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Durante un largo rato permanecemos en silencio asimilando la historia de terror de Pierre. Lo único que se oye es el sordo zumbido de los mosquitos que acuden a la linterna, tan fascinados con el haz de luz amarillo como nosotros lo estábamos hace un momento con la historia. No se parece a ninguna de las que hemos oído antes, porque hay un detalle que la hace más verídica, más terrible que las demás: la mención a Lugnet, que es un lugar que todos conocemos.

Larsa rompe el silencio.

—Vaya, me gustaría ver esa casa. ¿Existe realmente?

Pierre asiente.

—Está al final de la carretera de Lugnet.

—¿Y eso queda lejos?

—A unos tres kilómetros, más o menos.

—Debería ser muy fácil encontrarla. ¿Tú qué crees, Dagge?

Dagge da una calada a su cigarrillo, meditando. Al final se vuelve hacia Pierre.

—¿Tú has estado allí?

—Bueno, yo no, pero el tío de Uffe le dijo dónde estaba.

—Así que él sí ha estado allí.

—Es lo que estoy diciendo.

A veces uno no sabe dónde terminan las historias de Pierre y dónde empieza la realidad, y me pregunto si él mismo sabe dónde está el límite. A pesar de que está claro que la mayor parte de sus historias son pura fantasía, incluido el nombre de quien él dice haberlas «oído», antes se comería un saco de alfalfa que reconocerlo. Un mago nunca descubre sus trucos y seguro que ocurre lo mismo con un narrador. A decir verdad, nosotros queremos creer en la historia de Pierre, de lo contrario no estaríamos aquí sentados.

Tampoco creo que ninguno de nosotros siguiera pensando en si la historia es verídica, de no ser porque Pierre ha nombrado lo de Lugnet. Por eso Larsa pregunta si la casa existe realmente.

—Si no me creéis, podéis ir vosotros —dice Pierre, mosqueado.

Como siempre, me despierto porque me entran ganas de hacer pis y tengo que reptar para salir del saco de dormir intentando no pisar a Larsa, que es quien está más cerca de la puerta y se queja agitando los brazos. Pierre, que duerme al lado, recibe un codazo en la cara, se despierta y devuelve el golpe. «Será tarado», lo oigo refunfuñar antes de abrir la puerta, que siempre hace un ruido fenomenal cuando es de noche. Veo que alguien está fumando, apoyado en una roca. Dagge se vuelve hacia mí y me saluda con un gesto de cabeza.

—No podía dormir.

Yo me pongo a lo mío. La luna mira con sus ojos blancos y transparentes.

—¿Crees que de verdad existe esa casa?

—Hay muchas casas viejas en Lugnet.

Me siento al lado de Dagge.

—¿Con fantasmas?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Dagge tira la colilla. La brasa traza una línea iluminada en la oscuridad.

—Yo sólo sé cuándo alguien dice tonterías.