Capítulo 10

capitulo

Henry oyó pisadas en las escaleras del ático justo antes de que las puertas de su cuarto se abrieran con un ruido chirriante. Henrietta lo miraba con los ojos como platos y una sonrisa en los labios.

—¡Henry, lo he descubierto! —siseó todo lo alto que pudo—. He descubierto cómo abrir más puertas. Vaya, pero si Blake está aquí. No sabía que os cayerais bien.

Henry abrió la boca, pero Henrietta no esperó su respuesta para seguir hablando.

—¡Lo he averiguado todo! —dijo, dando brincos—. Bueno, o al menos he descubierto algo. Sabré más cuando siga leyendo.

—¿Has estado leyendo el diario del abuelo? —le preguntó Henry.

—No, he encontrado otro; estaba bajo su almohada.

—¿Qué? —Henry enarcó las cejas—. ¿Has vuelto a entrar en su dormitorio? ¿Cómo lo has hecho?

Henrietta sonrió.

—Usé la llave, claro está. Subí, vi que estabas dormido y que no había luz en el buzón, así que cogí la llave.

—¿Qué? ¿Por qué hiciste eso?

—Pues porque sabía que tú no me habrías dejado si hubieras estado despierto —contestó ella riéndose—. Además, tampoco es que la hubieras escondido, precisamente. Estaba en el cajón de tus calcetines. Ése es el primer sitio donde siempre mira Anastasia. Nadie escondería algo en el cajón de los calcetines a menos que quisiera que lo encontrasen.

—Henrietta…

—Venga, déjalo ya y escúchame.

Henry se puso de pie y se llevó un dedo a los labios.

—Está bien —susurró Henrietta—, pero escucha: el diario dice que hay cinco puertas que no se cierran. Sólo hemos abierto tres puertas y una de ellas estaba cerrada, así que hay tres más. Y también dice cómo se puede pasar al otro lado. Sabía que podíamos hacerlo, aunque aún no entiendo cómo.

Dejó caer el viejo diario sobre la cama de Henry, abrió el nuevo y se lo mostró, señalando un punto concreto.

—Mira, las puertas están relacionadas con las brújulas. Cada puerta tiene una combinación de una letra y un número. Si la marcas con las brújulas, se puede entrar por ellas.

—Pero marcar la combinación no te encoge de tamaño.

Henrietta se rió.

—Bueno, quizás sí o quizás el hueco de las puertas se haga más grande al marcar la combinación. Podríamos abrir las otras tres antes de probar con las combinaciones. ¡Mira! —exclamó, arrodillándose en la cama para examinar la pared cubierta de puertas—. Se ha encendido una luz en el buzón.

—Sí.

Henrietta miró a Henry.

—¿Has vuelto a mirar a través de él?

—No. Henrietta, escúchame un segundo.

Henry inspiró profundamente y le describió lo que había ocurrido con el gato enfermo.

Henrietta ladeó la cabeza.

—¿Estás seguro de que estabas despierto?

—Sí. Estaba soñando, pero cuando me desperté los dos gatos estaban sobre mí.

—Eso ha sido un bonito gesto por parte de Blake —dijo Henrietta—. Ya sabes que no le caes bien —dijo la niña, mirando la pared—. ¿Entonces se pueden abrir las puertas desde el otro lado? ¿Cómo?

—Bueno, la negra sólo hay que empujarla; no tiene pestillo. La he bloqueado apoyando la cama contra ella.

—¿Y cómo sabes que el gato estaba enfermo?

—Porque tenía calvas y unas llagas enormes.

—Puaj… —Henrietta arrugó la nariz—. Henry, eso es asqueroso.

—Sí. Creo que estaba intentando llegar hasta mi cara, pero no estoy seguro.

Henrietta sacudió la cabeza.

—No me cuentes más. Mantén la cama contra la puerta y no vuelvas a abrirla.

Henry sintió que se le encendían las orejas.

—¿Qué quieres decir con que no vuelva a abrirla? Eres tú la que lleva todo el día emperrada en abrir puertas.

—¿Y qué, se abrió sola? —le preguntó Henrietta—. ¿No la abriste tú antes?

Henry se quedó callado un instante.

—Bueno, sí, la abrí. Mi navaja estaba dentro. La saqué y cerré la puerta.

No mencionó el cordel ni la campana que había sonado al otro lado.

—¿Lo ves? —dijo Henrietta—. Quienquiera que esté al otro lado puso tu navaja a la vista por si volvías a abrir la puerta. Así que no la abras más y ya está. Y ahora vamos a intentar encontrar el resto de las que se pueden abrir.

Henry se dejó caer de nuevo sobre la cama, esforzándose por contener su irritación.

—¿No querías mirar primero por el buzón? —le preguntó.

—Sí, es verdad.

Henrietta se acercó al buzón de un brinco mientras Henry sacaba la llave de la cómoda para abrirlo. Henrietta estuvo mirando un buen rato por la ranura, pero sólo vio pasar las piernas misteriosas una vez.

—Es genial, pero vamos a probar las otras.

Henrietta paseó la mirada por la pared, leyendo los números que Henry había pegado en cada puerta para identificarlas:

—Son las puertas con los números 24, 49 y 3. Mira, la 24 y la 49 están aquí, muy cerca una de otra, pero la 3 está en la otra punta de la pared. Ojalá estuvieran todas en orden. Me pregunto por qué no es así.

Henry estaba examinando la puerta etiquetada con el número 24. Según el diario, daba a un lugar llamado «Cleave» y tenía una superficie de madera áspera y oscura. No tenía pestillo, ni tampoco cerradura.

—¿Dice el diario cómo podemos abrirla? —preguntó Henry—. La puerta no tiene ninguna cerradura.

—Prueba a golpearla.

Henry cerró el puño y golpeó la puerta, pero no pasó nada. A continuación palpó los bordes. En la parte de la derecha había unos pequeños goznes y, cuando llegaron a arriba, sus dedos se toparon con una ranura. La puerta todavía tenía algunos trozos de escayola incrustados. Henry la limpió con los dedos y tiró por la ranura. La puerta se abrió con un chasquido y se formó una nube de polvo. El hueco parecía vacío, pero el fondo estaba oculto en la oscuridad.

—Nada —dijo Henry.

—Mete la mano.

Henry estuvo tentado de contestar mal a su prima, pero no lo hizo. Metió la mano en el hueco y palpó en derredor.

—Tiene un fondo —dijo—. No lleva a ninguna parte.

—Empújalo.

Henrietta se puso de pie sobre la cama, a su lado, y se inclinó hacia delante.

—Me estás echando el aliento —le dijo Henry.

—¿Y qué?

—Te huele fatal.

—¿Y qué? —volvió a decir Henrietta.

Henry estaba forcejeando con el fondo de la puerta. Tuvo la sensación de que cedía un poco, así que se inclinó hacia delante y empujó con más fuerza. La cama empezó a deslizarse, apartándose de la pared. De pronto el fondo de la puerta cedió del todo y la cara de Henry se estampó contra la pared cuando su brazo penetró completamente en el hueco. Sus dedos, ahora en algún otro mundo, se cerraron sobre una mata de pelo. La cabeza dueña del pelo se sacudió y gritó. Henry soltó el mechón y dio un respingo.

Henrietta estaba sentada en la cama, temblando.

—¡Ciérrala, Henry! ¡Deprisa!

Henry se disponía a hacerlo cuando Henrietta lo llamó de nuevo.

—No, ésa no; aquélla de allí. Algo acaba de salir de ella y me ha tirado del pelo.

Henry volvió a mirar la pared. Había dos puertas abiertas. Una de ellas era lógicamente la 24, en la que acababa de meter la mano, pero la 49, justo encima y a la derecha de la primera, se había abierto también.

—Vaya… —dijo Henry, y se rió.

—¿De qué te ríes? ¡Ciérrala!

Henrietta se puso de pie para cerrarla ella misma. Henry volvió a meter la mano en la puerta número 24. Su mano salió por la 49 e intentó agarrar la cara de Henrietta, que ahogó un chillido y cerró la puerta, aplastándole la mano. Henry dio un grito, y se dejó caer sobre la cama, chupándose los nudillos y riéndose. Henrietta se puso de pie y lo miró desde lo alto con los brazos en jarras.

—¿De qué te ríes?

Por toda respuesta, Henry prorrumpió en nuevas risas medio ahogadas.

—¿Ésa era tu mano? —preguntó—. Pues si lo era no ha tenido gracia.

Sí, era mi mano —dijo él, incorporándose con una sonrisa—. Y ha sido muy gracioso. Deberías haber visto la cara que has puesto.

—Espero que te hayas hecho daño en la mano.

—No demasiado.

Henrietta volvió a girarse hacia la pared.

—¿Cómo crees que funcionan?

—Supongo que están conectadas —dijo Henry—; cualquier cosa que entre por una, sale por la otra.

Henry se puso de pie, como impulsado por un resorte, y se obligó a contener la risa. Después metió el brazo izquierdo lo más hondo que pudo en una de las puertas. La mayor parte de su brazo salió por el hueco de la otra puerta. Henry alargó la mano y empezó a palpar su propio rostro. Luego miró a Henrietta, que tenía los ojos abiertos de par en par, y alargó los dedos hacia ella.

—Ya están aquíii… —dijo Henry.

—Ya basta.

—¡Ya están aquíii! —repitió Henry, agitando los dedos como si fuesen tentáculos.

—¡Para ya! —dijo Henrietta, dándole un manotazo. Sin embargo, ahora sonreía—. Esto es muy raro.

—Probemos con Blake —propuso Henry.

—No le hagas trastadas al gato.

—Esto no tiene nada de malo; será divertido.

Blake hacía rato que se había bajado de la cama y estaba sentado junto a la puerta.

—Ven aquí, Blake —dijo Henry. Se bajó de la cama y levantó al gato del suelo—. ¿Quieres hacer magia?

Acercó al gato a la puerta abierta.

—No le obligues si no quiere.

Pero a Blake no le importó. No parecía que la puerta le resultara rara en absoluto. Entró por la puerta que estaba más abajo. Casi de inmediato su cabeza emergió por la puerta superior mientras su cola se retorcía y se balanceaba en el marco de la inferior. Era como si justo hubiese encontrado la clase de sitio que estaba buscando. El gato balanceó la cabeza, se echó y empezó a lamerse la pata.

—Le gusta —dijo Henrietta.

—Pues claro que le gusta; es divertidísimo —contestó Henry—. ¿Dónde está la otra puerta? ¿Era la número 2?

—Es la 3, justo en el otro extremo, en el rincón.

Los dos niños dejaron a Blake con el rabo en una puerta y la cabeza en otra, tan contento, y gatearon hacia la puerta número 3. En la etiqueta decía: «Pared/ Mistra/CCM fondo». La puerta era más pequeña que las demás, y más oscura. No era negra; simplemente parecía estar sucia. Henry estaba buscando la manera de limpiarla cuando Henrietta escupió sobre ella. Cogió una de las camisetas de Henry del suelo y empezó a frotar.

—Deberías llevar tu ropa sucia abajo o mamá subirá a por ella —le dijo mientras frotaba.

—La bajo siempre —replicó Henry—. Y cuando está limpia vuelvo a subirla.

Henrietta enarcó las cejas.

—¿Y las sábanas?

—¿Qué les pasa?

—¿Has bajado las sábanas?

Henry asintió.

—Una vez.

—Mamá va a lavar las sábanas mañana. Vaya, mira.

Henry ya estaba mirando. Los bordes de la puerta estaban adornados con arabescos incrustados en plata, que se extendían hacia el interior como si fueran ramas. En el centro había un círculo de la mitad del tamaño de una moneda de dólar.

—¿Tienes tu navaja? —le preguntó Henrietta—, la sacaste de la puerta negra, ¿no?

—Sí.

Henrietta lo miró.

—¿Dónde está?

—¿Por qué? —inquirió Henry.

—La necesito.

—¿Para qué?

—Tú dámela y no hagas preguntas.

Henrietta se volvió de nuevo hacia la puerta.

—Está bien.

Henry pasó por encima de la cama, encontró la navaja en el suelo y se la dio a Henrietta. La niña introdujo la hoja por debajo del círculo de metal de la puerta, que era completamente liso, y éste saltó. Debajo había una anilla metálica. Henrietta tiró de ella con un dedo.

—Es un cajón —dijo.

La niña estaba en lo cierto, El cajón se abrió y los dos retrocedieron lentamente, Henrietta tiró de él hasta sacarlo, lo puso en el suelo y se agachó para mirar por el hueco donde había estado, Estaba demasiado oscuro, así que metió la mano y tanteó el interior. La niña entornó los ojos.

—¿Qué pasa? —preguntó Henry.

—Me parece que ahí dentro hace más calor que aquí fuera, pero aparte de eso no veo nada más.

—¿Qué habrá en el cajón?

Miraron a la vez, Había un trapo viejo y andrajoso, excrementos de ratón resecos y casi pulverizados, unos huesecillos junto a unos fragmentos grises que en algún momento debían haber sido piel, dos escarabajos muertos y una mosca.

—Bueno, esto es un poco aburrido —dijo ella—. ¿Qué hacemos ahora?

—¿Irnos a la cama? —propuso Henry.

—No, tenemos que probar las brújulas.

Se acercó al borde de la cama y giró una de las brújulas antes de mirar a su alrededor en busca del diario. Cogió el que estaba sobre la cama, pero volvió a soltarlo.

—¿Has cogido el otro diario?

—No, lo tenías tú.

—Ya sé que lo tenía, ¿pero lo has cogido tú?

Henry resopló.

—¿Para qué iba a cogerlo?

—No lo sé. ¿Lo has cogido o ño?

—No.

En el suelo, debajo de ellos, se oyó un ruido sordo. Los dos se quedaron paralizados.

—Oh, no —susurró Henrietta.

¿Qué pasa?

—Creo que papá se ha despertado.

—A lo mejor sólo va al baño —dijo Henry.

Henrietta lo miró y sonrió nerviosa.

—Es que dejé abierta la puerta de la habitación del abuelo.

—¿Qué?

—Y la luz encendida.

—¿Por qué?

—Porque estaba tan emocionada con lo del otro diario que subí corriendo y me olvidé.

—Bueno, pues date prisa y corre a apagar la luz y a cerrar la puerta —dijo Henry—. Y si te pilla tu padre, dile la verdad.

Henrietta se levantó de un salto y salió corriendo de puntillas del cuarto de Henry. El chico escuchó el sonido de sus pasos bajando las escaleras y esperando oír la voz del tío Frank. Se oyeron más golpes y Blake salió corriendo del cuarto. Henry se puso de pie y miró las brújulas. Jugueteó con ellas, girándolas por separado e intentando observar todas las puertas a la vez para ver si pasaba algo. Nada. Las puertas seguían quietas. En el cuarto de abajo tampoco parecía haber movimiento alguno: no se oían crujidos, ni voces, ni ruidos. No se oía a Henrietta. Henry esperó. Esperó hasta que supo que había pasado demasiado tiempo y entonces, de pronto, empezó a preocuparse.

Henry bajó las escaleras tratando de hacer el menor ruido posible. Al llegar al rellano se paró por si escuchaba algo, pero no oyó nada, así que salió al descansillo. Blake había desaparecido, la puerta del dormitorio del abuelo estaba abierta y la luz seguía encendida.

Henry rodeó el descansillo muy despacio, pasando por delante del baño, del cuarto de las chicas y del de sus tíos. Sorteó el trozo de moqueta destrozada y miró dentro de la habitación del abuelo.

La puerta estaba medio abierta, así que sólo podía ver una parte de la habitación. Se acercó más y escudriñó el interior al tiempo que abría la puerta muy lentamente. Allí no había nadie; aunque se veían algunos libros desparramados por el suelo; lo que podía explicar los golpes que había escuchado antes. Cuando estuvo en el centro de la habitación, vio algo que disipó más dudas de las que habría querido esclarecer.

Bajo el estante de los libros del abuelo había una puerta abierta. El hueco era pequeño, aunque lo bastante grande como para que cupiera una persona. La luz de la habitación no parecía penetrar en él. En el suelo, a los pies de la puertecita, había un zapato y unas gafas. No eran de Henrietta.

Henry sabía qué clase de puerta debía ser aquélla, y de pronto comprendió cómo alguien podía haber estado viviendo en la casa sin que nadie se diera cuenta. Sabía lo que debía hacer. Debía despertar al tío Frank, entregarle los diarios y las llaves, contárselo todo y disculparse. Sin embargo, se puso a cuatro patas, inspiró profundamente y entró a gatas por la puerta.