La pernera del pantalón era gris. Cambió de posición, se movió arrastrando el pie y luego se quedó quieta. El silbido se ralentizó hasta enmudecer por completo. Vio cómo una mano gruesa, cubierta por un vello negro e hirsuto, descendía hacia el buzón y metía en él un sobre alargado, colocándolo junto a la vieja postal. Después la pernera avanzó dando un único paso, a juzgar por el ruido de los zapatos al pisar, que fue suficiente para hacerla desaparecer del campo de visión de Henry.
Henry no se planteó la posibilidad de estar soñando. Estaba demasiado sorprendido como para plantearse nada. En lugar de eso se quedó mirando fijamente, sin apenas respirar, aquel lugar amarillo. El silbido todavía se escuchada, a ratos quedo y lejano, a ratos más cerca. También se oía el rumor de las pisadas de las perneras del pantalón anónimo, pero sólo las vio pasar una vez más. En circunstancias normales aquel lugar, aunque fuera demasiado amarillo, no habría intrigado a Henry y mucho menos lo habría hecho la pernera de un pantalón de hombre. Pero estar viéndolos a través de un buzón en la pared de su cuarto (que sabía con total seguridad que era una pared exterior que daba al granero y a una vasta extensión de campos de cultivo) hacía que fueran mucho más interesantes. Por eso Henry estuvo un buen rato observando a través del buzón aquel lugar que no debería estar allí y que no ofrecía tampoco mucho que ver.
Si un chico se encuentra una araña, aunque esta no se mueva, lo normal es que se pare a examinarla. Si la araña se empeña en no moverse, aunque parezca peligrosa, el chico le dará con un palo, simplemente para ver qué hace. Si se topa con una serpiente, usará un palo más largo o puede que incluso le lance una buena pedrada. Henry estaba en una situación similar. Estaba presenciando algo tan sorprendente que a la mayoría de la gente le costaría imaginárselo, aunque tampoco estuviese pasando gran cosa.
Henry no tenía un palo, ni una piedra, así que alargó la mano, empujó el sobre largo hacia el fondo del buzón y escuchó cómo caía al suelo al otro lado de la pared. El silbido se detuvo. Durante un instante el cuarto amarillo permaneció en silencio y a continuación escuchó el ruido de las pisadas dirigiéndose hacia él. Vio una mano descender hasta el suelo y volver a elevarse. Sostenía el sobre en sus dedos.
—Mmm… —murmuró una voz.
A Henry se le cortó el aliento cuando por la abertura del buzón apareció un rostro ladeado que lo miraba fijamente a los ojos. Era un rostro de hombre, alargado y fino, con un considerable bigote gris. El hombre escudriñó dentro del buzón al tiempo que alzaba la mano para deslizar de nuevo el sobre en su interior. Luego se irguió, se empezó a oír de nuevo el silbido y el ruido de pasos se alejó.
Henry volvió a respirar, aunque no tardó mucho en sentir las incomodidades de estar encorvado y con la cara metida en el hueco de la puerta. Intentó aliviar el malestar sentándose en lugar de seguir de rodillas como estaba antes pero, aun así, sentía punzadas en el cuello y le dolía la espalda. Al final optó por apartar la sábana de pósters hacia una esquina y bajarse de la cama. Se sentó mirando a las puertas con la espalda apoyada en la pared opuesta y los pies bajo la cama. Se quedó mirando el pequeño rectángulo de luz amarilla en esa posición, aunque no por mucho tiempo, ya que ahora que por fin estaba cómodo, se quedó dormido.
Cuando se despertó, su mejilla derecha descansaba sobre su hombro, le dolía horriblemente el cuello y la luz había desaparecido. Henry se golpeó la espinilla con la parte inferior de la cama al levantarse. Gimió, dolorido, se subió a la cama a gatas y tentó la pared, buscando el buzón. Cuando la encontró, sacó el sobre, la postal, y los dejó sobre la cama. Luego se sentó y se quedó mirando la oscuridad, preguntándose qué debía hacer.
Metió de nuevo la mano en el buzón y palpó el interior. Trató de sacar el brazo hacia fuera. Tenía menos de medio metro de ancho, así que enseguida encontró la apertura al otro lado. Se le ocurrió una idea. Con la mano izquierda tanteó en busca del pestillo de la única otra puerta que se había abierto, la del viento y los árboles. El pestillo se deslizó con facilidad y la puerta se abrió, liberando de nuevo el olor a tierra. Estaba justo encima del buzón, separada de él únicamente por una franja de madera de cinco centímetros.
Henry dejó la mano derecha dentro del buzón, se inclinó hacia un lado y metió la mano izquierda en la puerta que acababa de abrir. Procuró mantener el equilibro balanceándose sobre las caderas y se acercó a la pared tanto como pudo, hasta que le pareció que ambos brazos debían estar asomando por el otro lado de las puertas. Luego apoyó la barbilla contra la pared e intentó que sus manos se tocaran entre sí. Su mano derecha se movió en el aire, pero no encontró nada. La izquierda aplastó algo blando y húmedo. Sus manos estaban en dos dimensiones distintas, pero Henry sabía que, racionalmente, deberían estar tocándose al otro lado de la pared. Henry adentró su mano en el buzón todo lo que pudo, dobló el brazo y trató de alcanzar la parte más alta. Sus dedos tantearon la superficie y palparon un sobre. Había encontrado la parte trasera de otro buzón de correos. Movió la mano lateralmente y encontró un tercer buzón.
Retiró los brazos y se frotó las manos. La parte trasera del buzón de su pared estaba, aparentemente, en una oficina de correos de algún lugar, pero la boca estaba en su cuarto. La otra puerta conducía a un bosque o a algún sitio con árboles al que se accedía también desde su dormitorio. Su mano izquierda había palpado musgo y tierra húmedos por la lluvia, la derecha se había introducido en una oficina de correos y había tocado la correspondencia de otras personas, pero su cuerpo permanecía en su habitación.
Henry se quedó sentado un buen rato en la oscuridad, hilando pensamientos que no le llevaban a ninguna conclusión y haciéndose preguntas para las que no tenía respuesta. Al cabo de un rato, inspirando el aire que se colaba a través de su pared desde algún otro mundo, volvió a quedarse dormido, dejando las dos puertas abiertas. Y mientras dormía, soñó.
Estaba descalzo en un lugar verde. Movía los dedos de los pies, hundiéndolos en el musgo húmedo y espeso. Y había árboles, unos árboles enormes. Era un bosque, pero los árboles estaban muy distantes unos de otros; a veces había más de treinta metros de separación entre ellos. Las copas se entretejían sobre Henry formando un dosel y se desplegaban sobre los rectos troncos; torres de corteza suave que parecía que hubieran esperado a tocar el cielo para echar ramas.
Henry estaba sobre una pendiente muy suave, casi plana, en el lugar donde él se encontraba. En la parte baja se vislumbraban las copas de los árboles. Por la pendiente y el frescor del aire dedujo que se encontraba en una montaña.
Henry alzó la vista hacia lo alto del cerro que tenía tras de sí; observó la tierra verde, cubierta de musgo, y los troncos de los inmensos árboles. Se visualizó caminando. No controlaba sus pasos, ni el ritmo al que caminaba, ni lo que se detenía a mirar. Simplemente se dejaba llevar, deambulando por el sueño. Podía sentir el agua filtrándose entre los dedos de sus pies al pisar el musgo. Podía oler el aire fresco y sentirlo en sus pulmones. Quería detenerse y pasar las manos por la suave corteza de los árboles, abrazarse a su enorme cuerpo de madera. Sin embargo, siguió caminando y pronto se encontró en un claro, rodeado únicamente por la hierba y el cielo. La pendiente ascendía sólo un poco más y allí, en lo alto, había una gran losa rectangular de piedra. Tenía los bordes redondeados y casi la misma altura que Henry. El niño vio su mano extendiéndose hacia ella. Antaño la superficie de la piedra había estado limpia y lisa. Ahora el musgo y el tiempo habían curtido su piel.
Henry rodeó la piedra con la mano posada sobre ella. Al otro lado se alzaba el último árbol. Su tronco era más grueso que los que había visto en la falda de la montaña, pero no era tan alto. Las ramas más bajas del árbol eran mucho más anchas que las que tenían la mayoría de los árboles que había visto hasta entonces. Era un árbol viejo y parecía que estuviera muriéndose.
En la base del tronco se abría un enorme hueco lleno de tierra y podredumbre. El viento era más fuerte en la cima de la montaña y soplaba tenaz entre las hojas que florecían en sus viejas ramas.
Fue entonces cuando Henry vio al perro, un perro negro y grande. El animal fue corriendo hasta el vetusto árbol y trató, a duras penas, de meter la cabeza por el hueco, arañando y golpeando el tronco con las patas. Después se apartó de un salto, corrió hasta la losa de piedra y escarbó la tierra junto a su base. Cuando se irguió de nuevo, se quedó vacilante un instante, respirando con tanta fuerza que se le movían las aletas de la nariz. Miró a Henry o más bien hacia el lugar donde él estaba. Era un perro enorme, del tamaño de un mastín o un danés, y con un par de zancadas se plantó frente a él. La cabeza era casi tan ancha como la cintura del chico. El animal ladeó la cabeza y se puso a olisquear. Luego se agachó y volvió corriendo junto al árbol.
Nada de aquello tenía sentido. Henry tenía la sensación de que aquella colina le era familiar y que conocía a aquel perro. Su mente dormida rastreó en su memoria e intentó agarrarse a sus viejos recuerdos, pero no encontró ninguno que le sirviese de apoyo.
Luego el perro se volvió hacia él y le dijo con una voz delicada y femenina:
—No creo que debamos decírselo ahora mismo. No es nada nuevo y, de todos modos, no conseguiremos nada contándoselo esta noche.
El sueño se volvió turbio. Henry ya no podía ver el árbol, pero la piedra seguía allí.
—Son sus padres. ¿Por qué íbamos a ocultarle secretos sobre sus padres? —dijo otra voz.
—No es ningún secreto. Es sólo que no ayudaría en nada —intervino el perro—. Yo sé más del asunto que él y no me parece que eso esté bien.
—Bueno, tú siempre sabrás más que él.
—¿Qué estás diciendo?
—Frank, ni siquiera son sus padres. ¿También vas a decirle eso?
Henry abrió los ojos. Estaba en su cama, en la oscuridad de su dormitorio. Las voces hablaban tan bajo que él apenas podía oírlas.
—Si vas a decírselo, al menos espera hasta mañana por la mañana. No le hará ningún bien que hables con él ahora.
Se produjo un silencio y de repente Frank masculló algo que Henry no logró oír.
—¿No hueles algo? —preguntó Dotty—. Noto el aire como… fresco.
—No —respondió Frank—, no huelo nada. A mí me parece que el aire está igual que siempre.
—Bueno, pues entonces baja y vuelve a la cama —contestó Dotty.
Henry oyó pasos y cayó en la cuenta de que Frank había estado en el umbral de su cuarto durante toda la conversación. Por el volumen de su voz, parecía que Dotty se hubiera quedado en la escalera sin llegar arriba. Empezó a oír crujidos y supo que estaban volviendo al piso de abajo.
Las cosas que habían dicho eran extrañas, pero en ese momento Henry se sintió aliviado de que el tío Frank no hubiese entrado en su cuarto. Se sentó sobre la cama y cerró las dos puertas. Luego encendió su lámpara y colocó de nuevo la sábana de pósters en la pared. Cuando hubo acabado, se acurrucó en la cama y apagó la luz.
Parte de su sueño había desaparecido, diluyéndose en su mente, pero aún recordaba que había un perro hablando y cuales habían sido sus palabras. También recordaba el momento en que se había despertado y lo que habían dicho su tía y su tío.
Sus padres no eran sus padres. Henry casi se sentía aliviado. Naturalmente aún deseaba que estuvieran bien, pero no le importaría que no regresaran hasta que fuese lo bastante mayor como para ir a la Universidad. Siempre y cuando no estuvieran pasándolo mal, claro.
* * *
Henry se despertó y se dio la vuelta en la cama. Alguien estaba llamando a la puerta de su cuarto.
—Adelante —dijo.
Frank entró y se sentó en la cama.
—Hola, tío Frank.
Henry se incorporó y bostezó, casi tan nervioso como cansado, e intentó no mirar los pósters.
—Buenos días, Henry —respondió Frank sin mirarlo.
Sus ojos se dirigían más allá de la puerta de la habitación, hacia al ático; en concreto, a la ventana que había al fondo.
—Anoche iba a contarte algo, pero Dots pensó que sería mejor que esperara hasta por la mañana, así que aquí estoy.
Henry se quedó callado, esperando, y cuando vio que Frank no decía nada más, intentó echarle un cable.
—¿De qué se trata? —le preguntó.
—Pues es que ayer llamó un hombre, muy tarde. Trabaja para el gobierno y nos dijo que tus padres están vivos. Han pedido un rescate por ellos o algo así.
—Ah… —dijo Henry—. ¿Eso es todo?
—Sí. A tu tía Dots no le pareció que fuese importante. Le pareció que no eran horas para que alguien nos llamase sólo para decir algo que era una obviedad. La verdad es que a mí me sorprendió. No me habría chocado ni un poquito que a Úrsula le hubiesen dado un buen golpe en la cabeza. Me extraña que la hayan mantenido con vida todo este tiempo. —Frank se frotó la mandíbula con la mano. No se había afeitado—. Supongo que lo hacen por el dinero. ¿Cuánto hace ya? ¿Un mes?
—Más o menos. A mí me lo dijeron un par de semanas antes de que acabaran las clases.
—Mmm… —murmuró Frank y se quedó allí sentado, sin decir nada más.
—¿Tío Frank? —lo llamó Henry.
—¿Sí?
—¿Son mis verdaderos padres?
—No —contestó Frank, sin apartar la vista de la ventana.
—Vaya… —dijo Henry.
—¿Te has hecho pis en la cama? —preguntó Frank.
—No. —Henry se sonrojó y bajó las piernas al suelo.
—Qué raro —dijo Frank—, porque noto humedad bajo el trasero.
—Sí, es que se me derramó un poco de agua.
—En fin —dijo Frank apoyando las manos sobre las rodillas antes de ponerse de pie—, pensé que debías saberlo. Tú tía y yo vamos a ir al pueblo, y Penny y Anastasia van a acompañarnos. Volveremos a tiempo para cenar, aunque un poco más tarde de lo habitual. Seguro que tienes un montón de cosas que hacer. ¿Has usado alguna vez un ordenador? Puedes jugar al solitario, si quieres. Pero no le digas a las chicas que te he dejado.
—¿Vais a dejarnos aquí solos?
—A ti y a Henrietta —le dijo Frank—; ella quería quedarse y me dijo que probablemente tú también. ¿Quieres venirte?
—No, estaré bien aquí. ¿Pero dejarnos solos no se considera negligencia? ¿No os meteréis en problemas?
—No veo por qué. Tu tía os dejó unos sándwiches en el frigorífico y las instrucciones para hacer la carne estofada por si tardamos.
Frank salió del cuarto de Henry, pero antes de salir volvió la vista atrás y se fijó en la pared cubierta de posters.
—No hagáis muchas travesuras —le dijo, y se dirigió a las escaleras.
Henry intentó sonreír y volvió a echarse en la cama. Unos minutos después oyó cómo la camioneta resucitaba con un rugido y el repiqueteo de la gravilla a su paso mientras se alejaba. Henry no tenía ganas de levantarse, así que se quedó allí tendido. Al rato oyó a Henrietta subir corriendo las escaleras.
—¡Arriba, arriba, arriba! —le dijo, saltando sobre la cama. Se había dejado el pelo suelto y parecía que sus rizos llenasen la habitación entera—. Se han ido todos.
—Sal un momento —le dijo Henry—, tengo que vestirme.
Henrietta salió del cuarto, pero siguió hablando desde el ático.
—Mamá y papá iban a llevarnos con ellos, pero les dije que yo no quería ir y que creía que tú querías ir a casa de Zeke, así que nos han dejado quedarnos. Ahora podemos aprovechar para examinar las puertas y no tendremos que preocuparnos por no hacer ruido.
—Anoche conseguí abrir el buzón.
—¿Qué? —Henrietta volvió a entrar en el cuarto mientras Henry intentaba meter la cabeza por la manga de la camisa—. ¿Y qué hay dentro?
—Correo. Pero todavía no lo he mirado. —Colocó bien la camisa y se la puso.
—¿Correo? —repitió ella—. ¿Y qué hacía ahí?
—Es un buzón —respondió Henry.
Henrietta lo ignoró.
—¿Y dónde está?
—Henrietta —le dijo él—, anoche pasaron cosas muy raras.
Ella soltó su manta y lo miró. Los dos se sentaron en la cama y Henry se lo contó todo: lo de la habitación amarilla y la cara del hombre, cómo éste había empujado de nuevo el sobre en el buzón, y cómo había metido los brazos a través de las puertas sin lograr que se tocasen al otro lado.
—Todavía tengo la mano manchada de barro —concluyó extendiendo la palma.
Henrietta lo miraba impresionada.
—¿Y pudiste verle la cara?
—Sí.
—¿Y tenía bigote?
—Sí.
—¿Y viste una habitación amarilla a través de la ranura del buzón?
—Sí.
—¿Y él podía verte?
—Creo que no. Me miró, pero no pareció darse cuenta de mi presencia.
—¿Y no estabas soñando?
—No. Soñé después.
Henrietta dejó escapar un silbido y alargó la mano para tocar la pared cubierta de posters.
—Esas puertas son mágicas, seguro. Y eso que no creía que realmente lo fueran. Me pregunto cómo podremos pasar al otro lado.
—¿Pasar?
—Claro. Si hay una puerta mágica lo lógico es intentar pasar por ella para ir a otro sitio.
—Pero son demasiado pequeñas.
—Bueno, ¿y dónde está el correo? —le dijo Henrietta—. Vamos a leerlo. ¿Quieres desayunar?
—Estaba sobre la cama —respondió Henry—. Puede que se haya caído.
Henrietta encontró el correo, Henry se puso los calcetines y bajaron a la cocina. Henrietta sacó la leche y Henry los cereales. Mientras él comía, la niña empezó a examinar el correo. Lo primero que había era una postal. Por un lado tenía una foto en blanco y negro de un lago en el que había una embarcación bastante grande y muy extraña. Tenía dos pisos y en la cubierta más alta se veía un grupo de gente que estaba de pie alrededor de tres chimeneas. En uno de los extremos había una enorme rueda de palas. A diferencia de las antiguas embarcaciones fluviales americanas, la rueda estaba sujeta a la proa, bajo un casco inclinado que parecía sacado de un barco vikingo. Henrietta se la enseñó a Henry y luego le dio la vuelta. Estaba escrita en cursiva con una letra delicada y alargada. La leyó lentamente:
Sola 16,
Simon:
Los niños están enfermos y el viento hace mella en mis flacos huesos. La próxima vez que vengas a visitarme cocinaré pez gato eléctrico. Vuelve pronto.
Con cariño desde el lago Tinsil,
Gerty
Henry y Henrietta se miraron.
—Vaya… —dijo Henrietta.
—¿Qué significará eso? —preguntó Henry.
—No lo sé. Probablemente era del abuelo. Se llamaba Simon. —Henrietta miró la postal con los ojos entornados—. La foto parece antigua.
—En la parte de abajo pone algo más, pero está impreso. —Henry se inclinó sobre su prima—: «La orgullosa Valkr en las aguas maternas». ¿Será ese el nombre de la embarcación? ¿La Valkr?
—Debe ser —dijo Henrietta—. ¿Cuál quieres que leamos primero?
Encima de la mesa, frente a la niña, descansaban dos sobres. Henry reconoció el sobre alargado que había empujado hacia el otro lado de la ranura. El otro era casi cuadrado.
—Pero si sólo había dos… —dijo.
—Ya lo sé —contestó Henrietta—. ¿Cuál quieres leer primero?
—No —replicó Henry—: Sólo estaban la postal y el sobre largo. —Alargó la mano para coger ambos—. ¿De dónde has sacado éste? —inquirió levantando el sobre cuadrado.
Henrietta se encogió de hombros.
—Estaba con el otro sobre y la postal, entre el colchón y la pared.
El sobre cuadrado era blanco como la leche y estaba sellado con lacre verde. El otro sobre era de color crema y la parte posterior tenía un texto escrito a mano. La letra era apretada e inclinada, casi caligráfica. Henry lo leyó en voz alta, muy despacio:
—«Al Amo del buzón setenta y siete, séptima fila de Lionesse, DX de Bizantemo». No creo que esto sea realmente una dirección. ¿Qué dirección tenéis aquí?
—Grange Road 11 —dijo Henrietta—. Mira, aunque se hayan equivocado, la carta ha sido entregada. Venga, ábrela ya.
Henry deslizó el dedo por debajo de la solapa. El papel se rasgó con facilidad y sacó una hoja de papel grueso doblada. La letra de la carta era la misma. Entornó los ojos y comenzó a leer:
Mediados de verano
Señor:
En el curso de nuestros ritualismos contemporáneos, hemos averiguado que algunos de los senderos olvidados han sido abiertos y manipulados. No creemos necesario aplicaros los mecanismos de nuestras averiguaciones, pues vuestro rostro no es desconocido para nuestros sapienticus, quid advirtieron que os habíais manifestado tan pronto como lo hicisteis.
Antiguo o nuevo, el amo del buzón sois. Vos habéis manipulado las brujulae, et debéis obedecer a nuestras intenciones. Despertad a la vieja hija del segundo sire. No viviremos por menos. Haced esto y volveréis a sentir la respiración de vuestra libertad, (fracasad, et nuestra orden fraudijficará con fuerza. Veréis que el águila de sangre no es ninguna gallina.
Darius
Primero inter los Magos Benjamines
P. B de Bizantemo
Henry dejó la carta sobre la mesa y miró a Henrietta. —Me parece que no lo has leído bien— dijo ella. —Dámela.
Henry le cedió la carta y los cereales, que ya estaban hechos papilla, se le escurrieron de la cuchara mientras la veía leer.
—Pero esto no tiene sentido —dijo Henrietta—. El que escribió esto debía estar borracho.
—¿No crees que se refiere a nosotros? —le preguntó Henry—. Yo podría ser el amo del buzón. Éste es mi cuarto.
Henrietta enarcó las cejas y lo miró.
—¿Qué? —preguntó Henry.
—Ésta es nuestra casa —contestó ella.
—¿Y?
—Tú no eres el amo de nada, Henry. —Bajó la vista a la carta—. Y aunque lo fueras daría lo mismo. Esto es un galimatías. Quienquiera que sea el amo del buzón, se supone que tiene que despertar a la hija de un segundo sire. Un sire es como un rey, ¿no? ¿Tú conoces a algún rey, Henry?
—Puede —dijo Henry, revolviendo sus cereales—. Nunca se sabe.
Henrietta se rió.
—Ya, seguro. Voy a abrir la otra.
Tomó el sobre cuadrado y le dio la vuelta, dejando el lacre boca arriba. La cera verde brillaba bajo la luz. En el sello figuraba una cabeza de hombre rodeada por un borde de cera. El hombre tenía barba y sus ojos no tenían pupilas ni expresión. En la barba le crecían hojas, que asomaban también por la nariz y la boca, mientras que de las orejas le salían unas ramas que se enredaban alrededor de su frente, como una corona.
—Da un poco de miedo —dijo Henrietta.
Deslizó el dedo a lo largo del papel para despegar el sello, pero éste no cedía. Intentó rasgar el papel, pero apenas logró arrugarlo. Dejó caer el sobre en la mesa y se puso de pie.
—Voy a por unas tijeras —dijo.
Henry cambió de postura en su asiento.
—No te molestes —le dijo—; no te servirán de nada. —Henry alzó la vista hacia ella—. Es como con la puerta de la habitación del abuelo. No conseguirás que se abra.
Volvió a coger el sobre y pasó los dedos por encima del sello.
—Es igual, iré a por ellas.
Henrietta se dio la vuelta, pero antes de que diera un solo paso, oyó un chasquido detrás de ella, como si alguien se hubiera crujido los nudillos. Se giró de nuevo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
—Ehm… he tocado el sello —dijo Henry.
—¿Qué?
—El sello, el de la carta, lo he tocado. —Henry señaló la mesa.
El sello se había dividido por la frente del hombre verde, pasando junto a la nariz y bajando hasta la barba.
—Se ha roto —dijo Henrietta—. Se ha partido por la mitad.
Tomó el sobre y trató de abrirlo, pero el papel se negaba a moverse.
—Creo que es para mí —dijo Henry.
Henrietta miró a Henry, miró el sello y le tendió la carta.
La hoja era de un papel muy grueso y se desdobló con facilidad en las manos de Henry. Se la tendió a Henrietta.
—¿Quieres verla tú también? —le preguntó.
—Léela en voz alta —le dijo Henrietta, dejándose caer de nuevo en una silla. La niña se llevó una mano a la boca y empezó a morderse la uña del pulgar.
Henry le echó un vistazo al papel y quedó más que sorprendido con lo que vio. No estaba escrita a mano, sino a máquina, y según parecía con una máquina de escribir muy antigua. La base de cada línea era irregular, y las T y las K quedaban un poco por encima de las otras letras. Era mucho más fácil de leer que la otra carta.
Documento expedido por el Comité Central de Faeren para la Prevención de Desgracias
(Distrito R.R.K)
Redactado y aprobado de acuerdo con las Directrices de Emergencia
(Libro de Faeren, VI.iii)
Entregado a través del Capítulo de Island Hill de Badon (Distrito A.P)
A quien corresponda:
Se ha presentado un testimonio en la colina de los Faeren (Distrito R.R.K) referente a ciertas puertas que se crearon sin autorización tiempo atrás y que fueron usadas frívolamente, en grave detrimento de cinco de nuestros más antiguos distritos y dos civilizaciones. Dichas puertas se creían destruidas, dañadas y/o selladas. El testimonio en la colina del mencionado distrito estableció lo siguiente:
(a) Que las puertas no fueron destruidas, ni dañadas, ni selladas, o bien fueron destruidas, dañadas o selladas pero han sido reconstruidas, reparadas o abiertas;
(b) Que junto a dichas puertas duerme un niño, bastante tímido, que ronca y lloriquea en sueños (en adelante Niño Llorica);
(c) Que la conducta del Niño Llorica es reprensible y que supone una vergüenza para todos aquellos que persiguen el saber, han sido marcados por cicatrices o han visto sus cabellos encanecer durante la labor de evitar desgracias en el servicio pasado, presente y futuro a este distrito.
Habiendo encontrado razonable este testimonio, el Comité Central de Faeren para la Prevención de Desgracias (Distrito R.R.K), expide la siguiente notificación, para que sea entregada a los miembros del Capítulo de Island Hill de Badon (Distrito A.P), quienes proporcionaron el testimonio mencionado.
Se dispone que si el Niño Llorica, ya sea por intromisión, ya sea por ignorancia o por malicia, desentierra, desencadena o libera males largo tiempo atrás derrotados o males nuevos y aún por derrotar, será considerado el responsable absoluto por el CCFPD de este distrito y será por tanto destruido.
El Niño Llorica recibirá notificación de ello por escrito, que se considerará entregada cuando el sello se rompa.
Notificación entregada.
Ralph Radulf
Presidente del CCFPD
(Distrito R.R.K)
C y A en EC
(por L.F. VI.iii)
Henry alzó la vista hacia su prima.
—Alguien sabe que he encontrado esas puertas.
—Eso no lo sabes —replicó Henrietta—. Esa carta no tiene por qué referirse a ti. —Esbozó una sonrisa forzada—. Aunque es verdad que lloriqueas.
—Yo no le veo la gracia —dijo Henry—. Alguien ha estado observándome. Eso da miedo.
Henrietta se encogió de hombros, pero empezó a morderse la uña otra vez. Henry se tomó los cereales y volvieron arriba a toda prisa.
Quitaron el empapelado de pósters y se quedaron junto a la cama mirando las puertas. Las puertas, por su parte, los miraban desde la pared.
—Yo quiero mirar por el buzón antes de nada —dijo Henrietta—, y después creo que deberíamos golpear las otras para ver si están atascadas como la primera.
Henry le dio la llave del buzón. La niña se apartó el cabello del rostro y se agachó para mirar a través del hueco. Henry se puso de pie sobre la cama y utilizó la parte trasera del cincel para golpear todos los pestillos y cancelas de metal.
—¿Estás seguro de que lo de ahí dentro era amarillo? —le preguntó Henrietta.
—Sí, pero creo que puede ser que sea una zona horaria distinta y por eso ahora esté oscuro.
Henrietta se irguió.
—Esta noche vendré a vigilar contigo. Espero que Anastasia y Penélope no se despierten. ¿Has probado con todas las que están cerca del suelo? Quiero ver ésas. Vamos a retirar la cama.
Henry se bajó de la cama, y los dos tiraron de ella para apartarla de la pared lo más posible, que no fue ni medio metro. Henrietta se sacó una goma de pelo del bolsillo y se lo recogió en una coleta.
—Me gusta ésa que está cerca del suelo —dijo—; la negra.
La puerta que señalaba Henrietta era un cuadrado de unos veintidós centímetros de lado y era muy, muy oscura. El polvo de la escayola resaltaba contra ella igual que un trazo de tiza en una pizarra.
—¿Estás segura? ¿No te parece triste?
—No, parece mágica.
—Pero es negra.
Henrietta sonrió.
—Por eso parece mágica. Además es más como de ébano, el tono de negro más bonito.
Henry observó la puerta negra más de cerca. Por alguna razón había evitado mirarla hasta ese momento. El día que le había arrancado la escayola era tarde y estaba cansado, pero ya entonces no le había gustado; había pasado rápidamente a otra puerta y no había vuelto a mirarla, aunque no sabía por qué.
—¿Intentaste abrirla? —inquirió Henrietta.
Ahora que lo preguntaba… No, sabía que no lo había hecho.
—No lo recuerdo —dijo.
Henrietta lo miró.
—Bueno, inténtalo ahora.
Henry no quería hacerlo. En el centro de la puerta había un pomo de metal muy pequeño. Alargó la mano y lo tocó; sintió que estaba frío. Intentó girarlo.
—No gira —dijo, y se apartó.
—¿Debería? —inquirió Henrietta.
Pasó por delante de Henry, se tumbó en la cama, agarró el pequeño pomo y tiró tanto que arrancó la puerta. Había una cadena de oro sujeta por detrás del portillo, que pendía haciendo un sonido metálico.
Henrietta parecía sorprendida.
—La he abierto —dijo, Henry quería salir de la habitación, y quería salir ya.
—Me parece que esta puerta no esconde nada bueno —susurró. Se le estaba haciendo un nudo en el estómago—. Creo que voy a vomitar.
Henrietta no lo escuchó y tiró de la cadena con la otra mano.
—Está enganchada con algo de dentro —dijo—. La puerta se abre pero si sueltas la cadena vuelve a cerrarse. Vaya, mira esto. —Se deslizó hacia delante y alargó la mano para meterla en la oscura abertura.
Henry vomitó en el suelo, junto a la pared, y se desmayó.
* * *
Cuando volvió en sí, se sentía mucho mejor, Henrietta estaba sentada en la cama, mirándolo.
—¿Estás bien? —le preguntó—. Has vomitado en el suelo. He echado una toalla vieja encima; ya lo limpiarás luego.
—No me gusta esa puerta —dijo Henry. Estaba tumbado entre su cama y la pared. Ni siquiera intentó incorporarse—. Me provocó náuseas. ¿Me he desmayado?
—Sí, pero seguías respirando, así que no me he preocupado. Anastasia solía contener la respiración hasta que se desmayaba; lo hacía constantemente.
—¿Has cerrado la puerta negra?
—Sí, aunque no creo que haya sido por eso. A mí sigue gustándome. Mira lo que había dentro. —Levantó la mano para mostrarle una llave. Era mucho más grande que la anterior y también más vieja, una llave maestra—. Creo que podría ser la llave de la habitación del abuelo. Papá tiene otras llaves parecidas a ésta. Estaba esperando a que te despertaras para intentar meterla en la cerradura.
Henry se incorporó apoyándose en los codos. En el suelo, a sus pies, había una andrajosa toalla verde hecha un gurruño.
—¿Pero por qué iba a estar ahí la llave de la habitación del abuelo? —preguntó—. Las puertas fueron tapiadas mucho antes. Te acordarías si sólo hiciera dos años de eso.
—A lo mejor no es una simple llave. Además, te recuerdo que son puertas mágicas. Si pudiste ver la cara de un cartero en la pared, no veo qué tiene de raro que en ésta hubiera una llave.
—No creo que la llave funcione. Me parece que hay algo que mantiene la puerta cerrada.
—Bueno, vamos a probar.
Henrietta se puso de pie y Henry se levantó también, preguntándose si irían a entrarle ganas de vomitar otra vez. Bajó de nuevo la vista a la toalla.
—Es sólo un poco de vómito, además, la toalla oculta un poco el olor —dijo Henrietta—. Vamos.
Apartaron la cama para salir, bajaron las escaleras del ático y rodearon la barandilla del rellano. Pasaron por encima del agujero que la sierra mecánica había hecho en el suelo, dejaron atrás la moqueta hecha trizas y completamente enredada, y se detuvieron frente a la vieja puerta, ahora desfigurada.
—Hazlo tú —dijo Henrietta, y le tendió la llave.
—La encontraste tú —dijo Henry.
—Sí, pero quiero que lo hagas tú.
—¿Por qué?
—No lo sé —respondió ella—. Creo que deberías hacerlo tú.
Henry tomó la llave y la introdujo en el agujero de madera donde antes había estado el pomo de latón. Giró la llave, que chocó con algo, y después se escuchó un clic. Henry dio un paso atrás.
—No hay pomo —dijo.
—Pues empuja.
Henry alargó la mano y tocó la estropeada superficie de la puerta. Empujó y la puerta se abrió de par en par, sin hacer ningún ruido.
—Vaya… —murmuró Henrietta.
Los dos se asomaron al interior. La cama, que era enorme, estaba hecha. En la mesilla de noche un reloj hacía tic-tac junto a un libro abierto. El libro estaba colocado boca abajo, como si quien lo hubiera estado leyendo no hubiera querido perder la página en la que se había quedado. Detrás había un jarrón de cristal con flores frescas. Una de las ventanas estaba abierta, y la cortina se agitaba con la brisa de un modo fantasmal.
—¿Son falsas? —preguntó Henrietta.
—¿El qué?
Ella señaló.
—Las flores que hay en el jarrón, al lado de la cama.
—No lo parecen. Y hay agua en el jarrón.
Henry dio un paso adelante.
—No entres, Henry —dijo Henrietta.
—¿Por qué?
—No debería haber flores. El abuelo murió hace dos años y la puerta ha estado cerrada todo ese tiempo. No debería haber flores. Y mira, la ventana está abierta. La ventana no debería estar abierta. Siempre está cerrada desde fuera.
Henry paseó la vista por la habitación.
—Bueno, parece que las flores tienen algunas manchas marrones.
—Pero no están secas. ¿Y por qué no hay polvo? —Henrietta se inclinó hacia delante, tirándose de la coleta, nerviosa—. ¿Abuelo? —llamó—. ¿Estás ahí?
Retrocedió hasta el rellano.
—Yo creo que deberíamos entrar —dijo Henry.
Henrietta no contestó, así que Henry cruzó el umbral y miró a su alrededor.
—¿Ves algo? —inquirió Henrietta.
—No está aquí. Mira, lo único hay son un montón de libros.
—Mira detrás de la puerta —dijo Henrietta mordiéndose una uña.
Henry lo hizo y encontró una bata de color púrpura colgada de un gancho. Se quedó contemplándola muy quieto.
—¿Qué pasa? —lo llamó Henrietta—. ¿Qué hay ahí detrás?
—He visto… —comenzó Henry, pero había un muro que bloqueaba aquel recuerdo.
La bata era larga, de color púrpura, y estaba sucia. Henry alargó la mano, irritado, y agarró un puñado de tela. Intentó derribar la pared que obstruía su mente.
Henrietta entró en la habitación y lo miró. Había una expresión preocupada en su rostro.
—Henry, ¿estás bien?
Henry soltó la bata y se lamió los labios.
—¿El abuelo era bajito? —le preguntó—. Tuve un sueño… puede que tuviera un sueño… en el que alguien llevaba esta cosa púrpura. Un hombre bajito y anciano. Le vi saliendo del cuarto de baño.
Henrietta se quedó mirándolo.
—El abuelo era alto, muy alto. ¿Dices que viste a alguien en el baño?
—No lo sé —dijo Henry—. Tal vez no, pero tengo una imagen de él grabada en la mente y no sé por qué.
Henrietta se acercó a la cama, miró por la ventana, se cruzó de brazos y se estremeció.
—Todo esto me está dando miedo, Henry.
El chico tomó el libro que había en la mesilla de noche y le dio la vuelta.
—Es un diario.
Henrietta lo miró.
—¿El diario del abuelo?
—Tiene todas las páginas escritas. Parece como si sólo hubiera estado leyéndolo.
—No lo creo. Papá dice que estaba leyéndole un libro sobre una guerra antigua cuando murió. Debe estar leyéndolo otra persona.
—¿Quién? —preguntó Henry.
Ella le clavó la mirada con los ojos muy abiertos.
—¿La persona que viste en el baño? No lo sé. —Se estremeció de nuevo y se frotó los brazos.
Henry miró otra vez la bata púrpura, bajó la vista al diario y empezó a leerlo.
—Henrietta… —dijo—. Habla de las puertas de mi cuarto…
—¿Qué dices?
Miró el diario por encima del hombro de Henry. La página de la derecha estaba cubierta por un dibujo. La tinta estaba emborronada, pero no había duda de que era la pared del cuarto de Henry. Había un cuadrado por cada puerta y en el centro de cada una, excepto en una, había un número escrito. La página de la izquierda tenía dos columnas de números, del 1 al 98.