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La gente hace cosas raras.

En el Expressen leo una noticia: «Miembros de una secta se suicidan en la selva de La Guayana». Novecientas personas, entre adultos y niños, se quitaron la vida tomándose un refresco envenenado. El líder de la secta también fue encontrado entre los muertos. Lo más siniestro es que seguramente no tuvo que obligar a nadie (a excepción de los niños, que seguramente no pudieron opinar sobre el asunto). De forma completamente voluntaria, y seguro que con una sonrisa de felicidad en los labios, vaciaron los vasos de zumo mezclado con cianuro.

Pero el periódico no alude a los motivos. ¿Qué les empujó a dar aquel paso? ¿Acaso creían que estaba cerca el fin del mundo y querían asegurarse de conseguir los mejores puestos en el Reino del Señor?

Larsa se encoge de hombros.

—Seguro que se volvieron locos, como Buda.

Todos saben quién es Buda. Siempre está vagando por Rosenhill, vestido sólo con un albornoz sucio y demasiado corto, farfullando para sus adentros, más o menos como hace Larsa cuando duerme. La diferencia es que Buda parece estar despierto, aunque siempre tiene la mirada perdida, como si se hallara en un mundo invisible para nosotros. Nadie sabe dónde vive, si es que lo hace en algún sitio concreto. La casa donde se crió se quemó hace muchos años: entre la maleza aún se ven los restos de los cimientos calcinados.

Le llaman Buda porque está gordo y es calvo. Por algún extraño motivo también lleva las cejas afeitadas.

Cuando éramos más pequeños nos daba muchísimo miedo. Ahora sabemos que no es peligroso. Creo que fue idea de Pierre, aunque no estoy seguro; también puede haber sido de Dagge aunque no me acaba de cuadrar con su estilo. El caso es que esto sucedió el verano pasado. Estábamos aburridos y alguien propuso hacer una guerra de agua. Pierre se acordó de que en casa tenía globos que habían sobrado del cumpleaños de su hermana pequeña. Los globos se llenan de agua y se les hace un nudo. Nos dividimos en dos equipos y nos situamos en el cruce de la calle Rosenhill con la calle Blåeld, como los antiguos ejércitos; Dagge y yo a un lado, Larsa y Pierre al otro.

Pero justo cuando íbamos a atacar, alguien dio un grito de atención. Por la larga cuesta de la calle Blåeld venía Buda corriendo. Nunca iba por la calzada, lo cual tenía una explicación lógica. Unos años atrás lo había atropellado un coche que salía derrapando de una curva y que no tuvo tiempo de frenar cuando este gigantesco ser se le apareció en medio de la calle. Desde entonces Buda prefiere ir por la acera.

De pronto un globo salió disparado por el aire (estoy casi seguro de que fue Pierre) y le dio a Buda en toda la cabeza, produciendo un ruido como de una bofetada. El pobre tipo se tambaleó y empezó a agitar los brazos. Fue tan cómico que todos nos echamos a reír. Después salió disparado otro globo, seguido de otro más, hasta que acabamos con todo nuestro arsenal. No parábamos de reír ante la vista de aquel hombretón completamente empapado, una diana perfecta. Pero no fue sólo la falta de munición la que puso fin a la guerra: de repente oímos una voz a nuestras espaldas, una voz enojada y gruñona.

Era el viejo Olofsson, cuyo jardín estaba en la línea de fuego. Por lo visto uno de los globos lo había golpeado en la espalda.

Nos lanzamos sobre las bicicletas y escapamos de allí, riendo como locos.

Siempre que nos encontramos con Buda pienso en aquella vez que lo bombardeamos con los globos de agua, y aunque nos estuvimos riendo del episodio durante bastante tiempo, siento remordimientos. Me parece que nos portamos como unos idiotas, y creo que no soy el único que lo piensa, porque cuando nos cruzamos con él nadie dice nada, nadie se burla ni hay miradas de complicidad. Creo que todos nos avergonzamos un poco.

Dagge menea la cabeza ante la comparación entre la secta de los suicidas y Buda.

—No se puede comparar. Buda está ido de verdad. —Dagge sabe bastante de enfermos mentales, pues su madre trabaja en un manicomio—. Pero no puede ser que tanta gente se vuelva loca a la vez, como en esa secta de suicidas.

Larsa guarda silencio, como si intentara imaginarse a novecientos Budas gordos, murmurando y deambulando por la selva de La Guayana, hablando solos.

—Entonces, ¿por qué lo hicieron? —le pregunta a Dagge.

—La gente hace cosas raras. No siempre se llega a saber por qué.

—¿Como el carpintero que mató con un hacha a toda su familia?

—Sí, más o menos.

Larsa se queda callado de nuevo, con aire pensativo, y de pronto exclama:

—¡Quiero ver esa casa!

—Saldrías corriendo y lloriqueando —murmura Pierre desde detrás del Agente X9.

Dagge y yo nos echamos a reír. Larsa le da un empujón a Pierre.

—A mí no me da miedo.

Dagge fulmina a Larsa con la mirada.

—¿Y si sale un fantasma? Pero uno de verdad, ¿eh?

—Ya, ¿y qué?

—¿De modo que si aparece el carpintero muerto, avanzando hacia ti con su hacha sangrienta, te quedarás tan campante?

Dagge asesta un golpe con un arma asesina imaginaria a Larsa, que levanta los brazos para protegerse. Pierre y yo nos morimos de risa.

—Divertidísimo.

Larsa le arrea un puñetazo a Pierre en la clavícula. Este se pone furioso y se lanza sobre Larsa. La pelea está casi en su apogeo cuando Dagge interviene.

—¡Ya basta, hombre!

Larsa y Pierre se separan de mala gana, cada uno a su esquina del ring. Dagge me mira.

—Joel, ¿tú qué dices?

—¿Te refieres a la casa?

—Yo voy —dice Pierre.

—Yo también —responde Larsa.

Devuelvo la mirada a Dagge y me encojo de hombros.

—Claro.

—Vale. —Dagge se levanta—. Entonces, en marcha.

—¿Ahora mismo? —pregunto.

—A menos que queráis esperar a que se haga de noche.

No tenemos mapa, pero según la historia de Pierre sólo es cuestión de seguir la carretera de Lugnet hasta el final y después buscar una casa vieja en ruinas. Casas viejas hay muchas en Lugnet, pero casi todas tienen un aspecto más o menos aceptable. No vemos a nadie, sólo vacas que levantan la cabeza con apático desinterés cuando pasamos por delante con las bicicletas. A juzgar por sus indiferentes miradas podríamos ser extraterrestres. Un tremendo hedor a estiércol nos envuelve (lo que es otra prueba más de lo poco que les importa a las vacas nuestra presencia) y Larsa no se puede reprimir.

—¡Jo, Pierre, siempre estás igual!

Las carcajadas alteran la tranquilidad campestre, pero acaban enseguida.

Dagge va a la cabeza, levantando el polvo del camino. En su espalda aparece una mancha de sudor. No ha dicho ni una palabra en todo el rato, sólo se oye el pedaleo intenso y constante que exige mantener aquella velocidad.

La carretera se acaba, pero no tiene unos límites claros (como un terreno, un prado o un cruce); la engulle, palmo a palmo, un bosque de abetos hasta que de pronto nos vemos rodeados por una maleza oscura e impenetrable. Nos paramos y lanzamos miradas angustiosas a nuestro alrededor. Los abetos se alzan como gigantes mudos y verdes. Sólo unos pocos rayos de sol alcanzan el suelo. De repente, el verano parece muy lejano.

—¿Y dónde está la casa? —pregunta Larsa, finalmente.

Dagge se baja de la bicicleta.

—Tenemos que continuar por el bosque.

—¿En qué dirección?

Nuestras miradas inquisitivas se vuelven hacia Pierre, que se defiende.

—¿Qué demonios os pasa? Es la primera vez que vengo.

—Tú y tus dichosas historias —murmura Larsa—. Creíamos que lo sabías.

—Si lo hubiera sabido lo habría dicho, ¿vale?

La tensión se masca en el ambiente cuando de pronto me doy cuenta de que falta alguien.

—¿Dónde está Dagge?

Larsa y Pierre se callan de golpe al descubrir que nuestro amigo ha desaparecido. Enseguida empezamos a llamarlo.

—¡Dagge!

—¡DAGGE!

En el bosque sigue reinando el silencio y súbitamente me estremezco.

—¡Dagge! —gritan Larsa y Pierre al unísono.

—¿A qué viene tanto alboroto?

Se ha subido a una piedra cubierta de musgo. Un cigarrillo pende descuidadamente de sus labios y sonríe abiertamente.

—¿Dónde te habías metido? —pregunta Larsa.

Hace un gesto hacia su espalda.

—Está allí.

—¿La casa?

—¿Qué va a ser? ¿Disneylandia?