Capítulo 12

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Henrietta bajó corriendo las escaleras del ático, pero no encontró a su padre en el rellano. No se filtraba luz bajo la puerta del baño. La puerta de la habitación del abuelo aún estaba abierta, y la luz seguía encendida. Puede que su padre hubiese dado un portazo al entrar en su dormitorio y todavía no hubiera salido; o puede que no tuviese intención de salir; o quizás ya hubiera salido y, al ver luz en la habitación del abuelo, hubiese entrado allí para ver qué pasaba.

Henrietta rodeó el descansillo de puntillas para llegar a la puerta entreabierta. Miró al interior del cuarto por una rendija y vio cómo su padre se alejaba de su campo de visión. Se le cayó el alma a los pies; cualquier posibilidad de que le permitieran conservar los diarios del abuelo y la llave acababa de desvanecerse. Sin embargo, era una chica valiente, así que se preparó para la inevitable charla que le aguardaba. Esbozó una sonrisa, puso bien derechos sus hombros y entró en la habitación.

Abrió la boca, pero no fue capaz de emitir ningún sonido. Se encontró con la espalda de un hombre pequeño, viejo (a juzgar por el escaso cabello blanco sobre sus orejas), y casi calvo. El hombrecillo llevaba la típica chaqueta que Henrietta asociaba a los ancianos: a cuadros marrones y con parches mal cosidos en los codos. El hombre estaba toqueteando los lomos de los viejos libros de la estantería del abuelo y farfullaba algo entre dientes.

No hay un protocolo establecido sobre cómo debería comportarse una niña al descubrir a un anciano corto de estatura curioseando en un dormitorio ya misterioso de por sí. Henrietta, se comportó con la mayor educación posible.

—Disculpe —le dijo en un tono suave.

El hombre dejó caer varios libros al suelo y se volvió bruscamente hacia ella. Su rostro era pequeño para la cabeza que tenía y, a la altura de su ojo izquierdo, su mano sujetaba una lente de un par de gafas rotas. Se quedó mirando a Henrietta un momento. La niña trató de sonreír. De repente, sin previo aviso, el hombre se tiró al suelo a una velocidad que a Henrietta le pareció imposible. Iba a preguntarle si se encontraba bien, pero el hombre abrió la puerta que había al pie de la estantería y empezó a arrastrarse dentro de ella.

—Oiga, espere —lo llamó Henrietta—. Sólo quiero hablar con usted.

Saltó sobre él y le agarró la pierna. El hombre le dio una patada en el estómago y ella le arrancó un zapato. Henrietta intentó recuperar el aliento aspirando por la boca, cayó al suelo de culo y se quedó en esa posición, observando cómo los pies del anciano desaparecían dentro de la puerta.

La niña reflexionó un instante. Otra puerta mágica en la habitación del abuelo. Un anciano misterioso. Su turno de respuestas acababa de escabullirse. Henrietta se tumbó boca abajo y avanzó a tientas en la oscuridad. Justo cuando sus pies estaban desapareciendo por el hueco de la puertecita, Blake entró en la habitación. Él era más consciente que Henrietta de los riesgos que corrían, a pesar de que su mente gatuna no podía calibrarlos. Corrió derecho al interior de la puerta, a una velocidad que sólo uno de los coyotes de la zona había presenciado antes y que Dotty nunca hubiera creído posible. Pudo ver los pies de Henrietta un instante y, después, los perdió de vista. El fondo de madera de la puerta se materializó con un parpadeo y desapareció inmediatamente. Blake se adentró en la oscuridad, sintió cómo el suelo se elevaba en una suave pendiente y emergió en una soleada pradera de altas hierbas. No necesitó investigar mucho para saber que Henrietta estaba en otro lugar. Se dio media vuelta e intentó regresar por el hueco del árbol, pero el camino se había cerrado tras él. Blake era un gato listo, así que no malgastó tiempo en preocuparse. Tampoco habría sabido cómo hacerlo. Se acercó a la piedra, saltó sobre ella y se tumbó al sol.

* * *

Henrietta se paró en seco. Una música de violines, violonchelos y un piano, que sonaba como si sus cuerdas estuviesen siendo punteadas en lugar de percutidas, se filtró a través de las paredes que la rodeaban, inundando el pequeño y oscuro espacio en el que estaba agazapada. También se oían voces, voces riéndose.

Estaba dentro de un armario más amplio y profundo que la puerta que había en la habitación del abuelo. La niña estornudó. Era un armario lleno de polvo, telarañas y (si sus manos no la engañaban) excrementos de ratón. Dobló las piernas, arqueando la espalda contra el bajo techo y buscó la puerta a tientas. La encontró a poco menos de medio metro; estaba ligeramente ladeada. Pretendía abrir sólo una rendija, pero la puerta se abrió de par en par en cuanto la tocó, sin ningún esfuerzo. Henrietta se quedó perpleja por el ruido y parpadeó, tratando de acostumbrar la vista la luz.

Se encontrada en un gigantesco salón de baile de techos abovedados. En el centro de la sala, unas vigas oscuras se alzaban más de quince metros sobre un reluciente suelo con incrustaciones de madera. Las enormes ventanas de vidrio emplomado terminaban en arcos que casi rozaban el techo y se abrían, imponentes, entre las columnas lisas y los frescos luminosos de las paredes. En uno de los extremos del salón, sobre una balaustrada, tocaba una pequeña orquesta. El suelo de la sala era un auténtico torbellino de bailarines. Vestidos largos, de todos los colores, se arremolinaban en torno a hermosas mujeres no mucho más altas que Henrietta, peinadas con moños adornados con ristras de cuentas brillantes. Los hombres, casi todos morenos, llevaban el cabello tirante y trenzado a la espalda. Vestían unos pantalones que les llegaban a los tobillos y unas chaquetas cortas con mangas acampanadas hasta el codo.

Henrietta se olvidó del anciano, se olvidó de Kansas. Se quedó allí sentada, sin poder moverse, boquiabierta y con los ojos como platos. Observó a las parejas que paseaban por los laterales del salón, comiendo y riendo. Observó a los músicos. Admiró el techo, el suelo, las columnas, las ventanas y los frescos. Era lo más hermoso que había visto en toda su vida.

Mientras sus ojos se deleitaban una vez más con los bailarines, se detuvieron en una figura, una figura que reconoció inmediatamente. Estaba de espaldas a ella, era casi calvo y llevaba una chaqueta a cuadros con grandes parches en los codos. Caminaba con cuidado entre los bailarines y sólo llevaba puesto un zapato. Iba mirándose los pies, que apoyaba con mucha suavidad en el suelo antes de apoyar su peso sobre ellos. Nadie parecía fijarse en él.

Henrietta se inclinó hacia delante y sacó la cabeza por la puertecita para ver si había alguien cerca de ella. Al hacerlo, las luces se apagaron y la música se detuvo. La gente desapareció. Sólo permaneció una única figura; la del extraño hombrecillo de la chaqueta de cuadros, que caminaba con cuidado sobre un suelo lleno de agujeros y podredumbre.

Henrietta salió del armario con dificultad, apoyándose en una pequeña cornisa antes de aterrizar sobre el duro suelo. Sobre ella se alzaban ahora unas vigas de madera carbonizada que en su día debieron sostener unas bóvedas ahora en ruinas. A través de ellas se veía un cielo gris. Las paredes estaban ennegrecidas y cubiertas de hollín, los frescos habían quedado ocultos a la vista y las ventanas parecían ahora bocas abiertas y desdentadas.

—¿Qué ha pasado? —gritó—. ¿Dónde ha ido todo el mundo?

El hombre soltó un amargo «¡ja!» y retrocedió al ver que la madera crujía bajo sus pies. Henrietta se puso de pie para seguirlo.

—Por favor, dígamelo —le suplicó.

El suelo aún estaba en buen estado cerca de la pared, así que la niña empezó a bordearla a paso veloz poniendo mucho cuidado. Era como caminar por el altillo de un granero viejo, de esos que están inclinados hacia los lados y que han perdido un trozo del techo o de las paredes.

—Dígamelo —insistió de nuevo.

El hombrecillo se dio la vuelta.

—Mira lo que has hecho: has puesto todo esto patas arriba. Ahora estoy peor que antes.

Henrietta se detuvo.

—Yo no he hecho esto. No puede ser culpa mía. Simplemente lo seguí.

El hombre la miró furibundo.

—Si te refieres a haber destruido uno de los grandes palacios del mundo y una de las grandes ciudades del mundo, no. Eso lo hicieron necios mayores que tú. Pero por tu culpa he perdido las gafas.

—Lo siento —dijo Henrietta—. Sólo quería hablar con usted. Podríamos volver a por ellas al otro lado.

—No lo creo —respondió el hombre, pero se dio media vuelta y empezó a desandar lo andado—. Y además me arrancaste el zapato.

—Bueno, es que estaba intentando huir.

Cuando el hombre llegó donde estaba la niña, se detuvo y la miró de arriba abajo.

—Me llamo Henrietta —le dijo ella.

—Lo sé.

El hombre caminó de vuelta a la puertecita de la que habían salido, que estaba encajada en un gigantesco mueble con estantes, cajones y puertas. El hombrecillo se deslizó dentro de él, dejando las piernas fuera. Un instante después volvió a salir.

—El destino no nos trata con cortesía —dijo—. El acceso a tu mundo se ha cerrado, así que aquí estamos. Te aconsejo que te sientes dentro de ese armario, que no salgas de él ni un segundo y esperes a que se abra, aunque lo más probable es que tarde un año en hacerlo. Yo me voy: he de averiguar si aún tengo un hogar.

Se inclinó para quitarse el zapato solitario del pie desprovisto de calcetín y lo metió en el bolsillo de su chaqueta. Ya descalzo, se dio la vuelta para alejarse.

—¿Quiere decir que estoy aquí atrapada? —preguntó Henrietta—. Espere. No se vaya. Quiero hablar con usted.

El hombre se volvió hacia ella.

—¿Vas a tirarme de las piernas?

—¿Usted va a pegarme una patada? —replicó ella.

—¿De qué quieres hablar?

—¿Sabe cómo funcionan las puertas?

El hombre se encogió de hombros.

—¿Para qué necesitas saberlo? Investiga un poco a ver qué pasa. Le vendrá bien a todo el mundo.

Henrietta inspiró profundamente, esforzándose por no enfadarse.

—Al menos podría decirme cómo volver, para cuando me haga falta.

—No podrás regresar a menos que quien esté girando las brújulas se dé cuenta de que has desaparecido y sea capaz de determinar hacia dónde apuntaban cuando te metiste en la puerta del cuarto de tu abuelo siguiendo mis piernas. No hay nada que puedas hacer, salvo pasarte el día metida en ese armario, esperando. Yo me he pasado semanas haciendo eso mismo en lugares mucho más desagradables… y los últimos días también, gracias a vuestra intromisión. Cuando se abra, no lo hará durante mucho tiempo, así que tendrás que estar atenta. Y ten cuidado de meter rápidamente en el acceso los brazos y las piernas. Bueno, ya no quiero entretenerte más, así que adiós.

Henrietta lo agarró de la chaqueta y tiró de él hacia atrás. El anciano frunció sus pobladas cejas, incrédulo, y resopló antes de hablar, lanzando al aire partículas de saliva.

—Nunca me había topado con una niña pequeña tan propensa a agarrar a un anciano. Y ahora, niña pequeña, suéltame.

—Soy tan alta como usted —espetó Henrietta.

La cara del hombre se puso roja y sus orejas púrpura. Dio un paso hacia Henrietta, mirándola fijamente a los ojos. La niña soltó la chaqueta.

—¿Y no podría decirme al menos qué ha pasado con todo lo que había aquí? —le preguntó—. ¿Qué lugar es éste? ¿Dónde ha ido todo el mundo?

El hombre puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza.

—¿No lo sabe? —inquirió Henrietta.

—Por supuesto que lo sé. Fue hace una eternidad, pero si vuelves a subirte a ese mueble podrás verme bailando… aunque esa noche sobre todo comí salchichas —se volvió y señaló el extremo más alejado del salón vacío—. Allí. No me reconocerías. Era un Adonis.

—¿Un Adonis?

—Apolíneo. Guapo. Extremadamente atractivo.

Henrietta se rió.

—¿Qué pasó?

—Las estrellas cayeron del cielo, la luna se apagó, la tierra tembló… como quieras decirlo. Todo acabó para FitzFaeren en una noche. Pero este mueble aún lo recuerda. La madera recuerda la mayoría de las cosas.

Henrietta giró la cabeza y alzó la vista hacia el armario.

—¿Dónde fue toda la gente?

—Bueno, la mayoría murió —dijo el hombrecillo—. Yo viajé y me convertí en bibliotecario.

—¿Y por qué estaba en la habitación de mi abuelo? ¿Qué estaba haciendo allí? Mi primo lo vio, ¿no?

—¡Tu primo! ¿Ese chico debilucho? Sí, sus ojos pueden ver… Pero ya me has hecho bastantes preguntas. El sol se está poniendo y quiero estar lejos de aquí antes de que la luz se vaya. En la oscuridad, este lugar que una vez estuvo lleno de vida, intenta revivir sus recuerdos. Lo he visto intentarlo antes y no quiero verlo de nuevo.

—¿Quiere decir que está embrujado? —preguntó Henrietta—. Si está embrujado no quiero quedarme.

El hombre se rió.

—Si quieres volver a ver tu hogar, tendrás que quedarte y esperar. ¿Tienes la segunda visión?

Henrietta sacudió la cabeza.

—No sé a qué se refiere.

—En ese caso puede que para ti no sea tan malo.

El hombrecillo empezó a abrir y cerrar las puertas más grandes del mueble hasta encontrar la que buscaba: una de las de abajo.

—¿Qué está haciendo? —le preguntó Henrietta.

—Marcharme.

—¿Cómo? ¿Ese cajón también es una puerta mágica?

El hombre se rió y se introdujo dentro del cajón, haciéndose un ovillo para poder caber en él.

—Esto es un montaplatos. Desde el centro del salón he visto algunos daños que han ocurrido desde mi última visita, como por ejemplo que las escaleras se hayan venido abajo. Y ahora, adiós a ti y a tus preguntas.

Henrietta lo vio agarrar una cuerda pequeña y no muy gruesa del rincón de la parte trasera del cajón y, acompañado del agudo chirrido de las viejas poleas, el hombrecillo descendió, desapareciendo de su vista. Henrietta se inclinó dentro del cajón para verlo marcharse, pero sin luz no se veía nada.

—¡No me ha dicho su nombre! —gritó por el hueco, mirando hacia abajo.

—¡Ay! ¡No grites! Hay muy buena acústica aquí dentro.

—¿Cómo se llama?

—Pregúntale esta noche a los espíritus —respondió la voz del hombrecillo a través del hueco. Casi había llegado abajo.

Henrietta metió la mano en el cajón y sujetó las dos pequeñas cuerdas chirriantes para detener su descenso. La fricción le quemó la mano, pero consiguió que las cuerdas dejaran de moverse. Se oyó la voz enfadada del hombre.

—¡Niña horrenda! ¡Suelta esas cuerdas enseguida!

—Dígame su nombre.

Oyó al hombre suspirar.

—Eli —respondió.

—¿Eli qué?

—Eli FitzFaeren.

—¿Por qué estaba en la habitación de mi abuelo?

—Estaba viviendo allí.

—¿Por qué?

—Porque era mi amigo. Y un necio, como lo fue su padre antes que él y como lo son todos sus descendientes. Y ahora suelta la cuerda antes de que te eche una maldición.

—¿Qué fue lo que pasó aquí? —inquirió Henrietta—. ¿Cómo murió todo el mundo?

De pronto la cuerda se tornó naranja, empezó a brillar y se puso muy caliente. Henrietta aulló y se llevó la mano a la boca. La polea chirrió cuando la cuerda rodó por ella a trompicones. El grito de Eli reverberó en el hueco mientras caía. En alguna parte del interior del cajón, la polea se desgajó con un crujido de la madera y Henrietta la vio caer. El estrépito provocado por el montaplatos al chocar contra el fondo hizo que el salón retumbara. Cuando por fin se hizo el silencio, Henrietta volvió a meter la cabeza en el hueco y oyó gemidos.

—¿Está bien? —preguntó, y los gemidos se tornaron en improperios.

—¡Tú! —gritó finalmente el hombrecillo—. ¡Eres peor que tu abuelo! —dijo, mientras farfullaba.

—Me alegro de haberle conocido —dijo Henrietta.

El eco de la risa del hombrecillo resonó en el salón.

—Imagino que no lo dirás de verdad. Que disfrutes de la velada en el Salón Menor de FitzFaeren. Disfrútala, pero no comas nada, ¡y sobre todo no dejes que nada te coma a ti!

Henrietta lo escuchó marcharse. Cuando sus pisadas y sus murmullos se hubieron disipado, se puso de pie, mordiéndose el labio, y se dio la vuelta para explorar el salón.

* * *

Sentados en la cama de Henry, Richard y Blake paseaban la mirada por su cuarto en el ático.

—¿Vives aquí? —le preguntó Richard—. Está muy sucio.

—A mí tampoco me gustó tu habitación —masculló Henry.

Estaba consultando el diario del abuelo y de vez en cuando alzaba la vista para mirar las brújulas.

—No sé, la verdad es que no hay más combinaciones próximas a ésa. —Escogió una, la marcó con las brújulas y se sentó junto a Richard—. Ésta es la última; si no está ahí, despertaré al tío Frank.

Richard se encogió de hombros.

—Bien —dijo—. Así podremos preguntarle a tu tío si puedo quedarme.

—Vamos —dijo Henry, y los dos bajaron a hurtadillas una última vez.

Cuando estuvieron en la habitación del abuelo, Henry se sentó en el suelo y se quedó mirando la puertecita. Estaba cansado y nervioso y, por ambas razones, estaba bostezando otra vez. Podía morir en uno de esos mundos. No debería estar haciendo aquello. Henrietta podía morir también; debería despertar al tío Frank.

—Lo haré —dijo en voz alta—. Después de éste. Si no muero; si no morimos.

—¿Qué? —preguntó Richard.

Henry no contestó; ya estaba arrastrándose por la puerta. Richard lo observaba.

* * *

Tendido en la cama, Frank le dijo a Dotty que no se preocupara por los golpes ni por los traspiés en las escaleras. Sí, sabía que Henry estaba levantado, y probablemente también las chicas.

—El chico es como el césped amarillento —dijo—. Es como cuando dejas una tabla en el jardín. Si la levantas al cabo de un par de semanas, o de días, te encuentras que el césped bajo ella se ha puesto amarillo. Por la falta de sol. Henry lleva debajo de una tabla más de un par de días.

—Y parece que las chicas también están levantadas —dijo Dotty—. No van a dormir nada.

—Ya recuperarán el sueño —dijo Frank, y se quedó dormido.

No se despertó porque escuchara ningún ruido. Simplemente se sentía un poco raro. No había salido el sol, pero estaba amaneciendo y había algo de claridad en el cielo. Dotty dormía junto a él.

Frank se levantó de la cama y salió bostezando al pasillo. Puso la mano en el pomo de la puerta del baño y se paró en seco. Había luz en el pasillo; salía de la habitación del abuelo. La puerta estaba entreabierta. Frank se quedó allí parado, mirándola. No podía creerlo. Fue hacia ella, extendió la mano y tiró de la puerta, que se abrió con facilidad. Las cortinas estaban descorridas y la habitación iluminada. Había flores en un jarrón, y algunas cosas en el suelo, pero Frank no se fijó en eso, sino en la cama. Sobre ella había un chico flacucho, con los pantalones subidos hasta las costillas, durmiendo a pierna suelta. Se había quitado unas pequeñas y extrañas botas, y tenía los pies descalzos. También tenía unos labios enormes y agrietados. Frank fue hasta la cama y examinó el rostro del escuálido durmiente. Tosió, y los ojos del chico se abrieron de golpe.

—Henry se fue por aquella puerta —dijo Richard, señalándola—. Yo esta vez preferí no acompañarlo. ¿Les causaría alguna molestia que me quedara?