—¿Por qué sólo hay noventa y ocho? —preguntó Henrietta—. Creía que habíamos contado noventa y nueve.
Henry ladeó la cabeza y frunció los labios.
—Me parece que la puerta de las brújulas no tiene número.
Henrietta se inclinó sobre su hombro.
—¿Qué hay escrito junto a los números? ¿Dice cómo atravesar las puertas?
—Me temo que no —respondió Henry.
—¿Qué dice entonces?
—¿De qué puerta? Hay noventa y ocho.
—¿Qué dice del buzón?
Henry recorrió el diagrama de la pared con la mirada y encontró un pequeño cuadrado con el número 77 que correspondía al buzón. Miró la otra página y buscó el 77. Junto al número había tres palabras separadas por barras oblicuas.
—«Correo/Bizantemo/¿Cuándo?» —leyó Henry.
—No sé qué puede significar —dijo Henrietta—. ¿Y tú?
—Bizantemo es un lugar. Lo ponía en una de las cartas. —Henry alzó la vista hacia ella—. Dejé las cartas arriba, sobre mi cama.
—Iré a por ellas —dijo Henrietta.
Henry la oyó subir corriendo las escaleras del ático. Él se quedó estudiando el diagrama del abuelo. Al rato Henrietta volvió a entrar en la habitación con las cartas en la mano, jadeando.
—La carta que parecía que había escrito un borracho va dirigida al amo del septuagésimo séptimo buzón —dijo—. Lee qué dice de la puerta negra.
En vez de eso, Henry miró la que estaba encima del buzón, la puerta por la que había llovido sobre su colchón. Era la número 56 en el diagrama. Al lado de ese número, en la otra página, alguien había escrito: «Commonwealth/Badon Hill/Sante». Henry alargó la mano y Henrietta le dio las dos cartas. En la parte superior de la que estaba escrita a máquina decía que había sido enviada por el «Capítulo de Island Hill de Badon». Se estremeció. Alguien del otro lado debía haber introducido aquella carta en el buzón mientras él dormía, dejándola caer sobre su cama.
—¿Qué dice el cuaderno acerca de la puerta negra? —preguntó Henrietta de nuevo.
Henry la encontró (o creyó encontrarla) en la última fila. Contando desde el extremo, no estaba muy seguro de qué número de puerta era. Volvió a mirar la lista y leyó lo que decía de la número 8.
—Endor —dijo—. Sólo dice eso, y no suena muy bien.
—No tiene por qué sonar bien —replicó Henrietta—, sino emocionante. ¿Qué crees que significa?
—Supongo que será un lugar. Badon Hill lo es. Es el sitio de donde provienen las lombrices, y la lluvia, y la segunda carta. Endor es un lugar. Estas leyendas son los nombres de los lugares que hay al otro lado de las puertas.
—¿Y crees que podremos pasar al otro lado?
—No.
—¿Por qué no?
—Somos demasiado grandes.
Henrietta se quedó pensando un momento.
—Tiene que haber algún modo de que encojamos.
—No lo creo.
—¿Qué me dices del buzón? —le preguntó Henrietta—. ¿Qué ponía?
—Dice «Correo/Bizantemo/¿Cuándo?».
—Bizantemo suena a flor —dijo ella—. Estaría bien que fuera un sitio con flores.
—Pero si es una oficina de correos.
—Bueno, ¿y fuera de la oficina de correos? Si se llega allí a través del buzón, luego se podrá salir al exterior por algún sitio, ¿no? ¿Dónde te encontrarías entonces?
Henry no había pensado en eso. Había deducido (si es que era posible deducir algo semejante) que las puertas en la pared de su cuarto conducían a otros mundos. Sin embargo, la idea que tenía de aquellos mundos era parecida a la que cualquiera podría hacerse de una habitación secreta en una casa. Lo más lejos que había llegado en sus conclusiones era que Badon Hill debía ser un lugar con árboles y que Bizantemo era una oficina de correos amarilla. Pero no se le había pasado por la cabeza que esos lugares pudiesen conectar con otros, que a su vez conducirían a otros lugares, y así sucesivamente, conectando tantos sitios como estrellas en el cielo, personas en el mundo o granos de arena en el desierto.
—¿Crees que son mundos completamente distintos al nuestro? —le preguntó a su prima.
Henrietta ni siquiera parpadeó ante su pregunta.
—Lo he pensado —dijo—. Algunos podrían serlo, pero no lo creo.
—¿Por qué no?
—Porque parecen demasiado reales.
—Ah… —dijo Henry.
Henrietta estaba leyendo el diario por encima de su hombro.
—Mira —dijo señalando—: Aquí dice «Arizona». Yo he estado en Arizona, y no está en un mundo distinto. Henry bajó la vista. Henrietta tenía razón; junto al número 17 alguien había escrito «Arizona».
—¿Cuál es? —le preguntó Henry, y ambos recorrieron el diagrama con la mirada en busca del número 17.
Lo encontraron en la cuarta fila contando desde abajo, en el lado izquierdo de la pared. Luego leyeron la lista por si hubiera otros nombres que pudieran reconocer, pero el resto de palabras les decían muy poco. A Henry «Aksum» le sonaba de algo, pero no sabía de qué. Cuando terminaron de leer la lista, Henry cerró el diario y se sentó en la cama del abuelo.
—¿Qué pasa? —le preguntó Henrietta.
La niña se sentó a su lado, le quitó el diario de las manos y lo abrió por la primera página. Henry suspiró.
—Creo que no deberíamos estar haciendo esto.
—Hablas como Penélope —le dijo Henrietta.
—Escúchame —le dijo Henry—. Alguien, probablemente el abuelo, ocultó esas puertas. Me parece que no esconden nada bueno; en particular la negra. Deberíamos contárselo a tu padre y dejar que sea él quien resuelva esto de las puertas, o simplemente dejar la llave de la habitación en algún sitio donde pueda encontrarla fácilmente.
—Tienes miedo —dijo Henrietta, sin mirarlo.
—¿Y qué si tengo miedo? Hasta ahora hemos recibido dos cartas y ninguna parece decir nada bueno.
—¿Es por lo de «niño llorica»? —preguntó Henrietta—. No te preocupes, no es tan terrible. Es normal que los niños pequeños lloren de vez en cuando.
Henry la miró, furioso.
—Soy mayor que tú y también más alto.
Henrietta se rió y alzó la barbilla.
—A mí no me da miedo.
—¡Venga ya! —replicó Henry, resoplando—. Tenías miedo de entrar en esta habitación.
—Eso es distinto —contestó ella—. Y aun así no me acobardé. Entré, y eso que creo que alguien ha estado viviendo aquí. —Henry no dijo nada, así que siguió hablando—. Estoy segura de que, si lo intentas, puedes ser tan valiente como una niña más pequeña y más bajita que tú. Vamos a ver si podemos averiguar algo más sobre las puertas y luego decidiremos si se lo contamos o no a mi padre. ¿De acuerdo? —le propuso con una sonrisa.
—Está bien —dijo Henry. La insistencia de su prima no le dejaba muchas opciones.
Henrietta miró la cama y luego paseó la mirada por la habitación.
—Mejor si salimos de aquí —le dijo—. Vamos a tu cuarto.
Henry cogió las cartas, se levantaron y fueron hasta la puerta. Henrietta llevaba el diario. Henry sacó la llave de la cerradura y se la guardó en el bolsillo. Al salir tiró de la puerta por el canto, dejándola lo más cerrada que pudo. Luego metió el dedo en el agujero que antes había ocupado el pomo y cerró del todo.
—Cierra con llave para que no se abra —le dijo Henrietta.
Henry empujó la puerta, pero no se movió.
—Ya está cerrada —dijo.
Corrieron escaleras arriba sin mirar atrás. Cuando llegaron al cuarto de Henry se dejaron caer sobre la cama, que aún estaba húmeda.
Estuvieron un buen rato intentando establecer una correspondencia entre los números y los nombres del cuaderno del abuelo y las puertas de la pared del ático. Cuando empezaron a perderse, Henrietta escribió los nombres y los números de cada puerta en unos trocitos de papel que había cortado de uno de sus viejos cuadernos del colegio. Luego los pegó a las puertas con cinta adhesiva, con mucho cuidado de no pisar el pequeño accidente de Henry. Cuando llevaban casi la mitad, se desplomó sobre la cama de su primo y anunció que se había cansado de pegar papeles.
—Puedo seguir yo —dijo Henry.
—No —contestó Henrietta—, no me refería a eso. Me refería a que quiero dejar de mirar las puertas. Lo que quiero es entrar por una.
—Pues no podemos.
—Estoy segura de que tiene que haber alguna manera. ¿Si no, por qué las había conservado el abuelo?
—Las cegó con escayola —rectificó Henry.
Henrietta lo ignoró.
—Ojalá pudiéramos ver a través de la puerta negra. Aunque creo que sí que se podría meter la mano dentro.
—Sí.
Henry estaba hojeando el diario. Era bastante decepcionante: la mayoría de las páginas sólo hablaba sobre cosas que ninguno de los dos entendía, como las vetas de la madera o el viento, y había montones de dibujos y descripciones de la casa. A excepción de las dos páginas dedicadas a las puertas de la pared del ático, no había encontrado nada útil.
—Voy a meter la mano —dijo Henrietta, poniéndose de pie.
Henry trató de ignorarla. Sabía que se iría derecha a la puerta negra, así que siguió pasando las páginas, inmutable, leyendo lo que había escrito en ellas en aquella antigua caligrafía. Sin embargo, se sorprendió al ver que la niña se dirigía primero a la puerta de Badon Hill. Henrietta no le pidió ayuda para abrir el pestillo, tremendamente rígido. Al cabo de un rato de apoyar contra él todo su peso, consiguió que se deslizase hacia abajo. Aunque Henry no estaba mirando, supo que la puerta se había abierto al percibir el agradable cambio de aroma en el cuarto. Henrietta también lo notó.
—Ojalá mi habitación oliese así —dijo, e inspiró profundamente, con la cara metida en el hueco de la puerta.
Luego metió la mano y empezó a tantear el terreno. Henry sabía que estaba palpando las mismas cosas que él había tocado la noche anterior: tierra blanda, casi húmeda, y musgo. La niña se quedó quieta un instante antes de retirar la mano y sonrió a Henry.
—Podía sentir el sol —le dijo, y se volvió hacia la puerta de nuevo—. Creo que sé cómo podemos ver a través de ella.
—¿Cómo? —preguntó Henry, que ahora sí estaba mirando.
—Al otro lado es de día —dijo Henrietta—, pero por alguna razón la luz no se filtra. Creo que necesitamos un periscopio.
Henry se rió.
—¿Un periscopio? —repitió—. ¿Y de dónde vamos a sacar uno?
—Yo tengo uno en el granero. Me lo regalaron mamá y papá por mi último cumpleaños. Lo hizo papá. Vuelvo enseguida.
Dejó a Henry solo, sentado en su cama. Estaba mirando la puerta de Badon Hill y de pronto se sorprendió a sí mismo tanteando el interior de nuevo. Sacó una madera podrida que se caía a pedazos y un escarabajo. Volvió a meter la mano, lo más profundo que pudo. La oquedad no tenía techo, pero sí unos laterales de madera áspera y putrefacta y una base de tierra. De pronto notó la luz del sol en el dorso de la mano y en los dedos. Se incorporó y pensó que un periscopio podría funcionar. Henry bajó la vista a la puerta negra. Si funcionaba, estaba seguro de que Henrietta querría mirar a través de ella, y él vomitaría otra vez.
La toalla verde todavía marcaba el lugar donde había hecho el ridículo por primera vez. Henry la empujó con el pie. Luego se agachó, frotó el suelo con ella, se irguió y corrió al piso de abajo, respirando por la boca. Cuando llegó a la cocina enjuagó la toalla en el fregadero y subió de nuevo al ático con los puños llenos de papel absorbente. Cuando el suelo quedó limpio (o lo que un niño de doce años consideraría limpio) bajó al cuarto de baño del segundo piso y tiró todos los papeles al retrete de una vez. Al tirar de la cadena, la taza se atascó. Se quedó observando cómo borboteaba el agua del váter hasta que oyó a Henrietta subiendo las escaleras. Bajó la vista al váter, se encogió de hombros mentalmente y se dirigió hacia las escaleras para volver a subir al ático.
Cuando llegó al umbral de su cuarto, Henrietta ya estaba intentando introducir el periscopio a través de la puerta a Badon Hill. Le estaba resultando difícil, pero finalmente logró que se deslizara dentro de ella, inclinándolo ligeramente. Henrietta rió y aplaudió ante su logro.
—Apaga la lámpara, Henry. Antes de mirar quiero ver si se filtra algo de luz.
Henry se metió en el hueco entre la pared y la cama. Se acercó hasta la lámpara, pero no la apagó.
—¿Hacia dónde estás apuntando? —le preguntó.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a si el periscopio está mirando hacia el cielo, hacia el suelo o hacia el lado. Desde cualquiera de esas posiciones no verás qué hay fuera.
Henrietta lo miró inexpresiva.
—¿Por qué no?
—Pues porque creo que debe apuntar hacia abajo.
Henry tenía razón. Frank había construido el periscopio con una tubería de PVC y los retrovisores de una vieja motocicleta. En la parte inferior había fijado un espejo, y Henrietta lo tenía apuntando hacia arriba para poder agachar la cabeza y mirar por él. La larga tubería estaba encajada dentro del hueco de la puerta y en el otro extremo, que Henry y Henrietta no podían ver, había otro espejo que apuntaba casi directamente al suelo, en dirección opuesta al primero.
Henrietta se inclinó sobre el espejo y miró.
—¡Puedo ver! —exclamó—. Todo es verde.
—Probablemente sea hierba —dijo Henry.
Henrietta se incorporó.
—¿Y cómo miramos fuera? —le preguntó la niña.
—Bueno —dijo Henry—, probablemente tengamos que quitar el espejo del otro extremo.
—¿Quieres romperlo?
—No, quiero quitarlo para que podamos mirar fuera. Siempre podemos volver a poner el espejo donde estaba.
Henrietta sacó la tubería, girándola a través del hueco de la puerta, y se la dio a Henry.
—Ten cuidado. No quiero que papá crea que lo he roto.
—De todos modos no se daría cuenta —replicó Henry.
Sujetó la tubería con una mano y con la otra tiró del espejo de la parte superior, forcejeando hasta que consiguió separarlo del periscopio.
—No lo fijó con pegamento —le dijo a Henrietta—. Volveremos a meterlo sin problemas.
Esa vez fue Henry quien intentó meter la tubería por el hueco pero, ante su torpeza, Henrietta acabó por cogerla e introducirla ella.
—Ahora apaga la luz —le dijo.
Henry la apagó y cerró la puerta de su cuarto. Henrietta y él se quedaron sin aliento. Un rayo de luz solar se proyectaba a través del espejo, abriéndose paso entre el polvo errante que flotaba en el aire hasta llegar al techo de Henry, donde se concentraba en un punto brillante.
—Hay luz —acertó a decir Henrietta.
—Mira por el espejo —dijo Henry.
Henrietta se inclinó despacio sobre el espejo, parpadeó un poco, y miró. Un instante después se apartaba del espejo. Le lloraban los ojos.
—¿Qué has visto? —le preguntó Henry.
—Hierba, y unos árboles inmensos, y el cielo, pero luego miré directamente al sol por accidente. También había una roca enorme. Vamos a poner el otro espejo. Quiero mirar por los lados.
—Antes déjame mirar a mí también.
Lo que Henry vio a través del periscopio era verde y estaba invertido. Vio cómo la hierba, altísima, se mecía suavemente con la brisa alrededor del extremo de la tubería. Más allá se veía la superficie gris y cubierta de musgo de lo que parecía una enorme roca y, en la distancia, se divisaban las copas de unos árboles inmensos.
Henry bajó el extremo del periscopio todo lo que pudo para ampliar su campo visual. Había hojas en las copas de los árboles, pero lo que más destacaba era el cielo, un cielo intensamente azul en el que sólo había una nube.
Henry levantó el espejo para ver mejor la roca. Tardó poco en reconocerla. Vio algo que parecían huesos amontonados en el extremo izquierdo. Había un cráneo, apuntando hacia el cielo, apoyado en el costado gris de la piedra y descansando sobre una capa de musgo, moteada de amarillo y marfil. Henry no lo veía con claridad, pero distinguía un hocico alargado, parte de la cuenca de un ojo y una hilera de dientes maxilares con grandes caninos. Lo primero que pensó fue «lobo», después «perro», y finalmente «perro negro». Henry se incorporó apresuradamente.
Había olvidado la mayor parte de su sueño, pero la visión del perro negro hizo que el recuerdo cayera sobre él como un jarro de agua fría. Las imágenes del ascenso por la colina, de los árboles y de la gran roca gris corretearon traviesos por su mente.
—Estamos en el hueco del viejo árbol —dijo.
—¿Qué? —preguntó Henrietta—. ¿Qué quieres decir?
—Soñé con este lugar —respondió Henry. Le describió el sueño desde el principio—. Estamos mirando desde el hueco del viejo árbol en el que el perro grande y negro estaba escarbando.
Durante un momento Henrietta se quedó allí sentada, quieta y en silencio. Henry también permaneció quieto, sin saber qué pensar.
—Miremos en Endor —dijo Henrietta.
—¿Qué?
—La puerta negra. Miremos a través de ella.
Henry sacudió la cabeza.
—No quiero. Volveré a vomitar.
—No lo harás —replicó Henrietta—. No has soñado nada malo de esa puerta, ¿no? Ah, y deberíamos limpiar el sitio donde vomitaste. No quiero pisar la toalla y resbalarme en la oscuridad.
—Ya lo he limpiado yo —dijo Henry—; cuando estabas en el granero. Pero he atascado el váter con todo el papel absorbente que he usado.
—¿Se ha salido el agua del váter?
—Mientras yo estaba allí no.
Henrietta se rió.
—¿Lo dejaste atascado y te fuiste?
—Sí.
—Hay un desatascador junto a la taza. Vamos a mirar por la puerta negra.
—No quiero.
—Bueno, pues ve a sentarte fuera, en el ático, mientras yo miro. —Henrietta se deslizó hacia la pared—. O baja y desatasca el váter. Eres peor que Penny. Ella nunca siente curiosidad por nada.
Henry se puso de pie, pero no dijo nada. Lo que realmente tenía ganas de decir sonaba muy infantil en su mente. Sí, tenía miedo de la puerta negra y sabía que tenía razones para ello, pero le daba vergüenza haber vomitado. Henrietta lo hacía sentir estúpido, así que abrió las puertas de su dormitorio, salió fuera sin el más mínimo indicio de estar ofendido y fue a desatascar el váter. Cerró las puertas tras de sí y deseó para sus adentros que a Henrietta le diera un poco de miedo la oscuridad.
Nunca antes había usado un desatascador. Ni un desatascador, ni ninguna otra herramienta doméstica. Había leído acerca de distintos aparatos y herramientas en aburridos libros que su padre le había regalado en sus cumpleaños y por Navidad, así que conocía el mecanismo del flotador de la cisterna, entendía de filtraciones de agua y de frenos ABS, pero no había leído nada sobre desatascadores. El desatascador que estaba usando era un poco extraño. La parte de goma negra, por algún motivo que Henry no lograba entender, no hacía más que darse la vuelta. Henry no estaba prestando demasiada atención a lo que hacía y cuándo, después de haber estado un rato metiendo y sacando el desatascador de la taza del váter, alargó el brazo y tiró de la cadena, se dio cuenta de lo poco que había faltado para que el agua se desbordase.
Henry estaba muy enfadado con Henrietta, pero estaba aún más enfadado consigo mismo. ¿Por qué había tenido que vomitar al asustarse? ¿Y por qué había tenido que desmayarse? Además estaba enfadado con Henrietta porque estaba comportándose de un modo estúpido. Era evidente que aquella puerta no albergaba nada bueno. Pero, sobre todo, estaba enfadado consigo mismo por haber dejado a su prima sola mientras miraba por la puerta negra, cuando estaba seguro de que escondía algo maligno. No debería haber dejado que lo hiciera; al fin y al cabo, él era el mayor de los dos.
De pronto, el agua del váter borboteó y se fue por el desagüe, haciendo ruido. Henry miró la taza, preguntándose dónde había ido a parar toda esa agua, y volvió a accionar la cisterna. Volvió a colocar el desatascador en su recipiente junto al váter y, sin quedarse a comprobar qué pasaba con él, volvió al ático.
Cuando la mano de Henry tocó la puerta, su mente estaba ocupada eligiendo las palabras que usaría para explicarle ciertas cosas a Henrietta. La puerta estaba helada. La abrió rápidamente y entró en el cuarto a oscuras. La cama se interpuso en su camino.
—Henrietta —llamó.
El gélido lamido del aire de la habitación le tensó la piel y le puso la carne de gallina. El estómago se le encogió y le trepó hasta la garganta. Las piernas le flaqueaban. Saltó sobre la cama y se abalanzó sobre la lámpara. La derribó, pero consiguió encontrar y pulsar el pequeño interruptor. Henrietta estaba tendida boca abajo, atrapada entre la cama y la pared, con el brazo metido hasta el hombro en el hueco de la puerta negra.
Ignorando las náuseas que le revolvían el estómago, Henry saltó al suelo, la agarró por los hombros e intentó tirar de ella para apartarla de la pared. Henrietta no se movía. Se inclinó a cuatro patas sobre su prima y alargó la mano hacia el hueco de la puerta. Reprimió una arcada mientras su mano descendía por la fría piel del brazo de la niña. Supo cuándo su mano había penetrado en la puerta negra porque el brazo de Henrietta pasó de estar frío a congelado. Sus dedos descendieron por él como las patas de una araña hasta que sintieron una mano fuertemente cerrada sobre la muñeca de la niña.
En un abrir y cerrar de ojos la mano soltó a Henrietta y agarró a Henry. El chico gritó, intentó saltar y dobló el codo dentro del hueco, intentando zafarse de ella. Retorció su mano con todas sus fuerzas e impulsó su cuerpo hacia atrás todo lo que pudo, hasta que se golpeó la cabeza con el pomo de una de las puertas que tenía a sus espaldas. A través de la puerta negra se escuchaba a alguien profiriendo gritos desgarradores. El frío del cuarto se volvió más intenso.
Henry se retorció del dolor. Tenía los pulmones llenos de aire, pero era incapaz de espirar, le rechinaban los dientes y su cuerpo convulsionaba como el de un pez fuera del agua. Mientras forcejeaba, sintió cómo el malestar crecía en su interior, atenazándole el pecho. Notó cómo los dedos que se cernían sobre su muñeca resbalaban, pero rápidamente volvieron a cerrarse más arriba, atrapando su antebrazo y la manga de su camisa. Levantó ambas rodillas, apoyándolas contra la pared, y se empujó hacia atrás. La manga, que los dedos aferraban con fuerza, resbaló hacia su muñeca.
Henry no se paró a pensar en lo que iba a hacer para zafarse de la mano. Era algo que había hecho antes en el patio de la escuela, aunque entonces los otros niños se habían reído de él. Deslizó la mano dentro de la manga, como si fuera una serpiente. La mano del hueco trató de agarrarlo desesperadamente, pero Henry estaba quitándose la camisa muy rápidamente. Cuando su brazo quedó libre dentro del cuerpo de la camisa, agachó la cabeza y la sacó por abajo. La camisa entera desapareció a través del hueco de la puerta y él cayó al suelo.
Mientras Henry trataba de asimilar lo que estaba pasando, el cuerpo de Henrietta se deslizó aún más hacia la pared. Henry se volvió, se inclinó sobre la cama y cogió su defectuosa navaja de la mesilla de noche. Se tiró al suelo, colocándose junto a Henrietta. La agarró por el hombro con la mano derecha mientras la izquierda, con el pulgar firmemente apoyado sobre la navaja para mantenerla abierta, descendía por el brazo de la niña. Cuando le pareció que ya casi había alcanzado el fondo de la puerta, se detuvo e inspiró profundamente. Luego se lanzó hacia delante, navaja en ristre. La hoja se clavó en algo duro como el hueso, resbaló y se cerró sobre los dedos de Henry. Algo chilló al otro lado de la puerta.
Henry notó cómo el brazo de Henrietta pendía de su cuerpo como sin vida. Dejó caer la navaja y apartó a Henrietta de la pared, haciéndola rodar. Luego agarró la puerta negra, tiró de la cadena de oro, arrojándola de nuevo al interior, y cerró la puerta de un golpe. La aseguró de una patada y se sentó con ambos pies apoyados contra ella, jadeando.
Henrietta no volvía en sí. Henry se miró los dedos. Tres de ellos goteaban sangre sobre el suelo. Se estremeció y notó de nuevo el frío que hacía en el cuarto, sobre todo ahora que estaba sin la camisa. Quería reanimar a Henrietta, pero aún se quedó sentado un buen rato con los pies apoyados contra la puerta de Endor. Cuando hubo pasado el tiempo suficiente como para estar seguro de que, fuera lo que fuese lo que había al otro lado, no podía abrir la puerta, se escabulló hasta donde yacía Henrietta. Estaba roncando muy suavemente. La zarandeó un poco.
—Henrietta —la llamó. Ella volvió la cabeza, pero no se despertó—. Henrietta —la llamó de nuevo, sacudiéndola con más fuerza.
Alzó la vista. Blake, el gato, estaba sentado sobre la cama mirándolo. Estaba inmóvil, tenía las orejas tiesas y su cola gris se movía de un lado a otro. Henry le devolvió la mirada.
—¿Has visto eso? —le preguntó.
El gato miró la puerta negra, bajó al suelo de un salto y se puso a lamer la cara de Henrietta con una lengua áspera como el papel de lija. La niña abrió los ojos e intentó incorporarse. Henry la ayudó.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Henrietta bostezó.
—¿Dónde está tu camisa?
—Se fue por el hueco de la puerta negra, así que supongo que está en Endor, si es que ése es el nombre del lugar al que lleva.
—¿La empujaste dentro?
—No.
—¿Y qué te ha pasado en la mano?
—¿No recuerdas nada? —le preguntó Henry.
—Recuerdo que habías atascado el váter.
—Después de eso.
—Ah, pues… —Henrietta frunció el ceño y paseó la mirada por el cuarto—. Miré a través del hueco de la puerta negra.
—¿Y qué más?
—Y la linterna se cayó al otro lado.
—¿La linterna? ¿Estabas usando una linterna?
—La sujeté con cinta adhesiva a una vara de medir y la metí por el hueco, junto al periscopio.
—¿Eres idiota?
Henrietta lo miró con dureza.
—Eso no es muy amable por tu parte.
—¡Es que lo eres! ¡Eres idiota! —Henry se puso de pie y se giró sobre los talones. La señaló—. ¡Eres muy, muy tonta! ¿Por qué hiciste eso?
—Déjame pensar —dijo Henrietta. Le lanzó una mirada furiosa—. Ah, sí, porque estaba oscuro al otro lado y quería ver. ¿No es para eso para lo que utiliza la gente las linternas?
Henry no podía estarse quieto.
—Así que metiste una en un lugar extraño y maligno y se te cayó al otro lado.
—Pues sí, lo hice. Al menos no salí corriendo asustada, como tú. Puede que sea una chica, pero por tu comportamiento tú lo pareces más que yo.
Henry gruñó.
—Además era mi linterna favorita —dijo Henrietta—, así que cuando se cayó alargué el brazo para ver si podía encontrarla. ¿Crees que podríamos recuperarla?
—¡No! —gritó Henry—. ¡No!, ¡no!, ¡no! —dio un salto—. ¡No! ¿No recuerdas cómo te agarraron? Cuando subí estabas inconsciente, tirada boca abajo en el suelo, con el brazo metido hasta el hombro dentro del hueco de la puerta. Alguien estaba tirando de ti y tuve que meter la mano y apuñalarlo con mi navaja. ¡No! ¡De ninguna manera!
Henrietta sonrió y enarcó las cejas.
—¿En serio? —dijo—. Bueno, si hay alguien al otro lado, tampoco parece que pueda hacer nada desde allí dentro. Sólo tienes un corte en la mano.
Ahora Henry estaba furioso de verdad. Le dio una patada a la pared. Le dio una patada a la cama. Buscó algo que tirar al suelo. El gato, sentado junto a Henrietta, lo observó todo. Henry estuvo a punto de decir un montón de cosas, pero no lograba sincronizar las palabras que se agolpaban en su mente con los movimientos de su boca. Se quedó allí de pie, resoplando violentamente, pero no dijo nada hasta que consiguió calmarse.
—A partir de ahora, no tienes permiso para entrar en mi cuarto —le dijo—. No tienes permiso para mirar las puertas. No tienes permiso para abrirlas ni para hablarme de ellas. No tienes permiso.
—Si no puedo entrar en tu cuarto difícilmente podré abrirlas —dijo Henrietta. Se puso de pie y cogió al gato—. Te estás comportando como un tonto —le dijo.
Se arrodilló sobre la cama de Henry y la cruzó de rodillas para llegar hasta la puerta. Luego, sin decir palabra, salió del cuarto de Henry y bajó las escaleras.
Henry se dejó caer en la cama y poco a poco se le fue pasando el enfado. Empezó a contarse a sí mismo una historia. Trataba de lo justo y amable y comprensivo que era. De cómo era él quien tenía la razón, de que el tono y las palabras que había escogido habían sido necesarios. De una chica que era una completa ignorante y no comprendía nada de nada. Y entonces, por alguna razón, el narrador de la historia incluyó un episodio en el que Henry empujaba un sobre dentro de un lugar desconocido, sólo por ver qué pasaría. No había empujado el sobre por accidente. Aquel episodio no encajaba con el resto de la historia.
Henry trató de ignorar aquel episodio, pero no pudo, así que decidió justificarlo. Lo que había hecho él y lo que había hecho Henrietta eran cosas completamente distintas. Era evidente que la oficina de correos no era peligrosa. Era amarilla. Yo sólo quería ver qué haría el cartero, pensó para sí. Lo de la linterna ha sido estúpido. Yo no alumbré la oficina de correos con una linterna. Y ella ni siquiera se ha mostrado arrepentida. Yo me habría mostrado arrepentido. Siempre me muestro arrepentido cuando la gente se enfada conmigo. Ni siquiera le ha importado que probablemente le haya salvado la vida. Claro que tampoco se enteró; estaba inconsciente. ¡Oh, cállate!, se ordenó a sí mismo.
Henry se levantó, fue a por una camisa nueva, y se propuso olvidarlo. Cuando bajaba las escaleras se obligó a silbar. Henrietta estaba sentada en la mesa del comedor tomando un sándwich.
—El tuyo está en la nevera —le dijo.
—Gracias —le dijo Henry, y fue a por él—. ¿Quieres algo de beber? —le preguntó desde la cocina.
—Está bien.
Henry volvió al comedor y se sentó con su sándwich y dos vasos de leche.
—Perdona, me he comportado como una idiota —le dijo Henrietta.
Levantó la mano y se colocó un mechón suelto tras la oreja, sin mirar a Henry.
—Y yo siento haber dicho que eras idiota —contestó Henry.
—No era mi intención dejar caer la linterna allí dentro —musitó Henrietta.
Henry dio un mordisco a su sándwich.
—Que usaras la linterna ya de por sí fue estúpido.
—He dicho que lo sentía —masculló Henrietta—. Tú también lo habrías hecho si no hubieras estado asustado.
Henry empezó enfadarse, pero contuvo su ira.
—Habría sido igual de estúpido si lo hubiese hecho yo.
—Pero lo habrías hecho —dijo Henrietta, mirándolo por fin.
Henry aspiró con fuerza y dijo lentamente:
—Yo no quería mirar tras la puerta negra.
Henrietta bajó la vista al plato.
—Pero si hubieras querido hacerlo, habrías usado una linterna.
—Pero no la habría metido en el hueco —dijo Henry.
Los dos continuaron comiendo.
—Perdona que me haya comportado como una idiota —dijo Henrietta de nuevo.
Henry inspiró profundamente.
—Y yo siento haberme enfadado y haberte llamado idiota.
Henrietta lo señaló.
—Deberías lavarte la sangre de la mano. Da un poco de asco que comas así.
Henry se encogió de hombros. No se la había lavado por dos razones. La primera, porque los dedos no le dolían demasiado y pensaba que si lo hacía le empezarían a doler. La segunda, porque se sentía al menos diez años mayor cada vez que se miraba la mano ensangrentada.
—Podemos terminar de ponerle los nombres a las puertas después de comer —dijo Henrietta.
—No —dijo Henry.
Henrietta lo miró.
—¿Por qué? Te he dicho que lo sentía.
Henry miró fijamente su sándwich.
—Lo sé, pero sigo sin querer hacer esto. No quiero que pase nada malo. No vamos a intentar abrir ninguna más.
—Pero si yo ni siquiera he visto la oficina de correos —dijo Henrietta—. ¿Y qué hay de Badon Hill? Esos dos sitios eran buenos.
Henry consideró aquello.
—Está bien —dijo—. Esta noche puedes venir a mi cuarto y mirar dentro de Bizantemo, el sitio amarillo.
Pero no hasta esta noche, y seré yo quien mande. —La miró—. Tendrás que hacer lo que yo te diga aunque no quieras.
Entonces fue Henrietta la que se quedó pensando.
—Está bien —dijo.
—Bien —contestó Henry, con la boca metida dentro del vaso. Tomó un largo trago y dejó el vaso de nuevo en la mesa, con un golpe—. Y no vuelvas a abrir la puerta negra.
Henrietta no dijo nada.