6

Cuando, por tercera vez, nos acercamos a la casa del final de la carretera estamos envueltos en profundas sombras, como si fueran otra capa de la oscuridad que siempre reina allí.

Dagge enciende la linterna y salta por encima de la cinta azul y blanco que ha puesto la policía. Voy detrás de él, casi pisándole los talones. Me tiemblan las rodillas y el aire tiene un sabor a metal oxidado. Intento humedecerme los labios, pero noto que no me queda saliva.

Cuando llegamos a la casa descubrimos que la puerta de entrada está entreabierta y se mueve con el viento. Alguien la ha forzado, seguramente la policía. Dagge entra el primero. Mira a su alrededor con ayuda de la linterna, baja el brazo y se da la vuelta.

—¿No te arrepientes?

—¡No!

Por supuesto que tengo miedo, pero es demasiado tarde para retroceder.

—Vale —dice Dagge—. La verdad es que no me apetece entrar solo.

—¿En serio?

—Claro que en serio.

Las palabras de Dagge me llenan de coraje. Me pongo bien erguido como para demostrar que puede contar conmigo.

—Allá vamos.

La casa nos da la bienvenida con el quejumbroso crujido de las maderas del suelo y el olor a humedad. El polvo nos irrita en la garganta, me da un ataque de tos y Dagge me dice que calle. No sé quién cree que nos puede oír.

Continuamos por el estrecho vestíbulo que conduce a la escalera. Allí Dagge se detiene y levanta la linterna, moviendo el haz de luz hacia arriba y hacia abajo. Después sube el primer peldaño y yo lo sigo. No nos paramos hasta llegar al primer piso. La puerta más cercana a nosotros está entreabierta. Es la habitación donde Larsa encontró la muñeca con manchas de sangre. Dagge alumbra el resquicio al tiempo que empuja la puerta. Nos quedamos parados en el umbral.

A la luz de la linterna vislumbramos una cuna y una silla sencilla. En la pared hay un cuadro con el cristal roto y descolorido. Representa a un Jesucristo rubio de ojos azules y soñadores, con las manos juntas en actitud de oración. No perdemos el tiempo y continuamos hasta la otra habitación, donde no hay mucho que ver: una cama con un colchón sucio, un quinqué roto y sucio de hollín encima de un aparador. Dagge considera que debemos volver a bajar.

—La muñeca —dice de pronto.

—¿Qué es lo que le pasa?

—A Larsa se le cayó aquí. —Ilumina el suelo.

—La cogería la policía.

Dagge se muerde el labio, pensativo.

—Sí, claro. Seguramente.

Bajamos por la escalera, continuando hasta la sala de estar. Me pongo al lado de la ventana y respiramos el fresco aire de la noche. Las astillas que quedaron de las tablas siguen en el suelo. Aquí uno se siente seguro. Si ocurriera algo, la ventana ofrece la mejor vía de escape.

Dagge se pone en cuclillas y apaga la linterna. La habitación se queda completamente a oscuras.

—Tengo que ahorrar pilas —explica.

Me siento a su lado.

—¿Qué hacemos ahora?

Enciende un cigarrillo. La brasa le ilumina la cara.

—Esperar al fantasma.

«¿Cuánto tiempo? —me pregunto, inquieto—. Mis padres no tienen ni idea de dónde estoy. Si nos quedamos toda la noche, llamarán a la policía». Pero no le digo nada a Dagge porque no quiero que crea que ya empiezo a arrepentirme.

—¿Qué crees que le puede haber pasado a Jonas?

—No sé. —Expulsa el humo por la nariz—. No entiendo por qué no se fue. Tenía dinero, pasaporte, todo lo necesario. ¿Por qué no aprovechó la oportunidad?

—La carta.

—¿Qué carta?

—La de Gloria. La que recibió cuando estábamos en su casa. Creo que ella lo había dejado.

Dagge me mira fijamente.

—Vaya, Joel. Seguro que tienes razón.

—Fuese lo que fuera, seguro que no eran buenas noticias.

Dagge tira el cigarrillo al suelo y lo aplasta con el pie.

—Sé exactamente cómo se sentía. Como si no tuviera nada que perder.

Enciende la linterna y saca algo del bolsillo interior de su chaqueta tejana. Me da una carta arrugada.

—¿Qué es esto?

—Mi viejo me la escribió el mismo día que murió.

Toco la carta con inseguridad.

—Puedes leerla si quieres.

Muevo negativamente la cabeza y le devuelvo la carta.

—No, léela tú.

Dagge desdobla el delgado papel de carta, que está cubierto de sucias huellas. Con un hilo de voz lee:

Querido Dag:

Cuando leas esta carta ya no estaré con vosotros. Entiendo que para ti será un golpe tremendo y siento que no haya otra manera de explicártelo. Pero estoy seguro de que lo superarás. Eres un chico valiente. Siempre lo has sido. También siento no haber podido jugar la última partida. Sé que me hubieras ganado. No había mucho más que te pudiera enseñar.

No estés triste. Estoy mejor donde estoy ahora.

Te quiero.

Papá

Dagge apaga la linterna y se queda callado un rato largo con la carta en la mano. Sus ojos brillan en la oscuridad. Se sorbe los mocos y da un suspiro.

—Que no esté triste. Qué fácil es decirlo.

De pronto se levanta, saca el mechero del bolsillo y acerca la carta a la llama.

—¿Qué haces? —pregunto.

El papel arde en su mano como una antorcha. Por un momento se ha convertido en una llama negra y frágil, que se pulveriza bajo la suela de la zapatilla de Dagge.

Mi amigo se sienta de nuevo y enciende otro cigarrillo. Parece liberado, como si se hubiera librado de un gran peso.

—Creía que mi padre era un tipo duro de los de verdad. Así que cuando recibí esta carta no entendí nada. —Se seca los ojos con el dorso de la mano—. Pero era igual que todos nosotros. Un cobarde.

—¿Por qué has quemado la carta?

—No sé, he sentido que tenía que hacerlo.

El viento susurra en los matojos secos del jardín, acompañado de un sonido repetitivo, seguramente una rama que golpea contra el tejado. Miro el reloj. Pronto será medianoche.

—¿Cuánto vamos a esperar?

—Lo que haga falta.

Cambio de postura. Tengo una nalga dormida. «No hay peligro de que se me cierren los ojos, eso seguro —pienso—. No es lugar apropiado para disfrutar de unos dulces sueños».

Empiezo a notar un cosquilleo que me recorre todo el cuerpo. Tenemos que inventarnos algo.

—¿Echamos una partida de cartas? —propongo.

Dagge se toca el bolsillo de la chaqueta. Siempre lleva una baraja encima.

—¿Póquer?

Sonrío. ¿Qué otra cosa podía ser?

Abre el armario de la ropa buscando velas.

—Tenemos que ahorrar pilas.

En el suelo encuentra una botella de aguardiente vacía. La utiliza de palmatoria y la coloca entre los dos.

Apuesto cinco monedas y Dagge me da una mano muy mala. Pareja de sietes.

—Subo —dice Dagge poniendo una moneda en el círculo de luz de la vela.

Repiqueteo con las cartas en el suelo.

—Vaya porquería de cartas.

Dagge se ríe y recoge las monedas.

—Vamos a…

Se queda callado con los ojos muy abiertos.

—¿Qué pasa? —pregunto asustado.

—¿No has oído eso?

Lo único que oigo son los ruidos de la noche, que nos han hecho compañía todo el rato.

—¿El qué?

Dagge apoya el dedo índice sobre los labios, se levanta y se acerca con cautela a la puerta. Se queda parado en la rendija, mirando hacia el vestíbulo, después vuelve la cabeza y me indica excitado que vaya hacia él. Apoyo la oreja en la puerta para escuchar. El ruido, más bien sonido, que parece proceder del interior de la casa me hace pensar en el gemido de una cría de gato. Pero no es ningún gato, ni ningún otro animal. La débil voz forma palabras, palabras que se articulan en una frase.

Socorro… ayúdenme… por favor

—Jonas —murmura Dagge.

—¡Eoooo! —grita Dagge—. Soy yo, Dagge. ¿Dónde estás?

Con el corazón encogido esperamos la respuesta. Parece que pasa una eternidad antes de oírlo de nuevo.

Ayúdame

—¿Dónde estás?

Socorro

Nos miramos, desconcertados. ¿De dónde viene la voz? De una habitación secreta, cree Dagge. Golpeamos con los nudillos las paredes del vestíbulo recibidor y escuchamos el ruido que producen. Nada. Son sólidas. No hay tabiques. Ninguna señal de paredes tapiando puertas.

—¿Crees que puede ser la voz de un fantasma? —susurro.

Dagge se rasca la frente, cubierta de sudor.

—Es posible —asiente, y de pronto grita—: Maldita sea, ¡qué tontos somos! ¡El sótano!

La noche nos recibe con su abrazo helado y se nos pone la piel de gallina. Las copas de los robles se balancean con el aire, que parece haber amainado un poco en las últimas horas.

Cuando Dagge dirige la linterna hacia la puerta del sótano descubre algo. El candado ha sido serrado. No estaba así la primera vez que lo vimos. Le recuerdo que la policía también había estado allí y que probablemente serraron el cierre cuando revisaron el sótano.

—Vamos a verlo de todas formas —sugiere Dagge.

Abre la tapa y alumbra la negra entrada del sótano. Una escalera corta, después notamos la tierra blanda y húmeda bajo los pies, mezclada con trozos de cristal y otros desperdicios. Tenemos que agacharnos para no dar con la cabeza contra las vigas. La humedad se nos pega en la garganta.

—¡Jonas! —grita Dagge—. ¿Estás ahí?

La voz tiene el mismo tono sordo que cuando uno se pone un vaso contra los labios.

—Los dos a la vez —dice Dagge.

Llenamos los pulmones de aire y gritamos al mismo tiempo:

—¡Jonas! ¿Dónde estás?

En el largo y prolongado silencio oigo mi propia respiración tensa, los rápidos latidos de mi corazón.

Dagge inclina la cabeza y suspira.

—No está aquí.

—¿Qué vamos a hacer?

—No sé. —Frunce el entrecejo y se agacha a coger algo del suelo—. ¡Será posible!

Me inclino sobre su hombro. Entre el pulgar y el índice sostiene una foto arrugada y manchada de tierra. Con la uña del pulgar rasca la suciedad y la cara aparece a la luz, igual que una pepita de oro cuando se lavan el barro y la tierra. No cabe la menor duda: es Gloria, la de la radiante sonrisa.

Como un rayo, Dagge se levanta del suelo y alumbra a su alrededor con la linterna.

—¿Dónde te has metido, Jonas? Venga, hombre, sé que estás aquí.

Proyecta el haz de luz sobre una estantería de madera apoyada contra la pared del fondo del sótano. Con un grito de triunfo se acerca a ella corriendo.

—¡Ayúdame! —me grita.

La estantería es pesada, pero juntos conseguimos apartarla.

La intuición de Dagge parece ser cierta: detrás de la estantería se esconde una gruesa puerta de madera.

Dagge me pasa la linterna y corre el pestillo. Cuenta en silencio hasta tres y le da una patada a la puerta.

Suelto un grito.