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Cuando el Saab color burdeos se para ante nuestra casa en la calle Blåeld, dos días después, estoy sentado en la terraza leyendo. Desde los rosales se oye la voz de mi madre:

—¿Quiénes son?

Levanto la cabeza para mirar. Del coche salen una mujer y un hombre, los dos vestidos para la ocasión. La mujer lleva falda y un moño bajo, el hombre va con traje y gafas de sol.

—La policía —digo.

—¿Tú crees? —susurra mi madre.

Asiento con la cabeza, aunque no sé por qué estoy tan seguro.

Los visitantes todavía no nos han visto. El gran sauce que crece junto a la verja nos oculta.

—Enseguida vuelvo.

Ruborizada por el trabajo físico y con la pala sucia de tierra en la mano, mi madre entra corriendo en casa por la terraza. Oigo la puerta del dormitorio y después la cisterna del baño.

—Hola —dice la mujer con una sonrisa—. ¿Tú eres Joel?

Asiento en silencio.

—Somos policías —prosigue ella—. Me llamo Britt-Marie y mi compañero es Tommy.

El otro policía saluda con la cabeza y se mete en la boca una pastilla para la garganta.

—Queríamos hablar contigo sobre Jonas Cederqvist —continúa la mujer—. ¿Podemos sentarnos un momento?

—Bueno.

—¿Estás solo en casa?

—Mi padre está trabajando, pero mi madre está.

—¿Podrías decirle que estamos aquí?

—Ya lo sabe. Es que ha tenido que ir al lavabo.

—Vale, entonces la esperamos.

Nos sentamos en el balancín. La mujer saca una libretita. El hombre chupa la pastilla para la garganta. Quizás esté dejando de fumar. Mi padre se aficionó a estas pastillitas cuando intentaba dejar el tabaco, después de veinte años de haber estado fumando tres paquetes de John Silver sin filtro al día.

A los pocos minutos regresa mi madre. Ha dejado la pala y se ha puesto ropa limpia. Parece nerviosa.

—Irene —se presenta, ofreciéndoles la mano—. Lo siento, pero Per-Erik no se encuentra en casa, y la verdad es que no sé dónde puede estar. Pero si quieren puedo llamar y preguntar a sus amigos.

La mujer frunce el entrecejo.

—No entiendo… ¿Per-Erik?

—Per-Erik, sí.

Los dos policías miran a mi madre con aire de desconcierto. La mujer se inclina hacia delante, sonriendo.

—No, hemos venido para hablar con Joel acerca de Jonas Cederqvist.

Ahora le toca a mi madre estar desconcertada.

—Ah, vaya. Creía que…

Los policías se quedan callados. No tienen ni idea de lo que ella creía, y mi madre comprende que se ha equivocado. Con una sonrisa forzada se sienta a mi lado, pasándome el brazo por los hombros de forma protectora.

—¿Qué quieren preguntarle a Joel?

Los policías quieren saber lo que hice la tarde del 8 de agosto.

—Estuve en casa de Dagge.

—¿Jonas estuvo allí todo el tiempo?

—Sí.

—¿Os fuisteis de allí juntos?

—Sí.

—¿Y qué hora era?

—Las siete, más o menos.

—¿Jonas se fue solo a casa?

—Sí. Vive en el barrio alto, en la zona de los ricos.

—¿Dónde os separasteis, exactamente?

El hombre despliega una fotocopia de un plano de Rosenhill. Hago como que lo estudio, después pongo el dedo en el cruce de la calle Rosenhill con Blåeld. Espero que Pierre y Larsa hayan señalado lo mismo.

Los policías hacen unas cuantas preguntas más acerca de Jonas, si parecía triste aquella tarde, si había hablado de fugarse de casa o si se había peleado con alguien. En otras palabras, querían saber: a) si Jonas tenía algún motivo para desaparecer voluntariamente, y si no: b) si alguien tenía motivos para que desapareciera.

Para mantenerme fiel al pacto, miento descaradamente a los policías.

Cuando se marchan, siento náuseas y escalofríos, pero mi madre no parece darse cuenta, porque tiene otras preocupaciones. En estos momentos, mi hermano parece ser su principal problema. Si no fuera así no habría dado por supuesto que era con él con quien quería hablar la policía.

—Espero de verdad que ese chico aparezca —comenta, con aire ausente.

—Jonas —digo, y me levanto del balancín.

—¿Qué has dicho, Joel?

—Se llama Jonas.

Y me pregunto si no debería recordarme yo mismo su nombre.

Voy al baño y me enjuago la cara en el lavabo. Las náuseas han desaparecido, pero siento el estómago revuelto.

Me siento en la taza del inodoro intentando ordenar mis pensamientos. ¿Sospecha algo la policía? ¿Me han descubierto? ¿Y si Larsa y Pierre han dado otra versión? Ayer tarde llamó Dagge, dijo que había hablado con ellos y me aseguró que todo se iba a arreglar. «Tenemos que estar unidos», insistió. No quiero traicionar a Dagge, pero tampoco me gusta mentir a la policía. Y no se trata sólo de Dagge. Abandonamos a Jonas. Somos los únicos que sabemos lo de la casa. Si Jonas está vivo, a lo mejor aún se le puede salvar.

Vuelvo a sentirme mal. Levanto la tapa del váter y me inclino hacia delante. Algo brilla en el agua: un envoltorio de papel de aluminio. Rápidamente lo cojo y lo dejo en el lavamanos para enjuagarlo. Cuando desdoblo el papel de aluminio, noto un olor que me resulta vagamente conocido. De pronto lo identifico.

Una vez, por casualidad, pasé por delante de la habitación de mi hermano cuando sus amigos estaban allí. Como siempre, estaban escuchando Pink Floyd y oí su risa floja por encima de la música. Me pregunté qué les haría tanta gracia y apoyé la oreja en la puerta para escuchar. Por el resquicio noté un olor extraño, dulzón, el mismo de la sustancia negra que ahora tengo en la palma de la mano.

Nunca relacioné este olor con la risa tonta ni la reacción de pánico de mi hermano cuando mis padres llegaron de la fiesta un par de horas antes de lo previsto. De pronto llamó a mi puerta y me pidió que bajase a entretener a mis padres para que no subiesen. Naturalmente, le pregunté qué pasaba, pero mi hermano me amenazó con darme una buena tunda si no obedecía. Hablaba con voz pastosa. Tenía los ojos enrojecidos y le brillaban mucho.

Mi hermano pudo respirar tranquilo. Mis padres no subieron a vernos aquella noche, pero si lo hubieran hecho, sólo habrían encontrado a mi hermano con cara de sueño y a sus amigos que hablaban mientras escuchaban The Dark Side of the Moon. Mi hermano se aseguró de airear bien la habitación.

Ahora entiendo por qué tenía tanta prisa mi madre. Parecía como si ella también tuviera pánico.

Esa cosa negra me quema entre los dedos como un huevo recién cocido. Lo que no entiendo es por qué mi madre no se deshizo de ella en cuanto la encontró entre la colección de discos de mi hermano. ¿Por qué la guardó? Alo mejor es que no sabía qué hacer con ella. Yo tampoco lo sé.

Envuelvo la sustancia en el papel de aluminio y me guardo el paquetito en el bolsillo.

El miércoles, tres días después de la desaparición de Jonas, Rosenhill despierta de su letargo. Hemos sido invadidos. Ejércitos de periodistas de la televisión y de la prensa deambulan por las calles. Antes de que nos hayamos despertado del todo, ya estamos en la primera página de todos los periódicos y en todos los noticiarios.

Todo el país puede seguir la búsqueda del desaparecido Jonas Cederqvist, de trece años. Se organizan batidas que, junto con los helicópteros de la policía, buscan por los bosques que rodean Rosenhill. En la tele sale el padre de Jonas. Muy pálido y con la voz quebrada, pide ayuda a toda la población. También ofrece una cuantiosa recompensa a quien pueda dar una información que permita encontrar a su hijo. Finalmente le pide a Jonas que, si se ha ido voluntariamente, al menos se ponga en contacto con ellos.

—Sólo para saber que no te ha pasado nada.

Después del aviso, los teléfonos de la policía se ponen al rojo vivo. Parece que se ha visto a Jonas por todas partes. Una mujer de Gotemburgo asegura haber llevado a un autoestopista que se parecía a él. El problema es que la fotografía que ha salido en la tele y en los periódicos es de hace dos años. Es una foto de clase de cuando estaba en la escuela de Dallas. En la foto lleva gafas y el pelo muy corto. Nada de gorras de béisbol, nada de rizos. Nunca lo hubiera reconocido a partir de las viejas fotos.

Los periódicos también han descubierto que Jonas tenía escondida una importante suma de dinero en su casa. Cinco mil coronas, que estaban vigiladas por una pitón real que responde al nombre de Jack. Dado que ni Sylvia ni el padre de Jonas se atrevían a acercarse a Jack, y mucho menos a dar de comer al animal, la dejaron en manos profesionales. Ellos encontraron el dinero cuando se disponían a limpiar el terrario. Los periódicos especulaban: ¿por qué había escondido Jonas el dinero?, ¿planeaba fugarse de casa? El padre de Jonas y Sylvia se hacen tantas preguntas como los periodistas. ¿Para qué quería tanto dinero?

Pienso en Gloria y en su sonrisa radiante.

Cuando la presión aumentó, el pacto quedó roto. Pero fueron Pierre y Larsa los que primero cedieron.

Exactamente no sé qué revelaron, pero lo que sí entiendo es que la policía supo lo del pacto, la casa y la pelea entre Jonas y Dagge. Estoy casi seguro de que los dos se pusieron de acuerdo en ir a la policía, probablemente después de haber hablado con sus padres.

No se lo reprocho. Al fin y al cabo no somos delincuentes. Nuestro único delito fue dejar a Jonas en la casa. En cuanto cierro los ojos lo veo ante mí. Su silueta sin rostro, que parece desaparecer entre las sombras. Esa imagen me persigue estos días y cambia de forma siniestra, se vuelve más oscura y más borrosa hasta que resulta imposible distinguirla. Sé lo que significa. Es demasiado tarde. La casa se ha apoderado de él.

Cuando los dos policías nos visitan por segunda vez esta semana estoy más preparado para explicar la verdad. Me sale todo, palabras y lágrimas. Mi madre me acompaña en el interrogatorio y me aprieta la mano tan fuerte que los dedos se me duermen. También llora.

Después los policías me ordenan que no hable con Dagge, pero no me explican por qué. Quizá crean que nos vamos a influir el uno al otro. Mi madre tampoco me da la oportunidad de llamar ni de salir. No importa que le intente explicar que Dagge es mi mejor amigo y que sólo quiero decirle que no tenga miedo. La policía no piensa mandarlo a la cárcel sólo porque mintiera sobre lo ocurrido aquella tarde. La verdad es que todos mentimos. Todos somos igual de culpables. Pero quizá sea el alivio de habernos quitado de encima la mentira lo que me lleva a suponer que Dagge verá las cosas de la misma manera.

No fuimos nosotros los que nos pegamos con Jonas. No fuimos nosotros los que gritamos aquellas palabras: «¡Se va a enterar de quién soy yo! ¡Ahora verá!»