—No muy lejos de aquí, cerca de Lugnet, hay una vieja casa. Nadie sabe lo vieja que es, pero seguro que lleva allí más de cien años. Tampoco hay mucha gente que sepa que existe, lo que tampoco es tan raro. Es una casa solitaria que se encuentra al final de la carretera, a la sombra del oscuro bosque de abetos. El sendero que lleva hasta la verja está cerrado por la vegetación y unos grandes robles protegen el lugar de cualquier mirada indiscreta.
»Voy a decir las cosas como son: es una casa maldita. Se nota en el aire cuando uno se acerca. Un frío húmedo que se pega a la piel. Un olor nauseabundo, como de algo echado a perder. La casa entera grita una advertencia: “No sigas adelante…”
»Hace mucho tiempo vivía allí una familia. El padre era carpintero y él mismo había construido la casa. Eran pobres pero felices. Lo que sucedió es un misterio. Nadie sabe qué lo empujó a asesinar a los suyos.
»Una noche el padre se levantó de la cama, fue al taller a buscar el hacha y subió a la habitación de los niños. Fue matando a sus hijos uno tras otro, tan tranquilo y metódico como si estuviera eliminando una carnada de gatos. A continuación se dirigió al cuarto donde dormía la madre y acabó con ella de un solo golpe de hacha. Finalmente subió al desván y se ahorcó colgándose de una viga del techo. No dejó ninguna nota, nada que explicara por qué había asesinado a su familia.
»La casa fue precintada y con el paso del tiempo se fue deteriorando. Nadie quería comprar una vivienda con una historia tan siniestra. Los vecinos querían olvidar el crimen, algo que no les resultaría posible mientras la casa estuviera en pie, así que llegaron a considerar la posibilidad de derribarla. Una noche alguien intentó incendiarla, pero las llamas no consiguieron destruir las paredes de madera. Era como si estuvieran mojadas. Se dijo que era la sangre de los niños que había empapado la madera.
»La gente huía de la casa como de la peste.
»Pero la casa se negó a caer en el olvido. Inevitablemente atraía a los curiosos, ya que la gente siempre se siente fascinada por los lugares terribles y misteriosos.
»A la mayoría le bastaba con echar un vistazo. Los más atrevidos se acercaban un poco más, pero cuando percibían el hedor y el frío que emanaban del edificio, se arrepentían profundamente de no haber hecho caso de las advertencias.
»Se decía que uno nunca volvía a ser el mismo después de haber estado allí. Si se tenía la suerte de volver, claro.
»A los que se han quedado entre esas paredes —y se dice que no son pocos— se les oye gritar por las noches. Sus alaridos no se acallan nunca. Y seguirán así hasta que alguien vaya a liberar sus almas martirizadas.