Cuando amaneció en Kansas, la luz del día se coló por la redonda ventana del ático, se deslizó por encima del humidificador y se estiró por todo lo largo y ancho del viejo suelo, llegando a alcanzar incluso parte de la pared. Al fondo del ático, una de las puertas de Henry estaba abierta y la claridad se abrió paso entre las sombras para posarse sobre un pie descalzo. Henry había vuelto a quedarse dormido con la luz encendida, aunque aquella vez no se había quedado dormido por sus propios medios, sino que el sueño lo había arrastrado, haciéndolo desplomarse sobre el colchón.
«Te estás cayendo», le susurró la luz al pie. Henry dio un respingo, abrió la puerta de un puntapié y se incorporó, quedándose sentado. La luz del día le hizo entornar los ojos y giró la cabeza para mirar la pared que había detrás de él. Todavía colgaban trozos de escayola del techo, en las esquinas, y detrás de su cama, a ras del suelo. La pared que rodeaba las brújulas tenía un círculo compuesto de pequeñas puertas completamente libre de escayola.
Henry se levantó y se dirigió a las escaleras. Probablemente le iba a caer una buena. Todo su cuarto estaba cubierto por la arenilla de la escayola, igual que sus manos y sus brazos. Notaba en la boca el sabor del polvo, que le había llenado las fosas nasales, y los ojos le picaban. Ya era de día; seguro que todos estaban levantados. Difícilmente podría ocultar lo que había estado haciendo cuando bajase cubierto de escayola y polvo como si se hubiese quedado fosilizado.
Desde lo alto de la escalera se oía el tic-tac del reloj del comedor, pero nada más. Al pisar el primer escalón, éste profirió un quejido, aunque no muy fuerte. Henry respiró aliviado y bajó otro escalón. Esperaba oír un leve crujido, un chasquido o incluso un repiqueteo, pero no esperaba que su pie descalzo se topase con un trozo puntiagudo de escayola.
Al dar un respingo y echarse hacia atrás, su cabeza dio con el techo y su otro pie resbaló. Cayó sobre la espalda, golpeándose la cabeza, y se deslizó escalera abajo, hasta el rellano, en medio de una nube de polvo gris. Gimió, convencido por un instante de que había muerto o se había quedado paralítico, aunque aún notaba un dolor punzante en los dedos de los pies. Se levantó de un salto y entró corriendo en el baño.
Henrietta y la tía Dotty, las únicas a las que había despertado el aparatoso descenso de Henry, salieron de sus dormitorios al pasillo, sobre cuya moqueta verde se estaba asentando la fina nube de polvo que bajaba flotando de las escaleras del ático. Oyeron el ruido de la ducha.
—Vuelve a la cama, Henrietta —dijo Dotty—. Tu primo necesita un reloj.
Bostezó, y las dos regresaron a sus dormitorios arrastrando los pies.
Henry, que estaba bajo el chorro de la ducha, vio que en el plato se estaba formando un banco de arena. Lo empujó con los pies hasta que se fue por el desagüe y, cuando estuvo limpio, corrió al ático envuelto en una toalla, cargando su ropa sucia.
Al llegar al umbral de su cuarto se quedó allí parado, haciendo una valoración de los daños. Su cama estaba casi oculta bajo trozos de escayola grandes y pequeños, mientras que el suelo parecía el cruce entre una playa y un camino de gravilla. Había polvo por todas partes: en la lámpara, en las paredes, en la parte de las puertas que daba al interior, e incluso en el suelo, unos metros más allá de los límites de su cuarto.
No tenía ni idea de cómo iba a limpiar aquel desastre, pero en ese momento eso era lo que menos le preocupaba; sus ojos estaban fijos en la pared.
Al principio, cuando sólo había descubierto la segunda puerta, había llegado a la conclusión de que la pared era una especie de armario empotrado, pero aquella segunda puerta estaba hecha con una madera muy clara, casi blanca, completamente distinta de la primera. No sabía qué clase de madera era, aunque ninguna otra persona habría podido saberlo. De hecho, sólo había dos personas en el mundo capaces de reconocer aquella madera. Una era un hombre que vivía en un apartamento cochambroso en un suburbio de Orlando. Al reconocerla habría buscado una bebida fuerte porque llevaba toda la vida queriendo creer que la mayor parte de su infancia no había ocurrido.
La otra persona era una anciana de Francia. Su marido había regresado de la Primera Guerra Mundial con un puñado de historias extrañas y un arbolito en una taza de hojalata. En ese momento le había dicho a su esposa el nombre del árbol y el del hombre que se lo había dado, y ella no había olvidado ninguno de los dos. Ahora, el árbol se alzaba en su jardín trasero, chato y fuerte. Antes de morir, hace años, su esposo le había fabricado un joyero con una rama que le arrancó una tormenta.
Henry no conocía a ninguna de esas personas. Había observado la pequeña puerta de madera, sus vetas claras y su cerradura plateada, acariciándola con los dedos, incapaz de leer la historia que la madera contaba.
—¿Qué eres? —le había preguntado en voz alta.
Henry había continuado picando la escayola y descubriendo puertas hasta contar un total de treinta y cinco, pero estaba seguro de que había muchas más. La mayoría eran de madera, pero de distintos tamaños, vetas y colores. Sus formas variaban al igual que los diseños: algunas eran lisas, mientras que la superficie de otras estaba tallada de un modo tan intrincado que le había sido imposible sacar la escayola de todas las curvas y ranuras. Algunas tenían pomos, otras pequeños picaportes, otras tenían pestillos y otras, cosas que Henry no había visto jamás. Y había una que no tenía nada en absoluto.
Había empujado, golpeado y tirado de cada una de ellas, pero no había obtenido resultado alguno. Y había seguido picando la escayola, mellando cada vez más la hoja de su navaja recién afilada. Además, una gran ampolla coronaba ahora su pulgar, porque había estado empujando con él la hoja para mantenerla rígida, y se le habían pelado los nudillos de ambas manos.
Henry pasó de puntillas sobre los escombros y sacó algunas prendas de ropa de los cajones abarrotados de su armario. Se vistió y bajó a la cocina a buscar la escoba y el recogedor. Al pasar por el comedor y ver la hora en el reloj, comprendió por qué no había nadie levantado aún. Barrió el polvo y los trozos de escayola del suelo de su cuarto y del ático, y lo echó todo sobre su manta.
Luego limpió las paredes, la lámpara, el armario y la mesilla de noche. Sin embargo, por mucho que barriera, el polvo era tan fino que se escapaba cuando intentaba reunirlo con la escoba, dispersándose en el aire.
Al final se dio por vencido y dejó de barrer. Cambió de sitio el antiguo póster del techo para tapar parte de lo que le había hecho a la pared, y se preguntó dónde podría conseguir más pósters. Después cogió su manta por las puntas para ir a sacudirla nuevamente junto al granero. Arrastró el improvisado saco hasta las escaleras y empezó a bajar, tirando de él escalón tras escalón. No pensó que fuera a ser tan pesado, pero cuando iba por el cuarto escalón ya estaba sudando. Además, cada vez que tiraba de la manta salía de ella una nube de polvo que se le pegaba a la piel. Cuando llegó al final del segundo tramo de escaleras le dolía todo y se sentó en el zaguán para recobrar el aliento y calzarse.
Ya junto al granero se volvió para mirar hacia la casa. Su saco había hecho un surco más que visible en la hierba, pero ya no había nada que pudiera hacer. Bajó la vista al pequeño montón de polvo y trozos de escayola que había tirado allí la noche anterior y lo comparó con el tamaño de su nueva carga. Tendría que alejarse más de la casa.
En vez de arrastrar el saco a través del césped, que en esta zona era aún más alto, y la maleza que daban paso a los campos tras el granero, se agachó para cargarse la manta al hombro y echó a andar tambaleándose. No estaba seguro de cuán lejos debía llevar el saco, pero no creía que fuera a poder cargar con él mucho más tiempo y, cuando se detuviese, lo dejaría caer.
La hierba que crecía más allá del granero le rozaba los codos mientras avanzaba. La extensión de hierba terminó y a sus pies se encontró con un canal de riego en desuso. Henry dejó la manta en el suelo, la agarró por dos esquinas y observó cómo los restos de su obra de demolición se deslizaban por la pendiente para caer al agua estancada. Luego se sentó. Estaba sudando y la ligera brisa de la mañana hizo que el sudor le diera frío ahora que había dejado de moverse. Se recostó entre los hierbajos, al abrigo del aire que corría, y entró en calor. El sol jugueteaba con las puntas de la maleza, descubriendo las semillas que colgaban de la parte superior y, en ellas, su vil intento de cubrir la Tierra. Fue entonces cuando el cansancio de Henry dijo «aquí estoy yo», y el chico se quedó dormido.
* * *
Si los insectos acuáticos pudieran ver a más de un metro de distancia, varios de ellos se habrían fijado en las plantas de los pies de Henry y en las perneras de sus pantalones. Y unos insectos semejantes, con un sentido de la vista tan desarrollado, habrían tenido una panorámica aún mejor del tío Frank, que estaba sentado junto a las rodillas de Henry, con las piernas estiradas sobre la pendiente del canal. En la mano derecha sostenía un bate de béisbol de madera y con la izquierda rebuscaba trozos de escayola entre la gravilla de la pendiente. Cuando encontraba uno lo lanzaba al aire, lo golpeaba con el bate y, si no lograba darle, observaba cómo rebotaba pendiente abajo hasta caer al agua.
De vez en cuando miraba la cara de Henry. Dotty le había contado lo temprano que se había levantado el niño y cómo éste había empezado el día en las escaleras. Le había asignado a Frank la tarea de encontrar a Henry, y eso había hecho. Frank Willis era un hombre que pensaba mucho, aunque no siempre lo pareciera. De hecho, en ese mismo momento, mientras estaba allí sentado golpeando trozos de escayola con el bate, estaba pensando. La mayoría de la gente de Henry (Kansas), que lo tenían por un simplón, habría dado por hecho que sus pensamientos se limitaban a las cosas que tenía frente a él. Habrían dado por hecho que estaba pensando en su sobrino, en aquella manta sucia, y en los trozos de escayola que había esparcidos por la pendiente del canal y en el fondo del agua.
Frank se había fijado en todas esas cosas, pero simplemente le hicieron pensar en otro verano, el verano en el que él había llegado rodando hasta Henry (Kansas) para quedarse. Con sólo uno o dos años más que su sobrino, se había tumbado junto a aquel canal de riego, al lado del mismo granero. Había observado los campos que se extendían ante él y el cielo despejado, y se había preguntado dónde se suponía que estaba exactamente. Henry se revolvió en sueños y su pie se deslizó hacia el agua estancada.
—Henry —lo llamó Frank—. Despierta, chico —alargó la mano y lo sacudió por el hombro.
Henry dio un respingo al despertarse, parpadeó y miró a su tío. El tío Frank levantó un trozo de escayola, sosteniéndolo entre el pulgar y el índice. Sonrió, arrojó el trozo de escayola al aire y falló al intentar golpearlo con el bate.
—¿Un mal sueño, Henry? —le preguntó—. No parecías estar disfrutándolo mucho, así que decidí despertarte.
Henry vio a su tío coger otro trozo de escayola. Esta vez logró golpearlo y mandarlo hasta el otro lado del canal.
—Sí —contestó Henry—. Aunque no era tanto un mal sueño como un sueño raro.
—¿Te gusta venir a sentarte aquí? —le preguntó Frank.
Henry asintió.
—A mí también —dijo Frank—. Me ayuda a pensar —miró al chico—. ¿Sabes, Henry?, tengo un poco más de perspicacia que la última vez que hablamos de plantas rodadoras —enarcó las cejas—. Pensaba que los empresarios japoneses eran fáciles de convencer. Ahora veo que estaba equivocado. Eso sólo nos pasa a los de Texas.
—¿A qué te refieres?
—Pues a que, un par de horas después de que acabara la subasta de mis plantas rodadoras, apareció un tipo que decía vender «las auténticas plantas rodadoras de Texas», lanzó un certificado de autenticidad con una foto enmarcada de la planta rodadora en el sitio que la encontró, y los japoneses se echaron atrás y se las compraron a él.
—¡Oh! Lo siento, tío Frank. —Henry lanzó una mirada a la manta y volvió rápidamente la vista hacia su tío—. ¿Y qué vas a hacer con las plantas rodadoras del granero?
—Dejarlas libres —respondió Frank con un suspiro—. Al fin y al cabo son plantas silvestres; no están hechas para vivir en cautiverio. Me partiría el corazón verlas enjauladas y todo eso —lanzó tres trozos planos de escayola al aire, y sólo falló el último.
—Entonces, ¿tendremos que devolverlas a dónde las encontramos? —preguntó Henry—, ¿a la alcantarilla otra vez?
—No, las tiraré al jardín. El viento hará lo que hace siempre. Las plantas rodadoras irán por ahí dando tumbos hasta que el mundo haga lo que hace siempre y vayan a parar a otra alcantarilla.
Frank se apoyó en el bate y se puso en pie con dificultad. Henry se levantó también.
—O quizá sigan rodando libres durante un tiempo —dijo Frank—. Me gustaría que pudieran ver cosas, hacer algún que otro peregrinaje antes de asentarse. —Se volvió hacia Henry—. Bueno, tenemos por delante una tarde muy ajetreada, así que deberíamos desentumecer los músculos y volver a casa.
—¿Qué tenemos que hacer? —le preguntó Henry.
—Anoche afilé un poco tu navaja, pero quería afilártela mejor. —Frank levantó el bate—. También he rescatado esto del granero; podríamos jugar un poco al béisbol. —Echó a andar a través de la maleza—. Y no te dejes la manta —dijo girando la cabeza por encima del hombro—. Aunque deberías sacudirla, está bastante arenosa.
Henry sacudió la manta y siguió nervioso a su tío Frank de regreso al granero.
—Te oí caer por las escaleras esta mañana, Henry —dijo tío Frank—. Por suerte parece que no te has hecho daño. También yo me caí una vez por esas escaleras, sólo que yo me partí la clavícula.
—Sí, bueno, es que era temprano —dijo Henry—. Creía que había vuelto a quedarme dormido.
—Oh, no te preocupes por eso —le dijo el tío Frank—. En verano los chicos deberían levantarse tarde. ¿Cómo van a crecer si no? Aunque Dots me ha dicho que tengo que buscarte un reloj para tu cuarto. Creo que no tengo ninguno en el granero, al menos ninguno que funcione. Si vuelve a decírmelo ya veremos lo que hacemos.
Frank empezó a silbar y miró tras de sí para asegurarse de que no tenía a Henry cerca antes de empezar a golpear la hierba con el bate. Un trecho después el granero se alzó al lado de ellos.
—¿Tienes más pósters viejos, tío Frank? —le preguntó Henry, intentando que su voz no sonara culpable—. En el granero, quiero decir; para colgarlos en mi cuarto.
Sin dejar de andar, Frank sacó hacia fuera el labio inferior, pensativo.
—No estoy seguro. Echaré un vistazo y te lo diré.
Habían llegado a la casa. El tío Frank se detuvo frente a la puerta trasera.
—Empezaremos por tu navaja y después de comer practicaremos un poco de béisbol —le dijo—. ¿Dónde está tu navaja? Supongo que la habrás cogido tú, porque anoche la dejé sobre la encimera de la cocina y esta mañana no estaba.
—Sí, la tengo en mi cuarto; iré a por ella.
Henry rodeó a su tío y corrió dentro. Se descalzó a toda prisa en el zaguán y subió corriendo los dos tramos de escaleras. Ya en su cuarto, arrojó la manta sobre la cama y empujó con el pie la ropa que había ensuciado la noche anterior para esconderla debajo. Luego cogió su cuchillo y bajó corriendo. Encontró al tío Frank sentado en el comedor.
—No veo qué hay de malo en que el chico corra —estaba diciendo Frank, mientras desenvolvía un trapo viejo—. Está entusiasmado porque le voy a afilar la navaja.
La tía Dotty, que estaba en el salón, entró en el comedor y sonrió al chico.
—Ten cuidado, Henry, cuando acabe con tu navaja no quedará mucho de ella. A tu tío no se le dan muy bien las líneas rectas —le dijo, y se escabulló antes de que Frank pudiera contestarle.
—¡Lo importante es que quede afilada! —le gritó—. No sé de qué se queja —farfulló luego—. Está bien, Henry, pásamela.
Henry le dio la navaja, y el tío Frank la examinó.
—La verdad, Henry, no sé cómo se me ocurrió comprarte esta navaja.
A Henry se le cayó el alma a los pies. Sabía que era imposible que su tío no sospechara al ver la manta y todos esos trozos de escayola; ahora sí que estaba en un lío.
—Con esta navaja no se puede hacer nada —continuó Frank—. La hoja está gastadísima y tiene la punta rota. Puedo afilártela mejor, por supuesto, pero necesitas una nueva. Vete por ahí a hacer lo que quieras; esto me llevará un buen rato. Te daré una voz cuando haya acabado.
—Tus primas están fuera, jugando en el granero, si quieres ir con ellas —dijo Dotty desde el salón, antes de que la aspiradora se pusiera en marcha con un rugido.
—¡Gracias! —le gritó Henry.
Pero en vez de ir al granero, subió a su cuarto. Cuando llegó allí se encontró a Henrietta subida en su cama, de rodillas, mirando la pared. Se había recogido el pelo en una trenza prieta.
—He quitado el póster —le dijo—. Espero que no te importe.
Cuando se volvió para mirarlo, tenía una amplia sonrisa en los labios. Estaba distinta sin sus gruesos rizos; incluso parecía más bajita. Henrietta puso ambas manos en la pared y las pasó sobre las pequeñas puertas.
—¿Para qué serán? —preguntó.
—Probablemente son armaritos para meter cosas —respondió Henry—. Me refiero a cosas emocionantes —añadió.
Henry se arrodilló a su lado y los dos se quedaron mirando las puertecitas.
—¿Cuántas más crees que haya? —le preguntó Henrietta.
—Seguro que cubren la pared entera —dijo Henry.
—¿Has intentado abrirlas? ¿Todas? —Alargó la mano y forcejeó con uno de los pomos.
Henry asintió.
—Sí, me cargué la navaja anoche quitando la escayola; no podré usarla hoy porque tu padre está afilándola otra vez y sospechará si mañana la hoja vuelve a estar desafilada.
Henrietta lo miró.
—En el sótano hay algunas herramientas viejas y en el granero también. Seguro que hay un cincel. ¿Quieres que lo mire?
—Estaría bien —respondió Henry—. Anoche tardé siglos en arrancar todo este trozo. Y me daba miedo arañar alguna puerta; espero que no se estropee ninguna.
—La que más me gusta es la blanca —dijo Henrietta, señalándola—. Es la más alegre. Algunas de las otras no parece que quieran estar aquí, pero a la blanca se la ve contenta.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Henry, irguiéndose—. A mí también me gusta, pero no entiendo eso de que parece más feliz que las otras. No creo que pueda decirse de una puerta que sea feliz.
—¿Y triste? Ésa pequeña de metal parece triste —dijo Henrietta, señalando de nuevo.
Era la puerta más pequeña que Henry había descubierto, de no más de diez centímetros de alto por doce de ancho y con una cerradura en la parte izquierda. Su superficie estaba tallada y las ranuras aún tenían escayola incrustada. En la parte inferior había insertado un pequeño panel negro.
—Yo no la veo triste en absoluto —replicó Henry—. Ha estado oculta tras la pared quién sabe cuánto tiempo; probablemente se alegra de volver a ser libre.
—Pues a mí me parece que no le gusta nuestro ático —insistió Henrietta—. Debería estar en otro sitio. ¿De qué crees que está hecha esa parte negra? —Se inclinó hacia delante y la golpeó con la uña—. Me parece que es plástico.
—¿Cómo? —Henry la tocó también—. El plástico no es tan viejo, ¿no? —Rascó la superficie y notó que algo se desprendía—. Vaya —musitó, irguiéndose de nuevo.
—¿Qué? ¿Qué es? —Henrietta le agarró el dedo para mirarlo.
—Creo que es pintura —dijo Henry, sacándose las virutas negras que se le habían metido en la uña. Volvió la vista al pequeño panel de la puerta—. Me parece que es un cristal y que alguien lo ha cubierto con pintura.
—¿En serio? —Henrietta empezó a rascar el panel con ambas manos—. Con una linterna podríamos ver a través de él.
—¿Henry? —se oyó la voz de la tía Dotty, dos pisos más abajo—. La comida está lista, baja. Y tú también, Henrietta, si estás ahí arriba.
La chiquilla se irguió rápidamente.
—¿Y si hacemos como que no la hemos oído? —preguntó Henry.
—No, si hacemos eso subirá. Vamos, ya seguiremos después.
Henrietta se puso de pie y ayudó a Henry a levantarse de la cama.
—¡Henry!
—¡Ya vamos, mamá! —gritó Henrietta, y los dos corrieron escaleras abajo.
Henrietta se paró de repente y Henry chocó con ella. La niña se agachó y recogió un trozo de escayola del escalón en el que estaba. Luego inspeccionó las escaleras de arriba a abajo y miró a Henry con cara de reproche.
—Mi madre se dará cuenta —le dijo.
Anastasia y Penélope ya estaban comiendo cuando llegaron al comedor. Tío Frank estaba sentado entre las dos, afilando la navaja de Henry sobre una piedra. Al otro lado de la mesa, frente a las chicas, había un par de sándwiches de queso gratinado y dos vasos de leche.
—¿Qué has estado haciendo, Henrietta? —preguntó Anastasia, masticando al mismo tiempo—. Dijiste que ibas a volver a jugar con nosotras.
—Y eso iba a hacer —respondió Henrietta mientras Henry y ella se sentaban—, pero me encontré con Henry y nos pusimos a hablar.
—¿De qué habláis? —preguntó Anastasia—. ¿De Zeke Johnson?
Cogió con los dedos un trozo de queso que sobresalía entre las rebanadas de pan de su sándwich y lo estiró.
Henrietta lanzó una mirada furibunda a Anastasia.
—No seas maleducada —le dijo Penélope.
—No estaba siendo maleducada —replicó Anastasia—. Dijo que iba a volver, y sólo quiero saber de qué han estado hablando. Vosotras dos siempre estáis hablando de Zeke.
—Chicas, parad de discutir —intervino el tío Frank—, no creo que eso importe. Ya jugaréis todos juntos después de comer.
Henry miró a Henrietta, que tenía apretada la mandíbula. Penélope estaba roja como un tomate.
—Estábamos hablando de puertas perdidas y de ciudades secretas y de cómo encontrarlas —dijo Henry antes de darle un mordisco a su sándwich.
—Qué divertido —dijo Penélope—. Yo una vez encontré una puerta secreta en el cuarto de baño.
—Lo que encontraste —dijo la tía Dotty saliendo de la cocina con el sándwich del tío Frank— fueron un montón de excrementos de ratón.
—Y…, escucha Henry —continuó Penélope—: Excrementos de ratón y una alfombra de ducha. ¿Has visto ésas que son de goma y tienen un montón de ventosas redondas en la parte de abajo? Pues había una de ésas.
—¿Y qué hiciste con ella? —preguntó Henry.
—Lo que hicimos fue poner trampas para los ratones y volver a tapar la puerta —respondió el tío Frank.
—Puedo enseñártela —le ofreció Penélope a Henry—. Si papá me deja, claro.
—¡Ni hablar! —gritó Dotty desde la cocina—. No quiero que vuelvas a destrozar la pintura. Hay una puerta más importante que puede enseñarte tu tío, Henry. Es mucho más difícil de abrir que ese panel del baño. —Entró de nuevo en el comedor secando una sartén con un trapo—. Por cierto, Frank, ayer me encontré con Gladys y Billy en la tienda, ¿y sabes qué me dijo él?
Las chicas se quedaron muy calladas. Frank no alzó siquiera la vista.
—¿«Hola»? —aventuró tío Frank, sin dejar de afilar la navaja de Henry.
La tía Dotty lo golpeó con el paño.
—Claro que me saludó, igual que ella, pero lo que te iba a decir es que me preguntó: «¿Llegó Frank a abrir aquella puerta?». ¿Y sabes qué le respondí? Le respondí que… ¿Quieres saberlo? Le dije que no.
—Ah —dijo Frank. Se acercó la navaja de Henry a la boca y humedeció la hoja con la lengua—. Qué mujer tan sincera tengo. Gracias por preocuparte por mi dignidad.
—Y luego le dije que lo llamaría para que se pase por aquí y la abra. No me gusta decir mentiras, Frank. —Se cruzó de brazos, con la sartén colgando sobre una cadera y el paño sobre la otra.
—Gracias, Dots, mi excelente esposa. No sabes cuánto te lo agradezco, pero seré yo quien habrá esa puerta para que tengas un dormitorio más espacioso. No pienso dejar que Billy Mortensen la toque. Hizo que perdiéramos a propósito un partido de béisbol en las eliminatorias estatales cuando estábamos en último curso; y lo sabes. —Frank alzó la vista—. No tengo problema en socializar con él, pero jamás le pagaré una factura.
—Podríamos pagarle por adelantado —dijo Dotty, y volvió a la cocina.
Durante un buen rato lo único que se oyó en el comedor fue el ruido del metal arañando el pedernal y a los chicos masticando. Finalmente, Frank dejó la navaja sobre la mesa, se comió su sándwich de dos bocados y se bebió el vaso de leche. Luego se levantó y se puso las manos en las caderas.
—¡Las mujeres y los niños en la retaguardia! —gritó, y las tres chicas dieron un respingo. Henry se quedó de piedra, mirándolo boquiabierto—. ¡Haced que redoble despacio el tambor y no preguntéis por quién doblan las campanas, pues la respuesta no será de vuestro agrado! —lanzó un puño al aire—. Dos años han estado mis naves negras fondeadas ante Troya y hoy sus puertas se abrirán, rindiéndose a la fuerza de mi brazo. —En la cocina, Dotty se reía. Frank miró a su sobrino—. Henry, jugaremos al béisbol mañana. Hoy hemos de saquear ciudades. ¡Dots, tráeme las herramientas! ¡Muerte a los franceses! ¡Una vez más a la brecha, y tapiemos la muralla con nuestros cobardes muertos! ¡Media legua! ¡Media legua y un «¡eh!, ¡bateador!, ¡bateador!».
Frank bajó la mano y dió un puñetazo en la mesa que hizo que se saliera un poco de leche del vaso de Anastasia. Acabó su arenga con una pose teatral, colocando ambos brazos por encima de la cabeza y pegando la barbilla al pecho. Las chicas aplaudieron, y la tía Dotty volvió a entrar en el comedor con una caja de herramientas de metal roja.
—Me conoces bien, mujer —dijo Frank—. Creía que estaba en el sótano.
—Y lo estaba —contestó ella—. Deberías haberte hecho profesor de literatura, Frank.
—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó Henry a su tío.
—Vamos a construir un caballo de madera, te meteremos dentro y lo ofreceremos como regalo —respondió Frank.
—Quemad los puentes cuando lleguéis a ellos —dijo Dotty.
Sonrió a Frank, recogió los platos y los llevó a la cocina.
—¿Podemos mirar? —preguntó Henrietta.
—Vosotras —le respondió el tío Frank— podéis ir a jugar al granero, al jardín, a los campos o a los canales, siempre y cuando no estéis cerca de la batalla. Vamos, Henry.
Las chicas gimieron y protestaron mientras Henry seguía a su tío escaleras arriba. Cuando llegaron al segundo piso, el hombre y el muchacho fueron hasta la vieja puerta de madera del dormitorio del abuelo.
El tío Frank dejó la caja de herramientas en el suelo.
—Hoy es el día, Henry, lo presiento. Nunca se lo he dicho a tu tía, pero mi libro favorito está ahí dentro. Se lo estaba leyendo a tu abuelo poco antes de que muriera. Ya hace mucho que debíamos haberlo devuelto a la biblioteca, y estaría bien poder sacar algún otro libro.