Capítulo 15

capitulo

Henry estornudó, esperó, volvió a estornudar y se arrastró cerca de la boca del misterioso sitio en el que se había quedado atrapado. Por lo menos había luz. Fuera se escuchaba a alguien hablar. Era la voz de un hombre, que terminó su discurso subiendo el tono. Se oyeron aplausos.

Henry acercó la cara a la puerta cuando se empezó a escuchar música y parpadeó sorprendido. Vio lo mismo que Henrietta había visto un poco antes, aunque el baile y la melodía habían cambiado. Sus ojos siguieron los remolinos de colores, recorrieron las paredes y se alzaron hacia el techo abovedado donde, suspendidos de unas cadenas, colgaban tres enormes candelabros de oro con forma de jaula, decorados con cientos de hileras de trémulas lenguas de fuego.

Los ojos de Henry se humedecieron cuando estornudó. El niño hundió su rostro en el brazo para amortiguar el ruido. Parpadeó y volvió a mirar el salón resplandeciente.

—¿Quién hay ahí?

Era una voz de chica. En medio de todo el ruido apenas la había oído. Henry no dijo nada. Se deslizó hacia delante y asomó la cabeza. De pronto el mundo se tornó negro. Henry parpadeó otra vez, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. A través de las aberturas del tejado se filtraba algo de luz de la luna, pero la oscuridad era tal que ni siquiera se veía el propio tejado.

Henry se echó hacia atrás dentro del armario. De inmediato reaparecieron los ruidos de la risa, la música y la gente bailando. Henry intentó entrever el salón, se deslizó aún más hacia delante y se golpeó la cabeza con la parte de arriba del armario. La oscuridad lo envolvió otra vez.

—¿Quién hay ahí? —preguntó la voz; no había más ruidos en la sala y su sonido rebotó en las paredes, llenando el inmenso espacio.

—¿Henrietta? —preguntó Henry—. ¿Eres tú? ¿Dónde estás?

Henrietta se rió.

—¿Henry? Estoy aquí. El suelo está completamente podrido, así que no me atrevo a seguir caminando ahora que todo está oscuro. ¿Tienes una linterna?

—No —respondió Henry. Se deslizó fuera del armario y se dejó caer al suelo—. Richard —lo llamó, mirando de nuevo hacia el armario—. ¿Richard? Sal; lo que estás viendo no es real.

Richard no dijo nada.

—¿Quién es Richard? —preguntó Henrietta.

Henry no contestó.

—¿Richard? ¿Richard? En fin, de todos modos sin ti será más fácil.

Henry se volvió y paseó la mirada por el salón en ruinas. En las alturas se podían distinguir unas pocas estrellas y las siluetas difusas de las nubes. Incluso podía adivinar el perfil de las ventanas.

—¿Dónde estás exactamente?

—Junto al balcón.

—¿Y dónde está el balcón? ¿Estás cerca de una ventana? Sólo veo ventanas.

—Intentaré ir hacia ti —le dijo Henrietta—. Continúa hablando para que pueda seguir tu voz. Me parece que voy a tener que ir a gatas.

Henry se sentó de espaldas al mueble.

—¿Sabes que estás loca de remate, no?

—Mira quién fue a hablar —le espetó Henrietta.

—Oh, cállate —dijo Henry—. ¿Cómo se te ocurrió meterte por la habitación del abuelo sin decírselo a nadie? No sabía dónde estabas.

Un crujido de madera al romperse resonó en todo el salón, seguido de un estrépito en el piso debajo de ellos.

—¿Estás bien? —preguntó Henry—. Ten cuidado.

—Estoy bien —contestó Henrietta—. Aunque por poco. Tenías razón; no lo soñaste: Había un hombrecillo viviendo en la habitación del abuelo. Me puse a perseguirlo y así llegué a este lugar. Si te sirve de consuelo, me alegra que hayas venido; esto estaba empezando a ponerse un poco tenebroso. Eli me dijo que todo lo que hemos visto desapareció de un plumazo en una noche, la misma noche que hemos presenciado desde el armario, por eso ahora está encantado.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Eli, el hombrecillo. ¿No me estabas escuchando? Me dijo que este sitio da miedo cuando oscurece.

Henry alzó la vista hacia las siluetas negras de las ventanas.

—Y tenía razón.

—Ahora estoy de pie —dijo Henrietta—. ¿Puedes verme?

—No.

De pronto todo el salón se iluminó. Henry dio un grito y cayó sobre un costado.

—¿Qué pasa? —inquirió Henrietta—. Vaya, creo que tendré que ir a gatas otra vez.

Henry se sentó, incorporándose a medias e hizo visera con una mano para enfocar mejor. Los tres enormes candelabros que había visto iluminando el baile colgaban suspendidos en el aire con todas las velas encendidas. El salón estaba completamente derruido. Encima de dos de los candelabros ni siquiera quedaba techo. Henrietta estaba casi al fondo del salón, a cuatro patas. Extendió una mano y palpó el suelo a su alrededor, buscando agujeros. Una vez segura de que no había peligro, se deslizó hacia delante y repitió la operación.

—¿Henrietta? —la llamó Henry.

—¿Sí?

—¿Puedes verme?

Ella se rió.

—Creí que se me acostumbraría la vista a la oscuridad, pero no ha sido así. Esto está oscurísimo.

—Yo puedo verte —le dijo Henry—. Puedo verlo todo. Los candelabros están encendidos.

Henrietta se detuvo. Estaba sólo a unos veinte metros de Henry. Tenía los ojos muy abiertos y miraba a su alrededor sin ver nada.

—Voy a buscarte —le dijo Henry.

Se puso de pie y recorrió el suelo con la vista. Los boquetes más grandes se concentraban en el centro de la sala, pero el espacio que separaba el lugar donde él se encontraba y la zona donde Henrietta estaba gateando tenía grietas y agujeros más pequeños, esparcidos por toda la superficie. Henry avanzó con cuidado, rodeando las zonas en las que la madera estaba partida o hundida, intentando mantenerse sobre las vigas y soportes. Henrietta continuaba gateando.

—Para, Henrietta —le dijo Henry—. Espérame ahí; estoy a medio camino.

Cuando estaba sólo a unos dos metros de ella, saltó por encima del último agujero y le tocó la espalda. Henrietta se puso en pie, buscando a tientas las manos de su primo.

—De acuerdo, ahora puedo verte; más o menos —dijo—. Al menos puedo ver tu silueta.

Henry estudió las condiciones del suelo intentando encontrar una ruta más fácil para volver al armario. De pronto oyó algo: unas notas de violín, una carcajada… Algo pasó por detrás de él con un silbido. Henry se giró sobre los talones, casi derribando a Henrietta, justo a tiempo para ver a una mujer morena, más baja que él y ataviada con un vestido naranja brillante, pasar girando junto a él, con los brazos extendidos hacia una pareja invisible. Tenía los ojos cerrados y estaba riéndose.

Fue apareciendo más gente; casi todos bailando solos, algunos en parejas. La música sonaba de cuándo en cuando en breves estallidos, pero la gente seguía bailando, rompiendo el silencio del salón con el sonido del roce de las telas de sus ropas.

—¿Qué pasa? —inquirió Henrietta—. Me ha parecido oír algo.

—Hay gente bailando —susurró Henry. Se estremeció—. Vamos, quiero salir de aquí.

—Siento lástima por ellos —dijo Henrietta.

Henry intentaba prestar atención a dónde pisaba pero no podía apartar la vista de los espectros danzarines. Una o dos veces se chocó con uno de ellos. Había imaginado que el espectro pasaría a través de él, pero no fue así. Sintió el golpe, aunque sólo ligeramente, y luego el espectro, o las parejas de espectros, se alejaron girando. Uno incluso le pidió perdón.

Henrietta no veía nada. Se aferraba al brazo de su primo y pisaba nerviosa donde Henry le decía que el suelo resistiría. Sólo les quedaba por recorrer un tercio de la distancia hasta el armario, pero el salón de baile estaba casi lleno y era prácticamente imposible no chocarse con los bailarines. Henry extendió los brazos hacia los lados y consiguió que los espectros se alejasen girando cuando ellos se acercaban.

—¿Eso es viento? —preguntó Henrietta.

—Sí —dijo Henry—, el aire está moviéndose.

Estaba guiando a Henrietta para que se pusiera delante de él. Las dos puertas que daban paso al salón se abrieron de golpe. Henrietta se agarró a su primo.

—¿Qué ha sido eso? —siseó—. ¿Qué ves?

Henry no dijo nada. Él y la mayoría de los espectros se quedaron paralizados, mirando hacia el umbral de la puerta. Por ella entró un enorme encapuchado, ataviado con una capa de piel de lobo, que sostenía un delgado cayado más alto que él. El extremo del cayado estaba coronado por una punta de lanza con una afilada hoja doble que se inclinaba hacia el bastón. Un grupo de hombres corpulentos, aunque no tan altos como el primero, entraron en tropel en el salón.

Entonces comenzaron los gritos. Henrietta seguía sin poder ver, pero los escuchaba perfectamente. Soltó a Henry y se tapó los oídos. Henry se quedó quieto, observando la escena, y sintió cómo las ya familiares náuseas afloraban en su estómago.

Algunos de los hombres sujetaban unos lobos escuálidos con cadenas. El encapuchado hizo una señal y los hombres soltaron a los lobos, que gruñeron y se lanzaron sobre la multitud.

Los lobos no atacaron directamente sino que se centraron en acorralar a los bailarines, que se apiñaban como ovejas en el centro de la sala. Algunos seguían bailando solos pero los lobos, o no los veían, o no podían tocarlos. Mientras la gente se agolpaba en el centro de la sala, Henry obligó a Henrietta a levantarse. No quería ver lo que iba a ocurrir a continuación. El salón se llenó de gritos y llantos, pero Henry no se volvió. Henrietta lloraba mientras su primo la arrastraba hacia la pared donde estaba el mueble. Henry, pendiente en todo momento de dónde pisaba en el suelo podrido que les rodeaba, vio a un hombre huyendo de un lobo. Era un hombre alto, no como los bailarines, y corría hacia el mueble. El hombre se volvió para mirar por encima de su hombro y, al verlo, Henry parpadeó, sorprendido. Aquel hombre tenía las facciones de su madre. El hombre misterioso abrió de un tirón el armario y el lobo intentó morderle los pies mientras se introducía en el hueco, pero tuvo que conformarse con lanzar unas dentelladas al aire.

Cuando el hombre hubo desaparecido, el lobo se dio la vuelta, gruñendo aún, y recorrió el salón con la mirada. Sus ojos se fijaron en Henry, se le erizó el pelaje del cuello y descubrió los colmillos.

—¡Silencio! —gritó la voz del encapuchado, elevándose por encima del alboroto.

Los hombres corpulentos silbaron y los lobos, que estaban desperdigados por el salón, regresaron con ellos. El lobo que estaba frente a Henry corrió hacia su amo, vigilando el perímetro que conformaba la muchedumbre agolpada en el centro del salón de baile. Un hombre se separó del grupo y corrió hacia las puertas, pero dos lobos le dieron alcance por detrás, tirándolo al suelo. Los gritos comenzaron de nuevo.

—¡Silencio! —tronó la voz del encapuchado.

Apuntó con su cayado hacia los ventanales, haciéndolos estallar en mil pedazos y lanzando una lluvia de cristales sobre la multitud.

—¡Largo tiempo habéis mantenido alejada a la Reina Bruja con vuestras ofrendas! Nimiane sabe que vuestras ofrendas han cesado, de modo que os aniquilará. Nosotros somos sus Perros de la Bruja y ella nos alimenta bien.

Henry estaba esforzándose por no escuchar, por no mirar. Empujó y arrastró a Henrietta hacia la pared y la aupó hacia el armario.

—¡Deprisa! —gritó, para elevar la voz por encima del estruendo—. ¡Cierra los ojos y cruza la puerta!

Henrietta gateó hacia el interior, pero sus pies seguían fuera.

—¡Está cerrada, no puedo pasar! —le gritó a Henry.

Henry se introdujo en el hueco con ella.

—Está bien, pégate todo lo que puedas a la pared para que yo pueda pasar. Cuando ya casi esté en el otro lado, agárrate a mis piernas y gatea detrás de mí con los ojos cerrados.

Henry se incorporó sobre los codos, agarró la cuerda y trató de arrastrarse hacia delante tirando de ella, pero fue la cuerda la que se deslizó hacia él. El extremo tenía un corte limpio. Los niños, asustados, permanecieron acurrucados en el hueco del armario mientras los lobos aullaban y los cristales estallaban, mientras la gente gritaba y los hombres se reían. Al final, todas las voces se silenciaron, el techo se derrumbó y las vigas ardieron.

* * *

Dotty se levantó de la silla como impulsada por un resorte y corrió hacia las escaleras. Penélope y Anastasia la siguieron. Al llegar al descansillo, aminoró el paso y miró a su alrededor. La habitación del abuelo seguía abierta, pero nada parecía fuera de lugar. Volvió la vista atrás y vio a las niñas detrás de ella, conteniendo el aliento.

—Vosotras quedaos aquí —les susurró.

Rodeó despacio el descansillo hasta llegar a la puerta entreabierta de la habitación del abuelo. Desde la entrada de la habitación vio a Blake y los pies de Frank. Estaba tendido en el suelo, de espaldas. Se acercó un poco más y empujó la puerta, que se abrió lentamente, y vio las piernas de Frank, su cintura, su pecho, su rostro. Tenía los ojos cerrados. Un brazo yacía inerte; el otro asía algo sobre la cadera. Era su navaja; la hoja estaba manchada de rojo.

Con un gemido ahogado, Dotty abrió la puerta del todo y corrió a su lado. Se arrodilló junto a él y le puso una mano en el cuello, buscándole el pulso.

—Dorothy… —dijo una voz.

Dotty se volvió y se puso lívida al ver quién había hablado. La bruja acariciaba al gato sarnoso mientras fijaba la vista en algún punto inexacto sobre la cabeza de Dotty. Sus labios dibujaban una sonrisa.

—¿Mamá? —llamó la voz de Anastasia.

—Shhh… —la calló Penélope.

Dotty intentó gritar, decirles que huyeran, pero su lengua estaba paralizada.

La bruja se rió.

—No pueden oírte.

Su risa fue en aumento hasta que quedó interrumpida por una tos seca. Su rostro se transformaba con cada tos, y Dotty vislumbró su verdadero aspecto tras aquella apariencia engañosa: el de una arpía minúscula, consumida y sin ojos. Dotty se abalanzó sobre las piernas de la bruja, pero cayó al suelo dándose un gran golpe. Intentó levantarse, pero un olor horrible, como a huevos podridos, la rodeó, impidiéndole respirar. Se levantó a duras penas, mareada. Sus rodillas cedieron y los codos le fallaban.

—Corred —susurró.

Anastasia y Penélope habían visto a su madre entrar corriendo en la habitación del abuelo, pero sólo habían oído risas y, después, toses.

—¿Mamá? —llamó Anastasia de nuevo.

Penélope se mordió el labio.

Una mujer distinta a todas las que habían visto hasta entonces salió por la puerta, con una sonrisa triste y un gato en brazos. Las niñas retrocedieron y Anastasia se agarró al brazo de Penélope. La mujer estaba vestida con pesados ropajes invernales y una capa gris, pero llevaba el cuello al descubierto. Su cuello era largo y delicado. Su rostro, elegante y lleno de vida, tenía una piel aceitunada tersa y cálida. Era una mujer bellísima. Tenía los pómulos altos y la nariz alargada, justo como Anastasia pensaba que debía ser una reina. Una reina de cualquier tierra, de cualquier país.

—Niñas —les dijo suavemente—. Vuestro padre se ha dado un golpe y se ha quedado sin aliento, pero vuestra madre está atendiéndolo.

Penélope tragó saliva con fuerza.

—¿Quién es usted?

—Mi nombre es Nimiane. Soy una amiga de vuestro padre y provengo de otro mundo. Vuestro padre ha solicitado mi ayuda; se trata de algo importante. Se ha perdido un chico. ¿Sabéis dónde está?

—¿Henry? —preguntó Anastasia—. Ha desaparecido a través de una de las puertas.

—¿Podemos ver a nuestros padres? —le preguntó Penélope.

—Muy pronto —dijo Nimiane—. Mostradme esas puertas de las que habláis. ¿Son los pequeños portales del cuarto de arriba?

—¿Mamá? —llamó Penélope—. ¿Podemos entrar?

—Shhh… Shhh… —la silenció Nimiane—. Debemos dejarlos a solas unos momentos.

Intentó mirar a Anastasia a la cara, pero sus ojos erraron y enfocaron encima de su cabeza.

—Su gato parece enfermo —dijo Anastasia.

La mujer giró el rostro hacia ella.

—Sí, lleva enfermo algún tiempo, pero he conseguido mantenerlo con vida.

Anastasia miró al gato a los ojos y luego se fijó detenidamente en el perfecto rostro de la mujer.

—¿Qué le pasa en los ojos? —le preguntó—. ¿Por qué no nos mira?

—Mis ojos son fuertes —respondió Nimiane en un tono inesperadamente brusco, que suavizó enseguida—. Puedo hacer algo de magia, por eso no siempre me hace falta ver para poder mirar. ¿Me llevaréis dónde están esas puertas? Quiero haceros unas preguntas sobre ellas.

Anastasia se dirigió a las escaleras del ático, pero Penélope no se movió.

—Nosotras nos quedamos aquí abajo —dijo.

—Pero vuestro padre me pidió que nos diéramos prisa —replicó la mujer—. Ese chico, Henry, no está en un lugar muy agradable.

—Vamos —instó Anastasia a su hermana—. Estaremos de vuelta en un segundo.

—¿Mamá? —llamó Penélope—. Vamos a subir al ático; ahora mismo bajamos.

Al llegar arriba, Anastasia las esperó en lo alto de las escaleras. Nimiane dejó que Penélope fuera delante. Cuando comenzó a subir los escalones sostuvo al gato más abajo. Sus pasos eran vacilantes.

Anastasia abrió las puertas del cuarto de Henry y entró.

—Vaya, me había olvidado de Richard —dijo—. Todavía está dormido.

La bruja entró detrás de ella. Penélope se quedó un poco rezagada, y fue la última en ver la cara de Richard: estaba gris y tenía una mancha púrpura en la frente.

—No parece dormido —dijo Penélope—. ¿Está bien? —entró en el cuarto apartando los ropajes de la mujer y le puso la mano en la mejilla—. Está frío.

—Es sólo que tiene un sueño profundo —dijo la mujer.

Penélope puso los dedos en el cuello de Richard.

—El corazón apenas le late.

Nimiane alzó la cabeza y aspiró por la nariz.

—¿Son éstos todos los portales?

—¿Qué pasa con Richard? —inquirió Anastasia.

La mujer se volvió violentamente hacia ella, pero se recompuso rápidamente y sonrió. Extendió su grácil brazo para tocar a Richard.

—Ya está —dijo Penélope—, ahora late más rápido.

Nimiane se giró de nuevo hacia las puertas.

—Estas… puertas… ¿cómo se usan?

—Yo creía que usted había salido de una de ellas —dijo Anastasia.

—Sí, encontré el camino —dijo la mujer—. Era muy angosto, pero me adentré en las tinieblas para consultar a los sabios. Fue mi propio padre quien me explicó cómo atravesar los senderos estrechos. Así he llegado aquí y así me marcharé. Pero el chico Henry debe haber hallado otra manera. Es imposible que él pueda hacer magia de ese nivel.

—No sabemos cómo funcionan —dijo Penélope—. Nunca las hemos usado. Nuestra madre sólo nos ha dicho que Henry y Henrietta se han quedado atrapados en uno de los mundos a los que llevan.

—Creo que hay que girar las brújulas de la puerta del centro —comenzó a decir Anastasia.

Penélope, que estaba detrás de la bruja, enarcó las cejas y sacudió la cabeza. Anastasia se calló y Penelope retrocedió lentamente hacia la puerta.

—Continúa —dijo la bruja.

—Eso es todo lo que sé. —Anastasia se encogió de hombros—; creo que hay que girar las brújulas.

Nimiane reacomodó al gato en sus brazos, levantándolo un poco. Alargó una mano para acariciar las puertas.

—Qué infantil —dijo—. Qué burdo. ¿Estás detrás de una de estas puertas, joven hijo de mendigo? ¿La sangre de Mordecai se oculta en una de ellas?

Alzó la mano, pronunciando una palabra extraña y áspera. Todas las puertas se abrieron de golpe. A Anastasia se le taponaron los oídos. Penélope la agarró por la muñeca y la arrastró fuera del cuarto. Llegaron a las escaleras demasiado rápido y resbalaron en casi todos los escalones.

—¡Niñas! —gritó la mujer, pero ya habían llegado al rellano y salieron corriendo.

El gato negro pasó como un rayo entre ellas.

—¡Mamá! —gritó Penélope—. ¡Mamá!

Las niñas y el gato sarnoso entraron corriendo en la habitación del abuelo. Anastasia corrió hacia la cama mientras Penélope caía al suelo espantada. Blake, que estaba sentado junto a la cabeza de Dotty, se levantó y cargó contra el repugnante gato negro con un fuerte maullido. Dotty yacía junto a Frank acurrucada de lado. Estaba muy pálida y tenía los labios morados.

—¿Mamá? —la llamó Anastasia—. ¡Penélope!, ¿están muertos?

El gato negro huyó al descansillo en retirada. Blake lo siguió. Penélope se arrastró hasta donde estaban sus padres a gatas. No contestó a Anastasia.

Oyeron pisadas en las escaleras del ático. Anastasia corrió hasta la puerta.

—¡Viene hacia aquí, Penélope!

—¡Ciérrala! —le dijo Penélope, pero Anastasia no obedecía—. ¡Ciérrala! —le repitió.

—¡Blake, ven aquí!

Anastasia agarró al gato por el cogote, entró corriendo a la habitación y cerró la puerta. Luego metió el dedo en el agujero del pomo y tiró. La puerta estaba cerrada y no parecía que se fuera a abrir. Penélope apretó dos dedos contra el cuello de su madre e hizo lo mismo con su padre.

—Están vivos —dijo—. ¿Oyes algo?

Anastasia pegó la oreja a la puerta.

Penélope volteó a su madre, la tumbó de espaldas y le apartó el cabello del rostro. Dotty tenía los ojos abiertos, pero sus pupilas se habían encogido hasta reducirse a dos minúsculos puntitos.

—No —susurró Anastasia—, no oigo nada.

La niña retrocedió de un salto, se tropezó con el pie de Frank y cayó al suelo.

La puerta vibró contra el marco.