Capítulo 1

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Henry (Kansas) es un pueblo caluroso. Y un pueblo frío. Es un pueblo tan tranquilo que a veces puedes oír el ruido de una mosca al chocar contra el escaparate de la tienda de antigüedades de Main Street, intentando atravesar el cristal. La tienda está cerrada desde hace mucho y ya nadie recuerda a quién pertenece, pero si pegases la nariz al escaparate como la mosca, verías que, independientemente de quién sea el dueño, a parte de una gran variedad de ruedas de carro, no tienen mucho más. Sí, Henry es un pueblo tranquilo pero a veces los tornados azotan Main Street. Cuando el viento sopla es como si nunca fuera a parar. Y cuando para, parece que ya no hubiera esperanza de que soplara de nuevo.

Hay una estación de autobuses en Henry, pero no está en Main Street, sino al norte, pasada una manzana, porque los hombres que fundaron el pueblo no querían que el tráfico la colapsara. La estación perdió un tercio de su tejado hace quince años a causa de un tornado y, ese mismo verano, un petardo dentro de uní botella le dio el don del fuego a los lavabos. Los daños no fueron reparados, pero el ayuntamiento se asegura de que se pinte el edificio un año sí y otro no, siempre del mismo azul piscina. Y no tiene un solo grafiti; los vándalos tendrían que recorrer más de treinta kilómetros para comprar botes de spray.

Muy de cuando en cuando llega un autobús al pueblo como a hurtadillas y se detiene lentamente frente a la estación medio techada, color azul brillante, con los baños achicharrados. Henry siempre se alegra cuando llega un autobús, porque es un lujo raro.

El día en que comienza nuestra historia, las previsiones de autobús eran muy altas: los Willis esperaban a su sobrino, y el señor y la señora aguardaban en la acera.

La señora Willis no era una mujer tan tranquila como el pueblo. Ese día estaba frenética y subía y bajaba de la acera compulsivamente, como si estuviera esperando el autobús del colegio para que la llevara de vuelta a otra vida, a la época de la escuela primaria y los juegos de comba. Había pensado ponerse su mejor vestido —es lo que su madre habría hecho—, pero no tenía ni idea de cuál de sus vestidos era el mejor, ni de cómo debía hacer el proceso de selección. De hecho, era probable que no tuviese un vestido que fuera mejor que los demás.

Por eso, al final se había dejado puestos unos pantalones de chándal y una camiseta. Había estado preparando conservas en la cocina y estaba guapa, a pesar de sus pantalones desteñidos. Tenía el rostro alegre y sonrosado por el vapor y su melena morena, que se había recogido en una coleta, se había liberado de sus ataduras. Aquel día, si te acercabas lo suficiente —como comprobaría su sobrino al abrazarla—, olía muchísimo a mermelada de melocotón. Era una mujer del montón, la miraras por donde la miraras, ni gorda ni flaca, a la que sus amigos llamaban Dotty, su marido Dots y los demás señora Willis.

A la gente le caía bien Dotty, decían que era una mujer interesante. De su marido raramente decían lo mismo. Del señor Willis decían que era un hombre flaco, y no sólo en lo físico, sino flaco en todos sus significados y contextos. Pero Dotty veía en él mucho más que a un simple flaco. Frank Willis parecía no darse cuenta de nada más allá de eso.

La señora Willis cesó su subir y bajar frenético de la acera. Se veía parpadear algo en la distancia. El autobús estaba acercándose. Le dio un codazo a Frank y lo señaló. Él ni se enteró.

El Henry del autobús no era un pueblo de Kansas, sino un chico de doce años montado en un lentísimo autobús proveniente de Boston, que esperaba reunirse con un tío y una tía a los que no había visto desde los cuatro años. La verdad era que reencontrarse con la tía Dotty y el tío Frank no le ilusionaba, no porque no le cayeran bien, sino porque la vida que había llevado hasta entonces le había enseñado a no ilusionarse con nada.

El autobús se detuvo con una sinfonía de chirridos metálicos. Henry se dirigió a la puerta, dijo adiós a una anciana muy charlatana y, al bajar a la acera, aspiró una nube de gasolina. El autobús se alejó, llevándose la nube y Henry se dio cuenta de que estaba siendo abrazado por alguien bastante blando, aunque delgado, y que el olor a gasolina había sido sustituido por el de los melocotones. Su tía lo agarró por los hombros y le hizo retroceder; su sonrisa se diluyó y, de repente, se puso seria.

—Sentimos tanto lo de tus padres… —le dijo, sosteniéndole la mirada. Henry no podía mirar hacia otro lado—. Pero nos alegramos mucho de que vayas a quedarte con nosotros. Tus primas están emocionadas.

Alguien dio unas palmadas a Henry en el hombro y él alzó la vista.

—Sí —le dijo el tío Frank, que observaba cómo el autobús salía echando chispas por el otro lado del pueblo—. Tenemos la camioneta allí —añadió, señalando con la cabeza.

El tío Frank cargó el petate de Henry mientras la tía Dotty lo escoltaba hacia la camioneta, con un brazo fuertemente aferrado a sus hombros. Era una camioneta muy vieja. Hace unas cuantas décadas puede que hubiera sido un Ford. Después la habían donado al Instituto Henry para un proyecto del taller de mecánica. El tío Frank la había comprado en un festival de fin de curso celebrado para recaudar fondos. Era de color marrón suciedad, el tipo de suciedad que yace en el fondo de las ciénagas, atractiva únicamente para las sanguijuelas y para ranas poco exigentes. Además, los alumnos del taller de mecánica no habían podido permitirse colocar las grandes ruedas con las que siempre habían soñado, así que se habían contentado con subir la carrocería todo lo alto que el profesor les había permitido. El resultado final de sus experimentos era de una precariedad alarmante. El petate de Henry fue arrojado a la parte trasera de la camioneta.

—Salta —le dijo el tío Frank, señalando a la parte trasera—. La puerta de carga se ha atascado y no se baja, así que tendrás que apoyarte en la rueda para auparte. Yo te daré impulso.

Henry se subió a la rueda y se tambaleó un poco al tratar de pasar la pierna por encima de la portezuela. El tío Frank lo empujó por detrás y Henry cayó dentro, sobre el costado.

Nunca se había montado en la parte trasera de una camioneta y siempre había pensado que era ilegal, aunque en el único viaje al que sus padres lo habían llevado, siguiendo la ruta de los primeros asentamientos en el Suroeste, había visto pasar un camión cargado de jornaleros. Como él iba atado a una sillita de coche en el asiento trasero del Volvo de sus padres, había sentido unos celos tremendos. Y sólo unos kilómetros más adelante descubrió, para su sorpresa, que lo normal no era que un chico de nueve años viajase en una de esas sillitas para críos. Un autobús escolar lleno de niños riendo se lo demostró cuando se pararon en un semáforo.

Henry se sentó sobre el hueco de una de las ruedas y se preparó para tener una experiencia espiritual. El motor rugió al encenderse, su tío Frank forcejeó con la palanca de cambios y Henry se escurrió del hueco del neumático hacia la parte trasera de la camioneta, mientras Henry (Kansas) se convertía en un remolino alrededor de su cabeza. Apenas habían avanzado una manzana cuando el camión volcó su peso hacia atrás, girando repentinamente a la derecha, como un bólido. Henry tuvo que tumbarse de espaldas, con los brazos y las piernas abiertas para evitar rodar de un lado a otro. Un par de manzanas más adelante la camioneta dio un tumbo y la grava del asfalto repiqueteó contra el guardabarros como si fueran disparos. Henry vio una cresta de polvo elevarse al cielo tras la camioneta e intentó evitar golpearse la cabeza cada vez que cogían un bache. Finalmente el tío Frank se paró, dando un fuerte tirón al freno de mano, y Henry volvió a escurrirse, con la cabeza por delante, hacia la cabina del camión. Se incorporó a cuatro patas con cuidado y clavó la mirada en una casa de color azul pálido, que recordaba vagamente. La tía Dotty le sonreía a través del retrovisor lateral, saludándole con la mano y señalando la casa.

La casa parecía grande y un granero aún más grande se erigía tras ella, como un armatoste. Un gato de pelaje blanco en su mayoría, que parecía irritado por alguna razón, estaba despatarrado en el jardín. Había una fila de ventanas de vidrio emplomado en la primera planta, una hilera de ventanas pequeñas en la segunda y una gran ventana redonda en el alero. Y en el porche frontal, bajo una larga ristra de campanillas tubulares de cobre, verdes y deslustradas, había tres chicas que miraban a Henry.

* * *

Henry se sentó en el suelo de madera con la espalda contra la pared. Las tres chicas se sentaron frente a él, al estilo indio. Estaban en el ático y la habitación era completamente diáfana. Las paredes se combaban hacia dentro y había una vieja barandilla de seguridad en lo alto de unas escaleras muy empinadas. Henry miraba hacia la izquierda, por la gran ventana redonda del extremo más lejano de la habitación, intentando no mirar tan fijamente a sus primas como ellas lo miraban a él.

A la derecha de Henry, en la otra punta del ático, un par de pequeñas puertas escondían lo que antes había sido el «cuarto trastero» y ahora iba a ser su dormitorio. El tío Frank se había disculpado por lo pequeño que era, pero había puntualizado —antes de que la tía Dotty le diera un codazo en las costillas— que si no volvían a tener noticias de sus padres y tenía que quedarse a vivir allí para siempre, tirarían la pared y le harían un cuarto un poco más amplio.

Henry le había dado las gracias.

—Yo soy Anastasia —dijo la menor de las chicas.

—Lo sé —respondió Henry.

Era una niña bajita, delgada y fuerte para sus nueve años. Y también pecosa. Era morena, aunque a Henry le parecía que por su carácter le habría pegado más ser pelirroja.

—Entonces, ¿por qué no me has dicho «Hola, Anastasia» directamente? ¿Tan maleducado eres?

—¡Chitón! —dijo la mayor.

Anastasia frunció los labios.

—De acuerdo, pues si de verdad sabías que me llamo Anastasia, ¿cómo se llaman ellas?

Henry miró a la mayor. El cabello —liso, largo y casi negro— le caía sobre los hombros. La chica le sonrió.

—Ella se llama Penny —dijo Henry, antes de volverse hacia la tercera, de ojos verdes y pelo castaño y rizado—. Y ella Henrietta.

Henrietta se quedó mirándolo y Henry apartó la vista; tenía la sensación de que le había hecho algo bastante terrible al gato de Henrietta en su última visita. Aquel recuerdo lo asaltó de pronto y se puso a bailar en su mente de forma burlona. Se sonrojó, pero Anastasia empezó a hablar de nuevo.

—¿Y qué significa Penny? —le preguntó a Henry, entornando los ojos.

Penny sonrió y contrajo aún más las piernas, que tenía dobladas.

—No significa nada, Anastasia.

—Significa Penélope —insistió la pequeña—. ¿A que sí, Henry?

Henry se encogió de hombros, pero Anastasia no estaba mirándolo a él, sino a Henrietta, que no le hizo ningún caso.

—No —le aclaró la mayor a Anastasia—, Penny es el diminutivo de Penélope, pero no significa Penélope. Los significados son sólo para las iniciales.

Henry intentó captar la atención de Henrietta.

—¿Y a ti no te llaman Henry? —le preguntó.

—Sí —dijo Henrietta, apretando la mandíbula—, y no me gusta que lo hagan —añadió.

—Henrietta es demasiado largo —dijo Anastasia.

Henry se quedó pensando un momento.

—No más que Anastasia —replicó. Lo comprobó mentalmente dos veces, contando las sílabas—. No, es igual de largo.

—Quise cambiármelo por Josephine, pero todos empezaron a llamarme Jo —dijo Henrietta mirando a Henry—. ¿Querrás llamarme Beatrice?

—Eh… claro.

—Entonces te llamaremos Beat —intervino Anastasia con una sonrisa.

—No, no lo haréis —le espetó Henrietta—, no si queréis conservar todos los dientes.

—Basta —dijo Penny—. ¿Por qué no te llamamos Henrietta y punto? Además, ahora que él está aquí ya no podremos llamarte Henry.

Henrietta consideró esa opción y miró a Henry, como si esperase su aprobación.

—Por mí bien —dijo él.

Se quedaron callados y Henry se puso a pensar en el recorrido que habían hecho por la casa antes de subir allí.

El gato irritado, al que una de las chicas había llamado Blake, había desaparecido rápidamente mientras la tía Dotty dirigía a Henry hacia el porche y le decía amablemente: «Te acuerdas de las chicas, ¿verdad, Henry?».

Henry se unió a un tren humano, un puesto por detrás de la locomotora, e hicieron un tour a toda velocidad por la casa. Había visto sofás, regalos de tías abuelas ya fallecidas, lámparas que no funcionaban y tesoros que el tío Frank había conseguido por Internet, como el fósil de un pez que habían convertido, según le explicó la tía Dotty, en una mesita auxiliar exclusiva y baratísima. Unos dedos señalaron hacia un sótano oscuro, donde destacaban algunas obras de arte, todas ellas hechas por el tío Frank y las chicas. La tía Dotty se había reído y los había llamado «artistas locales». También le había enseñado el cajón de los trastos viejos, donde guardaban una linterna pequeña, una caja con gomas elásticas, lápices, bolígrafos, clips, pegamento y una caja de plástico con una foto del océano en la tapa. Había visto el cuarto de baño, le habían enseñado dónde guardaban el desatascador y le habían contado los problemas que tenían con las cañerías. Le dijeron que se quedara quieto un momento y escuchara, a ver si el frigorífico hacía ruidos raros. No hubo ningún ruido, pero le advirtieron que, cuando lo hubiera, no le pasaría desapercibido. En el rellano del segundo piso se encontraba la puerta que daba a la fachada de la casa. Henrietta había dicho que era «la habitación del abuelo», pero nadie se había acercado a ella. Durante el recorrido se habían abierto todas las puertas, cada armario, cada vitrina, cada habitación… Pero justo ésa no se abrió.

La mente de Henry volvió al presente. Seguía sentado en el suelo del ático. Las chicas no se habían hartado de él y todavía no se habían ido.

—Henry… —lo llamó Anastasia—. ¿Crees que tus padres van a morir?

Penny le lanzó una mirada de reproche, que pasó desapercibida. Henrietta y ella tenían los ojos fijos en Henry. Henrietta se puso a juguetear con sus rizos, enredándolos entre sus dedos, y Anastasia se inclinó hacia delante para susurrarle:

—Al padre de Zeke Johnson lo mató una cosechadora.

—¡Para ya! —le increpó Penny—. Henry, si no quieres hablar de ello…

—A Penélope le gusta Zeke —dijo Anastasia.

Henrietta se rió y Penélope se puso roja.

—A todo el mundo le gusta Zeke —replicó.

Anastasia miró a Henry a los ojos y le dijo:

—Zeke va solo al cementerio. Se pone frente a la tumba de su padre y lanza pelotas de béisbol contra la lápida.

Penélope se cruzó de brazos.

—El señor Simon le dijo que le escribiera una carta de despedida a su padre, pero Zeke no quería, así que en vez de eso va al cementerio y le lanza bolas de béisbol.

—Yo no quiero hablar de Zeke —dijo Henrietta—. Penny siempre está hablando de él. Yo quiero que hablemos del tío Phil y la tía Úrsula.

—¿Crees que van a morir? —volvió a preguntarle Anastasia a Henry.

—No tienes que responder si no quieres, Henry —le dijo Penélope.

Henry inspiró profundamente y suspiró.

—No pasa nada. De todos modos tampoco sé mucho. Los capturaron en Colombia como rehenes mientras hacían una ruta en bicicleta. Los hombres que vinieron al colegio a hablar conmigo me dijeron que los liberarán cuando se pague el rescate.

—¿Y qué estaban haciendo allí? —le preguntó Henrietta.

—Mis padres escriben libros de viajes. Querían escribir un libro sobre turismo en bicicleta por Sudamérica. Han estado haciendo ese tipo de cosas desde que fui lo suficientemente mayor para ir al colegio.

—Entonces habrás estado en un montón de sitios —le dijo Henrietta.

—No, nunca me llevan con ellos. He ido a Disney World, pero fue con una niñera. Y una vez estuve en California.

Anastasia se inclinó de nuevo hacia delante.

—¿Entonces es verdad que han secuestrado a tus padres? —le preguntó. Henry asintió—. ¿Hombres con pistolas? ¿Crees que llevaban máscaras? A lo mejor los tienen atados en una cueva ahora mismo.

—No sé, a lo mejor —dijo Henry—. El caso es que los han secuestrado.

Las tres chicas estaban impresionadas y se sentaron, mordiéndose los labios y las uñas, examinado a Henry y contemplando la situación.

Un momento después, la voz del tío Frank trepó por las escaleras, alta y fuerte.

—¡Quiero ver esos piños relucientes cuando suba! —les gritó, y su voz resonó en el ático.

—¿Qué? —preguntó Henry, confundido.

Las chicas se levantaron del suelo.

—Los dientes —dijo Henrietta—. Que nos los lavemos.