El bosque ya está oscuro como si fuera de noche. Dagge enciende la linterna, que abre un camino en la oscuridad. Los mosquitos zumban a nuestro alrededor, incordiantes.
—¿Crees que seguirá allí? —dice Dagge, cuando llegamos a la mitad del camino.
—¿Jonas?
—Sí.
—La policía ha buscado por todas partes.
—No nos lo imaginamos. Allí había alguien.
Me detengo y recuerdo el momento en que Dagge se dio la vuelta. Ahora me enteraré de lo que vio.
Dagge da una palmada y aplasta un mosquito.
—No vi cómo era, sólo oí cómo respiraba. No me atreví a mirar. Tenía un miedo de muerte.
—¿Y quién no lo hubiera tenido?
—Jonas sigue allí.
—¿Quieres decir que permanece algo así como su alma?
—La historia de Pierre no es una invención como otras. Ésta es real. Tengo que volver.
—Si Jonas está muerto no puedes hacer nada.
—Esta vez no pienso echarme atrás.
—No eres un cobarde —digo—. Si hay algún cobarde, ése soy yo.
Nos acercamos a la urbanización. Las lámparas de la vieja casa de madera de los Johansson brillan entre los árboles.
—Pienso ir ahora mismo.
—¿No puedes esperar a mañana?
—De día está plagado de periodistas. Pasarán semanas antes de que se vayan. No puedo esperar tanto.
Notamos el asfalto debajo de las suelas de los zapatos. Las farolas proyectan una luz mortecina, fantasmal. Dagge se detiene. Si continuamos en línea recta llegaremos a nuestro barrio. Si tomamos a la derecha, al final acabaremos en Lugnet.
—¿Me dejas tu bicicleta?
Suspiro en voz baja.
—Si no vuelvo, ya sabes dónde está la bici —dice sonriendo.
Yo no le devuelvo la sonrisa: no le veo la gracia. Me pongo a horcajadas en la bicicleta.
—Por favor —insiste Dagge.
—Siéntate en el portapaquetes.
—¿Es que piensas llevarme? —se extraña. Me pone la mano en el hombro y sacude la cabeza—. Ni hablar. Iré yo solo.
Me quito su mano de encima.
—Súbete antes de que me arrepienta.
Dagge es corpulento y pesa bastante, y el viaje hasta Lugnet me deja sin aliento.