastasia oyó el ruido de la puerta al abrirse y el latigazo de la malla al golpearla. Alguien estaba gritando.
—Es Zeke —susurró Penélope—. Que no suba. Lo dormirá con un gas o algo así.
—Penny, no tiene ojos —le dijo Anastasia—. Debe ser ciega. ¿Será por eso que dice que puede olemos?
—¡No subas! —gritó Penélope.
Luego las dos se sentaron y se quedaron escuchando. Podían oír a Zeke llamando a gritos a su madre.
—No te ha oído.
—¡No vengas! —gritó Penélope—. ¡No vengas… arriba! —añadió.
Se quedaron escuchando de nuevo.
—El teléfono ha dejado de sonar —dijo Anastasia—. ¿Crees que lo ha cogido?
—No, Zeke no contestaría al teléfono en casa de otras personas. Espero que se vaya.
—Penny, ¿crees que estaba mintiendo cuándo dijo que puede que mamá no se despierte?
Las dos miraron a Dotty. Estaba tendida de espaldas y respiraba trabajosamente. Blake estaba echado sobre su estómago.
—Yo creo que mamá se pondrá bien, pero no estoy tan segura respecto a papá. Hay mucha sangre, le sale por la boca también, y no sé qué hacer.
Volvieron a oír a Zeke. El gato estaba bufando en alguna parte. Blake fue hasta la puerta. Anastasia se puso de pie y acercó la oreja a la puerta, pero se apartó rápidamente.
—La puerta está caliente —susurró, y se agachó para mirar por el agujero de nuevo.
Esa vez, sin embargo, no pudo ver nada; la bruja lo había tapado.
—¿Qué está haciendo Zeke? Debería irse —dijo Penélope.
Mientras volvía a gritarle, Anastasia buscó a su alrededor algo que meter por el agujero. La malla de la puerta volvió a dar un latigazo y el teléfono empezó a sonar de nuevo.
—Penny, creo que está intentando quemar la puerta para entrar.
—¡No subas! —gritó Penélope.
—Deja de preocuparte por Zeke —le increpó Anastasia—. Tenemos que pensar qué vamos a hacer.
—No quiero que le haga daño.
—Porque te gusta —masculló Anastasia.
Penélope se volvió hacia ella.
—A todo el mundo le gusta Zeke y, aunque a mí no me gustara, tampoco querría que una bruja lo gaseara.
—Porque lo quieres.
—¡Para ya, Anastasia! —le dijo Penélope en un tono más severo—. No es momento para eso.
Anastasia la ignoró.
—Tenemos que pensar qué vamos a hacer si la bruja consigue abrir la puerta.
—Bueno, tampoco hay mucho que podamos hacer —dijo Penélope—. Pero no logrará abrirla; papá nunca lo consiguió.
Anastasia hurgó con el meñique en el ojo de la cerradura.
—Papá no es una bruja.
—Ya lo sé, pero usó una sierra —replicó Penélope.
—¡Voy a subir! ¡Iré directamente al cuarto de Henry! —La voz de Zeke sonó alta y clara.
—¡No! —gritó Anastasia.
—¿Por qué no? ¿Está aquí Henry?
—¡No, no está! —gritó Penélope.
—¿Anastasia?
—¿Sí?
—¿Dónde está vuestra madre?
—También está aquí arriba —contestó la niña.
—¿Estáis bien? —gritó Zeke.
Las chicas oyeron un ruido detrás de ellas, como si estuvieran raspando algo. Blake se bajó del estómago de Dotty. Se habían dejado un poco abierta una de las ventanas y el gato negro estaba metiéndose por ella. Penélope chilló. Anastasia corrió hasta la ventana y la empujó para cerrarla. El aullido del gato se confundió con el de Penélope mientras Anastasia cerraba la ventana e intentaba empujar la cabeza del gato fuera. El animal le mordió la mano con fuerza y le clavó las garras delanteras en la muñeca. Anastasia agitó el brazo fuera de la ventana, pero el gato estaba enroscado alrededor de él. Un momento después, Blake también se encaramó a su brazo. Anastasia saltó y sacudió el brazo mientras los gatos se peleaban. Los dos animales salieron volando por la ventana y rodaron sobre el tejado del porche delantero.
Anastasia se miró el brazo ensangrentado. Luego miró fuera y vio cómo Blake se apartaba del otro gato y regresaba corriendo con ella. Cuando hubo entrado, Anastasia cerró la ventana con fuerza, se sentó en la cama e intentó no llorar. Blake estaba relajado, lamiéndose sus propias heridas, superficiales, junto a ella. El gato negro apretó la cara contra el cristal de la ventana, se dio media vuelta y se marchó.
* * *
—¿Quién es usted? —preguntó Zeke.
La mujer, que le miraba de pie desde el descansillo, le sonrió. Su cabello negro y largo parecía reflejar la luz. Sus ojos claros eran del gris, o verde, o azul, más hermoso que jamás había visto. Aunque había algo extraño en ellos.
—Soy la madrina de las chicas —le dijo. Tenía una voz muy bonita; Zeke quería que siguiese hablando—. Estoy pasando una temporada aquí.
Zeke subió un escalón más, pero los ojos de la mujer no lo siguieron, al menos no al principio.
—¿Por qué no ha dicho nada? Estaba gritando.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Zeke se quedó mirándola. Era perfecta, pero tenía la sensación de que no le gustaría que aquella mujer intentase tocarlo.
—¿Está aquí Henry? —preguntó—. He oído a las chicas chillando, así que decidí subir. ¿Por qué no querían que subiera?
—Oh, las estaban bañando y el gato las sobresaltó.
Aquello no tenía sentido alguno, pero Zeke no lo rebatió.
—¿Está aquí Henry? —preguntó de nuevo.
—Yo también me lo pregunto. Estaba buscándolo; tengo algo para él. Ven, te lo daré a ti. Tú puedes dárselo a él si lo encuentras.
—¿Zeke? —se oyó decir a Penélope a través de la puerta—. ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien —contestó él.
—¿Se ha ido la bruja? —preguntó Anastasia.
Zeke miró la mutilada puerta de la habitación del abuelo y luego volvió la vista hacia la hermosa mujer, que aún estaba sonriendo.
—Vuestra madrina está aquí fuera.
—¿Qué? —dijeron las dos chicas.
—Vuestra madrina.
—¡No es nuestra madrina! —gritó Anastasia—. ¡Corre, Zeke, deprisa! ¡Es una bruja y ya ha gaseado a mamá y a Richard, y papá está herido!
Zeke bajó un escalón, pero la mujer no se dio cuenta. Se giró, dando la espalda a la puerta de la habitación del abuelo, y sonrió en dirección al lugar donde Zeke había estado hacía un instante.
—Hoy hemos estado jugando a un montón de cosas —le dijo, y empezó a reírse.
Su risa era increíblemente agradable. Zeke no podía marcharse. De repente, la mujer tosió, y a Zeke se le hizo un nudo en el estómago. Tosió otra vez, y entonces el muchacho vio con claridad. El cabello de la mujer había desaparecido y no sabía que había pasado con sus ojos. Pero fue sólo un instante. Luego empezó a reírse de nuevo y volvió a ser hermosa. Zeke subió el resto de escalones rápidamente y, al llegar al descansillo, pegó la espalda contra la pared que había frente a la mujer, junto a las escaleras del ático. La observó, intentando contener la respiración. Tenía el bate asido con fuerza.
La mujer sonrió de nuevo, se llevó un dedo a los labios y miró al lugar donde Zeke había estado hacía un momento.
—¿Sabes si…? —comenzó a decir en un susurro, pero se detuvo.
Sus aletas nasales se movieron ligeramente, volvió la cabeza lentamente hacia Zeke y regaló una espléndida sonrisa a un punto vacío de la pared, justo al lado de su cabeza.
—¿Sabes si hay algún otro modo de entrar en la habitación? —le preguntó en un susurro—. Estamos jugando y me han dejado fuera. Si no encuentro la forma de cogerlas, tendré que prepararles un pudin de cordero. ¿Crees que Henry podría ayudarme? Podríamos ir juntos a buscarlo.
Dio un paso hacia Zeke, con mucho cuidado, y luego otro. Zeke se deslizó ligeramente a la izquierda. Vio aletear las narinas de la bruja y cómo, a continuación, ajustaba el rumbo. Zeke probó a moverse hacia el otro lado y, al instante siguiente, la bruja se movió en su dirección. Estaba muy cerca de él, pero Zeke esperó.
—Algunas puertas, para abrirse —dijo la bruja, sonriendo aún—, requieren de la sangre de un muchacho.
Su mano, que sostenía un pequeño cuchillo, se acercó hacia él con un movimiento rápido. Zeke se subió a las escaleras del ático de un brinco y logró colocarse detrás de la bruja, pero chocó con ella al saltar. La bruja percibió el movimiento, extendió el brazo y trazó un arco con él, pero fue demasiado lenta. Sin molestarse ya en intentar disimular el movimiento de sus aletas nasales, se giró sobre los talones y olisqueó el aire buscando a Zeke. Se situó frente a él.
—Desgraciado… —dijo—. Torturando a mi gato… Mis ojos… Con cortar un dedo basta, pero cortaré más que eso. Te mandaré a lo más profundo de las tinieblas, donde sólo se alimentan de hadas. Y cuando te arroje allí, aún estarás lo bastante vivo cómo para sentirlo.
Zeke seguía retrocediendo, tratando de alejarse de la puerta de la habitación del abuelo. Tenía el bate asido con ambas manos y estaba dispuesto a usarlo, pero entonces la bruja se detuvo.
—¿Hadas? —repitió para sí—. ¿Hadas? —se rió—. Me ha llevado demasiado tiempo darme cuenta de que se trata de uno de los hechizos bloqueadores de los faeren[7].
Le dio la espalda a Zeke y avanzó hacia la puerta de la habitación del abuelo.
* * *
Henry abrió los ojos y escupió el pelo de Henrietta, que se le había metido en la boca. Sintió una corriente de aire en la cara, algo que no había ocurrido desde que habían entrado a gatas en el armario. Henrietta, que todavía estaba dormida, se movió a su lado. Estaba menos oscuro, pero seguía sin haber claridad. Se notaba horriblemente entumecido. Se incorporó sobre un codo y se giró como pudo para ver su cuerpo encogido. Tenía los pies cerca de la puerta del armario. La puerta estaba abierta y por el hueco vio el salón destruido: vacío, ruinoso y, ahora, iluminado por la luz del sol. Pero no era de allí de donde le había llegado la corriente de aire. La había sentido sobre su cabeza, en el extremo oscuro del armario.
Se volvió y extendió la mano, que desapareció frente a sus ojos. Movió los dedos y sintió el aire. Era más fresco que el aire que había dentro del armario. Se deslizó hacia delante y Henrietta emitió un gemido de protesta. El armario estaba abierto, pero no daba a la habitación del abuelo. Por la apertura que había ahora apenas le cabía la cabeza.
Henrietta le dio una patada en sueños. Él se la devolvió y se impulsó hacia delante con toda la fuerza que pudo. Su frente y sus ojos emergieron a la luz, pero sus hombros se golpearon con algo y no pudo avanzar más. Henry parpadeó y trató de girar la cabeza. Tenía muy poco espacio, pero logró moverse un poco, lo suficiente para reconocer su cama. Su cabeza asomaba por la pared del ático y allí, debajo de él, vio a Richard tumbado.
—¡Eh! —lo llamó Henry—. ¡Richard! Despierta, idiota.
Richard no se movió. Henry inspiró profundamente, preparándose para echar la casa abajo con sus gritos, pero dejó escapar el aire sin fuerza. Todas las puertas de la pared estaban abiertas; absolutamente todas. No alcanzaba a ver las que estaban más cerca del suelo, pero notó una desagradable sensación familiar en el estómago. La puerta de Endor estaba abierta.
Volvió la vista hacia Richard. Algo no iba bien. Henry notó que respiraba, pero su piel estaba gris.
—¡Richard! —lo llamó en voz baja—. Richard, despierta. Richard. ¡Viene Annabee! ¡Deprisa! ¡Despierta!
Richard movió una mano.
—¡Richard!
Henry estaba empezando a preocuparse y a experimentar un poco de claustrofobia. Acumuló toda la saliva que pudo, levantó un poco la cabeza y escupió. La mayor parte de su escupitajo aterrizó en el colchón, pero algunas gotas de saliva alcanzaron la barbilla de Richard. Henry se pasó la lengua por el interior de los carrillos, hizo más saliva y lo intentó de nuevo. El nuevo escupitajo aterrizó en la frente de Richard. Henry esperó, conteniendo el aliento. Richard se movió un poco y se puso a roncar. A Henry ya no le quedaba mucha más saliva que juntar. Su lengua reunió la que pudo y dejó que se fuera acumulando. Cuando tuvo suficiente, escupió otra vez. Le dio rabia ver que no se había compactado en un escupitajo decente, pero al menos consiguió alcanzar a Richard en plena cara.
—¡Richard! —lo llamó de nuevo—. ¡Vamos, por favor!
Richard abrió los ojos y miró a Henry fijamente.
—Me encuentro mal —le dijo.
—Sácame de aquí y te buscaré algún medicamento para que te encuentres mejor.
—¿Por qué tengo la cara mojada?
—No lo sé. Levántate y ayúdame a salir de aquí.
—¿Pero qué estás haciendo? —Richard suspiró y cerró los ojos.
—¡No, Richard! ¡Arriba! ¡Arriba! He encontrado a Henrietta.
Richard rodó sobre el costado y se incorporó, quedándose sentado a los pies de la cama.
—¿Qué quieres que haga?
—Marca la combinación de esta puerta con las brújulas. Así podremos salir por la habitación del piso de abajo.
—No me sé la combinación.
—¡Pero si estabas conmigo cuándo yo la marqué! Espera un segundo. ¡No vuelvas a echarte! Voy a sacar el diario de la mochila.
Henry se deslizó fuera del armario por el lado del salón de baile y miró a su alrededor. Luego sacó el diario del abuelo y repasó la lista hasta identificar la combinación que buscaba. Henrietta, que aún estaba dentro del armario, se despertó.
—¿Qué estás haciendo?
—Sacarnos de aquí. Espera un momento. Sal para que pueda llegar bien al otro extremo.
Henrietta hizo lo que le pedía. Se estiró un momento y gimió. Henry volvió a meter la cabeza por el huequecillo del armario que conectaba con la pared del ático.
—¡Arriba, Richard, arriba! —oyó Henrietta decir a Henry—. Mira, aquí está. No, no lo hagas todavía; podrías cortarme la cabeza.
Henry volvió a salir y sonrió a Henrietta.
—Nos vamos —le dijo. Henrietta estaba mirando al techo. Él alzó la vista también—. No quiero volver a ver este lugar.
Henrietta no dijo nada.
Henry fue el primero en meterse en el hueco de la puerta. Henrietta lo siguió, pegándose a sus talones.
* * *
La bruja pasó las manos por la superficie de la puerta y por el marco. Zeke dio un paso hacia las escaleras y ella lo olisqueó, pero no quitó las manos de la madera.
—¡Habéis cerrado la apuerta con un hechizo de los faeren! Un poder tan inferior al mío que he estado a punto de pasarlo por alto.
Retrocedió y extendió ambas manos frente a ella. Una palabra retumbó despacio en su garganta y la puerta se abrió de golpe, lanzando a Anastasia sobre su padre. Penélope abrió la boca para chillar, pero no pudo emitir ningún sonido.
Justo en ese momento, Henry entró a gatas en la habitación. Se quedó paralizado, incapaz de asimilar la escena que se desarrollaba ante sus ojos. La bruja entró en el cuarto del abuelo e inspiró profundamente.
—El chico Henry… —dijo olisqueando, y sonrió—. Tu sangre correrá con más fuerza por mis venas.
Henrietta empujó a Henry por detrás y salió a su lado.
—¿Mamá? —exclamó ignorando a la bruja, y gateó hasta el cuerpo de su madre. Luego vio a su padre—. ¿Está muerto? —gritó—. Penélope, ¿está muerto?
No esperó una respuesta. Se puso de pie y corrió derecha hacia la bruja, abalanzándose sobre ella. La bruja retrocedió. Un gemido ahogado escapó de sus labios cuando el hombro de Henrietta se clavó en su estómago. Henry dio un par de pasos y se lanzó también contra la mujer, golpeando a Henrietta en los omóplatos y a la bruja en las costillas. Los tres se tambalearon en el umbral de la puerta.
Henry le dio un cabezazo lo más fuerte que pudo. Se mareó un poco, pero siguió golpeándola con los puños. Sintió dos manos inhumanas cerrarse en torno a su garganta. El pulso se le aceleró, provocándole fuertes palpitaciones, y sintió un dolor lacerante, como si el cráneo se le resquebrajara. Su cuerpo y su mente se quedaron sin fuerzas. Penélope y Anastasia vieron a la bruja retroceder y engancharse el tacón del zapato en el agujero que la sierra había dejado en la moqueta. La bruja cayó al suelo. Henry y Henrietta cayeron con ella.
Zeke ya tenía el bate preparado, las rodillas dobladas, las caderas giradas, los brazos extendidos. El bate, de madera de fresno, se movió a la misma velocidad trepidante que lo hacía en el campo de béisbol. Antes de que los tres cuerpos fueran a dar con el suelo, el bate de Zeke rozó silbando el cabello de Henry y golpeó a la bruja en la frente.
La casa se quedó en silencio. Henrietta forcejeó para salir de debajo de Henry y se puso en pie temblorosa, con las lágrimas corriendo aún por sus mejillas.
—¿Henry? —dijo Zeke. Tiró su bate al suelo; del extremo salía humo—. ¡Henry!
La bruja yacía inmóvil; ahora se podía ver lo que realmente era: una figura encogida, arrugada, calva y sin ojos. Henry yacía sobre ella, cabeza con cabeza, mejilla con mejilla. Zeke agarró el cuerpo de Henry, tiró de él para apartarlo de la bruja y lo tumbó de espaldas sobre el suelo de la habitación. Una salpicadura de la sangre ácida de la bruja humeaba en su mentón.
—Respira —dijo Zeke.
Algo se desplomó en las escaleras del ático y cayó rodando al descansillo. Zeke se giró y agarró su bate.
—¿Quién hay ahí? —preguntó.
—Es Richard —dijo Anastasia—. Se ha caído por las escaleras.
* * *
Fuera, el gato negro, que había estado un rato arañando la puerta trasera, se relajó. Los gatos no ansían la libertad. Muchos de ellos simplemente gozan de ella, incluso los gatos mimados, esos que necesitan un dueño que los cuide. Este gato no sabía que había sido un esclavo. Pero sí sabía que necesitaba desesperadamente beber algo. Percibía olor a ratones en el granero y a pequeñas ranas en la hierba salvaje que crecía a lo lejos. Tampoco sabía que había estado poseído, ni que el control de su mente nunca había sido suyo, sino de la mujer que había visto el mundo a través de sus ojos. El gato, que no tenía nombre, no entendía ninguna de estas cosas, pero sí notaba una diferencia. Si hubiera sido capaz de entender las razones de la misma, habría salido corriendo lo más lejos posible de allí, habría corrido hasta desplomarse. Sin embargo, lo que hizo fue darse la vuelta lentamente, estirar las patas hasta quedarse a gusto, arquear la espalda para deshacerse del agarrotamiento y adentrarse en la hierba para buscar algo de beber y un sitio donde descansar.
* * *
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Anastasia.
—Tenemos que llamar al sheriff —dijo Penélope.
—Con ella aquí, no —intervino Henrietta—. No podríamos explicárselo.
—Yo ni siquiera sé qué está pasando —dijo Zeke—. Intentó apuñalarme. Es una bruja de verdad, ¿no?
—Bueno, lo era; ahora está muerta —respondió Penélope.
—No, no lo está —dijo Zeke—. Debería estarlo, pero sólo he podido dejarla inconsciente. Aún respira.
Las tres niñas miraron su cuerpo, que yacía boca arriba en el suelo. Su pecho subía y bajaba lentamente bajo la capa gris.
—Deberíamos matarla —dijo Anastasia.
—¿Qué? ¡No podemos hacer eso! —exclamó Penélope, horrorizada—. Anastasia eso sería terrible; no podemos matar a alguien que está inconsciente. Y además, ¿cómo lo harías?
—Bueno, tiene un cuchillo y apuñaló a papá y ha intentado apuñalar a Zeke. Nosotros deberíamos hacer lo mismo: apuñalarla en el cuello o lo que sea.
—No podemos matarla —insistió Penélope—. Zeke, dile a Anastasia lo mal que estaría que hiciéramos eso.
Zeke paseó la mirada por los cuerpos tendidos en el suelo.
—Yo no sé de qué va todo esto, pero necesitamos una ambulancia ya.
Frank y Dotty yacían en el suelo, sus cuerpos uno junto a otro. Zeke movió a Henry para ponerlo junto a Frank. Llevó también dentro de la habitación a Richard, que gemía y deliraba, y lo depositó junto a Dotty. Se había roto la muñeca.
—La bruja va a volver en sí —dijo Zeke.
—Lo quiero de tafetán —masculló Richard—; de tafetán amarillo.
Anastasia aspiró con fuerza por la nariz.
—No tienes que mirar, Penny; puedo apuñalarla yo.
—Ni hablar. Ni siquiera sabrías cómo hacerlo —la reprendió Penélope—. Anastasia, llama a una ambulancia. Diles que ha habido un accidente y que un hombre ha sido apuñalado.
Anastasia se puso de pie y se dirigió a las escaleras.
—Se lo clavaría en el cuello y ya está. Va a despertarse y, cuando eso pase, no podremos hacerle nada.
Penélope la ignoró.
—Podríamos encerrarla en el sótano —sugirió.
Henrietta, que llevaba un rato en silencio sentada junto a su madre, dijo en un tono quedo:
—Podemos meterla por una de las puertas.
Penélope la miró.
—No creo que debamos hacer eso —dijo—. No sabemos dónde estaríamos mandándola. Cualquier pobre gente podría encontrarse de repente con una bruja.
—Bueno, pues me parece que es eso o dejar que Anastasia le clave un cuchillo en el cuello —dijo Henrietta.
—Saltando —murmuró Richard—. Podría estar saltando.
Zeke bajó la vista hacia él y luego dirigió la mirada a Penélope.
—No entiendo nada de nada. ¿Por qué vais a hacerla pasar por una puerta?
—La puerta la transportará a otro mundo —dijo Henrietta—. Por una de esas puertas hemos vuelto aquí Henry y yo.
Zeke se encogió de hombros.
—Si tú lo dices, me lo creo —se volvió hacia Penélope—. Haré lo que queráis que haga; no hay tiempo para que intente entender de qué va todo esto.
—De acuerdo —dijo ella finalmente—, la haremos atravesar una puerta.
Henrietta se puso de pie.
—Iré a girar las brújulas.
—¿Por qué? —preguntó Penélope—. Henry y tú acabáis de venir de algún sitio. ¿No podemos mandarla allí?
Henrietta se detuvo y sacudió la cabeza.
—No la quiero allí; ese sitio ya es bastante triste de por sí.
Luego salió corriendo de la habitación.
Zeke agarró a la bruja por el brazo y la arrastró hacia la puertecita de la habitación del abuelo. Penélope intentó ayudarle. Anastasia, entretanto, llamaba por teléfono a la ambulancia. Richard comenzó a tararear algo con la boca cerrada.
* * *
Cuando Henrietta llegó al cuarto de Henry, lo inspeccionó a fondo. Hacía mucho frío, y ver todas las puertas de la pared abiertas le produjo una sensación extraña. A través de una de ellas se atisbaba un cuadradito de atardecer; por otra se derramaba la luz de la luna, pero la mayoría estaban simplemente oscuras. Brisas de diferentes olores juguetearon con el cabello de Henrietta. Parecía como si la habitación estuviese respirando, como si fuese un pulmón que cogiera aire y lo expulsara por las distintas puertas. De una puer-tecita ubicada en lo alto de la pared descendía una nube de polvo. Henrietta oyó voces, canciones, risas, el ruido de vasos chocando unos con otros y de cuchillos rozando platos. Se acercó a la pared, se puso de rodillas y miró a través del hueco de la puerta negra. Cogió la puerta, la empujó para colocarla en su sitio y apoyó la pata de la cama contra ella. Después, desde un extremo de la pared, fue cerrando las puertas a las que alcanzaba.
Cuando iba por la mitad, se detuvo. La puerta de las brújulas también estaba abierta. Había una especie de bulto dentro del hueco, de color gris marengo. El bulto resollaba. Henrietta metió las manos y lo sacó de allí. Era un animal pequeño; le pesaba en los brazos igual que un cachorro gordito. Y tenía alas.
—¡Adelante! —le gritó Zeke desde abajo—. ¡Haz lo que tengas que hacer para que esto se abra!
Henrietta sujetó al animal con un brazo como si fuera un bebé y cerró la puerta. Luego, con un movimiento rápido, giró las brújulas.
—¡Mira, creo que ya está! —gritó Zeke—. Parece que el acceso se ha abierto.
Henrietta se dio media vuelta, salió corriendo de la habitación con el animal y bajó las escaleras. Cuando entró en la habitación del abuelo, Zeke estaba metiendo la cabeza de la bruja por el hueco de la pared. Nadie se volvió para mirarla.
Anastasia estaba de pie junto al cuerpo, con el cuchillo de la bruja firmemente apretado en su mano.
—¿Qué estás haciendo, Anastasia? —le preguntó Penélope.
Anastasia sonrió.
—Sólo estoy vigilando, por si se despierta.
—No deberías quedarte con ese cuchillo —le dijo Penélope.
—¿Por qué no?
—Porque probablemente sea maligno o algo así.
Anastasia lo consideró un instante.
—A lo mejor era un cuchillo bueno y ella lo robó, y ahora es bueno otra vez.
—Pero eso no lo sabes —dijo Penélope.
—Tú tampoco sabes si llevas razón —replicó Anastasia.
—¿Podríais empujarle las piernas? —les pidió Zeke.
Penélope se agachó para coger una de las piernas de la mujer y se estremeció.
—Está helada —dijo.
—Lo sé —respondió Zeke—. Puede que se muera de todos modos… a no ser que ésta sea su temperatura normal. Empuja tú también, Anastasia.
—Pero es que estoy vigilando —dijo la niña.
Penélope la miró, furibunda.
—Suelta el cuchillo de una vez y empuja.
Anastasia no quería hacerlo, pero lo hizo. Dejó el cuchillo sobre uno de los estantes cuando le pareció que los otros no estaban mirando y agarró el frío cuerpo. Cuando habían introducido el cuerpo de la bruja en la puerta hasta las caderas, Zeke le soltó la cintura, se puso detrás de las chicas y la agarró de los tobillos.
—Esto es lo más raro que he hecho en mi vida —dijo—. Y lo más raro que he visto en mi vida.
Reunió fuerzas y empujó a la bruja hacia el otro lado de la pared como si fuera una carretilla. Las chicas se cayeron y Zeke dio con las rodillas en el suelo. Luego apoyó las manos en las plantas de los pies de la bruja y volvió a empujarla, jadeante. Cuando acabó, se puso de pie, cogió el cuchillo del estante y lo arrojó al hueco de la puerta.
—¡Eh! —protestó Anastasia.
Oyeron sirenas a lo lejos.
—Ya está dentro del todo, Henrietta —dijo Zeke, volviéndose hacia ella—. ¿Hay que hacer algo más para asegurarnos de que no sale de ahí? ¿Qué tienes en los brazos?
Henrietta salió de la habitación y volvió corriendo arriba. Se quedó parada un momento frente a las brújulas, intentando recordar la combinación anterior. No quería olvidarse de la que llevaba al salón de baile. Marcó una combinación distinta y corrió escaleras abajo, a la habitación del abuelo.
Anastasia tenía el ceño fruncido. Penélope estaba en el suelo, acariciando el cabello de su padre.
—Bueno, la bruja se ha ido —dijo Zeke—. Quién sabe a dónde.
Las sirenas se oían ahora con más fuerza.