—¿Dónde te habías metido?
Mi hermano está en la entrada del garaje arreglando la moto, una Puch Dakota azul que ha trucado y que corre el doble que cuando la compró. Con una llave inglesa en la mano me indica que me acerque.
Aparco la bicicleta y decido no prestarle atención. Pero es más fácil decirlo que hacerlo. Mi hermano se levanta y su voz resuena como un trueno.
—Eh, que estoy hablando contigo.
Me detengo y lo miro.
—¿Qué te pasa? —le digo.
—No seas pesado. ¡Ven aquí!
Me acerco inquieto deseando que no me dé unos sopapos como hace siempre que está de mal humor.
—Has pasado la noche fuera.
—He dormido en casa de Dagge.
Los ojos de mi hermano se empequeñecen hasta quedar reducidos a dos perversas rendijas. Nunca ha soportado a Dagge. A lo mejor es porque Dagge no le tiene miedo.
Una vez que mi amigo estaba en mi casa, mi hermano entró como una tromba en mi habitación y empezó a chillarme porque creía que yo había estado tocando su colección de discos. Por lo visto había descubierto la huella de un pulgar en su disco favorito(The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, por si a alguien le interesa). No sirvió de nada que yo intentara explicarle que podría haber sido cualquiera de sus amigos y que, además, yo nunca le tocaba los discos, y mucho menos entraba en su habitación.
Mi hermano no me creyó, algo típico de él, que siempre anda buscando un culpable para todo. No me sorprendería que él mismo hubiera puesto la huella de su pulgar. Hasta aquel momento Dagge no había movido ni un dedo para ayudarme, no quería meterse donde no le llamaban, pero cuando mi hermano me dio un guantazo, que por cierto me dolió de lo lindo, se levantó y en un tono tranquilo le dijo a mi hermano que si me volvía a poner la mano encima se iba a arrepentir.
Mi hermano tiene dos años más que Dagge y en aquel momento le sacaba una cabeza de altura. Pero la fuerza no siempre depende de los músculos. A menudo basta con una mirada o una palabra para desarmar al contrario. Lo importante es que parezca que uno lo dice en serio y no retroceder ni un milímetro si las cosas se ponen feas. Dagge siempre se mantiene fiel a su palabra y nunca da un paso atrás.
Aquella vez la cosa no pasó a mayores, y fue mi hermano el que dio marcha atrás. Pero nunca olvidaré la mirada que me echó al salir de la habitación. Fulminante.
En muchos sentidos prefería que Dagge no volviera a defenderme, porque no tardé en descubrir que era peor el remedio que la enfermedad. El problema fue que toda la rabia de mi hermano acabó cayendo sobre mí.
Mi hermano daba vueltas a la llave inglesa entre los dedos.
—A lo mejor puedes engañar a mamá, pero yo sé dónde has estado.
No sé cómo, se ha enterado de que tenemos nuestra propia cabaña, pero estoy casi seguro que no sabe exactamente dónde está. Si lo supiera, hace tiempo que nos hubiera hecho una visita con sus amigos. No, sólo intenta asustarme.
Me dispongo a entrar en casa, pero de pronto noto la mano de mi hermano sobre el brazo.
—Oye, niño de mamá. Escúchame cuando te hablo.
«Niño de mamá» es el apodo que me ha puesto mi hermano. Cuando era pequeño siempre estaba enfermo, con otitis, escarlatina, sarampión, de todo. Mamá siempre estaba preocupada por mí, y mi hermano no podía soportarlo. Siempre decía que lo mío era puro cuento. «¿Sabes lo que eres? Un niño de mamá, un niño mimado».
A ver, ¿era culpa mía que estuviera enfermo? La verdad es que habría preferido no tener que pasarme aquellos interminables días en la cama, aburriéndome como una ostra.
—¿Qué crees que dirá mamá si se entera de que has mentido?
Yo también sé unas cuantas cosillas de mi hermano, y mucho peores, por cierto. Por ejemplo, lo del sábado pasado: mi hermano estaba en el Parque del Elefante, en el centro, con su pandilla. Se estaban pasando una pipa, y no creo que fuese de tabaco normal y corriente. También sé dónde esconde sus cervezas (en el garaje, detrás de la mesa de ping-pong) antes de salir los viernes por la noche. Y estoy al corriente de quiénes entraron a robar en un supermercado el otoño pasado. Claro que eso es del dominio público. Mi hermano y su pandilla estuvieron pavoneándose por todo Rosenhill.
Pero yo no soy un chivato. A mí no me va eso de andar corriendo a contar todos los chismes a mis padres.
—¿Es que no te enteras? He dormido en casa de Dagge.
Mi hermano me da unas palmaditas en la mejilla.
—¿Qué has dicho?
—Perdona —digo en un susurro.
—¿Te ha enseñado Dagge a ser tan chulo?
Me entran ganas de decirle que estoy al corriente de sus aficiones. Tiene un miedo tremendo de que mi madre se entere. Quizás entonces me dejaría en paz.
—Que no se te olvide que soy el mayor.
Levanta la mano sucia de grasa de motor y me la restriega por la mejilla.
Poco después estoy en mi habitación escuchando Inflammable Material de Stiff Little Fingers. Los punkies norirlandeses gritan «Alternative Ulster» mientras yo decido que no permitiré que mi hermano me estropee el verano.