Capítulo 9

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Henry pasó la tarde identificando las puertas que aún estaban sin clasificar con trozos de papel. Obviamente sabía que Henrietta tenía ganas de subir a su cuarto, pero también era obvio que no quería tener que pedirle permiso. En cuanto a él, no estaba de humor para extenderle una invitación. Ya iba a permitirle subir esa misma noche y eso era más que suficiente. No sabía dónde estaba Henrietta, ni qué estaba haciendo y no le importaba lo más mínimo. La llave del abuelo estaba en su bolsillo, y eso significaba que su prima no se metería en más problemas. Probablemente estaba en su habitación, pensó Henry. Aburrida y enfadada. O enfadada y aburrida. No se equivocaba.

De vez en cuando Henry se estremecía y se frotaba la muñeca, que seguía helada, o se chupaba los nudillos lastimados. Se notaba el cuerpo raro. Nunca había experimentado un subidón de adrenalina como el de aquella mañana, y ahora que todo había pasado y sólo quedaba el frío recuerdo de lo ocurrido, los escalofríos se habían convertido en temblores y sus articulaciones eran como de gelatina.

Al cabo de un rato Henry se levantó y se estiró, sabiendo que tenía que salir de aquel cuarto diminuto; fuera de la casa, al sol. Metió la llave del buzón, la llave del abuelo, las dos confusas cartas y la postal en el cajón de la cómoda, bajo sus calcetines. Henrietta se había llevado el diario a su cuarto, así que al menos estaba entretenida. Pensó en decirle a dónde iba, pero tras un momento de vacilación en el rellano, continuó su camino en silencio. Si Henrietta quería saber dónde estaba, podía imaginárselo.

Fue al pueblo y se detuvo frente a la casa de Zeke. Luego siguió las indicaciones que le dió su madre para llegar al campo donde él y sus amigos estaban jugando. Henry se unió a ellos sin miedo. El sol le daba en la espalda y le calentaba el cuello; haciendo desaparecer los escalofríos.

Henry no era el peor bateador, ni tampoco el peor jugador del campo. Estaba jugando con un grupo de chicos bastante mediocres. La mayoría eran demasiado vagos como para hacer las cosas bien y sólo unos pocos se afanaban por adquirir la técnica apropiada jugando en la base meta o en el campo. Zeke era uno de esos pocos, pero hacía mucho que se había acostumbrado a la apatía que lo rodeaba: las perpetuas faltas de lanzamiento, los tiros elevados demasiado cortos, los lanzamientos que se desviaban sobre la base y otros errores por el estilo.

Henry logró mantener la mente concentrada en el juego, un gran logro para un chico que dormía junto a una pared llena de puertas mágicas. Sin embargo, el béisbol era para él tan mágico como una montaña verde, tapizada de musgo y plagada de ancianos árboles. Además, el béisbol era un tipo de magia que le permitía corretear libremente y divertirse. Había comprobado que la magia de las puertas que tapizaban su cuarto no era necesariamente buena, pero aspirar el olor del cuero mezclado con el sudor y el polvo; escupir y perseguir una pelotita por un terreno lleno de calvas de césped, sólo podía ser bueno.

Henry estuvo jugando hasta que empezó a preocuparle que sus tíos llegaran a casa y se preguntaran dónde estaba. Se despidió de los chicos y emprendió el regreso a la casa de sus tíos, caminando a través de las calles vacías y llenas de baches de Henry (Kansas). Era lo más lejos que había ido caminando solo, y la sensación de libertad absoluta le supo tan bien como el cordel del guante de béisbol que mordía mientras caminaba.

—¡Espera! —escuchó que decía la voz de Zeke, seguida de un silbido.

Cuando Henry se volvió, Zeke corrió para alcanzarle.

—Hola —lo saludó Zeke.

—Hola —dijo Henry.

Zeke bajó el bate, que llevaba apoyado en el hombro, y se echó la gorra hacia atrás.

—Gracias por venir —le dijo—. Jugamos casi todos los días. Espero que vuelvas.

—Claro —dijo Henry—. Aunque no soy muy bueno.

Zeke se encogió de hombros.

—Por lo menos ves la bola. La mayoría de los chicos echan la cabeza hacia atrás, sin embargo tú aguantas el tipo bastante bien con los lanzamientos curvos.

Henry bajó la vista a sus pies.

—Pero tú me dejaste fuera de juego tres veces.

Zeke se rió.

—Eso es porque abanicas[5] hasta las moscas que pasan por delante de tu bate y no te apañas con las bolas rápidas. Olvídate de las que no van a la zona de strike[6], entrena para batear más rápido y no tendrás problemas. Zeke se dispuso a volver al campo, caminando de espaldas.

—¿Nos vemos mañana? —le preguntó.

—Claro.

Henry asintió.

—Pasaré a recogerte y practicaremos un poco el bateo antes de jugar —dijo Zeke.

El niño dio un puntapié al extremo de su bate y se dio media vuelta, silbando.

Henry lo observó alejarse, sin saber muy bien qué había querido decir Zeke exactamente con lo de abanicar a las moscas y los lanzamientos curvos. Pero tampoco iba a preguntárselo; estaba seguro de que lo averiguaría si prestaba atención al lenguaje de los chicos. Probablemente era algo obvio.

Henry siguió andando y unos minutos después se adentraba en la carretera que conducía a la propiedad de sus tíos. Henry (Kansas) quedaba a su derecha, a sus pies se extendían kilómetros de campos de cultivo y delante de él, a algo más de medio kilómetro, se erigía la casa frente al granero, que se cernía amenazador sobre ella. El recuerdo del cuarto del ático y su pared llena de puertas volvieron de repente a la mente de Henry, que bajó la vista a su mano. Con el juego casi se había olvidado de los cortes que se había hecho en los nudillos.

* * *

Henrietta ya había metido el estofado de la tía Dotty en el horno y había puesto la mesa. Sonrió a Henry cuando entró y él le devolvió la sonrisa, pero ninguno de los dos dijo nada. Henry subió al segundo piso y fue al baño a echarse agua en la cara. Mientras observaba cómo el agua sucia de barro salpicaba el lavabo y se iba por el desagüe formando un remolino, el rugido del motor de la camioneta del tío Frank hizo que el espejo vibrara. Poco después Frank, Dotty y las chicas entraron en tropel por la puerta principal, y Henry bajó para oír las historietas que sus primas traían de la ciudad.

Después de cenar, Henry volvió a subir a su cuarto del ático. Se desperezó como un gato y revisó el cajón de sus calcetines para asegurarse de que nada había cambiado. En cualquier momento Henrietta subiría para ver la oficina de correos amarilla de Bizantemo. Blake, el gato, estaba durmiendo a los pies de la cama, al fin completamente seca. Henry se sentó junto a él y pasó su mano por la cola del gato mientras miraba los pósters repetidos. Ya se había acostumbrado a la imagen del hombre que cubría su pared. Conocía cada centímetro de su pierna y le parecía que tenía una rodilla muy rara. No le gustaba su nariz, pero aun así sentía aprecio por él. Al tipo se le daba bien fingir que no había ninguna puerta en la pared, detrás de él. De hecho, se le daba mucho mejor que a él. Henry suspiró mientras retiraba la capa de pósters, la enrolló lo mejor que pudo y la puso en el rincón.

Miró las puertas y sintió un ligero malestar. ¿Por qué iba a dejar que Henrietta jugara con cosas que no comprendía? ¿Y por qué tenía siempre que sentir tanto miedo? Odiaba tener miedo. Una vez, en el colegio, Henry había salido huyendo cuando a una niña le robaron las gafas. También se había negado a correr en clase de gimnasia porque le dolía el tobillo. Y se recordaba a sí mismo sentado en la parte de arriba de la litera de su dormitorio, queriendo saltar, para luego acabar siempre usando la estúpida escalerita.

Retiró la cama tanto como pudo de la pared. Allí, mirándolo de reojo desde abajo, estaba la puerta negra. Tratando de ignorar el miedo que sentía, Henry se agachó, agarró el frío pomo de metal y tiró. La puerta salió propulsada del hueco y la cadenita que tenía sujeta a la parte posterior repiqueteó tras ella.

Allí, en el interior, estaba su navaja, limpia y plegada. Se puso de rodillas y miró dentro del hueco. No había nada más: no estaba la linterna, ni su camisa, ni el periscopio. Henry metió la mano y cogió su navaja. Algo tiraba de ella. Palpó el mango y notó cómo un fino hilo le rozaba el dedo. Era tan fino que apenas podía verlo temblar a la luz de la lámpara. Henry tiró de él y escuchó cómo al otro lado de la puerta, muy tenuemente, tintineaba una campanita.

El pánico atenazó la garganta de Henry. Tiró con fuerza de la navaja y la campanita respondió con más fuerza que antes. Henry tiró de nuevo del hilo, todo lo fuerte que pudo, hasta que lo rompió. El chico se dejó caer en el suelo, colocó de nuevo la puerta sobre el hueco, le dio una patada para cerrarla bien, agarró su navaja y se sentó en la cama, sin aliento.

Blake estaba levantado, con la espalda arqueada y moviendo la cola nerviosamente. Se quedó mirando la puertecita y luego miró a Henry.

—Lo sé —dijo Henry—. Soy estúpido.

Pero le daba igual. ¿Y qué si alguien se daba cuenta de que había recuperado su navaja? ¿Qué importaba? Había hecho sonar una campana en el otro lado. No podían hacerle nada por eso. Se obligó a quedarse sentado en la cama, resistiendo el impulso de dejarse caer al suelo y empujar la pequeña puerta con los pies. En vez de eso, se tendió con la cabeza en el rincón, respirando con dificultad, apagó la luz y esperó a escuchar el sonido de las pisadas de Henrietta en la escalera. No soltó la navaja y se alegró cuando su otra mano encontró a Blake.

Mientras Henry yacía tendido en la cama, no sucedió nada extraño. Nada en absoluto. Y cuando uno se tiende en la oscuridad al final de un largo día y no ocurre nada extraño, independientemente de lo asustado que uno pueda estar, independientemente de lo mucho que uno se empeñe en no estar asustado, al final, lo lógico es quedarse dormido. Y justo eso fue lo que le pasó a Henry.

* * *

El sueño comenzó, como muchos, con una especie de recuerdo. Henry estaba en el baño del piso de arriba. Aunque el baño era mucho más pequeño, y las toallas eran de un color distinto. También él era distinto: se veía más bajito y había acorralado al gato. Blake, de espaldas a la bañera, estaba mirándolo. Su pelaje blanco era el mismo y tenía las mismas manchas grises en los mismos sitios, aunque no estaba tan gordo como ahora. Henry recordaba lo que había pasado después. Recordaba su sorprendente éxito al lograr tirar una toalla (rellena de gato) al váter y tratar de cerrar la tapa. Sin embargo, no volvió a ver aquello en su sueño, sino que éste continuó por derroteros distintos.

Sus pies se abrieron paso por una extensión de hierba espesa y húmeda. El viento silbaba a su alrededor. Las estrellas y la luna, naranja y enorme, colgaban sobre las copas de unos árboles inmensos que se agitaban con el viento. Henry se detuvo. Frente a él se alzaba, amenazante, la gran losa de piedra. Detrás de él, estaba seguro, estaba el viejo árbol con el hueco en el tronco. Durante un breve instante su mente, aún en vigilia, asimiló que al otro lado del hueco del árbol, Henry estaba durmiendo plácidamente en su cuarto. Luego su yo onírico se puso a hacer algo que le hacía daño en el pie. Estaba cavando. No sabía de dónde había sacado la pala, pero su pie desnudo se apretaba contra ella, empujando el filo dentro de la tierra blanda y cubierta de musgo junto a la roca. Levantaba un trozo haciendo palanca, llenaba la pala y arrojaba la tierra a un lado. En la hierba, junto a él, dormía el gran perro negro.

No cavó mucho tiempo. Cuando hubo cavado un pequeño agujero, la pala desapareció. Henry se agachó, poniéndose a cuatro patas y casi preguntándose por qué, pero sólo casi, metió la cabeza por el agujero y se encontró en su dormitorio. Estaba mirando su cuarto desde arriba, con la cabeza saliendo de una de las puertas, aunque no sabía cuál. Su cuarto estaba oscuro, pero oía a alguien respirar. Henry sintió náuseas. Algo frío le revolvía las tripas. Sabía que la puerta negra estaba abierta. Algo terrible iba a pasar. Él estaba dormido, en su cama, y algo horrible lo acechaba.

Intentó gritar, despertar al cuerpo que respiraba en la cama. Intentó salir por la puerta, dejarse caer sobre la cama y despertarse a sí mismo, pero sus hombros no entraban por el hueco. Algo suave le rozó la cara. Intentó gritar. Escuchó una voz que le hablaba. Shhh, le decía. La voz era suave, sólo que no era una voz, era un pensamiento que reverberaba en su mente. Había alguien que no era él pensando dentro de su cabeza. Eres fuerte, un caminante de sueños y un hijo de mendigo. Pero abandonaste tu cuerpo, y yo puedo mantenerte fuera de él. Puedes verte morir. Henry hizo un esfuerzo. Su mente se lanzó sobre la voz extraña y forcejeó con ella, expulsándola de su mente.

Henry abrió los ojos. Estaba tumbado boca arriba en su cama, respirando con dificultad. Tenía el estómago tan encogido que se lo notaba en la garganta. Iba a vomitar. Y, entonces, una luz se encendió. Un rayo de luz muy fino se filtró a través del buzón, proyectándose sobre la puerta de su habitación. Algo suave le rozó la mejilla. Henry se quedó paralizado, sólo movió la cabeza ligeramente para mirar.

La cola de un gato se curvó ante su rostro, acariciándole ambas mejillas. El gato estaba sentado en su pecho. Era Blake, y estaba mirando algo. Henry levantó la cabeza para poder ver un poco más allá del gato. Vio el buzón, la tenue luz que proyectaba y, aún más cerca, sobre sus propias piernas, un poco por encima de las rodillas, había algo más, algo oscuro.

Ahora que lo había visto pudo sentir su peso en las piernas. Henry ahogó un grito. Dejó caer la cabeza sobre la almohada y alargó la mano hacia la lámpara. La encendió. El gato no se movió de su pecho. Henry levantó la cabeza de nuevo y vio que sobre sus muslos, mirando fijamente a Blake, había otro gato. Estaba muy flaco y, en las escasas partes de su cuerpo donde aún tenía pelo, éste era negro. En el cogote y en el pecho tenía unas calvas enormes, llenas de llagas rojas e infectadas.

El gato negro apartó sus ojos de Blake y se quedó mirando a Henry. Cuando se movió, Henry percibió que algo más se movía con él. Tenía atado al cuello un pequeño cordel, que iba de la cama a la pared. Henry no alcanzaba a ver tan lejos sin moverse, pero sabía de dónde venía el cordel. Sabía qué puerta estaba abierta (el estómago y la garganta se lo decían) y sabía de dónde había salido el gato. Lo que todavía no sabía era qué iba a hacer con él.

El gato acomodado en su pecho se puso tenso cuando el gato negro se incorporó sobre las piernas de Henry. El chico oyó a Blake hacer un ruido sordo. No estaba bufando, ni escupiendo; estaba rugiendo, como lo haría un tigre. Henry no quería presenciar una pelea de gatos sobre su pecho. Aunque tampoco quería incorporarse y dejar caer a Blake. Y no podía patalear porque el gato negro estaba justo sobre sus rodillas. ¿Dónde estaba su navaja? Debía habérsele caído.

El gato negro dio otro paso adelante. Sin pensar, Henry se incorporó, apretó a Blake contra su pecho con el brazo derecho y con el izquierdo atacó al gato negro. Lo golpeó. El gato salió corriendo hacia la puerta del cuarto profiriendo un agudo maullido de dolor. El cordel se tensó y el gato se sacudió en el aire y cayó al suelo. El animal dio una nueva sacudida, chocó contra el lateral de la cama de Henry y trepó tratando de subirse a ella de nuevo. Clavó las zarpas en la manta de Henry para impedir que la tensión del cordel que llevaba atado al cuello lo tirase de vuelta al suelo. Henry observó cómo el cordel estrangulaba al aterrorizado gato antes de que la criatura dejara de luchar y se golpeara contra las puertas de la pared.

Se aferró a la pared con las zarpas durante un segundo y luego se dio de bruces contra el suelo. Henry se puso en pie de un salto, todavía apretando a Blake contra su pecho, mientras la puerta negra se tragaba de nuevo al maltrecho gato, que escupía, se retorcía y arañaba. Henry mantuvo las distancias durante un tiempo prudencial, dejó a Blake en el suelo y se abalanzó sobre la puerta negra. La cerró con toda la fuerza que pudo y luego empujó la cama contra ella.

Henry miró a Blake, que estaba lamiéndose, aposentado a los pies de la cama, blanco y gris e indiferente. Blake devolvió la mirada a Henry, se hizo un ovillo sobre su almohada y cerró los ojos.