—Yo tendría más o menos tu edad, Penélope, y acababa de volver a casa. Estábamos a finales del verano porque las clases apenas habían empezado. En aquella época Henry tenía más habitantes, o al menos eso parecía, y a todos les encantaba el béisbol. Había montones de chicos y tenían establecido un sistema de equipos, cada uno con su propio campo, cedido por algún granjero. Uno de esos campos estaba justo al lado de nuestra casa.
Dotty se retorcía los dedos mientras hablaba. No miraba a sus hijas, en su mente estaba visualizando años pasados, separando veranos.
—Aquel día —continuó—, cuando llegué a casa, mi padre estaba de pie en el jardín delantero, viendo un partido. Había un chico con él. Yo no quería saludarlo, así que me escabullí, dando la vuelta hasta la puerta trasera y entré en la casa.
»El chico se quedó a cenar, pero no me dirigió la palabra para nada. Era mayor que yo, delgado y moreno, tenía una sonrisa radiante y unos ojos que parecía que se reían todo el tiempo. Nunca había visto a un chico sentarse tan erguido, ni que mirara como miraba él, como si pudiese ver a través de ti. A mi padre no le daba ningún miedo. Vuestra tía Úrsula se pasó toda la cena flirteando con él. Mi madre y yo no dijimos mucho y mi padre no hacía más que decirnos lo bien que bateaba aquel chico. Llevaba un anillo grande de plata en el pulgar, de esos que usaba la gente en el pasado para marcar los sellos de lacre. Tenía un relieve con tres estrellas de mar y Ursula debió pedirle al menos una docena de veces que le dejase verlo.
»Al día siguiente, cuando regresaba a casa del instituto, vi al mismo chico jugando en el parque. Me detuve a observarlo; era verdad que sabía batear. El día después lo vi en el instituto. Todo el mundo, incluso los adultos, hablaba de él y de lo bien que podría venirle al equipo de béisbol de nuestro instituto, el Henry High. Una pareja de ancianos, los Willis, dejaron que el chico se fuera a vivir con ellos.
—¿Qué? —inquirió Penélope—. ¿En serio? ¿Es por eso que…?
Dotty sonrió a su hija.
—Espera un poco; no te precipites. Pasó casi un año hasta que por fin hablé con él. Ese día yo también iba de camino a casa y él me alcanzó. Me dijo que necesitaba mi ayuda para volver a su hogar. Era de un pueblo de un lugar en el que no se jugaba al béisbol y tenía que regresar. Me hizo sentarme y me contó una historia muy extraña.
»A los chicos de su familia solían enviarlos fuera durante un año para que corrieran aventuras antes de poder ocupar su lugar en el pueblo. Dos de sus hermanos habían ido a la guerra y habían muerto, pero su aventura había sido distinta.
»Mi padre había visitado su pueblo muchas veces. Al principio sólo iba a la biblioteca y nadie le dio importancia, pero luego empezaron a desaparecer libros, según parece, bastante importantes. Echaron a vuestro abuelo del pueblo y enviaron al chico para que lo siguiera.
»Siguió a mi padre hasta las afueras de Henry, por la carretera, a través de colinas y bosques hasta un valle escondido en las montañas. En aquel valle, oculto por la maleza y las enredaderas, había un viejo templo en ruinas.
»El chico observó a mi padre desde lejos, lo vio dirigirse hacia un agujero en la pared medio derruida y entrar por él. El chico lo perdió de vista. Estuvo esperando un rato y al final decidió seguirlo. Cuando pasó a través del agujero, sintió que algo lo empujaba contra el suelo, boca abajo, y salió arrastrándose al dormitorio de mis padres.
»Salió de la casa tan rápido como pudo y se encontró a mi padre tomando limonada en el porche delantero. Mi padre lo reconoció inmediatamente. El chico le preguntó si era un hechicero y si había sido él quien había robado los libros de la biblioteca. Mi padre se rió y le dijo que no era más que un explorador, lo llevó al jardín y le enseñó a jugar al béisbol. Su aventura se convirtió en un año de béisbol en Henry.
Anastasia no podía esperar a que su madre acabase la historia.
—¿El abuelo sabía hacer magia? —le preguntó—. ¿De verdad?
Dotty suspiró.
—No, no sabía, pero encontró algo que era mágico. El chico me dijo que vuestro abuelo podía hacer que una puerta en su dormitorio condujera a diferentes lugares y que tenía que hallar el modo de que esa puerta lo llevase de regreso a su pueblo. Vuestro abuelo le había dicho que aquello no era posible, que la pared en ruinas se había derrumbado y que la entrada estaba sellada. El chico no creyó a mi padre y por eso necesitaba mi ayuda.
»Una noche que mis padres habían salido a cenar fuera y Úrsula estaba en casa de una amiga, vino a mi casa, entramos en el dormitorio y él exploró la puerta que había en el cuarto de mis padres pero no conducía a ninguna parte. Entonces lo llevé al pequeño despacho que mi padre tenía en el cuarto del ático, donde ha estado durmiendo Henry. Las puertas del cuarto estaban cerradas. Yo me hice a un lado mientras el chico las abría de una patada. Entramos y descubrimos las otras puertas y los libros que vuestro abuelo se había llevado. También había unas notas en las que se le daba nombre a las puertas y se explicaba cómo funcionaban. Aparentemente, se podía entrar por cualquiera de ellas a través de la puerta que había en el dormitorio de abajo.
Dotty interrumpió su narración un instante para mirar a sus hijas, que tenían los ojos abiertos de par en par.
—El chico no reconoció ninguno de los nombres, así que probamos con una puerta cualquiera, regresamos y volvimos a cruzar de nuevo. Repetimos la experiencia hasta que aparecimos en… un sitio muy desagradable y alguien intentó retenernos allí. Pero vuestro abuelo vino por nosotros, logró traernos de vuelta y bloqueó el acceso. Estaba muy enfadado. Nos dijo que estaba intentando encontrar un camino de regreso al pueblo del chico y que lo ayudaría a volver en cuanto lo consiguiera.
»Pero vuestro abuelo nunca lo logró. O al menos eso fue lo que nos dijo. Al final dejó de usar las puertas porque empezaron a entrar cosas desde los lugares a los que conducían, tanto al ático como a su habitación; cosas desagradables. Un día, sencillamente dejó de cerrar con llave el cuarto del ático. Cuando me asomé vi que todas las puertas habían desaparecido; las había recubierto con escayola. Así que el chico permaneció en Henry una temporada y siguió jugando al béisbol, porque no podía regresar a su lugar de origen.
* * *
Arriba, Frank se cambió los pantalones del pijama por unos viejos pantalones verdes con bolsillos que había encontrado en un mercadillo. Abrió el cajón superior de una vieja cómoda blanca, hundió las manos en un revoltijo de calcetines de deporte desparejados y sacó una navaja con funda. Frank deslizó la hoja fuera de la funda y observó cómo reflejaba la luz. Se la habían regalado siendo muy joven y era el único cuchillo de la casa que nunca había afilado. Ese cuchillo era la razón por la que lo afilaba todo.
Frank se enganchó la funda a la parte trasera del cinturón, cogió una vieja gorra de béisbol azul con un cerco de sudor sobre la visera y una H roja bordada y luego salió a toda prisa de la habitación. En el descansillo se puso en cuclillas y saltó unas cuantas veces en esa posición para estirar las piernas. Después se puso de pie y giró el tronco a un lado y a otro, inspirando profundamente.
—Francis —dijo una voz detrás de él—. Cómo has crecido.
Frank se giró sobre los talones. En el rellano de las escaleras del ático había una mujer no muy alta y hermosa, que sostenía un gato sarnoso en los brazos. El gato miró a Frank, pero los claros ojos de la mujer estaban fijos en un punto detrás de él. Sonrió, su tersa piel aceitunada brilló. Su cabello, liso y negro como la obsidiana, reflejaba la luz del descansillo y brillaba al compás de los movimientos de la mujer.
—¿Dónde está el chico? —le preguntó—. Ahora otro duerme en su cama —acarició al gato—. Y tenía poca fuerza que dar.
A Frank se le hizo un nudo en la garganta. Tosió.
—¿Qué chico?
La mujer sonrió y dio un paso hacia él. Su voz era queda, como una brisa gélida.
—El chico que vive junto a mi jaula. El chico que me ha despertado de la enloquecedora oscuridad. El caminante de sueños. El hijo de mendigo. He probado su sangre —abrió mucho los ojos mientras miraba a través de las paredes que rodeaban a Frank—, ¡y qué sangre!
La mano de Frank se movió hacia su espalda.
—Podría nombrar a todos sus antepasados de los últimos dos siglos. Me has puesto un buen cebo, Francis, quinto de los hijos de Amram. Una cosecha de sangre con la fuerza suficiente, con la vida suficiente como para despertar la esperanza de una reina reseca. ¿Dónde está el chico?
La mujer se acercó más. Frank retrocedió por el descansillo hasta la habitación del abuelo, asiendo con firmeza el mango de la navaja que escondía detrás de él. Abrió la boca para gritar, para advertir a su esposa, pero de sus labios no salió sonido alguno. Era como si se le hubiese hecho un nudo en la lengua; la notaba dormida, tirante. El aliento frío de la mujer bañó su rostro.
—Tus ojos te traicionan, Francis —se detuvo frente a él—. ¿Avisarás al chico, no es así? No puede estar muy lejos.
Frank forcejeó con el nudo en su lengua, luchó contra el adormecimiento que estaba extendiéndose por todos sus miembros y halló una fuerza antigua. Se lanzó a la carga, sacando la navaja que escondía tras su espalda. Su hoja era más antigua que Kansas, más antigua que la magia de las puertas, y tan antigua como el mal al que se enfrentaba. Palabras de otra vida treparon por su garganta y liberaron su lengua.
* * *
Casi se veía a Dotty sorprendida por haber acabado su relato y parecía que aún estuviese pensando.
—Pero yo creía que el chico era papá —dijo Penélope—. ¿No te casaste con él? ¿Por qué has dicho que se quedó sólo una temporada?
—¿Qué? Claro que me casé con aquel chico y, sí, es vuestro padre. Pero antes de casarnos se fue de Henry. Se fue a la universidad, a Cleveland, y estudió Literatura. Un año después me fui con él.
—¿Y qué pasó entonces? —preguntó Anastasia—. Yo no sabía que papá era el chico. ¿Por qué no lo has dicho directamente en vez de llamarle «el chico» todo el rato?
Dotty se encogió de hombros.
—Pensé que os lo imaginaríais —respondió—. En cuanto al resto, Henry ha destapado las puertas del ático, y Henrietta y él han cruzado a través de una de ellas. Vuestro padre está buscándolos.
—¿Pero papá sabe dónde están? —preguntó Anastasia.
No recibió respuesta. Las viejas ventanas retumbaron con los gritos de su padre y el techo sobre sus cabezas tembló.