Henry durmió muchas horas y cuando se despertó fue porque ya no podía seguir durmiendo; su cuerpo estaba empachado de sueño. Se obligó a salir de la cama, se puso los vaqueros y una camiseta y bajó a tientas las escaleras, todavía algo adormilado. Al llegar a la cocina encontró a su tía.
—¡Henry! —lo saludó con una sonrisa.
Todavía estaba preparando conservas. Se le había encrespado el cabello junto a las sienes, tenía la cara roja como un tomate y llevaba un delantal verde desteñido. En la hornilla hervía una enorme cacerola negra.
—Estábamos a punto de enviar un equipo de rescate a buscarte —le dijo.
Se rió y giró la manivela de un artilugio con el que estaba triturando unas manzanas arrugadas. Henry se quedó mirando la larga serpiente de piel, corazones y desperdicios que salía por un extremo. Su tía, al verle la cara, volvió a reírse.
—¡No le pongas a mis manzanas esa cara de asco, Henry York! Los gusanos les dan mejor sabor —le dijo—. Si quieres cereales, están en la estantería que hay detrás de ti; después de haber estado hibernando imagino que tendrás hambre. Tienes un cuenco ahí, sobre la encimera, y la leche está en el frigorífico.
—Gracias —respondió Henry, y empezó a prepararse el desayuno.
La leche a la que estaba acostumbrado parecía agua azulada en comparación con ésta, que casi tenía la textura de la nata. Cuando la vertió sobre los cereales, los cubrió como una película blanca y densa. Al meterse la primera cucharada en la boca, notó que se le pegaba a la lengua, pero a su lengua no le importó.
Dotty tiró un tazón lleno de corazones de manzana a la basura y se volvió hacia él.
—Bueno, Henry York; cuando termines lava tu tazón, y luego, a menos que quieras volver a la cama y seguir durmiendo hasta el almuerzo, sal y ve al granero. Tu tío quiere hablar contigo a solas, aprovechando que las chicas se han ido a un cumpleaños —se limpió las manos en el delantal y volvió al trabajo—. Y dile que el almuerzo se retrasará un poco.
Mientras se relamía los dientes, Henry abandonó la cocina, cruzó un zaguán regado de botas y salió al porche trasero. El césped, que hacía tiempo que no cortaban, seguía colina abajo, hasta el granero, y más allá se veían campos que se perdían en el horizonte, interrumpidos únicamente por los canales de riego y algún que otro camino de tierra. El resto era todo cielo.
Henry se quedó allí, observando el paisaje con la mirada perdida. Tiempo atrás lo habría conmovido. Se habría admirado de aquella planicie, de su desnudez, de cuánto espacio podía abarcarse de un solo vistazo. En vez de eso deambuló por entre las telarañas que el sueño había dejado en su mente, intentando poner en orden sus pensamientos, tan espesos como los restos de leche que aún tenía en la lengua y en los dientes.
Henry se dirigió al granero, ensimismado. La puerta era como un puzzle. Era una puerta corredera, pero no conseguía quitar el pestillo. Consiguió levantar la palanca de metal de un tirón, pero por más que lo intentaba, no lograba persuadir a la enorme puerta de contrachapado para que se deslizara por los oxidados raíles. Henry dio un resbalón y se tambaleó, pero al final la puerta se movió y pudo entrar. Sentía tanta curiosidad por averiguar qué encontraría allí que ni siquiera se dio cuenta de que la herrumbre le había manchado las manos. Por dentro el granero resultó ser más grande de lo que había imaginado. A ambos lados del pasillo había viejos pesebres construidos con tablas y de las vigas pendían una desbrozadora y tres bicicletas.
—¿Henry? ¿Eres tú el que está ahí abajo? —preguntó la voz del tío Frank, colándose a través del techo—. Sube, hay una escalera al fondo.
Henry encontró la escalera, que estaba atornillada a la pared en vertical. Pisó el primer travesaño, una tabla seca y sucia, y alzó la vista siguiendo el eje de la escalera que ascendía hasta la parte inferior del techo de vigas, dos pisos más arriba. La escalera de la litera en la que dormía en su casa era la más alta por la que había trepado hasta entonces.
—¿Henry? —le gritó su tío.
—Sí, ya voy, tío Frank.
—Arriba del todo; estoy en el altillo.
Henry empezó a trepar. Si se caía, se formaría una enorme nube de polvo donde aterrizase. ¿Lo oiría siquiera el tío Frank? ¿Cuánto tiempo permanecería allí tendido? ¿Y qué aspecto tendría cuándo su tío lo viese desde arriba? Henry se estremeció.
Cuando llegó al segundo piso, miró en derredor. Grandes nubes rosas pintadas con tiza decoraban el suelo, junto al dibujo de un juego de rayuela. Trepó rápidamente el último par de travesaños y asomó la cabeza por el hueco que había en el piso del altillo.
—¿Qué hay, Henry? —lo saludó el tío Frank. Estaba sentado frente a un escritorio completamente enterrado en cachibaches—. ¿Te ha gustado la subida?
—Claro —contestó Henry jadeante. Terminó de subir y se bajó de la escalera.
Frank sonrió.
—Pues llega aún más arriba; hasta el palomar. Puedes subir si quieres. Hay una pequeña puerta que se puede abrir y una estantería que es dominio de las palomas. Pero hay que tener cuidado, porque si han estado allí hace poco el suelo puede estar resbaladizo. Debe ser el lugar más elevado de Kansas, si no contamos los otros graneros y los silos. Hay algunos bastante grandes por aquí.
—¿Los silos? —repitió Henry, mirando hacia el techo—. ¿Dónde se almacena el grano?
—Eso es —respondió Frank—. Bueno, Henry, hay una cosa de la que quiero hablarte. Tu tía no lo sabe, puede que aún tarde un tiempo en decírselo, pero tengo que soltárselo a alguien y, bueno, aquí estás tú.
—¿De qué se trata?
Henry bajó la vista y miró a su tío.
Frank tenía un ordenador sobre un viejo aparador lleno de puertas y cajones. El monitor estaba colocado en el centro, rodeado por pilas de baratijas: figuritas, pequeños jarrones y herramientas. Henry distinguió el mango de un hacha de guerra y una bandera de Canadá en miniatura en una de las pilas de cosas y, en otra, la maqueta de un barco cortado por la mitad.
Frank se echó hacia atrás en su silla y frunció los labios.
—Tengo una tienda en Internet y vendo cosas a gente de todo el mundo. Llevo con ello ya casi dos meses… ¡y hoy he ganado una fortuna! —le explicó su tío riéndose—. Acabo de vender un par de plantas rodadoras[1] por mil quinientos dólares.
—¿Quién querría comprar plantas rodadoras? —preguntó Henry—. Es un montón de dinero.
Frank sonrió y entrelazó las manos en la nuca.
—Lo es. Me habría conformado con diez dólares por las dos, pero a unos empresarios japoneses les empezó a hervir la sangre por conseguirlas y comenzaron a pelearse y a pujar… y aquí me tienes, hecho un hombre rico. Son setecientos cincuenta dólares por cada una.
—Vaya —dijo Henry—. ¿Y crees que pagarán por ellas?
—Ya lo creo que sí. —El tío Frank se irguió y se inclinó hacia delante—. ¿Tienes algo que hacer? ¿Qué te parece si vamos a la ciudad a tomar un helado y luego vamos a recolectar un poco de «dinero rodador»? Corre a decírselo a tu tía. Yo iré a casa en cuanto haya enviado un correo electrónico a mi nuevo cliente.
* * *
Esa vez Henry no fue en la parte de atrás de la camioneta, sino delante, con su tío, e iba dando botes y golpeándose con la puerta y la palanca de la caja de cambios. No se había puesto el cinturón de seguridad porque esperaba que su tío le dijera que se lo pusiera, pero ahora tenía la impresión de que no iba a hacerlo.
Henry bajó la ventanilla, sacó el brazo, y ladeó la cabeza para sentir el viento en la cara. Su tío le había dicho que iban a la otra punta del pueblo, pero en vez de atravesarlo estaban dando un rodeo por la carretera que pasaba junto a las granjas de los alrededores.
Su padre le había regalado por Navidad un libro sobre urbanismo y Henry no pudo evitar imaginarse que la carretera era una circunvalación. Pero no es más que una carretera de gravilla, pensó Henry, con sólo dos carriles estrechos.
Dejó de pensar en términos urbanos y observó cómo el pueblo iba pasando a su derecha. La camioneta cogió un bache y Henry salió disparado hacia el techo, rebotando contra la puerta. La manivela de la ventanilla se le clavó en la pierna y se golpeó la cabeza con algo, pero aun así no se puso el cinturón. Lo que sí hizo, cuando le pareció que su tío no miraba, fue subir la mano discretamente y echar el cierre de seguridad de la puerta.
Las langostas sobrevolaban la camioneta, como si emanaran de ella, cuando el tío Frank giró a la derecha para volver a la carretera principal y entrar al pueblo por el otro lado.
—¿Este camino es realmente más rápido? —preguntó Henry.
—No —contestó Frank—, pero es más divertido. No tiene sentido conducir una camioneta como ésta por Main Street a menos que vayas a la peluquería, o más cerca.
* * *
Empezaron la excursión comprándose un helado en una gasolinera y, caminando, llegaron a la tienda de antigüedades. Pegaron la nariz al cristal y estuvieron escudriñando los montones de ruedas apilados en la polvorienta penumbra. Al tío Frank le entró hambre con el helado, así que llevó a Henry a un lugar llamado Lenny’s, propiedad de un hombre llamado Kyle, y se tomaron un par de hamburguesas con queso y patatas fritas grandes. A pesar de que el pueblo era más pequeño de lo que Henry había imaginado, pasaron la tarde sin aburrirse, yendo de un sitio a otro con o sin motivo en particular. Al final acabaron en el parque, en un rastrillo organizado por gente de la tercera edad bajo una carpa desvencijada.
Cuando Henry se bajó de la camioneta, una anciana con un chaleco rojo le dijo que comprara algo, porque todo el dinero que gastase se destinaría al espectáculo de fuegos artificiales que se celebraría en el campo de rugby con motivo del día de la Independencia. Pero Henry no tenía dinero ni demasiado interés en el rastrillo, así que se sentó, apoyando la espalda contra un poste.
—¡Eh, Henry! —lo llamó Frank, tres mesas más allá—. ¿Tienes un guante?
—¿Un guante? —Henry parpadeó—. ¿A qué te refieres?
—Un guante de béisbol —le contestó su tío—. ¿Tienes? Bah, es igual, es un guante para zurdos.
Henry se irguió.
—Yo soy zurdo, pero no sé si lo quiero; no me gusta mucho el béisbol —le dijo, que es lo que dice mucha gente cuando lo que quieren decir es «no se me da nada bien».
—Bueno, acércate y pruébatelo. Todo chico necesita un guante.
Henry no quería probárselo. Si tuviese un guante alguien podría querer jugar con él; entonces tendría que lanzar y quería practicar antes de que eso ocurriera. Aun así, se levantó y se dirigió, caminando entre las mesas, hasta donde estaba su tío. El cuero del guante estaba ennegrecido y gastado. Unas grietas finas sobresalían en los gruesos dedos, pero la palma estaba suave y brillante. Henry metió la mano en él; se ajustaba perfectamente.
—Lo engrasaremos cuando lleguemos a casa —le dijo Frank. Tomó la mano izquierda de Henry y la acercó a la cara del chico—. Huele ese cuero; tratado con polvo, sudor y el desgaste de todas las bolas que ha atrapado. Los guantes viejos son los mejores; las cosas nuevas no tienen historia.
Cuando abandonaron el mercadillo llevaban una lámpara de base ancha y una colección incompleta de enciclopedias que Frank puso en la parte de atrás de la camioneta. Y ahora Henry no era sólo el temible propietario de un guante de béisbol, sino también de una navaja. Era una navaja plegable que no se cerraba del todo, y tenerla en la mano le producía una sensación rara. Sus padres nunca le habían prohibido tener una navaja, probablemente porque nunca se les había pasado por la cabeza que pudiera llegar a tener una. Henry sostuvo la cuchilla para que la navaja no se cerrara y tocó el filo de la hoja con un dedo.
—Está desafilada —le dijo Frank, apartando los ojos de la carretera de tierra—, pero yo te la afilaré. Nadie tiene los cuchillos tan bien afilados como mi Dotty. Si hay algo que deteste, es un cuchillo romo. Cualquiera con dos dedos de frente se asegura de que sus cuchillos estén siempre afilados.
—¿La tía Dotty se ha cortado alguna vez?
—Te contaré un secreto, Henry, un secreto a voces: es el cuchillo mellado el que te corta —miró al chico—. Una hoja afilada nunca se resbalará cuando estés tallando un trozo de madera. Y aunque lo hiciera y te cortaras, el corte sería más limpio y fácil de curar. Los cuchillos afilados son más seguros, es un hecho. Yo te aconsejaría que no tallases nada hasta que no coja mi kit de herramientas y le saque punta a esa navaja.
—De acuerdo, tío Frank. —Henry soltó la cuchilla y ésta cayó por su propio peso, plegándose contra el mango—. ¿Por qué no cierra bien?
Frank tamborileó con los dedos sobre el volante.
—Ah, pues tendrá algo estropeado por dentro. Yo he tenido un montón de navajas así. No tiene mucha importancia, a menos que se te abra en el bolsillo. A mí me pasó una vez, y todavía tengo una cicatriz. Se me olvidó que la llevaba encima y se deslizó hasta la segunda base[2]. Pero si aprietas el pulgar contra el dorso de la hoja cuando tengas la navaja abierta, no tendrás problema. Además, la sostendrás con más firmeza.
—De acuerdo —respondió Henry, pero no se volvió a guardar la navaja en el bolsillo.
El tío Frank paró la camioneta en una parcela sin cultivar que se extendía a ambos lados de un canal de riego y cuyos límites se fundían con el campo que la rodeaba.
—Ya hemos llegado, Henry. Las plantas rodadoras son como las personas; tienden a refugiarse en algún lugar al abrigo del viento.
—¿Cómo? —preguntó Henry.
Frank ya estaba bajándose de la camioneta.
—No se trata sólo de la gente y las plantas rodadoras —dijo Frank—. Es así con todo.
Bajó al canal, por donde corría un reguero de agua que desaparecía por una alcantarilla. Enmarañadas y llenas de barro, un par de plantas rodadoras colgaban de la boca de la alcantarilla, enrollándose en las piernas de Henry al moverse. Frank tomó aquellos matojos apelmazados, los levantó, y los arrojó sobre el margen de gravilla del canal, formando un montón. Un agua parduzca goteaba de él.
—¿No te has preguntado nunca, Henry, cómo se encuentran las motas de polvo unas con otras en el suelo? —comenzó a decirle Frank, juntando a puntapiés el resto de la plantas rodadoras—. Una vaca come una brizna de hierba y la expulsa por sus «cañerías»; el sol la seca y los animales la pisotean. Entonces un viento cualquiera la elige entre todas las partículas insignificantes del mundo, la hace entrar por tu ventana y, finalmente, aterriza en el suelo de tu casa.
Henry observó en silencio cómo su tío trepaba con dificultad para salir del canal y echaba luego los «pegotes rodadores» a la parte de atrás de la camioneta.
—Y luego —continuó diciendo Frank mientras se limpiaba las manos, frotando una contra otra—, esa minúscula mota de polvo se encuentra con otra minúscula mota de polvo, sólo que ésta se desprendió de tu jersey, que se hizo con la lana de una oveja de Nueva Zelanda, y esas dos motas se unen a un pelo que se te había caído, y a otro que se te pegó a la camisa al sentarte en un sillón de un restaurante, y después son empujadas de aquí para allá, hasta que acaban debajo de tu cama y se esconden en un rincón —concluyó, al tiempo que intentaba sujetar los matojos con un cordel—. Con la gente ocurre lo mismo. Si se sienten un poco perdidos, van de un sitio a otro hasta que dan con un refugio, o un agujero, o una alcantarilla.
Cortó el extremo del cordel y volvió a subirse a la camioneta. Henry se subió también.
—Hay agujeros como ésos en las ciudades —prosiguió—, en las casas…, en cualquier sitio; agujeros donde van a parar las cosas que se pierden.
—¿Cómo cuáles? —le preguntó Henry.
Frank se rió y encendió el motor.
—Como los ombligos de la gente; como aquí, en Cleveland. Henry es un sitio muy pequeño, así que aquí viene a parar menos gente. Y cuando salen de este agujero van dando tumbos hasta que acaban deteniéndose en otro lugar.
Henry observó a su tío meter primera.
—Yo una vez estuve perdido —dijo Frank, girando la cabeza para mirarlo—. Pero ya me he encontrado. Estoy debajo de la cama, estoy en la misma alcantarilla que tú, aunque creo que tú no has acabado todavía de dar tumbos.
De camino a casa, cada pocos cientos de metros, las ráfagas de viento se llevaban por delante, de dos en dos o en grupos, algunas plantas rodadoras, a pesar del cordel con el que Frank las había sujetado.
—Así de rico soy —dijo cuando Henry le señaló un montón bastante importante que habían dejado atrás—: Mira Henry, miles de dólares se escapan volando de mi camioneta y ni siquiera pienso parar. Si fuera un poco listo me habría traído una lona. Veamos si soy capaz de perder todas esas plantas antes de llegar a nuestro desvío.
Pisó el acelerador y una columna de polvo, gravilla y alguna que otra planta rodadora saltarina los siguió todo el camino hasta casa.
Cuando llegaron, Frank condujo la camioneta por el césped, rodeó la casa y fueron derechos al granero. Henry abrió la puerta de un puntapié, y fue hacia la parte de atrás de la camioneta, donde su tío esperaba de pie. Había cuatro plantas enredadas en el cordel, colgando del vehículo. La lámpara que Frank había comprado en el rastrillo había perdido la pantalla, la caja de las enciclopedias se había volcado y los tomos se habían desparramado contra la puerta de carga.
—Mmm —murmuró el tío Frank.
Henry no dijo nada.
—A veces, Henry, me gustaría parecerme un poco a tu tía Dotty. Coge esos matojos y échalos en uno de los establos. Voy a por una lona y volveré en un santiamén. Tú quédate aquí; y no le digas a tu tía lo que hemos estado haciendo.
—Está bien —respondió Henry.
* * *
Después de cenar, Dotty y Frank fueron a sentarse en el porche delantero para que él pudiera fumarse el único cigarrillo que tenía permitido al día. Henry siguió a las chicas a su habitación y se dejó caer en el suelo. El tío Frank le había propuesto repartirse entre los dos los restos de pastel de carne que habían dejado sus primas y, en ese momento, tenía más carne dentro de su cuerpo de la que había tenido en toda su vida. Y probablemente más ketchup, también. Las chicas charlaban a su alrededor, pero Henry no conseguía escucharlas.
Había todo un ejército de muñecas desperdigado por la habitación. Algunas, delicadas y con la piel de porcelana, estaban alineadas en lo alto de un armario, colocadas en sus respectivas peanas de metal. Otras pocas, de miembros flexibles y con ropas bordadas, estaban repanchigadas en las camas y, una en concreto, una niña de plástico, yacía sobre un costado, mirando a Henry con un ojo cerrado.
Da un poco de miedo, pensó Henry. Nunca había estado cerca de una muñeca que no hubiera sido usada en rituales ancestrales. Sus padres se habían dedicado a traer esa clase de muñecas de sus viajes desde que él tenía uso de razón. Una litera ocupaba todo un lado de la habitación, en el otro había una cama más pequeña, y en el medio había una ventana grande que daba al granero. La vista desde el cuarto de Henry sería casi idéntica si hubiera tenido una ventana.
—¿Por qué dormís las tres en la misma habitación? —le preguntó Henry a sus primas haciendo un esfuerzo por incorporarse, aunque de inmediato tuvo que volverse a echar—. Esta casa es enorme.
Estaba interrumpiendo una discusión sobre si debían jugar a los piratas o al Monopoly. Henrietta era la defensora del juego de mesa y Anastasia de los piratas. Penélope estaba a lo suyo, tumbada en la parte de arriba de la litera, sin hacer ningún caso a sus hermanas, aunque sabía que su voto sería decisivo. Estaba leyendo un libro.
—Lo es —dijo cerrándolo—. Hay otra habitación en el piso de abajo, pero es donde cose mamá. Y donde papá tiene el televisor. Me pregunto si esta noche nos dejará ver algo.
—En esta planta hay tres dormitorios —intervino Anastasia, que estaba sentada a los pies de Penélope, en la parte de arriba de la litera—. El de mamá y papá, éste y…
—Y el del abuelo —concluyó Henrietta. Miró a Henry a los ojos—, que murió.
—¿De verdad? —preguntó Henry—. Yo creía… —Se calló de repente.
Sabía que su abuelo había muerto; recordaba que su madre había llamado al colegio para contárselo. Pero en ese momento se estaba acordando de otra cosa, algo que no podía recordar con claridad. De lo único que se acordaba era que había algo que no lograba recordar. Sus primas estaban mirándolo. Él parpadeó.
—Sí, ya lo sabía —dijo. Se notaba la cara caliente.
—El dormitorio del abuelo es el mejor —prosiguió Penélope.
Anastasia y Henrietta quisieron meter baza, pero Penélope alzó la voz para callarlas.
—Hay una cama enorme porque era altísimo y las dos ventanas dan justo a la parte delantera de la casa. Mamá y papá se quedarán con él cuando consigan abrir la puerta. Papá perdió la llave, pero cree que debe estar en alguna parte sobre su escritorio.
—Y se niega a llamar a un cerrajero por mucho que mamá se lo pida —añadió Henrietta—. Dice que es un manitas y que él puede arreglarlo.
—Las ventanas de la habitación del abuelo tampoco se abren —dijo Penélope.
—Y luego está el ático —intervino Anastasia—, donde duermes tú. Ya sabes, mamá ya no nos deja jugar allí a menos que te pidamos permiso.
—Shhh —la calló Penélope.
—¿Y quién cerró con llave la habitación del abuelo? —preguntó Henry.
—Mamá cree que no está cerrada con llave, sino que la cerradura se ha estropeado —respondió Penélope. Sus hermanas asintieron—. Papá dice que las puertas viejas hacen cosas raras.
—¿Y cuánto hace que está estropeada?
—Desde que murió el abuelo —contestó Penélope—; hace dos años.
—¿Lleva cerrada dos años? —preguntó Henry.
Penélope asintió.
—¿Y no ha entrado nadie en todo este tiempo? —Henry se puso de pie, abrió la puerta del cuarto y salió al descansillo—. ¿Es esa habitación, no? —inquirió en un susurro.
—Sí —dijo Henrietta.
Henry avanzó lentamente, pasando por delante del cuarto de Frank y Dotty, y también por delante del baño. Las chicas lo observaron en silencio. La puerta del dormitorio del abuelo parecía antigua, pero bastante normal. El estropeado picaporte de latón estaba descolgado. Henry alargó la mano hacia él, pero se detuvo.
Sus ojos no estaban viendo lo que tenía ante sí, estaban esforzándose por enfocar una imagen que había acudido a su mente, la de un hombre bajo y anciano. ¿Era un hombre color púrpura? ¿Iba vestido de ese color? ¿Llevaba un vestido púrpura? No, era un hombre anciano y bajito, envuelto en una bata púrpura, que lo observaba mientras jugaba al béisbol.
—Mira, fíjate. —Henry dio un respingo al escuchar la voz de Henrietta en su oído. Sacudió el picaporte—. Anda, vamos a hacer algo.
—Yo no quiero jugar al Monopoly ni a los piratas —dijo Anastasia.
—Bien —contestó Penélope—. A la rayuela caníbal entonces. Hasta jugaré con vosotras un rato, enanas —dijo y miró a Henry—. Juegan a eso en el granero.
—Como si tú fueras muy mayor —dijo Anastasia antes de volverse hacia Henry—. Ella inventó la rayuela caníbal.
—La inventé cuando era pequeña —replicó Penélope, empezando a bajar las escaleras.
—¿Acaso eras pequeña el verano pasado? —preguntó Henrietta.
Las tres chicas desaparecieron escaleras abajo y Henry se quedó un instante allí de pie, mirando la puerta de la habitación del abuelo.
—¿Henry? —le gritó Anastasia.
Henry las siguió.
* * *
Henry intentó jugar con ellas, y aunque le divertía estar en la parte alta del granero, brincando y viendo cómo volaba el polvo, le daba un poco de vergüenza. No es que se sintiera demasiado mayor para los juegos de imaginación; pero a la hora de dejar volar su fantasía, prefería hacerlo a solas, en su cuarto.
De modo que dejó a las chicas allí, descendió por la escalera y se puso a deambular por la casa. El tío Frank le prestó un libro titulado Arriba el periscopio, y subió por las escaleras a su cuarto del ático, mirando la habitación del abuelo al pasar. Al poco el sol empezó a ponerse y Henry, sentado en su cama, miraba a través de las puertas abiertas hacia la ventana redonda, en el otro extremo del ático. A través de ella se veía la luz de unas pocas farolas de Henry (Kansas) intermitentes, desganadas, defectuosas. Al cabo de un rato cerró las puertas, se recostó, preguntándose qué tipo de libro le había dado Frank, y se quedó dormido con la luz encendida.
* * *
Henry se despertó bruscamente. Tenía los ojos entrecerrados a causa de la luz. En un primer momento no estaba seguro de por qué se había despertado. No tenía ganas de ir al baño, no se le habían dormido los brazos y tampoco tenía hambre. No podía llevar dormido mucho tiempo.
Se incorporó, y un trozo de escayola le rodó por la frente, rebotó en la punta de su nariz y aterrizó sobre su pecho. Al pasarse una mano por el cabello le cayeron en el regazo más pedacitos de pared; miró hacia arriba.
De la pared contra la que estaba apoyada la cama sobresalían dos pequeños pomos cónicos. Uno de ellos estaba girando, muy despacio. También se oía un ruido, como si algo estuviera arañando la pared, que fue en aumento hasta que se escuchó un golpe y una lluvia de polvo de escayola cayó sobre Henry y su cama.
Durante unos minutos Henry se quedó allí sentado mirando la pared, conteniendo la respiración, respirando apresuradamente y volviéndola a contener. Los pomos se habían quedado tan perfectamente quietos que empezó a preguntarse si en algún momento realmente se habían movido. Acababa de despertarse; quizá lo había soñado.
No, no lo he soñado, se dijo. Están ahí mismo, han salido unos pomos de la pared. Henry sabía qué había al otro lado: absolutamente nada. Un piso más abajo, la ventana de la habitación de las chicas se asomaba a los campos y debajo estaban la pared de la cocina, la puerta trasera y la extensión de césped que bajaba hasta el granero.
Henry se giró y tocó con cuidado los pomos, y luego empezó a arrancar trozos de escayola de la pared. Limpió el espacio alrededor de los dos pomos, haciendo que se formara un montoncito de polvo sobre la manta, y descubrió una puerta cuadrada de metal que no tendría más de veinte centímetros de lado. Estaba deslustrada y bajo el polvo se veían manchas verdes y parduzcas. Se inclinó hacia delante para ver los pomos más de cerca, pero su sombra parecía no querer quitarse de en medio, así que acercó la lámpara y la puso sobre la cama, junto a él.
Los pomos estaban en el centro de la puerta. Los tiradores eran de latón, muy antiguos y deslustrados, tan estrechos que no parecían realmente tiradores, y tenían una base ancha y mugrienta. Henry agarró uno con cada mano y los giró. Se movieron sin ruido y sin esfuerzo, pero no ocurrió nada. De cada base salía una flecha larga con forma de aguja. Alrededor del pomo de la izquierda la puerta tenía grabados unos símbolos y alrededor del de la derecha había unos números. Los símbolos comenzaban con una A y acababan, justo detrás de ésta, con uno que parecía una G. Henry no reconocía los otros símbolos. El pomo de la derecha era más sencillo, estaba rodeado por letras que eran en realidad números: del I al XXII en numeración romana. Contó los símbolos del extraño alfabeto de la izquierda y vio que eran diecinueve letras.
Henry nunca había sido muy bueno en matemáticas, pero sabía que tendría que multiplicar diecinueve por veintidós para averiguar el número de combinaciones posibles que podían abrir aquella puerta. Sin embargo, saber qué tenía que hacer y poder hacerlo eran dos cosas muy distintas. Tras intentar varias veces calcular la cantidad mentalmente, salió de su cuarto y bajó las escaleras lo más silenciosamente que pudo hasta llegar al rellano del segundo piso, y luego siguió bajando. Una vez en el primer piso, ya no tuvo tanto cuidado, se abrió rápidamente camino hasta la cocina y empezó a escarbar en el cajón de los trastos en busca de un lápiz. Encontró un bolígrafo y un pequeño manual de instrucciones de una batidora. Le arrancó la última página y volvió arriba a toda prisa.
Ya en el ático, Henry corrió de puntillas a su cuarto y se puso de rodillas en la cama. Los pomos no habían desaparecido. Garabateó la operación en el trozo de papel: 22 por 19 eran… 418. Henry se irguió y miró el número: 418 eran muchísimas combinaciones.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó una voz detrás de él.
Henrietta estaba de pie en el umbral de la puerta. La espesa melena alborotada coronaba su cabeza y una marca de la almohada le recorría la mejilla, pero sus ojos estaban despiertos.
—Te he oído bajar las escaleras.
Entró en su cuarto, sin mirar a Henry.
—¿Qué le has hecho a la pared?
Henry carraspeó tan fuerte que casi vomita su propia nuez.
—No he hecho nada. La pared se resquebrajó y estaba intentando ver qué hay debajo de la escayola. —Se volvió hacia la pared—. He encontrado esta puerta. Hace falta una combinación para abrirla, y he calculado que hay 418 combinaciones posibles, pero sólo una es la buena y pienso probarlas todas hasta que se abra.
Henrietta se arrodilló a su lado en la cama.
—¿Qué crees que habrá dentro? —le preguntó.
Henry se quedó callado un momento.
—Todavía no lo sé —admitió.
—Sí, ¿pero qué crees que hay?
Henry trató de imaginar qué podría haber guardado tras una pequeña puerta escondida.
—Puede que cosas viejas de alguien —respondió—. Calcetines, o un par de zapatos. Sería estupendo si hubiera plumas estilográficas antiguas.
—Ah, bueno —dijo Henrietta—. Yo estaba pensando que podría haber un mapa o un libro que explique cómo llegar a una ciudad secreta. O las llaves de una puerta olvidada o algo así. Quizá incluso diamantes.
—Bueno, creo que debería empezar por intentar abrirla —apuntó Henry—. Comenzaré por atrás: pondré esta flecha en la última letra, y probaré con todos los números romanos. Y luego lo haremos con la siguiente letra y cada número hasta que hayamos probado las 418 combinaciones.
—Está bien —respondió Henrietta, y se dejó caer en la cama, quedándose sentada mientras observaba cómo Henry empezaba a girar las brújulas—. Espero que dentro haya un mapa —añadió.
Henry llevaba comprobadas las combinaciones posibles con tres letras y media cuando Henrietta lo interrumpió por primera vez.
—¿Cuántas quedan, Henry?
Henry se detuvo a pensarlo.
—Llevo 76. No puedo restar mentalmente 76 de 418, pero quedan más de 300.
Justo cuando terminó con la quinta letra, Henrietta lo interrumpió de nuevo.
—Henry, ¿qué son esas otras marcas que tienen los pomos?
—¿Qué marcas?
—Éstas —respondió Henrietta, antes de ponerse de rodillas y lamerse los pulgares.
Henry se hizo a un lado para dejarle sitio y la niña limpió los pomos frotándolos con los dedos. Cuando Henrietta se apartó y volvió a sentarse, Henry vio que cada uno de ellos tenía tres flechas más, sólo que eran más pequeñas, y a diferencia de la grande, que sobresalía, sólo ocupaban la base, dividiéndola en cuartos.
—Parecen brújulas —dijo Henrietta—. ¿Lo ves? La flecha grande es como la que señala el Norte en los mapas, y las otras son como las que indican el Sur, el Este y el Oeste. Me apuesto lo que quieras a que ahí dentro hay un mapa. ¿Qué podría haber si no tras una puerta con pomos en forma de brújula?
Henry no contestó, sino que se desplomó.
—¿Qué pasa? —le preguntó Henrietta.
Henry se tumbó de espaldas en la cama y apretó los dientes.
—Jamás lograremos abrirla.
—¿Cómo que no? ¿Por qué no? —inquirió ella—. Deja de rechinar los dientes. No pueden quedar tantas combinaciones.
—Hay muchas más de las que creía. De hecho ni siquiera sé cómo averiguar cuántas más hay. Cada pomo tiene cuatro agujas así que podría haber miles de combinaciones posibles.
—Vaya —musitó ella—. Entonces quizá deberíamos volver a la cama. Ya lo pensaremos mañana.
—Sí, deberíamos volver a la cama. —Henry bajó la vista a la manta—, aunque antes debería limpiar esto.
Henrietta se puso de pie y se estiró.
—Llévatela abajo y sacúdela fuera.
Henry cogió la manta por las cuatro puntas y se la colgó de los hombros como si fuera un saco. Luego los dos salieron de su cuarto y bajaron las escaleras con mucho sigilo. Cuando llegaron a la habitación de las chicas, se dieron las buenas noches en un susurro y la niña corrió a su litera. Henry siguió escaleras abajo hasta llegar al zaguán trasero, salió fuera y decidió alejarse un poco de la casa para que nadie viese los trozos de escayola en el césped. La hierba fresca engulló sus pies desnudos, pero Henry apenas lo notó. Tenía los ojos alzados hacia el vasto cielo, espolvoreado de miles de estrellas. Dos tercios de brillante luna se perfilaban sobre el horizonte. Henry fue hasta el granero, lo rodeó, sacudió la manta y se sentó en el suelo.
Nunca había oído hablar de puertas secretas. Si hubiera estado en el colegio, nunca habría creído que tales cosas existieran. Pero aquí era distinto; este lugar era un tanto extraño. Se sentía igual que cuando descubrió que los niños de su edad no viajaban en coche en sillitas para bebés y que los chicos hacían pis de pie. Se recordó a sí mismo deshaciendo las maletas en el internado mientras su compañero de habitación miraba. El compañero le había preguntado para qué era el casco y Henry de pronto tuvo la sospecha de que estaba sumido en la oscuridad, de que el mundo iba por un lado, funcionando de una manera, mientras que él, Henry, llevaba un casco. Por muy poco no le había dicho a su compañero de cuarto la verdad. En vez de responderle «Es un casco que me ha comprado mi madre para gimnasia», contestó: «Es un casco de carreras; no creo que vaya a necesitarlo aquí».
Fuera lo que fuera que estaba pasando en la pared de su habitación, era mucho más impactante que descubrir que los otros chicos no llevaban cascos. Si de verdad existían puertas olvidadas y ciudades secretas, y mapas y libros que te indicaban cómo encontrarlas, necesitaba averiguarlo. Miró el alto césped, frío y húmedo por las gotas de rocío, y por un momento no vio césped. En vez de eso vio millones de esbeltas briznas verdes, compuestas de aire y sol, que formaban una masa densa que se mecía suavemente, haciéndole cosquillas en los pies —ahora húmedos— y al mismo tiempo, haciendo, silenciosamente, crecer vida sobre la tierra. Cada una de esas briznas era otro niño sin casco, niños que sabían cómo había que hacer las cosas. Sobre él, las estrellas titilaban burlonas. Las constelaciones lo observaban y se daban codazos unas a otras, entre risitas.
—No sabía que existieran ciudades secretas —dijo Orion—. Su madre nunca le habló de ello.
La Osa Mayor sonrió.
—¿Y su padre no le habló de las puertas olvidadas?
—Jamás.
—¿Y de los diarios?
—Sólo de los que tenían que ver con proyectos de ciencias o de viajes en bicicleta.
—¿Y de los mapas?
—Sobre todo de los topográficos, o de esos en los que a los países se les pone colores distintos, dependiendo de su producto interior bruto o de sus principales exportaciones.
—¿No le habló de ninguno que tuviera escrito «Aquí hay dragones[3]» en las esquinas?
—No. Ha encontrado una puerta escondida con pomos en forma de brújula, ¿y sabes qué ha pensado que podría haber dentro?
—¿Un cuerno de unicornio?
—Calcetines.
—¡¿Calcetines?!
—O bolígrafos.
—¡¿Bolígrafos?!
Henry suspiró.
—Ni siquiera sé cómo funcionan esas brújulas —dijo.
Se levantó y echó a andar de regreso a la casa con una sensación familiar, la de «ahora lo sé». La sensación que te lleva a decidir que esta noche te escaparás a hurtadillas del dormitorio común para tirar el casco, un montón de camisones y tu osito terapéutico al contenedor del internado. Es la sensación de «mañana habré cambiado».
Al entrar en la cocina Henry vio su navaja sobre la encimera. La cogió y la desplegó. La orgullosa hoja, recién afilada, le dedicó una sonrisa deslumbrante. Manteniéndola abierta con el pulgar, subió a su cuarto.
* * *
Fuera, el viento se frotaba la espalda contra el granero, las estrellas se columpiaban despacio, colgadas del techo del mundo, y la hierba se mecía y crecía, satisfecha de ser la alfombra del planeta, pero, aun así, ansiando ser más alta.
Henry se puso de rodillas en la cama y empezó a levantar la escayola de la pared con la navaja. Le dolía el pulgar.