10

—Es aquí —anuncia Dagge.

Jonas observa la casa un buen rato, examinándola con detalle. Al final se vuelve hacia Dagge, que está apoyado en la valla masticando una brizna de hierba.

—¿Entramos? —sugiere Jonas.

Dagge lo mira fríamente.

—Hasta aquí hemos llegado; no vamos a dar ni un paso más.

—Venga ya. Lo prometiste —protesta Jonas.

—No, te dije que verías la casa. Y ahora ya la has visto.

—Bueno, si tú no te atreves…

Jonas empuja la cancela. A la altura de los matojos secos se da la vuelta y gesticula con la linterna.

—¡Venga, Dagge!

—Pasa de él —digo.

Dagge ni parpadea, pero veo que está en tensión.

—Nos largamos —dice Larsa.

—Pues iré yo solo. ¡Gallinas! —grita Jonas.

Los ojos de Dagge sueltan chispas. Aprieta los puños. En la mano izquierda lleva un anillo de sello que heredó de su padre.

—¡Será capaz!

Allá cerca de la casa, Jonas cloquea:

—Gallina, gallina.

Dagge está rabioso. Intentamos calmarlo diciéndole que no vale la pena enfadarse, pero Dagge no nos hace caso. La verdad es que ni yo ni Larsa ni Pierre osamos interponernos en su camino cuando se dirige hacia Jonas.

—¡Repite lo que has dicho!

—Gallina…

Dagge le suelta un derechazo fuerte y rápido en toda la cara a Jonas, que cae sentado en la hierba y pierde la linterna. Sus ojos abiertos de par en par reflejan sorpresa. Le sangra la nariz.

Dagge se sopla los nudillos y sacude la mano.

—Nadie me llama cobarde, ¿te enteras?

De pronto, Jonas se incorpora y le suelta un puñetazo, pero está mal equilibrado y no puede darle fuerza al golpe. Dagge empieza a sangrar por la nariz, pero se mantiene en pie, sacude la cabeza como si se hubiera tragado algo ácido. Cuando se recupera del golpe agacha la cabeza y se lanza sobre Jonas. El placaje es duro y preciso. Los dos desaparecen entre la hierba alta. Desde donde estamos nosotros es imposible ver quién gana. Ruedan juntos, se tiran de los pelos y de la ropa. Es una lucha feroz.

—Oye, éstos son capaces de hacerse daño —comenta Larsa.

Entre el barullo de brazos y manos, Larsa y yo conseguimos agarrar a Dagge. Da patadas a diestro y siniestro y nos amenaza a todos. Nos vemos obligados a tumbarlo sobre la hierba y a sujetarle los brazos.

Dagge escupe y bufa como un gato salvaje.

—¡Soltadme! Se va a enterar de quién soy yo, ¿lo oís? ¡Ahora verá!

—Tranquilo —le decimos Larsa y yo al unísono.

Al final se calma y todos respiramos aliviados. A unos metros de allí, Jonas se limpia la boca con el dorso de la mano. La camiseta blanca tiene manchas de sangre y está rota. Hojas y briznas de hierba le adornan el pelo formando un extravagante peinado.

—Eres muy mal perdedor, ¿lo sabías? —le dice a Dagge con voz ronca.

Dagge está inclinado hacia delante y levanta la mirada a Jonas.

—Sí, ya lo sabía —responde—. Así que apártate de mi camino. No quiero volver a verte. Ni en Rosenhill ni en el Nido de Águilas. Aquí no hay sitio para ti. ¿Te enteras?

Creo que Jonas ha captado el mensaje, porque su rostro ha adquirido una expresión rígida y vacía. Le tiembla el labio inferior. Dagge sacude la cabeza.

—Venga, vámonos.

Empezamos a movernos despacio. Me siento mal por Jonas. Yo no quería que las cosas terminaran así. Si Jonas no hubiera aparecido en ese cruce de la calle Rosenhill, nunca nos habríamos bañado en una piscina cubierta ni hubiéramos sabido nada de Sultán ni del tifón en Costa Rica. Tampoco habríamos descubierto el sabor de la mantequilla de cacahuetes ni que a una chica se le puede decir «bonita» sin que parezca una tontería.

Al cruzar la verja me detengo y miro por encima del hombro. Jonas permanece en el mismo sitio, una figura de rostro inexpresivo, rodeada de zarzas y sumido en la pesada sombra de la casa.

Aligero el paso y enseguida alcanzo a los demás.

No me vuelvo para mirar atrás.