Capítulo 11

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Henry tenía los ojos cerrados, y estaba seguro de que al abrirlos se encontraría en un lugar distinto. Sin embargo lo que pasó fue que se dio de bruces contra el fondo de la puerta, salió de ella retorciéndose y se sentó en el suelo, confuso y frotándose la cabeza. Era muy tarde, estaba en la habitación del abuelo y Henrietta había desaparecido. Henry examinó el zapato y las gafas de montura dorada rotas. No se sentía el mismo Henry de hacía dos semanas. El Henry que estaba sentado en el cuarto del abuelo no intentó convencerse ni una sola vez de que Henrietta probablemente estuviera abajo, en la cocina, o en el baño. Sabía que su prima había pasado a través del hueco de la puerta y pensaba que alguien, alguien a quién Henry quizás ya había visto antes, había ido con ella. O se la había llevado.

Henry estaba preocupado y sentía como si su corazón estuviera intentando echar a volar en su pecho. Le preocupaba no ser capaz de averiguar cómo encontrar a Henrietta antes de que resultase herida, o no poder traerla de regreso antes de que sus padres se despertaran.

Volvió a ponerse a gatas y entró a tientas por la puerta en el interior del armario. Dentro sólo había un olor extraño y el duro fondo contra el que Henry se había golpeado antes. Henry salió y empezó a tirar de los libros de las estanterías que había alrededor de la puertecita con la esperanza de que alguno de ellos accionara un mecanismo de apertura. Sin embargo, ninguno de ellos lo hizo. También empujó todos los trozos de madera que tenían un aspecto sospechoso, pero siguió sin pasar nada.

Henry fue hasta la puerta. No quería salir de la habitación, pero tenía que encontrar el diario que Henrietta había estado leyendo. Subió a su cuarto lo más sigilosamente que pudo. Una vez allí movió el viejo diario de sitio, rebuscó entre los pliegues de la manta, apartó a un lado los posters y se agachó para mirar debajo de la cama. Allí estaba el diario, abierto boca abajo y con algunas páginas dobladas. Lo sacó de debajo de la cama sin mirarlo siquiera y volvió a la habitación del abuelo a toda prisa. Se sentó en el suelo, junto a la puerta del armario, y miró la primera página. Al principio le costó entender la letra pero, tras leer con dificultad unas líneas, consiguió hacerse a ella. Le dio una ojeada, leyéndolo lo más deprisa que pudo.

A Frank y Dorothy:

He escrito en este diario todo lo que sé sobre las puertas. En el otro hay algunas cosas útiles que no repetiré aquí para ahorrar tiempo. Ya que quería acabar esto antes de morir, aunque es posible que no lo consiga. Si por los médicos fuera, me enterrarían ya mismo, y mi cuerpo parece estar de acuerdo, porque ya se está reduciendo a polvo.

En este diario también pretendo ser tan sincero con vosotros como embustero he sido en vida, aunque esta sinceridad sin duda empañará el recuerdo que tengáis de mí.

Las puertas fueron originalmente reunidas por mi padre, que dedico a ello toda su vida. Yo, después de poner, no sin esfuerzo, sus apuntes en orden, he agrupado en este diario las historias que se esconden detrás de cada una de sus adquisiciones y la explicación de por qué mi padre escogió este lugar para construir su casa.

La función de las puertas varía enormemente, dependiendo del veteado de la madera, de sus orígenes, etc. A través de algunas puertas se filtra la luz, otras dejan pasar el sonido y otras permanecen tan oscuras y silenciosas como tumbas.

Por supuesto la casa fue diseñada de acuerdo a sus estudios y estaba destinada, por muchas razones, a culminar en las puertas. Hay cosas que no descubrió hasta mucho después y hay cosas que habría cambiado, como la localización de la entrada principal (a pesar de que nunca logró hacer funcionar otra en la misma pared, ni en la misma planta), aunque nunca tuvo el empuje para acometer un segundo diseño de la casa. Yo he reestructurado y reconstruido la casa hasta donde me ha sido posible, y he abierto la última de las puertas.

Voy a tratar de explicaros la naturaleza y el funcionamiento de las puertas ahora. No hago esto porque crea recomendable que accedáis a los lugares a los que llevan las puertas, sino porque mi padre corrió grandes riesgos y sufrió daños que le ocasionaron secuelas de por vida a causa de los experimentos, estudios, y exploraciones que llevó a cabo. Yo tuve que pasar por el mismo proceso que él había pasado y llevar a cabo los mismos descubrimientos…, aunque, gracias a una meticulosa lectura de sus notas, logré evitar mucho sufrimiento. Y aunque en absoluto recomendaría tratar de explorar las puertas, tampoco puedo deciros que no lo hagáis sin caer en la hipocresía, algo que quizá o sorprenda oír, ya que la hipocresía era, a veces, algo natural en mi.

Según tengo entendido, las puertas no pueden permanecer ocultas de forma permanente. Dudo mucho que las hayáis olvidado, pues las intensas experiencias que vivisteis de niños no se pueden tachar con facilidad de las páginas de la mente. Cuando descubráis las puertas de nuevo, sentiréis la necesidad de explorarlas. Si escribo esto es para que, en la medida de lo posible, podáis evitar sufrir los daños que acarrean estas empresas, pero sobre todo para que evitéis los errores que cometimos mi padre y yo.

Henry pasó a la página siguiente, le dio un vistazo rápido y luego, impaciente, pasó las páginas hasta la mitad del diario y empezó a leer de nuevo.

No soy capaz de explicar lo y, aunque él fue ante todo un matemático, nunca logró inventar una fórmula precisa para determinar la relación del paso del tiempo en cada una de las puertas con el paso del tiempo en nuestro mundo. Sus diarios están plagados de intentos frustrados por explicar este curioso fenómeno. Descubrió que el tiempo transcurría en cada una de ellas a distinta velocidad, con ritmos variables y aparentemente inconsistentes.

Este descubrimiento puede explicar las náuseas que mi Padre experimentaba, o eso pensaba él. Yo, por mi parte, desde muy pronto escogí sólo una para pasar al otro lado, por lo que apenas experimenté la inestabilidad temporal que él sufrió. Y, por supuesto, después de mi primera experiencia, nunca volví a viajar sin la cuerda, que permanece enrollada debajo de la cama. La cuerda no les es necesaria los seres mágicos, pero fue fabricada «En otro mundo» y reconforta el ánimo del viajero debilitado.

Henry se levantó y fue hasta la cama. Debajo de ella había un rollo de cuerda marrón con un extremo atado a una pata de la cama. Se sentó en el borde de ésta, pasó las páginas hasta el final del diario, y encontró la página que Henrietta le había mostrado: una lista de las puertas y, junto a cada nombre, la correspondiente combinación de las brújulas. Retrocedió un par de páginas.

También descubrí que muchas de esas combinaciones no llevan a ninguna parte. Lo harían si se encontrasen puertas adicionales y se alinearán, pero en este momento no es así. Cuando las brújulas marcan cualquiera de estas combinaciones «Vacías», el fondo de la puerta principal es impenetrable. Es imposible pasar a través de ella, pues termina en nuestro espacio. La ventaja de esto era que en esta situación, tampoco se podía cruzar la puerta desde el otro lado. Con las combinaciones vacías no podía ir a ninguna parte, pero al menos al despertarme no me encontraría compartiendo habitación con un noble puerco, como me ocurrió en dos ocasiones.

Antes de mantener las brújulas fijas en la combinación del que se convertiría en mi segundo hogar, jamás me iba a dormir sin primero haber marcado una combinación vacía para que el fondo de la puerta se cerrase. Esta medida no impedía que entrarán cosas por las puertas del ático, pero se trataba de cosas muy pequeñas, aunque lo bastante fuertes como para empujar las puertas desde dentro (la más chocante de estas variantes fue el niño Henry).

Henry tosió y volvió a leer el último renglón. Allí estaba él, un simple comentario entre paréntesis añadido a la ligera. Sus ojos planearon sobre las palabras y se apresuraron a seguir leyendo, con la esperanza de que el diario dijera algo más de él.

Aun cuando hube fijado la combinación con escayola de modo permanente, seguía atrancando la puerta si no la usaba. He copiado todas las combinaciones de las puertas en las páginas siguientes. Cuando se marca una de estas combinaciones, la puerta de mi habitación no tiene fondo. Ni el fondo ni la pared en la que se apoya la puerta desaparecen, sino que la puerta se funde con el lugar al que lleva, separándose de la pared.

Henry se quedó sentado, muy quieto. El diario no daba respuesta a las preguntas que lo atormentaban, pero había descubierto el mecanismo de las puertas. No sabía cómo funcionaba, ni por qué funcionaba, pero estaba seguro de que funcionaría.

Era muy tarde. Quería leer los dos diarios enteros para averiguar exactamente quién era y de dónde venía, pero Henrietta había desaparecido. No tenía tiempo. Sabía qué debía hacen subiría a su cuarto y trataría de adivinar por qué puerta había entrado Henrietta. Cuando lo supiese, tendría que ir al dormitorio del abuelo y adentrarse a gatas por el hueco de la puerta. Puede que, sin saberlo estuviera gateando de vuelta a casa. O podría estar gateando a un lugar peor que Endor.

Al abandonar la habitación del abuelo se sintió extraño. No cerró la puerta porque Henrietta aún tenía la llave y tampoco apagó la luz porque no quería tener que entrar en la habitación a oscuras. Cuando llegó al ático se sentó en su cama y se quedó mirando las brújulas. Si había comprendido correctamente lo que decía el diario, la combinación que marcara determinaría a qué lugar iría cuando entrase a gatas por la puerta del piso de abajo.

Henrietta había girado una de las brújulas antes de que se escucharan los golpes en el piso de abajo, así que la combinación que había marcado debía haber permitido que algo entrara, Henrietta había bajado a apagar la luz y a cerrar la puerta de la habitación del abuelo y, fuera lo que fuera lo que había entrado, debía habérsela llevado a través de la puerta.

—O ella se fue detrás —masculló en voz alta.

Luego, después de que ella hubiera ido al piso de abajo, él había estado girando las brújulas mientras la esperaba. Por eso el fondo de la puerta se había cerrado. La barbilla de Henry se deslizó hacia su pecho y el chico notó cómo se le tensaba la mandíbula. Se le escapó un bostezo, un bostezo largo que se difuminó en el aire, y los ojos le lagrimearon un poco, amenazando con cerrarse. No estaba cansado y, desde luego, no estaba aburrido. Estaba más nervioso de lo que lo había estado en su vida, Bostezó de nuevo, Inspiró varias veces, despacio y profundamente, pero no consiguió calmarse. La boca se le abría en un bostezo constante, tenía las manos frías y notaba un cosquilleo en la espalda. Al menos el pánico no se había apoderado de él ni había vomitado… todavía.

Se puso de pie para mirar las brújulas y rogó para que la combinación de la puerta por la que había entrado Henrietta no fuera muy distinta de la combinación que marcaban las brújulas en ese momento. Miró las extrañas figuras que rodeaban ambas y luego dirigió la mirada al diario del abuelo. Encontró una combinación para la que sólo tenía que mover la brújula de la izquierda cuatro figuras y dos la de la derecha. Miró el número de la puerta y la encontró en la pared. Era una puerta marrón muy normal. En la etiqueta que habían pegado por la tarde se leía «Tempore».

Antes de marcar la combinación, Henry se aseguró de que llevaba consigo la navaja. Sacó su mochila de debajo de la cama y metió en ella los dos diarios del abuelo. Se la colgó a los hombros y se volvió hacia la pared. Una vez preparado, inspiró profundamente y giró las brújulas.

* * *

Ya en la habitación del abuelo, Henry cerró la puerta de entrada casi del todo y se quedó mirando la de la pared, aún abierta. Fue hasta la cama y dedujo que debía tomar el cabo suelto de la cuerda atada a la pata y dejar el otro bien amarrado.

Apagó la luz y se quedó allí de pie un momento, en la oscuridad. Cuando sus ojos se acostumbraron a la falta de luz, se arrodilló frente a la pequeña puerta. Tenía la navaja en una mano y la cuerda en la otra. No cabía muy bien con la mochila puesta, pero se tumbó boca abajo y entró por ella arrastrándose. Sintió que un tic-tac muy fuerte lo envolvía y percibió un olor a leña quemándose.

A medida que Henry se adentraba en la puerta, el sonido del reloj se intensificaba. Ahora podía ver una habitación, pero su visión se entorpecía por el reflejo que proyectaba un fuego sobre una superficie transparente frente a él. Estaba tras un cristal. Lo empujó y notó que se doblaba hacia fuera. Intentó girarse y mirar hacia arriba, pero estaba demasiado encogido en aquel estrecho espacio como para darse la vuelta, así que levantó la cabeza. El techo del hueco por el que se había metido ya no estaba. Apoyó la frente en el cristal y trató de encoger las piernas. Logró separarlas un poco, levantó más la cabeza e intentó incorporarse. El tic-tac se oía ahora muy cerca, aunque no le estaba prestando demasiada atención.

Henry se golpeó la cabeza con algo pesado al tiempo que sentía cómo otro objeto le rozaba la nuca. Henry aulló de dolor y trató de tumbarse de nuevo, pero sólo logró golpearse la cabeza otra vez. El estrecho espacio se llenó de ruido; un repiqueteo metálico y varios «dongs» provocados por el vaivén de unas pesas de reloj sobre su cabeza.

Estoy dentro de un reloj, pensó Henry. En la habitación que había al otro lado del cristal, algo había aparecido de repente frente al fuego y se estaba moviendo. Henry se quedó paralizado. Iba hacia él. Oyó una voz al otro lado del cristal, una voz de chico.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.

—Eh… —dijo Henry, intentando cambiar de postura para alternar el peso de su cuerpo.

—¿Por qué tienes la cabeza dentro del reloj?

Henry gruñó.

—Me he quedado atascado.

—¿Y dónde está el resto de tu cuerpo?

—También está atascado.

El chico se rió.

—¿Pero cómo has llegado ahí dentro? ¿Cómo puedes caber ahí?

—No quepo.

Henry oyó un clic. El cristal contra el que tenía apretada la cara se movió y su cabeza cayó hacia delante. Se incorporó un poco, ayudándose con los codos, y salió del reloj arrastrándose. Alzó la vista hacia el chico que lo había liberado; era pálido y muy flaco. Lo primero en lo que se fijó fue en sus gruesos labios, y luego en que llevaba los pantalones subidos hasta las costillas. Las perneras sólo le llegaban a la mitad de las espinillas.

—Tienes suerte, siempre dejan la llave puesta —dijo el chico—. Si no, te habrías quedado encerrado. ¿Cómo has llegado ahí?

Henry giró la cabeza hacia el reloj. Era un reloj de pie, grande, aunque no demasiado. El péndulo parecía haberse olvidado de la tremenda colleja que había propinado a Henry y seguía balanceándose acompasadamente como si tal cosa. Las pesas, en cambio, todavía bailaban, chocándose entre sí.

—Entré por el otro lado —respondió Henry.

—¿Hay una habitación secreta?

—La verdad es que no sé cómo funciona.

—¿Hay un túnel?

—No. La parte trasera del reloj conecta con otro sitio; eso es todo.

—¿Es mágico?

Henry estaba estudiando la sala y no le estaba prestando atención. La chimenea era amplia, de piedra lisa, y frente a ella había un mullido sofá bajo de cuero y varios sillones a juego. Parecía que en una de las paredes había una inmensa ventana, pero Henry no podía asegurarlo porque estaba cubierta por pesados cortinajes de color púrpura.

—¿Es de noche? —inquirió Henry, incorporándose para quedarse sentado en el suelo.

—No —dijo el chico—. Sólo es invierno.

—¿Qué quieres decir?

—No me está permitido abrir las cortinas. Se supone que mantienen el calor en la habitación. Llevo aquí metido todo el día. Por lo general no me dejan salir.

—¿Quién no te deja?

—Bueno, principalmente Annabee. Ella es quien me trae la comida la mayoría de las veces. Pero haré que la echen cuando crezca.

—¿Ha entrado una chica por aquí? —le preguntó Henry, aunque ya sabía cuál sería la respuesta.

—¿A través del reloj?

—Sí.

—¿Hoy?

—Sí.

—Bueno, daría igual que hubieras dicho ayer, porque que yo sepa eres el primero que ha entrado aquí a través del reloj.

Henry chasqueó la lengua y miró a su alrededor.

—Apuesto a que mi abuelo sí.

—¿Era un hechicero?

—No. No sé qué era. En su diario llama Tempore a este lugar.

—Nosotros lo llamamos Hutchins.

Henry miró al chico.

—Ahora tengo que irme. He de encontrar a mi prima. No sé dónde ha ido.

—¿Crees que podría entrar por el reloj?

Henry miró la pequeña caja del reloj.

—No lo creo. En fin, tengo que irme.

Dio un paso atrás, hacia el reloj, y echó una ojeada por dentro. La cuerda colgaba en el fondo.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el chico.

Henry no se dio la vuelta para responderle.

—Henry —dijo.

—Yo me llamo Richard. ¿Cómo te apellidas?

Henry se quedó pensándolo un momento.

—York —contestó.

—¿Henry York? ¿Tu padre es el almirante?

—No —respondió Henry—. No sé quién es mi padre.

—Vaya… —Richard dio un paso, colocándose a su lado—. El mío murió. Por eso los demás tienen que cuidar de mí.

—Lo siento.

—Y mi madre me ha dejado. —El chico se inclinó y miró dentro del reloj—. Mi apellido es Leeds, pero voy a cambiármelo.

—Lo siento —dijo Henry de nuevo—, pero de verdad que tengo que irme.

—De acuerdo.

Henry se puso a gatas y entró de nuevo en el reloj. Se sorprendió al ver que ahora sí tenía fondo. Henry lo empujó con la cabeza, pero no consiguió moverlo. Retrocedió un momento e inspiró profundamente para no dejarse llevar por el pánico. Tras un breve instante, Richard observó cómo Henry avanzaba con los ojos cerrados a través del reloj, guiado por la cuerda que sostenía con la mano izquierda. A ojos de Richard, Henry avanzaba a gatas a través de un panel de madera sólida.

Los hombros del niño desaparecieron a través del reloj, pero la mochila se enganchó con algo. Las piernas de Henry se estiraron, pegándose todo lo que pudieron al suelo y, al poco la mochila desapareció, seguida de las piernas y los pies de Henry. Por último, la cuerda se desvaneció también.

* * *

Henry subió corriendo las escaleras del ático, sin preocuparse ya por intentar amortiguar los crujidos y quejidos de los viejos escalones. Sacó el diario de su mochila y se dejó caer en la cama frente a la puerta con las brújulas.

—Ahora más deprisa —se siseó a sí mismo, pasando las hojas para ir al final del diario, buscando las combinaciones.

Cuando las encontró, leyó la lista rápidamente y alzó la vista hacia las brújulas. La combinación más próxima a la que estaba marcada pertenecía a otra puerta pequeña, aunque de madera más oscura que la de Tempore. En la etiqueta, escrito con la letra de Henrietta, se leía «Carnaso». Henry marcó la combinación con las brújulas y volvió a la habitación del abuelo a toda prisa, con la mochila y la navaja en la mano. Se cuidó mucho de no cerrar la puerta del todo; no quería quedarse encerrado.

—Tenías que llevarte la llave, ¿verdad, Henrietta? —El pánico estaba llamando a las puertas de la mente de Henry, que trataba de repelerlo con todas sus fuerzas—. Y después de robarla de mi cajón, además. Los cajones de los calcetines no son de propiedad pública.

Estaba nervioso de nuevo y resoplaba. Henry fue derecho al hueco de la pared, agarró el extremo de la cuerda sin darse cuenta de que la puerta, que había dejado cerrada antes de subir al ático, estaba abierta de nuevo, y entró a gatas por ella.

No sabía con qué se encontraría al otro lado, así que avanzó alargando el cuello, a la espera de que algo se manifestara. Ése algo resultó ser un suelo de piedra, que notó frío bajo sus manos. Las paredes a ambos lados del estrecho espacio eran también de piedra y estaban unidas por un arco del que colgaba una pesada cortina negra. Henry se puso de rodillas y miró a su alrededor. Aquel espacio tenía aproximadamente el tamaño de un ropero. Las paredes estaban separadas entre sí poco más de un metro y la cortina se encontraba a unos dos metros del fondo. El espacio estaba iluminado únicamente por la luz que se filtraba por encima y por debajo de la cortina. Era una luz fría y blanquecina, aunque bastante brillante. Henry se puso de pie, se acercó a la cortina e intentó ver que se ocultaba tras ella. Estaba sujeta a la pared de piedra por ambos extremos, así que enganchó uno con un dedo y la retiró lo justo para poder mirar con un ojo.

Vio la luna y, en un primer momento, fue lo único que vio. Su ancha cara blanca ocupaba una ventana entera en lo alto de una pared. Henry no sabía que aquella ventana, que era más bien un tragaluz, había sido construida específicamente para que la luz de la luna se proyectara, un día al año y en mitad de la noche, sobre la oscura cortina frente a él. Y no se dio cuenta, al menos por un momento, de que la luna prácticamente sólo iluminaba la cortina negra. La retiró aún más y paseó la mirada por la habitación.

De repente, el sonido de un enorme gong rebotó en la sala, haciendo vibrar sus huesos. Sintió que algo lo empujaba por la espalda. Henry dio un respingo, tropezó con sus propios pies, giró aparatosamente y cayó al otro lado de la cortina, de bruces en el suelo. Se le había caído la navaja.

—Este camino —dijo la voz de un anciano— llevaba cerrado muchos años.

El eco del gong todavía no se había disipado. Henry no dijo nada. No se puso de pie. Miró a su alrededor, buscando el origen de la voz al tiempo que tanteaba el suelo de piedra con las manos buscando su navaja.

—Nómbrate —le dijo la voz.

Henry siguió sin responder. Su mano encontró el mango de la navaja y se cerró sobre él. Se levantó, volviéndose al lugar de donde intuía que provenía la voz, sin dejar de apretar con fuerza su pequeña arma.

—Nómbrate —repitió la voz.

Esa vez, Henry contestó.

—No puedo —dijo.

El anciano rió y dijo algo que Henry no comprendió. Aquellos sonidos hicieron que la sangre volviera a correrle por las venas y que se le encendieran las mejillas.

De pronto la habitación pareció despertar a su alrededor. En las paredes se encendieron antorchas y pequeños cuencos con aceite. Henry parpadeó. La habitación tenía forma de óvalo. En un extremo, unas escaleras descendían hacia un pasillo. En el otro se alzaba un estrado de piedra negra pulida. Era cuadrado, de líneas duras y sin curvas. Sobre él, tallada en el mismo tipo de piedra, había una silla de bordes rectos, con brazos pero sin respaldo. Sobre ella descansaba una pila de tela arrugada.

De las paredes colgaban cortinas negras sujetas a arcos como el que Henry había atravesado y entre ellos había pequeñas columnas, parecidas a las que se usan para colocar helechos falsos, que sostenían los cuencos con aceite, ahora encendidos.

—Si te gusta jugar con las palabras —dijo la voz—, dime entonces qué nombre te dieron otros.

—York —respondió Henry.

—Éste no es lugar para mentiras.

La pila de tela sobre el estrado tomó la forma de una figura que creció, se irguió y se inclinó hacia delante. Un anciano envuelto en una túnica negra se quedó mirando a Henry. De su mentón pendía una larga barba blanca que ocultaba un cuello recio. Llevaba el cabello recogido, muy tirante y pegado al cráneo. A excepción de la cabeza, era un hombre pequeño, y sus ojos estaban fijos en el rostro de Henry.

—Tu nombre no es York —dijo en un tono suave.

Henry movió los pies, incómodo.

—Mi padre se llama Phillip Louis York —dijo.

—Tu padre nunca se llamó York. Lo sé porque estuvo aquí antes que tú. Jamás vino nadie sin ser invitado.

El hombre sostenía un cayado de madera lisa en su mano izquierda. La derecha colgaba sobre el brazo de la silla y estaba metida en un cuenco. Levantó con ella algo blanco que se movía, sujetándolo entre los dedos. Luego se lo llevó a la boca y sonrió. Henry apretó los puños.

—¿Se ha llevado usted a mi prima? Estoy buscándola.

El anciano se rió.

—¿Acaso ha desaparecido? ¿O has desaparecido tú? ¿Vendrá ella a buscarte? ¿O será tu padre quien venga a por ti? ¿Cómo encontraste el camino hasta aquí?

—No sabía qué camino estaba tomando —dijo Henry—. Hay montones de ellos.

El hombre apuntó con su cayado en dirección a Henry.

—Tú no conoces todos esos caminos. Es imposible que los conozcas. Eres demasiado joven; te desplomarías bajo el peso de la magia.

—Sí que los conozco —dijo Henry, y tanteó en su memoria, intentando visualizar la lista de puertas del diario del abuelo—. Conozco el camino a Tempore; he estado allí esta noche. Conozco el camino a Mistra, a Badon Hill y a Bizantemo. Y también conozco el camino a Arizona. —El hombre se inclinó aún más hacia delante con los ojos entornados. Henry tiró de otros nombres de sitios, rogando que el extraño no notara la diferencia—. Y a Boston, a Florida, a Kansas, a Vermont, a México, a África y a Nueva York. —El hombre seguía mirándolo, la postura rígida y el rostro hierático—. Y conozco el camino a Endor —concluyó Henry, y de pronto percibió un ligero sobresalto en su rostro.

—¿Te enseñó tu padre esos nombres?

—Mi abuelo los dejó por escrito.

—Dime, ¿cómo se llama este lugar? No creo que haya muchos que sepan eso.

—Carnaso —respondió Henry.

El anciano se quedó quieto antes de volver a hablar.

—¿Dónde escribió esas cosas tu abuelo?

—En un libro que tengo —dijo Henry—. En casa —mintió.

—¿Y dónde está tu casa?

Henry no quería volver a decir Kansas.

—En Henry —respondió.

—¿Henry?

—Es un lugar llamado Henry.

—Así que has venido desde Henry hasta este lugar. ¿Y cuánto has tardado?

—No mucho. Y ahora debería irme. Todavía tengo que encontrar a mi prima.

El hombre se echó hacia atrás en el asiento, sacó otra cosa del cuenco y masticó despacio.

—No pensaba que fueras a venir. Creía que la puerta se había perdido y que no volvería a abrirse a pesar de lo que escribieron los antiguos. Pero ahora que has venido, no puedo dejar que te marches.

—Tengo que encontrar a mi prima.

—No está aquí.

Henry retrocedió hacia la cortina negra.

—Las puertas pueden cerrarse desde ambos lados —dijo el hombre—. No encontrarás abierta la puerta por la que has entrado.

Henry apartó la cortina para pasar, y se encontró con Richard, que parecía aterrado.

—Perdona que antes me chocara contigo —le susurró.

Henry no sabía qué decir. Había pensado regresar a la habitación del abuelo por donde había venido y subir corriendo a su cuarto para cambiar la combinación antes de que pudieran seguirlo, pero no podía dejar a Richard atrás. Bajó la vista al suelo y vio la cuerda.

—Regresa ahora mismo —le dijo, y cerró la cortina.

—¿Está cerrado el camino? —le preguntó el anciano—. Podrás marcharte cuando hayamos hablado un poco más de tu libro. No te entretendré mucho. No quiero que venga tu padre. —El hombre se rió—. Es extraño que yo no supiera de la existencia de todos sus hijos. Claro que haber tenido solamente seis le habría causado una profunda pena. Debería haber sabido que habría un séptimo.

—Soy hijo único —dijo Henry.

Sin embargo, ya no estaba seguro de nada; mucho menos después de lo que había leído. Oyó pisadas y miró hacia el pasillo. Dos hombres que portaban sendos cayados estaban subiendo los escalones. Henry inclinó su navaja para que se abriera y la sostuvo con firmeza, escondiéndola tras la pierna. Los hombres avanzaron hacia él con los brazos extendidos y comenzaron a entonar un cántico en voz baja.

Una sensación de pesadez se cernió sobre Henry como una brisa perezosa. Se acercaron más, cantando su extraño himno, y la sensación se intensificó, como si lo atravesara. Se detuvieron frente a él, y uno de ellos sacó de su túnica un largo cuchillo que agitó en el aire, farfullando algo. El otro alargó el brazo hacia Henry, pero éste sacó la pequeña navaja al frente con un movimiento brusco. Los hombres dieron un brinco hacia atrás y el tipo del cuchillo tropezó y se cayó. Henry golpeó al otro en la cabeza, aunque más con el puño que con la navaja. En un abrir y cerrar de ojos, se metió por debajo de la cortina y se alegró de ver que Richard se había ido. Se tiró al suelo de rodillas y avanzó arrastrándose lo más rápido que pudo, sujetando la cuerda con una mano, hacia el dormitorio del abuelo. Una vez allí, rodó sobre el suelo, tiró de la cuerda y cerró la puerta. Richard estaba de pie a su lado, boquiabierto.

—No hagas ningún ruido —le dijo Henry, y le dio la navaja—. Y no dejes que entre nadie. Volveré enseguida.

Salió de puntillas de la habitación y subió corriendo a su cuarto. Una vez hubo marcado con las brújulas una combinación vacía, regresó abajo, siempre de puntillas, lo más deprisa que pudo. Richard estaba esperándolo y parecía aterrado.

—Una mano abrió la puerta de un empujón y le pegué una patada —dijo señalando la puerta—. He vuelto a cerrar la puerta.

Henry se puso en cuclillas, abrió la puerta despacio y miró dentro. En el suelo, casi al fondo del hueco, yacía una mano, pero no había brazo.

—Dios mío —dijo Henry.

—¿Qué? —inquirió Richard, inclinándose para mirar.

Henry inspiró profundamente.

—Le he cortado la mano.

—¿Cómo?

—Ha debido ser cuando he bloqueado la entrada.

Richard lo miró.

—¿Y qué vas a hacer con ella?

Henry se quedó pensándolo un momento.

—Creo que deberíamos devolvérsela.

—Bueno, no ha sido culpa tuya.

—Lo sé —dijo Henry—, pero no quiero tener que ir a enterrarla en el jardín trasero ni nada por el estilo. A lo mejor pueden volver a ponérsela. Escucha, tú quédate aquí sentado y yo iré a desbloquear la entrada. Sólo la dejaré activa un segundo, así que en cuanto veas que desaparece el fondo de la puerta, empuja dentro la mano con tu pie, ¿de acuerdo? Será sólo un segundo, así que tendrás que hacerlo rápido.

—E-e-espera. ¿Estás seguro de esto? —tartamudeó Richard.

—Sí, prepárate.

Henry abandonó la habitación y subió al ático, haciendo crujir las viejas escaleras. Estaba seguro de que despertaría a alguien, pero en ese momento era lo que menos le preocupaba. Inspiró profundamente al colocarse frente a la pared llena de puertas y volvió a marcar con las brújulas la combinación de Carnaso. Contó hasta dos, volvió a girar las brújulas y regresó abajo. No había oído ningún grito, así que imaginó que debía haber funcionado.

—Ha sido asqueroso —dijo Richard.

—¿Pero ha funcionado?

—Sí, pero me has rebanado la punta de la bota.

Henry bajó la vista al delicado zapato de cuero de Richard. Justo en la punta había un corte trasversal, de menos de cinco milímetros, a la altura del dedo gordo. Alzó la vista hacia Richard.

—¿Por qué me has seguido? Tienes que volver.

—¿Por qué?

—Porque no puedes quedarte aquí.

—¿Por qué no?

—Pues —dijo Henry—, porque nadie sabe que sé cómo viajar a otros mundos y porque mi prima ha desaparecido y tengo que encontrarla esta noche. Podría estar en apuros y, aunque no lo esté, nosotros sí que nos meteremos en un lío.

—Te ayudaré a buscarla —propuso Richard, llevándose la mano a la boca para tirarse del labio inferior en un gesto nervioso.

Henry sacudió la cabeza.

—Tienes que volver.

—No veo por qué —dijo Richard, y fue a sentarse en la cama—. ¿Quién duerme aquí?

—Nadie te pidió que vinieras —le espetó Henry.

—Y a ti nadie te pidió que entraras en mi reloj. Podría haberte dejado allí dentro, ¿sabes? ¿Quién duerme aquí?

—Era la habitación de mi abuelo —contestó Henry cruzándose de brazos—. Está muerto. Ya no duerme nadie aquí.

—Pues entonces me quedaré aquí —dijo Richard con una sonrisa—. No tienes por qué contárselo a tus padres.

—Esta casa es de mis tíos.

—Bueno, sigues sin tener por qué contárselo.

—He dicho que no —insistió Henry.

Richard resopló.

—Bueno, al menos déjame ayudarte a buscar a tu prima —le dijo—. Volveré a mi lugar cuando acabe la noche.

Henry se quedó mirando la cara lechosa del chico.

—Nunca me dejan hacer nada —protestó Richard—. Pienso quedarme aunque me digas que no puedo.

Henry suspiró.

—Está bien —apuntó con un dedo de advertencia al escuálido chico—. Pero tendrás que hacer lo que yo diga.

—De acuerdo —respondió Richard, sonriente.

A Henry no le gustaban sus dientes.

—Está bien; sígueme entonces —dijo Henry—. Tenemos que subir y decidir cuál será el siguiente lugar donde iremos. No hagas ruido; están todos durmiendo.

Henry salió de la habitación y se dirigió a la escaleras sin mirar atrás. Oyó a Richard dar un ligero tropezón con la moqueta destrozada, pero no se detuvo. Una vez en su cuarto, sacó el diario de la mochila y buscó la combinación más próxima a la que estaba marcada. Cuando la encontró, casi se rió. Deseó poder encontrar a Henrietta allí y, de ser así, sabía que le costaría traerla de vuelta. Iba a llevar a Richard a Badon Hill.

Marcó la combinación y le dijo a Richard que no hiciera preguntas, que no tocara las puertas y que no hiciera tanto ruido con los pies. Richard hizo un gran esfuerzo para no hacer preguntas mientras esperaba de pie en aquel extraño dormitorio, pero se contentó con seguir a Henry escaleras abajo y observar en silencio cómo entraba a gatas por la puerta de la habitación del abuelo. Se portó muy bien, aunque se pegaba a Henry mucho más de lo que a éste le habría gustado y no hacía más que alargar la mano para asegurarse de que los pies de Henry continuaban en su sitio.

Cuando estaba llegando al fondo de la puerta, Henry sintió que estaba ascendiendo. Podía sentir la tierra bajo sus puños cerrados y también el tacto de la hierba. Arrastró la cuerda con él y salió por el hueco del árbol al aire libre. Miró a su alrededor, posando la vista en todo lo que le sonaba familiar.

El cielo era enorme y parecía estar más bajo que cualquier cielo que Henry hubiera visto hasta entonces. Volvió la vista hacia el árbol del que habían salido. El tronco era ancho y robusto, pero el hueco no parecía desde fuera lo bastante grande como para introducirse por él. Entonces vio asomar la cabeza de Richard, que parpadeó al salir del gran tronco, y se rió. Estaban de verdad en Badon Hill. El sol brillaba, sin deslumbrar, y la hierba mecida por la brisa acariciaba los costados de la alta piedra gris, ocultando los huesos que Henry había visto antes.

De pronto algo se elevó por los aires y se encaramó a la roca. Como estaba de cara al sol, Henry tuvo que entrecerrar los ojos para distinguir qué era.

—¡Blake! —exclamó, y se rió aún más—. Richard, mi prima está aquí; tiene que estarlo. ¡Vamos!

Richard seguía parpadeando, pero vio el gato y el cielo y la hierba y las copas de los enormes árboles, suavemente mecidos por el viento, y todo le pareció precioso. Henry era mayor que él, así que no quería llorar en su presencia, de modo que se levantó y cerró los ojos.

—Me gusta este sitio —dijo.

* * *

Henry estaba de pie sobre la piedra, sosteniendo a Blake en brazos. Richard intentó subirse también, pero no era capaz, así que Henry le tendió la mano y tiró de él para ayudarle. Desde allí, observaron los bosques que los rodeaban.

—La montaña es mucho más grande de lo que yo pensaba —dijo Henry—. Y hay un olor raro.

Blake saltó de sus brazos y se bajó de la roca.

—Es el mar —dijo Richard. Señaló una extensión azul parcialmente oculta por las copas de los árboles—. Lo he olido antes; una vez. Mira, allí se puede ver el agua. Estamos a mucha altura. ¿Esto es una isla?

—No lo sé —respondió Henry—. Pero deberíamos emprender la búsqueda. Henrietta nos lleva bastante ventaja.

Henry se bajó de la roca y casi tropezó con el gato. Blake permaneció a sus pies y se quedó mirándolo inexpresivo. Luego, echó a correr, aunque eso era mucho decir para Blake, hasta el hueco del árbol y desapareció dentro de él. Al ver que no lo seguía nadie, volvió a salir y se quedó mirando a Henry antes de regresar corriendo al hueco.

—El gato quiere volver —dijo Richard.

—Volveremos pronto, Blake, pero antes tenemos que encontrar a Henrietta.

Henry se dio media vuelta y empezó a descender por la pendiente hacia un viejo muro derruido, seguido de Richard. Blake los alcanzó, saltó sobre los escombros del muro y, arqueando el lomo, se puso a gruñir a Henry.

—Blake, para —lo reprendió Henry.

Apoyó la mano en el muro para saltarlo, pero la retiró rápidamente; estaba sangrando. Blake ahora estaba agazapado, en silencio, pero había dejado cuatro profundos arañazos en el dorso de la mano de Henry.

—¡Blake! —le gritó Henry—. ¡Muy bien!, ¡largo! Vete a casa o haz lo que quieras, pero tenemos que encontrar a Henrietta —dijo, y apretó la mano magullada contra sus labios.

Richard se movió nervioso al lado de Henry.

—A lo mejor no está aquí —dijo.

—Si el gato está aquí, ella está aquí —dijo Henry—. Así de fácil.

—¿Y no es posible que el gato nos haya seguido? —preguntó Richard.

Henry suspiró. No debía irritarse. Su frustración, sin embargo, se tornó en desolación. Tal vez Richard tuviese razón y, si la tenía, era posible que nunca encontrasen a Henrietta. Se volvió hacia Blake.

—Ojalá fueras un perro —dijo—. ¿Dónde está Henrietta? —silbó—. ¡Busca a Henrietta!

Blake parecía ofendido. Se bajó de un salto del muro con la cola gris levantada y comenzó a caminar de regreso al árbol. Henry inspiró, llenándose los pulmones con tanto aire de Badon como pudo, y se quedó escuchando el ruido de la brisa que revolvía y agitaba tantas hojas que era imposible contarlas. El aire soplaba con suavidad, pero el ruido que hacía al pasar entre las hojas era fuerte y constante, como de aguas fluyendo. Era agradable sentirlo en el rostro. Podía oler el musgo y la tierra blanda y la luz del sol. Y en los huesos sentía un cosquilleo como de… como de… no sabía de qué. ¿De magia? ¿De recuerdos? No podía mantener la mirada fija en un solo sitio. Sus ojos perseguían hasta el más mínimo indicio de movimiento, incluso los que apenas eran perceptibles. Sus ojos estaban intentando capturar el viento.

Aquí es donde quiero estar, pensó. ¿Por qué no puedes estar aquí, Henrietta? Seguro que estás en un lugar espantoso, se dijo. Se volvió y vio las escuálidas piernas de Richard pataleando mientras se adentraba en el hueco del árbol. Blake ya se había ido. Henry suspiró de nuevo y se dirigió también hacia el árbol, arrastrando los pies.