4

Mi madre y mi padre saben que no puedo quedarme todo el día en casa y después de cenar pregunto si puedo ir al quiosco a comprar un tebeo.

—Vuelvo a casa enseguida —aseguro.

—¿No te has olvidado de lo que le prometiste a los policías? —pregunta mi madre.

—No.

No lo he olvidado, pero he decidido romper mi promesa. Es que tengo que hablar con Dagge.

En el cruce de la calle Rosenhill con Blåeld me encuentro con Pierre y Larsa. No nos hemos visto desde la tarde en que Jonas desapareció. Sé que se han portado bien. Ya empecé a imaginarme que pasaba algo cuando llamé a Larsa y contestó su madre, quien me informó con cierta sequedad de que ni yo ni Dagge podíamos ver a su hijo, y me advirtió que avisaría a mis padres si no le hacía caso. Me sentí demasiado desanimado como para preguntar por qué, aunque imaginaba que tenía que ver con la desaparición de Jonas. No me pareció una buena idea llamar a Pierre. Sospeché que él también había hablado con sus padres.

La sensación de que nos evitan a Dagge y a mí se incrementa cuando aminoro la marcha y algo indeciso saludo con la mano. Ellos contestan a mi saludo con la cabeza, como si no se sintieran muy seguros. Nos quedamos parados junto a nuestras bicicletas mirándonos con cierta tensión, en silencio. Se podría creer que no nos conocemos de nada.

—Vale —dice al final Pierre—. La cuestión es ésta. No tenemos nada contra ti. Eso está claro.

—El problema es Dagge —continúa Larsa.

Los miro.

—¿De qué estáis hablando?

—Seguro que sabes lo que piensa la poli.

—Venga ya. Dagge no ha matado a Jonas.

—¿No te parece sospechoso? —replica Pierre.

—¿Qué quieres decir?

—Tú estabas allí. Oíste lo que le dijo Dagge.

—«Se va a enterar de quién soy yo» —cita Larsa con voz temblorosa.

¿Es que han olvidado que somos amigos? ¿Es que se les ha borrado de la memoria todos los veranos en el Nido de Águilas? «No se abandona a un amigo», ése era nuestro lema. Teníamos que estar unidos para lo bueno y lo malo.

—Os olvidáis de una cosa.

—¿De qué? —pregunta Pierre.

—Si no hubiéramos dejado solo a Jonas, esto nunca habría pasado.

—No quiso venir. ¿Qué íbamos a hacer?

Yo también me lo he preguntado. Cientos de veces. ¿Podíamos haber hecho algo?

—Esto es un problema entre Dagge y Jonas —señala Pierre.

—Dagge iba a por Jonas, eso se vio desde el principio —añade Larsa.

—No lo mató.

—Entonces, ¿por qué le mintió sobre la casa? —pregunta Pierre—. ¿Por qué no le dijo lo que pasaba? Todo esto es muy raro.

—Muy raro —repite Larsa, asintiendo con la cabeza.

«Son como los sobrinos del Pato Donald —pienso—. Completan las frases del otro».

—Habíamos sellado un pacto: no debíamos hablar de la casa.

—Dagge fue el primero que rompió el pacto, ¿recuerdas?

Pierre carraspea un poco para subrayar sus palabras.

—La casa se lo llevó. Y eso lo sabéis.

Larsa y Pierre sonríen. Me pregunto qué es lo que les resulta tan gracioso.

—¿No te lo han dicho? —pregunta Pierre.

—¿El qué?

—La poli ha buscado por toda la casa. Desde el desván hasta el sótano.

Asiento con impaciencia. También he leído los periódicos.

—¿Y qué? No es la primera vez que desaparece alguien y no se le vuelve a encontrar. Pero se les puede oír gritar por la noche —digo, mirando fijamente a Pierre, que resopla ruidosamente.

—Venga ya, eso es sólo un cuento de fantasmas.

—Que tú contaste. —Los miro a los dos—. ¿Os habéis olvidado de lo que pasó?

—La verdad es que creo que nos lo imaginamos.

—Yo también —dice Larsa.

—Os estáis engañando a vosotros mismos.

Les doy la espalda y apoyo el pie en un pedal. Cuando pedaleo vuelvo la cabeza por encima del hombro y veo que Pierre y Larsa se van en sus bicicletas. De pronto no me siento tan seguro. ¿Y si tienen razón? ¿Y si Dagge…? No, imposible.

Aparto ese pensamiento de mi cabeza.

Unos minutos más tarde freno en la puerta del garaje de Dagge. Las ventanas están oscuras. Siento el corazón en un puño al dirigirme rápidamente hacia la puerta. Llamo al timbre durante un buen rato. Empujo un poco la puerta, porque en Rosenhill casi nunca cerramos las casas, ni siquiera de noche. Pero está cerrada. Voy a la parte de atrás y llamo a la ventana de Dagge. Miro por el ventanuco del sótano. Allí está la mesa de billar, pero no veo a Dagge inclinado sobre el fieltro y practicando con el taco. Entonces sólo queda un lugar. Voy corriendo hasta la puerta del garaje.

La chatarra que Dagge tiene por bicicleta está tirada en el suelo, justo delante de la entrada de la cabaña. Desde allí oigo música. Suena como Children of the Revolution de T-Rex. La canción preferida de Dagge. Tiene todos los discos de T-Rex. Lo encuentro en el fondo de la cabaña. Sentado en cuclillas, con la navaja en la mano. La hoja está abierta, el filo descansa sobre la muñeca, donde destacan las venas tenues y azuladas. No parece advertir mi presencia. Tiene el rostro impasible como una estatua.

Me siento a su lado, con una sonrisa forzada.

—Hola. ¿Qué haces?

Levanta la vista despacio y parpadea.

—¿Qué?

—Te he estado buscando.

—¿Y eso por qué?

Trago saliva.

—Tenemos que hablar.

La hoja de la navaja continúa apoyada en la muñeca. Los dedos que aprietan el mango están pálidos debido al esfuerzo. Me pregunto cuánto tiempo llevará ahí sentado.

—¿Ha estado la policía en tu casa?

—Sí.

—Perdona, pero no pude mentir. Por cierto, cuando vinieron a hablar conmigo ya lo sabían todo. Larsa y Pierre se lo habían contado.

—Ya lo sé.

—¿Qué dijeron? —le pregunto.

—¿La poli?

—Sí.

—¿Tú qué crees? —suelta Dagge.

—No es culpa tuya que Jonas haya desaparecido.

—¿Ah, no? —replica con sarcasmo.

Por primera vez me mira de verdad. Se ve que ha estado llorando. Tiene los ojos rojos e hinchados.

—Pero si nos fuimos de allí todos juntos. También se lo he dicho a la policía.

Dagge sonríe.

—Ya. Pero lo que sucedió después… eso no lo sabes.

Lo miro fijamente. Observo la navaja que aparta de la muñeca y vuelve hacia mi pecho.

—¿No lo entiendes? Tenía miedo, no me atreví a entrar en la casa otra vez. Y aquel desgraciado lo sabía, sabía que me echaría atrás. Odiaba a aquel mamarracho. Lo odiaba.

Tiene la cara muy pálida, pero los ojos parecen brasas encendidas con una furia desesperada que me asusta más que la hoja de la navaja.

—Imagina que volví y que destrocé a aquel desgraciado.

—Venga ya —digo bajito.

Un ruido molesto interfiere en la música y rompe la tensión del ambiente. Dagge baja la navaja y estira el cuello.

—¿Quién es?

El ruido del motor llega hasta nosotros, penetrante y forzado. Me temo lo peor. El Nido de Águilas ya no es un secreto.

Cuando atisbamos por la puerta la primera motocicleta ha llegado a lo alto de la colina. Se dirige hacia la cabaña a toda velocidad y no esquiva la bicicleta de Dagge, que acaba debajo de la rueda de la moto. Las llantas y los radios se doblan como si fueran de papel. A la moto se le unen enseguida dos más.

Se callan los motores. El aire está lleno de humo. Salimos a la luz del sol. Ya no tiene sentido tratar de escondernos.

—Así que es aquí donde os metéis.

Con los pulgares en los bolsillos del tejano, mi hermano se adelanta hacia la cabaña y mete el cabezón. Pasea la mirada por el interior, pero a juzgar por su expresión de desagrado no parece que le haya impresionado. Se da la vuelta hacia nosotros y esboza una sonrisa de satisfacción.

—Vaya, mira por dónde, aquí tenemos a un asesino.

Los compañeros se ríen sin bajar de sus motos y mi hermano se siente invencible cuando se acerca a Dagge.

—Vamos a ver, Dagge. Te prometo que guardaré tu secreto. —Mi hermano baja el tono de voz—. ¿Te cargaste a ese tío?

—Venga, déjalo ya —susurro.

—¿Y a ti quién te ha dado permiso para hablar?

Siento un escozor en la mejilla y vuelvo la cara. Las lágrimas escuecen más que la bofetada.

Mi hermano se inclina aún más hacia Dagge, silbándole en la oreja.

—Vamos a ver, Dagge. ¿Qué hiciste con Jonas?

Mi amigo ni pestañea siquiera.

—Basta ya —intervengo.

—¿Es que no me has oído antes? —me increpa mi hermano, levantando el brazo de nuevo.

—Déjalo en paz.

Dagge le sujeta la muñeca con fuerza y le da un puñetazo en el estómago. Mi hermano se dobla como una silla plegable. Sin darle tiempo a nada, Dagge se sienta a horcajadas sobre su pecho y le acerca la navaja al cuello.

—¿Quieres saber cómo lo maté? Lo ataqué con esto. Así.

Hace un movimiento con la navaja, desde el vientre hasta el cuello. El pánico asoma a los ojos de mi hermano.

—Deberías haber visto cómo sangraba. Como un cerdo en la matanza.

—Déjalo, Dagge. ¡No lo mates! —chillo de pronto, casi sin querer.

—¿Qué? —exclama Dagge, mirándome.

—Ya vale. Ya lo ha entendido —insisto.

La mirada de Dagge pasa de mí a mi hermano.

—Ya está. No pasa nada —intento tranquilizarlo.

Dagge cierra la navaja y se levanta. Mi hermano sigue tumbado en el suelo, sin atreverse a mover ni un dedo. Tiene los labios blancos como la tiza.

—Vete —le dice Dagge en voz baja.

Mi hermano se levanta tambaleándose y se dirige hacia la motocicleta. Se lleva las manos al estómago, gesticulando. Los compañeros miran a Dagge con una justificada mezcla de angustia y respeto.

De pronto me acuerdo de una cosa.

—¡Espera! —grito.

Mi hermano apoya el pie en el suelo.

—Tengo una cosa que es tuya.

—¿El qué?

Meto la mano en el bolsillo y le doy el envoltorio de papel de aluminio. Sabe exactamente de qué se trata. Lo sostiene en la palma de la mano, como si no supiera qué hacer con él.

—¿Así que fuiste tú?

Niego con la cabeza.

—Mamá. Intentó echarlo por el váter. Yo lo encontré luego.

Mi hermano se mete el paquete en el bolsillo.

—Bien hecho —murmura.

—¿No lo entiendes? —Avanzo un paso hacia él, ya no me da miedo—. Mamá intentaba protegerte. Creía que te perseguía la policía.

—Estás diciendo tonterías.

—¿Ha hablado mamá contigo?

Mi hermano no contesta. ¿Qué va a decir? ¿Que mi madre le ha estado cubriendo las espaldas? Mi hermano sabe muy bien por qué mi madre tiró el paquetito al inodoro. Igual que sabe por qué le grité a Dagge que no lo matara. La familia es la familia.

Mi hermano mira a sus amigos, que parecen impacientarse. Da una patada al caballete de la moto.

—Vale. Venga, sube detrás, que nos vamos.

¿Me está hablando a mí?

—¿Te vienes o piensas quedarte con ese loco?

«No —pienso—, no has entendido nada de nada».

—¿Sabes una cosa? El niño mimado eres tú.

En cualquier otra ocasión, me hubiera soltado una bofetada, pero ahora ni siquiera levanta la mano, ni siquiera parece enfadado. Su respuesta casi suena a resignación cuando murmura entre dientes:

—Bueno, pues haz lo que te dé la gana.

Desaparece con sus amigos cuesta abajo, entre una nube de humo y polvo. El ruido de los motores se pierde en el bosque.

Dagge se ha quedado agachado con un cigarrillo entre los dedos. Se aparta el pelo de la frente.

—¿De verdad has creído que pensaba matarlo?

Hubo un momento en que sí. En el momento de la verdad no se piensa claro, y llegas a olvidar quién eres y quién es tu mejor amigo.

—La verdad es que no.

—Tu hermano necesitaba que le dieran una lección.

En cualquier caso, no era la primera vez que Dagge intentaba ponerlo en su sitio y yo no estaba muy seguro de que fuera asunto suyo, ni siquiera esta vez. Pero Dagge no tiene hermanos. Sólo pretendía protegerme y yo debería estarle agradecido.

—Perdona si te he asustado en la cabaña. Pero es que ya era demasiado. Primero desaparece Jonas. Vaya, ¿crees que yo no me sentía culpable? Después la poli cree que yo lo maté. No sabía qué hacer y pensé: «Se acabó». Pero es una cobardía.

—Tú no eres un asesino, Dagge. Mi hermano no tiene ni idea de lo que dice.

—Gracias —suspira—. Qué contento estoy de no haber escrito aquella nota.

—¿Qué nota?

—Es igual, olvídalo.

Ya no se ve el sol en el cielo, sólo los últimos rayos riñen de rojo el horizonte. Empieza a hacer frío. En el aire se notan los vientos de otoño.

Dagge me palmea el hombro.

—Venga, vámonos.