Capítulo 6

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Henry estaba de pie, con la espalda apoyada contra la valla, viendo jugar a los chicos con una mezcla de sentimientos encontrados. En cierto modo, estaba pasándoselo bien. Desde que llegaron a la barbacoa se había bebido tres refrescos de cola y ahora estaba tomando cerveza de raíz. Nunca había probado bebidas gaseosas. Había visto algunos anuncios en la tele, que su padre había calificado de vulgares y capitalistas. A él, por el momento, le estaban gustando. Sin embargo, la felicidad de Henry se veía empañada en esos momentos por la preocupación: los chicos que estaba observando con la lata de cerveza de raíz en la mano estaban jugando al béisbol.

Los adultos estaban en el jardín, reunidos en torno a las parrillas o colocando en las mesas cazuelas, platos de cartón y endebles cubiertos de plástico diseñados para romperse con un soplido. Las primas de Henry habían ido hacia el jardín delantero y se habían esfumado, y los chicos habían ido corriendo a la parte trasera de la casa para jugar al béisbol en un solar vacío donde sólo había unos viejos cimientos. Eran lo suficientemente precavidos como para batear las bolas lejos de la casa, lanzándolas hacia la calle a través de los árboles desgarbados, e incluso más allá, hacia un almacén abandonado que se erigía a la sombra de un oxidado tanque de agua. Ni una sola de las bolas que habían lanzado había alcanzado la calle y, en cuanto caían al suelo, se perdían de vista, devoradas por las fauces del césped salvaje.

A Henry le preocupaban los chicos. No le preocupaba que pudieran marginarle, ni que pudiera darles vergüenza pedirle al chico nuevo que jugara con ellos. Lo que le preocupaba era que se lo pidiesen. Pero por el momento ninguno lo había hecho, así que se apoyó en la valla, intentando pasar desapercibido mientras se bebía la lata de cerveza de raíz y observaba a los otros chicos correr, atrapar bolas, lanzarlas e intentar golpearlas con el bate.

—¿Te duele el brazo? —preguntó una voz detrás de él.

Henry se volvió, y al alzar la vista se encontró con el rostro de su tío Frank.

—¿El brazo? —preguntó Henry.

—Bueno, no estás jugando con los otros chicos, así que he pensado que a lo mejor te dolía la muñeca o el codo.

—No, es sólo que no tengo ganas —respondió Henry, antes de tomar un sorbo de cerveza de raíz.

—Ah, ya veo. Bueno, yo muchas veces tampoco tengo ganas de nada —dijo Frank—. Voy a coger algo de beber y volveré para ver el partido contigo.

Frank se alejó y Henry se giró de nuevo hacia el solar. Frente a él había un chico alto con una gorra de béisbol manchada de sudor y la visera deshilachada.

—¿Eres Flenry?

—Sí.

—Yo soy Zeke Johnson —se presentó el chico—. ¿Juegas al béisbol?

—No mucho —respondió Henry.

—¿Quieres jugar? —le preguntó Zeke, señalando el solar con la cabeza.

Por regla general Henry habría mentido, pero se sorprendió a sí mismo al responder:

—Me he olvidado el guante.

—Te prestaré el mío —le dijo Zeke—. Nos turnaremos para usarlo.

—Es que soy zurdo.

—Yo también.

Henry contuvo el aliento.

—De acuerdo —dijo, y miró alrededor, buscando un sitio donde dejar la lata.

Zeke se la quitó de la mano y la colocó sobre la valla. Luego, con la respiración entrecortada y la sangre haciéndole cosas raras en las venas, Henry siguió a Zeke por el desaliñado césped del diamante[4] improvisado. Los otros chicos saludaron a Henry con la cabeza o le dijeron hola. Henry les respondió con un movimiento de cabeza, incapaz de pronunciar palabra. Zeke lo presentó, le dio su guante y lo mandó al lado derecho del campo.

El tío Frank se apoyó en la valla y observó a los chicos mientras daba sorbos a su lata de cerveza. Un hombre más grande que él se colocó a su lado, apoyándose también en la valla.

—¿Qué hay, Frank? —lo saludó—. Dotty me ha dicho que querías hablarme de una puerta con la que tienes problemas.

Frank lo miró. El otro tipo era alto y parecía fuerte. En su rostro mofletudo se dibujaba una sonrisa y llevaba una gorra amarilla con un dibujo de una hormigonera sobre la visera.

—¿Qué hay, Billy? —dijo Frank—. Así que Dotty te lo ha dicho…

—¿Cuánto tiempo lleva atascada? —le preguntó Billy.

Frank miró hacia el campo de béisbol, se llevó la lata de cerveza a los labios e hizo un gesto de desagrado al tomar un sorbo.

—Dos años —contestó por fin—. Esta mañana he intentado echarla abajo con un hacha, y luego con una sierra, pero lo único que conseguí fue destrozar el suelo. No hay quien abra esa puerta.

—Bueno —dijo Billy—, ¿quieres que vaya a echarle un vistazo?

Los dos hombres se quedaron callados, observando cómo un chico bajito perdía el equilibrio al batear.

—Debería cogerlo más arriba —dijo Frank. Billy asintió y lanzó un escupitajo—. Y tiene los ojos fijos en todo menos en la bola. —Se irguió e inspiró profundamente—. Está bien, Billy. Necesito que vengas a echarle un vistazo ahora, pero dile a Dotty que te dije que no vinieras. No sé cuándo podré pagarte. Es ella quien lleva las cuentas, y pueden pasar meses hasta que consiga coger el dinero sin que se entere.

Billy asintió. Justo cuando los dos hombres dejaron sus bebidas en la valla junto a la lata de cerveza de raíz y se alejaron para ir a buscar la camioneta de Billy, el equipo de Henry se disponía a batear.

* * *

Henry se colocó en la base, para batear, y vio tomar impulso al chico gordo que iba a lanzar. No podía creerse que estuviera haciendo aquello. El chico lanzó la pelota con toda la fuerza que pudo, y la primera vez casi golpeó a Henry, que no llevaba casco siquiera. El equipo de Henry tenía a un chico en segunda base y ya contaban con dos jugadores eliminados. El chico gordo lanzó de nuevo; la pelota iba directa hacia él. Henry quería esquivarla o agacharse, pero en vez de eso se echó hacia atrás y levantó el bate para protegerse la cara. La bola rebotó en el mango del bate, haciendo que a Henry le ardieran las manos por el golpe.

—¡Corre! —le gritó alguien.

Henry llevó el bate con él unos cuantos pasos y luego recordó que tenía que soltarlo. Ni siquiera se paró a mirar dónde había ido la pelota. Estaba seguro de que lo eliminarían si lo hacía. Cuando alcanzó la sudadera que estaban usando de primera base, la pisó con un pie y saltó sobre el otro, intentando parar. Luego se cayó de bruces.

—Puedes pasar corriendo por encima —le dijo el primera base.

Henry miró cómo el lanzador recibía la pelota del jugador que estaba entre la segunda y la tercera base.

—¿Dónde llegó la bola? —le preguntó Henry al primera base—. ¿Dónde la mandé?

—Al campo izquierdo, detrás de la tercera base. ¿Te ha hecho daño en las manos? La golpeaste con el mango del bate.

—Sí —dijo Henry.

Se puso de pie sin saber qué postura adoptar. Se frotó las doloridas manos y se cruzó de brazos. El otro corredor estaba en tercera base, pero no exactamente sobre ella, sino un poco adelantado, moviéndose de lado a lado con las rodillas dobladas. Henry descruzó los brazos y se apartó de la sudadera, intentando observar al lanzador, al otro corredor y al bateador, todo al mismo tiempo.

El bateador golpeó la bola, lanzándola muy alto, y Zeke le arrojó su guante a Henry mientras entraba por el centro del campo. Henry corrió fuera, al campo derecho, casi deseando que alguien lanzara la pelota en su dirección… pero, al mismo tiempo, temiéndolo.

* * *

Frank y Billy estaban de pie en el rellano. Billy sostenía su caja de herramientas. Frank se secó el sudor de la frente antes de hablar.

—La sierra se quedó encajada en el suelo justo antes de que nos marcháramos a la barbacoa. No me ha dado tiempo a sacarla.

Billy se humedeció los labios. Había astillas de madera esparcidas por todo el rellano y parte de las escaleras, y parecía que la puerta hubiese sido atacada por una manada de castores furiosos. La sierra todavía yacía hundida entre las hebras de la destrozada moqueta. Billy se arrodilló junto a la puerta.

—Menuda la que has montado, Frank —dijo—. Deberías haberme llamado antes; podrías haberte ahorrado el método Vietnam.

Rebuscó en su caja de herramientas, sacó una cosa negra y metálica y empezó a hurgar en la vieja cerradura. Frank oyó un clic.

—¿Ya está? —preguntó.

—Casi. —Billy sacó una segunda herramienta y, un instante después, se oyó otro clic—. Ahora sí —dijo—. Ahora se abrirá.

Se apoyó en la puerta. Se puso de pie y empujó con el hombro. Dio un paso atrás y le pegó una patada.

—Cielos —dijo—. ¿Alguien le ha soldado una placa por dentro? Yo diría que ya no está cerrada; debería abrirse sin problemas —dijo, y le propinó otra patada.

—Por eso usé el hacha —dijo Frank—. Si fuera capaz de encontrar la llave…

—La llave no te serviría de nada. La cerradura ya está abierta; si sigue cerrada es por otro motivo.

—Pues, no sé… —dijo Frank—. Quizá necesite una llave especial; la cerradura lo es, desde luego.

—Es el mismo tipo de cerradura que el de todas estas casas viejas —replicó Billy—. No tiene nada de especial.

Se quedaron callados de nuevo.

—Yo habría probado directamente con la sierra —dijo Billy finalmente—. ¿Qué pasó?

—Rebotó. Se me resbaló y se comió la moqueta.

—¿Te importa que lo intente yo?

—Antes tendremos que sacarla de ahí.

Frank se sacó una navaja del bolsillo y la abrió. Cortó los hilos de la moqueta que se habían enganchado a la sierra mientras Billy intentaba desengancharla, tirando de ella. Tras unos cuantos forcejeos y un par de tirones lograron liberarla. Billy examinó la cadena.

—Está algo desafilada —le dijo—. Y llena de hilos de la moqueta.

—Pero antes no lo estaba —repuso Frank.

Billy tiró del cable de arranque y el motor refunfuñó. Volvió a tirar y el motor protestó irritado. Un tercer tirón lo despertó por completo y el descansillo se llenó de humo. Billy avanzó hacia la puerta.

* * *

Para cuando Henry, sus primas, su tía y su tío llegaron a casa y bajaron sus cosas del coche, Henry había tomado un total de seis refrescos de varios tipos (cuatro de ellos con cafeína), dos salchichas y una hamburguesa. Necesitaba ir al baño urgentemente.

Una vez allí, de pie frente al espejo, repasó los logros que había tenido en el partido de béisbol. Lo habían eliminado dos veces por no conseguir batear en ninguno de los tres intentos, pero había bateado bien dos veces, una consiguiendo llegar hasta la primera base y otra hasta la segunda. En este último lanzamiento, la pelota había llegado hasta los árboles. También había fallado una bola alta, pero había atrapado una bola baja y la había lanzado casi hasta la segunda base. Y Zeke Johnson, aunque era mucho más corpulento que él, quería que quedaran para practicar esa misma semana. Henry y Zeke estarían en la misma clase en otoño.

Abrió el grifo y observó cómo el agua se volvía marrón al caer sobre sus manos. Oyó a sus primas gritando y riendo. Si liberaban a sus padres no iría al colegio en Kansas. Se le hizo un nudo en el estómago y se sintió horriblemente culpable. Tan sólo llevaba unos días en una casa nueva y ya los había olvidado. Probablemente lo estaban pasando muy mal.

Aunque la culpa de que los hubiese olvidado no era del todo suya, pensó; las cosas extrañas que habían pasado le habían tenido con la mente ocupada. Naturalmente esperaba que los liberaran y que regresaran sanos y salvos, pero aquello era algo que, si tenía que ocurrir, ocurriría; tanto si se preocupaba por ello como si no lo hacía. Además, estaba jugando al béisbol y Zeke quería que fuera a su casa… y lo más importante: tenía que averiguar qué estaba pasando en su cuarto.

Henry fue al salón, donde sus primas estaban suplicándole al tío Frank que les dejara ver una película. Pasó por delante de ellos dando pisotones y subió a su cuarto, haciendo un esfuerzo por sentirse triste por sus padres. Cuando llegó a las escaleras del ático, subió un escalón y se detuvo. Una corriente de aire frío lo envolvió. Subió otros dos escalones, más despacio, olfateando y escuchando. El aire olía a hierba y a tierra mojada y a lo lejos se escuchaba un ruido de árboles.

En el ático, que por lo general era el lugar más caluroso de la casa, hacía un frío tremendo. Las puertas de su cuarto estaban abiertas, liberando un viento silencioso, que sintió pasar a su lado. Las luces estaban apagadas, pero afuera aún no estaba del todo oscuro, de modo que podía ver la pared de su cuarto desde donde estaba. Una de las puertas se había abierto. Se escuchaba el suave gemido de los árboles, crujiendo como barcos, en algún lugar al otro lado de la pared. Cuando entró en su cuarto se detuvo y miró cuidadosamente a derecha e izquierda. Dio un paso más y se encontró en medio de un charco de agua helada. Retrocedió de un brinco, fue a tientas hasta la lámpara y la encendió. El extremo del colchón situado bajo la puertecita estaba empapado. El suelo estaba cubierto por un charco enorme que ocupaba el lado derecho del cuarto y llegaba casi hasta el umbral de la puerta. La puerta de la pared se balanceaba ligeramente y todas las que había bajo ésta, al igual que la escayola, estaban caladas. Henry se arrodilló sobre la cama, sintió como el colchón chapoteaba bajo sus rodillas y miró dentro de la puerta. No consiguió ver nada, pero percibía un aroma a tierra húmeda y a musgo abundante y mullido. Podía oír el ruido de las hojas dormidas al moverse. Cerró la puerta echó el pestillo y buscó un sitio seco en el colchón para sentarse. Mientras se tocaba la rodilla mojada, bajó la vista al agua del suelo. Había tres lombrices, de las grandes, hinchadas en el charco.

—Lombrices… —dijo Henry en voz alta.

Había lombrices en un charco en el suelo de su ático.

* * *

Dotty y Frank estaban de pie en la cocina, bebiendo té. Las chicas estaban viendo algo en la televisión.

—¿Qué dijo Billy? —preguntó Dotty a su marido.

—¿A qué te refieres? —inquirió Frank—. Ya te dije que no iba a pedirle que viniera.

—Pero lo hiciste. —Dotty sonrió, se echó el cabello hacia atrás y tomó un sorbo. Luego lo besó en la mejilla—. Gracias por hablar con él, Frank; sé que tienes tu orgullo.

—Mi orgullo es el motivo por el que le pedí que viniera —masculló Frank—. Pero él tampoco logró abrirla. Lo cual demuestra que no necesitaba llamar a Billy. —Dejó a un lado su té—. Me voy a repanchingar un rato con las chicas.

Anastasia y Penélope estaban sentadas en el suelo, frente al televisor. Frank se dejó caer junto a ellas.

—Henrietta está arriba con Henry —dijo Anastasia—, y ha dicho que nosotras no podíamos subir.

—¿Y vosotras queríais subir? —le preguntó Frank.

—Sí —contestó Anastasia.

—No —dijo Penélope—. A Henry no se le da bien ningún juego; Henrietta sólo está siendo amable con él.

—Pues yo creo que tienen un secreto —replicó Anastasia.

—No está bien intentar averiguar los secretos de la gente —la reprendió Penélope.

—Los secretos están para ser descubiertos. Papá, ¿tú crees que tienen un secreto?

—¿Por qué no se lo preguntas? —dijo Frank.

—¿Puedo? —inquirió Anastasia entusiasmada—. ¿Y tendrán que contestarme?

—No —respondió Frank—, no tienen por qué contestar si no quieren.

—¿Puedo ir a preguntarles ahora?

—Pues claro. Penny y yo nos quedaremos aquí viendo la televisión para luego contarte qué te has perdido. ¿Verdad, Pen?

Penélope se limitó a morderse el labio mientras Anastasia corría hacia las escaleras.

Al llegar a las escaleras del ático, Anastasia disminuyó la velocidad y aguzó el oído. Sabía que el primer paso para indagar sobre los secretos era ver cuánto podías averiguar espiando. Llevaba días queriendo espiar a Henry y Henrietta. Habría querido seguir a Henrietta la noche anterior, cuando se había levantado de la cama de madrugada, pero Penélope no le había dejado. Quería husmear en el cuarto de Henry y mirar en sus cajones, pero Penélope tampoco se lo permitió. Penélope creía que era más divertido que la gente contara las cosas voluntariamente, pero a Anastasia le parecía que era más divertido averiguar lo que no querían contarte.

Podía oír la voz de Henrietta, aunque no sabía qué estaba diciendo, y el sonido de un líquido cayendo sobre el suelo con fuerza. Escuchó también el ruido producido al tirar de un rollo de celo y cortar la cinta adhesiva con los dientes. Anastasia deslizó sus pies a los extremos del escalón en el que estaba, pegándolos contra la pared, plantó las manos unos cuantos escalones más arriba y comenzó a subir a gatas.

—¿Cómo crees que se ha soltado el pestillo? —oyó preguntar a Henrietta—. Vi cómo lo echabas; sé que no te olvidaste.

—No lo sé —dijo Henry.

—Hay mucha agua. Esta noche tendrás que apañártelas para dormir en el lado seco de la cama.

—Ya —dijo Henry—, aunque no sé si me dormiré. He tomado un montón de refrescos.

—Yo también.

—Nunca había tomado refrescos hasta hoy.

—¿Qué? ¿En serio? —Henrietta se rió—. ¿Por qué no?

—Creo que porque te estropean los dientes.

—¿Y no te estropea toda la comida los dientes?

—Supongo.

—Las lombrices son simpáticas. Es raro que hayan llegado aquí.

—Sí. Me parece que no les gusta mucho el suelo de mi cuarto.

—¿Crees que han aparecido aquí por eso del salto cuántico?

—No sé de dónde han salido, pero probablemente preferirán estar en el jardín trasero.

—Ya he acabado con la pared. ¿Pongo posters también en el techo?

—De acuerdo.

—¿Y en la otra pared?

—Está bien.

Henry no estaba prestando atención a lo que Henrietta le decía. Estaba muy ocupado presionando toallas contra el suelo y escurriéndolas luego en un cubo que estaba pidiendo a gritos que lo vaciaran. Lo cogió y fue hasta las escaleras.

Anastasia, que hacía equilibrios sobre manos y pies en medio de la escalera, se puso de pie rápidamente.

—Hola, Henry —lo saludó—. Sólo estaba subiendo.

—Ah… —dijo Henry.

Al oír la voz de su hermana, Henrietta salió del cuarto de Henry, hecha una furia.

—¡Anastasia, eres de lo que no hay! —la increpó—. ¡Estabas espiándonos!

—No es verdad —replicó la niña abriendo mucho los ojos—. Sólo venía a preguntaros una cosa. ¿Puedo subir?

—No pasa nada —dijo Henry—. Puedes subir.

Se hizo a un lado y Anastasia subió rápidamente los últimos escalones intentando no mirar a su hermana, que le estaba haciendo muecas.

Anastasia fue hasta el umbral del cuarto de Henry. Él y su hermana se quedaron de pie detrás de ella.

—¿De dónde habéis sacado todos esos posters? —les preguntó.

La pared estaba completamente cubierta con imágenes de un jugador de baloncesto con los brazos cruzados y expresión feroz. Los posters estaban pegados todos seguidos, como si fuesen una sábana. La mayoría estaban colocados en vertical, pero había algunos inclinados, e incluso uno pegado boca abajo. Del techo colgaba un póster que Henrietta no había acabado de pegar.

—Papá me los dio para que Henry los pusiera en su cuarto —respondió Henrietta—. Los tenía en el granero.

—¿Todos iguales? —preguntó Anastasia.

—Sí, no me importa —contestó Henry.

Anastasia bajó la vista al suelo, todavía húmedo.

—¿Estabas escondiendo un pez en tu cuarto? —le preguntó—. A mamá no le importaría que tuvieras un pez.

—No —respondió Henry.

—¿Ranas?

—No.

—¿Salamandras?

—No, no —dijo Henry.

—¿Entonces toda esta agua…?

—No es nada —dijo Henrietta.

—Es agua de lluvia —respondió Henry.

Anastasia entró en el cuarto de Henry. Henrietta la siguió y se quedó de pie a su lado. Anastasia palpó la cama y fue entonces cuando vio las lombrices.

—Me gustaría que me contarais vuestro secreto. Quería espiaros, pero Penny no me deja. ¿Por qué no me lo contáis? No me chivaré. Penny y yo sabemos guardar un secreto.

—Penny sí —dijo Henrietta.

Se cruzó de brazos y sacudió la cabeza para echarse el pelo hacia atrás. A Anastasia pareció dolerle su respuesta.

—¡Yo también sé!

—¿Quién le contó a mamá lo de las calaveras de rata en el granero? —le espetó Henrietta.

—Bueno, no pretendía hacerlo.

—¿Quién le contó a Becky Taller lo del fuerte en los castaños?

—¡Si ni siquiera me cae bien Becky Taller!

—¿Y quién se lo dijo entonces? ¿Y quién le dijo a papá que íbamos a comprarle unas botas por su cumpleaños?

—¡Pero se olvidó! Se sorprendió cuando las vio.

—¿Y quién se chivó a mamá cuando intenté trepar por el tanque de agua?

—¡Yo no se lo conté!

—¿Trepaste por el tanque de agua? —preguntó Henry—. ¿Ése tan alto que hay al otro lado del pueblo?

—Sí, aunque alguien se chivó y papá me pilló, así que no pude llegar muy alto —respondió Henrietta, mirando furibunda a Anastasia.

—No fui yo —repitió Anastasia—. De verdad que no, lo prometo.

—Bueno, pues todas las otras veces sí que te fuiste de la lengua.

—Pero no fue a propósito. Si me contáis lo del agua y las lombrices os prometo que no se lo diré a nadie; ni siquiera a Penny.

—Si te lo contáramos a ti se lo contaríamos también a Penny —contestó Henrietta.

—Ya te lo he dicho —intervino Henry—, es agua de lluvia.

Anastasia lo miró e hizo una mueca de desprecio.

—Eso no es nada nuevo. Probablemente, la mayor parte del agua es agua de lluvia.

—A lo mejor te lo contamos, pero dentro de un rato —dijo Henry—. Ahora tengo que ir a vaciar este cubo.

Recogió las toallas, las metió en el cubo y bajó las escaleras. Anastasia lo siguió hasta el rellano del segundo piso.

—¿Henry? —lo llamó.

—¿Sí?

—¿Tú crees que sé guardar un secreto?

Henry se detuvo y la miró.

—No lo sé. ¿Puedes hacerlo?

—Bueno, me cuesta un poco, pero a veces sí puedo.

—-Está bien, te contaré un secreto, pero no se lo digas a nadie.

—De acuerdo.

—No quiero volver a Boston.

—Vaya… —Anastasia parecía decepcionada—. ¿Y qué pasa con tus padres?

—Espero que estén bien, pero no quiero volver. Ellos nunca me dejarían tener una navaja, ni montar en la parte trasera de una camioneta, ni beber refrescos, ni jugar al béisbol sin un casco.

—Pero los jugadores de béisbol de verdad llevan cascos —repuso Anastasia.

—Me hicieron ir a unas clases especiales por hacerme pis en la cama.

—¿Te haces pis en la cama?

—Antes sí. Pero ya no.

—No se lo diré a nadie.

—De acuerdo —dijo Henry, y entró en el cuarto de baño.

Anastasia bajó a la primera planta y no contó nada de lo que había visto, aunque le habría resultado más difícil si Penélope le hubiese preguntado.

—Creía que Henry tenía un pez y lo estaba escondiendo —le susurró a ésta—, pero Henrietta dice que no.

* * *

Esa noche Henry se quedó leyendo, sentado en el lado seco de la cama, hasta que estuvo seguro de que su tía y su tío se habían dormido. Entonces quitó la sábana de pósters y miró su colección de puertas. Sacó el cincel que le había llevado Henrietta y empezó a levantar la escayola, rascando los pocos trozos que quedaban.

Mientras tanto, en el piso de abajo, Frank le dijo a Dotty que no se preocupara por ese ruido de arañazos, se dio la vuelta y volvió a dormirse. Henry estaba empezando a cogerle el truco a aquello de romper la escayola e iba mucho más deprisa ahora que tenía el cincel. Además, como todavía estaba bajo los efectos de la cafeína que había tomado en la barbacoa, no se sentía cansado en absoluto.

La escayola de las esquinas superiores se desprendió rápidamente. Henry subió la cómoda a la cama para poder encaramarse sobre ella y alcanzar la parte más alta de la pared, que se elevaba hasta el techo. No había ninguna puerta a esa altura, sólo un panel de madera que coronaba la pared. Se bajó de la cómoda, volvió a ponerla en el suelo, e intentó retirar su cama de la pared en silencio para poder trabajar en la parte inferior. Henrietta llegó justo cuando había acabado de mover la cama. Había esperado un buen rato a que sus hermanas se durmieran.

La mayor parte de la escayola que había tras la cama se había desprendido con rapidez, porque se había reblandecido al empaparse de agua, pero a los niños les costó mucho más quitar la de las esquinas inferiores. En esa parte la escayola era más fina, se quebraba con facilidad, y los trozos que se desprendían eran muy pequeños.

Cuando Henry acabó, se echó hacia atrás para mirar la pared. Se le había pasado el efecto de la cafeína y estaba tan cansado que podría haberse quedado dormido de pie. Le dolían los brazos y las muñecas, y los bostezos se le escapaban en cadena. Henrietta, que había estado barriendo y limpiando mientras Henry levantaba la pared, dejó lo que estaba haciendo y se colocó junto a él.

—¿Cuántas puertas hay? —preguntó.

Henry bostezó.

—No sé. Un montón. Son bastante pequeñas.

Henrietta empezó a contar. Henry estaba demasiado cansado para ayudarla, así que se limitó a esperar a que ella acabase.

—Noventa y nueve —anunció ella finalmente—. Hay noventa y nueve. Noventa y nueve puertas son un montón.

—Sí —dijo Henry, bostezando de nuevo.

—¿Vamos a tirar los escombros? —le preguntó Henrietta.

Henry volvió a bostezar y asintió. No podía ni hablar. La manta no estaba tan llena como la última vez, pero aun así pesaba mucho. Henry se echó al hombro el improvisado saco, extenuado, y Henrietta lo siguió, recogiendo los trozos que se caían de la manta. Cuando llegaron fuera, el aire de la noche los despejó un poco, pero no mucho. Cada vez que Henry bostezaba, a Henrietta le temblaba la mandíbula y se le escapaba un bostezo que se esforzaba por reprimir. Finalmente, llegaron al canal de riego, donde observaron cómo la escayola se deslizaba hasta el agua, tan oscura que parecía aceite y, finalmente, se sentaron.

—La otra vez me quedé dormido aquí —dijo Henry—. Era temprano, pero ya había salido el sol. Tu padre me encontró, pero no me preguntó qué estaba haciendo aquí.

—Papá nunca hace preguntas.

—Me gustaría volver a dormir aquí otra vez. Se está mucho más a gusto que dentro.

—Te quedarías frío.

—No hace tanto frío —replicó él—. Se está estupendamente.

—Yo lo he hecho alguna vez —dijo Henrietta—, pero al final te acabas quedando frío. ¿No has dormido nunca al aire libre?

Henry negó con la cabeza.

—¿Ni siquiera en una tienda de campaña?

Henry volvió a negar con la cabeza.

—Una vez me acosté en un saco de dormir. Mamá dijo que tenía que ponerlo en la cama, pero dormí en el suelo. Cuando me encontró allí por la mañana, pensó que me había caído —dijo mientras observaba la inquietante cara de la luna.

Henrietta no dijo nada, y cuando Henry se volvió a mirarla vio que se había quedado dormida sobre la hierba con la boca abierta.

—Henrietta —la llamó.

Le golpeó en el hombro con el índice y la niña se despertó.

—Deberíamos volver dentro o nos quedaremos dormidos los dos.

—De acuerdo —murmuró ella, y Henry la ayudó a levantarse.

Arrastraron sus pies desnudos por el césped perlado de rocío con la manta sucia y mojada tras ellos.

Henry dio las buenas noches a Henrietta al llegar a la puerta de su habitación, subió las escaleras y arrojó la manta sobre su cama. La parte del colchón que se había mojado estaba sucia de polvo y no se podía sacudir, pero a Henry no le importaba. Ni siquiera se molestó en volver a colocar la sábana de pósters. Se quitó la ropa, la dejó en el suelo y se metió en la cama. Puso la cabeza en la esquina seca del colchón, se acordó de algo, alargó la mano para apagar la luz y cerró los ojos.

* * *

Cuando Henry se despertó, no sabía si había estado durmiendo horas o si acababa de meterse en la cama. Lo único que sabía era que había luz en su cuarto cuando se suponía que debía estar a oscuras. ¿Y qué más te da?, se preguntó, todavía adormilado. Permaneció con los ojos cerrados y sus pies desnudos se movieron inquietos sobre las sábanas mojadas.

De pronto se despertó del todo. Una luz brillaba a los pies de su cama e iluminaba sus pies húmedos. La luz provenía del buzón de correos.

Henry se incorporó y se deslizó hasta los pies de la cama, apartó de una patada las sábanas revueltas y las tiró al suelo. Luego contuvo el aliento y miró por el estrecho panel de cristal. En la oscuridad del buzón se vislumbraba una tarjeta, apoyada en el lado izquierdo de la caja, y más allá, se veía una habitación amarilla que brillaba suavemente por la luz. El cerebro de Henry volvía a funcionar a su velocidad normal y recordó que tenía la llave de la puerta en el bolsillo de los pantalones.

Se bajó de la cama de un salto, revolvió en el gurruño que formaban las sábanas y la manta tiradas en el suelo, y buscó sus pantalones. Cuando los encontró alargó la mano hacia el bolsillo, pero el pánico se apoderó de él. ¿Y si la llave se le había caído del bolsillo cuándo se tropezó en la primera base? ¿O cuándo se cayó en la segunda base? ¿O en el campo derecho? Sin embargo, sus dedos encontraron el cordel que la sujetaba y tiraron de él.

La llave se balanceó y giró, iluminada por la tenue luz. Henry volvió a subir a la cama de un salto y tanteó la puerta, buscando la cerradura. Intentó insertar la llave en ella. Nada, no entraba. Dio la vuelta a la llave y probó de nuevo. Esa vez entró. La giró, notó cómo se accionaba el mecanismo de la cerradura y tiró del pomo de la puertecita para abrirla.

Henry se asomó a la ranura del buzón y se sorprendió mirando dentro de un cuarto en el que casi todo era amarillo. Luego Henry oyó a alguien silbar y, a menos de un metro de su cara, apareció una pernera de pantalón.